Un film a la uruguaya Sencilla en sus formas, la película de Ana Guevara y Leticia Jorge Romero no exhibe nada pero invita a descubrirlo todo. Y hace de la observación aguda no una jactancia sino un simple ejercicio. Ganadora del Premio Cine en Construcción en San Sebastián 2012, presentada este año en Berlín y la Competencia Oficial del Bafici, Tanta agua, ópera prima de las realizadoras Ana Guevara y Leticia Jorge Romero, es una auténtica película uruguaya. Tan auténtica como que está producida por Control Z, la compañía que estuvo detrás de Whisky, La perrera, Gigante y 3, ¿cómo recuperar a tu propia familia?. “Una película uruguaya” quiere decir una sencillísima en sus formas, que hace de la observación aguda no una jactancia sino un simple ejercicio. Una que no le impone al relato y los personajes nada que no surja de ellos mismos. Una que no intenta “venderle” nada al público: ni presuntos grandes avances en la tecnología de animación ni Mengeles, ni ultramillonarios hombrecitos de un metro y medio. En lugar de eso entrega al espectador lo mejor, lo más noble y sincero que le salió con esos personajes y esa historia. Una de esas grandes películas que, por su falta de pretensiones, sólo el espectador menos pendiente de espejitos de colores advertirá como tal. Tanta agua por la lluvia, por la piscina del recreo al que van los protagonistas y también y sobre todo por la que corre bajo el puente de las apariencias. La primera secuencia muestra ya todas las virtudes de Guevara y Jorge, que comparten realización y guión. Mientras maneja, un hombre habla por celular con expresión hosca y frases cortantes. Está claro que la que está del otro lado es su ex, dándole consejos sobre el cuidado de los niños, que el hombre obviamente rechaza. De una casa salen una chica de unos catorce años, un chico más chico y una señora que se despide de ellos. Pero no saluda al chofer, que la mira torcido. Como buen casi cincuentón, el hombre tiene un notorio exceso de carnes a la altura de la cintura. Los chicos suben y saludan. El chico es trompudo. La chica está trompuda, como una adolescente suele estarlo en presencia de su papá. Tiene brackets y habla entre dientes, con expresión de hastío o desgano. Saca unas milanesas de un tupper, muerde una. “¿Y eso?”, pregunta papá, ligeramente molesto. “Las hizo mamá”, contesta Lucía, y la molestia de papá deja de hacerse ligera. Ejemplar secuencia de introducción, que le suministra al espectador, sin un solo subrayado y con abundantes elipsis, los elementos mínimos necesarios como para querer sumarse al viaje y ver qué pasa de allí en más. Papá y los chicos no tuvieron mucha fortuna con la elección de los días de vacaciones: llueve como si fuera la última vez. El recreo es modesto y a papá no se le ocurrió mejor idea que pedir alojamiento sin televisor. Anuncio de las vacaciones más temidas, esas en las que lo único que pueden hacer un adulto y los chicos es jugar al boggle o al truco, mirar por la ventana, ir de excursión (¡a una represa, a una planta embotelladora!), pelearse un poco o bastante. ¿Bajón total, aburrimiento, goce o diversión con la mala suerte de los personajes? En lo más mínimo: por mucho que observen con atención a sus criaturas, Guevara y Jorge no se despreocupan por su suerte. Hay conflictos bajo tanta agua, y esos conflictos tendrán ocasión de aflorar. No con gritos ni subrayados: con insinuaciones, sugerencias y, sobre todo, miradas. Así como recupera el viejo y bello arte de la elipsis, Tanta agua da nuevo uso a la herramienta de conocimiento más básica y esencial del cine: la mirada. La del espectador, llamado a observar desde lejos ese diálogo que papá mantiene con la bien dispuesta recepcionista del recreo, o de cerca, el modo en que Lucía, tras su primera decepción amorosa, se hunde de a poco en la pileta. Mirada del espectador y miradas de los personajes. La de Lucía, sobre todo, hacia quien el relato, en un principio coral-familiar, se va desplazando, hasta hacerla protagonista. Asombroso el paso, por parte de Lucía, del abroquelamiento defensivo-familiar a la curiosidad sexual de la edad. Es como si pasara de larva a crisálida en el acotado espacio de la película. Asombrosa Malú Chouza: si existiera un Oscar rioplatense debería ganarlo ya, por aclamación. Asombroso el sentido del humor entre líneas, la alegría pop de la música de Maximiliano Angelieri, el gracioso ceceo de una precoz “bomba” rubia, todo lo cual compensa ese cierto abandonarse a la tristeza, tan uruguayo también. Asombrosas lucidez, inteligencia, generosidad, modestia y calidez de una película que no exhibe nada: invita a descubrirlo todo.
A “Breaking Bad” le salía mejor “Yo no mato ni mujeres ni chicos”, reta Richard Kuklinsky a un colega, que sí lo hace. Aun siendo uno de los asesinos por contrato con cifras más altas, Kuklinsky era un family man. Un hombre de familia que –como el espía de Mentiras verdaderas– logró ser killer despiadado de día y padre y marido proveedor de noche. Basada en un libro que cuenta su historia, The Iceman narra el ascenso y desgracia de este señor para quien matar gente era como para otros administrar una empresa. De allí que, ya en prisión y con una barba digna del último Jim Morrison, asegure no arrepentirse. Que con un tema semejante puede hacerse una gran película (o serie) lo demuestra Breaking Bad, con su patriarca químico. Que puede hacerse una no tan buena lo confirma The Iceman, cuyas escasas pretensiones de originalidad quedan probadas con la elección de Ray Liotta, que debe toda su fama a Buenos muchachos, para hacer de... mafioso. “Este tipo es una heladera”, comenta Roy Demeo (Liotta) un día de los ’60, tras ponerle a Kuklinsky (Michael Shannon) una pistola en la cabeza y ver cómo el otro no acusa recibo, por más que hasta ese momento no es todavía un wiseguy. Por eso Demeo lo contrata como liquidador: Kuklinsky trabajaba en una productora de cine porno. De allí en más, “El Polaco” degollará, acuchillará, estrangulará y ejecutará a quienes su jefe señale. Hasta que una teenager lo hará chocar contra sus principios: proscripción para él de allí en más. Tercera película en Hollywood del israelí Ariel Vromen, la veta más interesante de The Iceman es mostrar cómo se puede despanzurrar gente sin ser un psicópata. Basta que a uno le hagan una de esas ofertas que no se pueden rechazar, que uno se habitúe a liquidar como el cirujano a cortar, y se trabajará de hitman todo lo que el cuerpo aguante. El problema de The Iceman es que su eje narrativo es el mismo de Buenos muchachos, trocando la exuberancia de Scorsese por el rutinario oficio de este Vromen. Michael Shannon se confirma como the number one del cine actual para toda clase de perversos. Siempre es una alegría reencontrarse con Winona Ryder, que hace de la esposa. Aparece Robert Davi, uno de esos insuperables secundarios, y Vromen se da el lujo de conseguir para un par de papelitos a actores como Stephen Dorff o James Franco.
Los desclasados en una escala de grises En su primer protagónico cinematográfico, Joaquín Furriel compone a un hombre solitario que se presenta a tomar el puesto de sereno en un depósito semiabandonado. Cine negro, urbano y bastante sucio, con impecable ejecución técnica. Vista desde las políticas de producción, la idea de hacer cine de género argentino “de calidad” puede ser tan provechosa en sentido estético como industrial. Que hasta ahora se dé más lo segundo que lo primero no quiere decir que haya que renunciar a la idea. En términos de acabado profesional, Un paraíso para los malditos, que cuenta con el sello Patagonik como socio mayoritario, es de primera. En ella, el realizador y guionista Alejandro Montiel pasa de la calculada liviandad de Extraños en la noche –levísima comedia policial que se conformaba con aprovechar el regreso al cine de Diego Torres– a un cine negro, urbano y bastante sucio, en el que claramente ha puesto más de sí. Hasta qué punto esas ambiciones están logradas es otra cuestión. En su primer protagónico cinematográfico, Joaquín Furriel es Marcial, un solitario cuya rigidez hace honor a su nombre. Duro como un soldado, Marcial se presenta a tomar el puesto de sereno en un depósito semiabandonado. Semiabandonado y semidespoblado: la única que viene, cada tanto, es la mujer de la limpieza, Miriam (Maricel Alvarez), que a veces aprovecha para llevarse alguna cosita a casa. Qué se lleva no se sabe muy bien, como tampoco qué se guarda en ese depósito, quiénes son los dueños, ni los días y horario de trabajo de Marcial, que por lo que puede verse pasa allí jornada completa. En un policial, las incógnitas sin responder no son buenas: generan en el espectador falsas expectativas. Un poco porque no tiene mucho para hacer y otro poco porque encaja con su personalidad, Marcial observa. Observa por la ventana, sobre todo por las noches. Lo que ve es un desolado barrio industrial, en el que los únicos vecinos parecerían ser el tipo de al lado y unos “guachines”, lo suficientemente pesaditos como para hacer que una pareja medio perdida la pase mal. Aunque la acción tiene lugar entre Navidad y Año Nuevo, no hay más festejo que tres o cuatro fuegos artificiales y los “guachines” tirando petardos. O el barrio es más desértico de lo que parece o a la producción no le alcanzó para contratar más extras y fuegos de artificio. Pasa poco en ese tramo y está bien que así sea: con un único protagonista en un solo decorado mucho no puede pasar, que no sean el tiempo vacío y la latencia de que algo va a pasar. Toda esa zona del film está manejada con el tempo adecuado. Eso que va a suceder no puede revelarse: es el mayor secreto que se reserva el guión. De allí en más, Marcial va a entrar en contacto más estrecho con Miriam, que tiene un hijo y poca suerte, y con un viejo senil (Alejandro Urdapilleta), que acaba de perder al suyo pero ni se enteró. Es más: cree que Marcial es su hijo. Hasta que se dé cuenta de que no. La pareja, el padre sustituto, el hijo de ella, la vida en otra casa: se ha formado una familia. La idea recuerda la de Ultimos días de la víctima, cuando el gélido asesino interpretado por Federico Luppi creía haber encontrado algo de calor familiar en la viuda Elena Tasisto y su hijo (un Pablo Rago de unos diez años). Más allá de variados “ruidos” actorales por parte de los tres intérpretes, el problema básico de Un paraíso para los malditos, lo que la hace limitada, es el mismo de Extraños en la noche: alcanzado el nudo narrativo, la película se frena, no va mucho más allá. Lo que estaba allí y también resulta visible aquí es el buen tratamiento dramático que Montiel hace de tiempos y espacios. Espacios claramente delimitados (un “derpa” en edificio torre en aquélla, el derruido depósito y la igualmente derruida casita de al lado aquí) y una detallada y justa ambientación, que ayuda a dar clima y conocer a unos personajes a medio camino entre el realismo y la abstracción. Los rubros técnicos quedan en manos de algunos de los más confiables especialistas de última generación. El trabajo sobre claves bajas de la directora de fotografía Sol Lopatin colabora enormemente con el clima de negrura, y el editor Alejandro Brodersohn corta siempre donde hay que cortar. En síntesis: el programa estético está, falta un ajuste de sintonía fina.
Sólo apta para quienes no vieron la original Como nueve de cada diez remakes, ésta quita más de lo que agrega. No es que esté mal y hasta tiene la ventaja de ir de menor a mayor. Pero quienes hayan visto la Carrie original no tienen nada que hacer aquí. Los que no –los chicos de veinte o veintipico que no se hayan tomado el trabajo de ver, por el medio que fuera, la de Brian De Palma, a quienes se supone que esta remake se dirige– recibirán, en el último cuarto de película, el baño de sangre buscado. Baño de sangre que en manos de Brian De Palma se traducía en arte mayor y en las de Kimberly Peirce (realizadora de Los muchachos no lloran) deviene artesanía apenas eficaz. Esa diferencia de escala que va del arte a la artesanía, del fantástico onírico a un resignado realismo, del grand guignol al terror, del estremecimiento profundo al esporádico sacudón, marca la relación entre original y remake. “¿Qué es esto, un cáncer?”, se pregunta la Sra. White (Julianne Moore) en el momento en que está por dar a luz –sola, en su cama– a su hija Carrie. Esa es una de las escasas diferencias entre la película que elevó definitivamente a Brian De Palma a la primera liga de la industria y ésta, que entre sus dos guionistas cuenta con Lawrence Cohen, el de la original. Es muy buena la idea de asociar, en la afiebrada mente de la mujer, el dar a luz con una enfermedad terminal. Hay otra idea sumamente sugerente, que en la original no estaba: la señora es costurera, oficio que fomenta una i-nevitable asociación con uno de los momentos cruciales de la historia. Ese en el que Carrie, a quien su madre –que parece haber recibido su instrucción sexual en los tribunales de la Inquisición– jamás explicó el significado de la palabra menstruación, tiene su menarca, experimentando un horror semejante al de la señora ante el parto. Podría pensarse que en su fantasía la señora tal vez sueñe con una oportuna costura, como forma de resolver esa clase de problemas. Toda la intensidad de la película de De Palma se ve disminuida. Intensidad de la puesta en escena, de subtextos sexuales (que ya estaban, desde luego, en el original de Stephen King), de las actuaciones y dramaturgia. La de De Palma combinaba el grand guignol con la ópera (herencia que le venía por vía sanguínea) y el cuento de hadas. Carrie como el patito feo; su mamá como bruja poseída, hipervillana de Disney; la antológica escena del holocausto en la fiesta de graduación como imagen del caos absoluto, el infierno y, también, de la única forma de orgasmo que la abusada protagonista puede concederse. A la desorbitada Sissy Spacek (Chloë Grace Moretz no está mal, pero padece del mismo descenso de escala de toda la película) le bastaba con imaginar el holocausto para desencadenarlo. Esta otra Carrie necesita mover las manos, como un titiritero a distancia, para lograr efectos que, por modestia de la puesta en escena, no llegan al matemático, sistemático, inescapable apocalipsis que aquella rubia bañada en sangre desataba en un prototípico high-school. Otra ausencia: la de la mirada crítica de King & De Palma, que ponían a América bajo una deformante lupa camp. Aquí uno ve a la frágil Chloë Grace Moretz y no puede terminar de creerse que pueda ocasionar tanto daño, que tenga tanta potencia sexual subsumida como tenía su antecesora.
Un drama de celos que pierde el rumbo “Si no querías que me metiera, ¿para qué viniste?”, le dice, con toda lógica, la octogenaria larga Oded a su hijo sesentón, a quien tras cometer un acto aberrante –uno de esos que cualquiera mantendría en secreto, sobre todo de la mamá– no se le ocurrió nada mejor que venir a contárselo a quien le dio la vida. Que es, como queda dicho, una idische mame. Y de más de 80, encima. “Mamele, maté a un tipo”, podría llamarse el film israelí La infiel, si tuviera un humor que sólo la presencia de la mame le da. La infiel se llama, en hebreo, Hitpartzut X, y en algunos países se la conoció con el nombre de Naomi. La infiel es, en su primera parte, lo que los italianos llamarían un dramma di gelosia. Uno bien tipificado, como que tiene lugar entre el sesentón Ilan, profesor de Física en la universidad, y su esposa, una blonde beauty de treinta y pico. El tipo está celoso y la rubia (la Naomi del caso) le da motivos: sale seguido con “un amigo gay”, vuelve tarde, se la nota algo huidiza. Hasta que finalmente el típico viejo posesivo la sigue y la agarra, nomás, con las manos en la masa, con perdón por la expresión. Encarador, el hombre no se queda en casa lamiéndose las heridas. Muy por el contrario, si se entera de que la traidora arregló ir a cenar con el galán a un restaurante de las afueras (de Haifa, donde transcurre la acción), toma la iniciativa y la invita él a cenar... al mismo restaurante, donde el tercero en discordia observa desconcertado desde su mesa de dos. Y después va y le pide fuego. Tomá. Hay un hecho crucial totalmente fuera de contexto en La infiel. Hecho que tiene sí, una virtud: darle terreno en la trama a la señora Oded, versión idische de mamma Soprano. La mujer calcula, digita, trama, ordena, trata con cadáveres como si fueran gefilte fish. El problema es que a esa altura la cosa perdió toda credibilidad, porque el resto de la película, y sobre todo el muy grave y apesadumbrado Ilan, está en otro registro, que no le da la más mínima verosimilitud al haber llegado a ese punto. Lo que de allí en más podría ser comedia negra hitchcockiana (al estilo de El tercer tiro) tampoco lo es, porque el director no se decide a ir por ese lado. En lugar de eso da paso a un segundo volantazo caprichoso del guión, que hace que el asesino tenga un hermano... detective. Cuando la cosa ya hace rato que perdió el rumbo, aparece en escena lo único que faltaba: el hijo por nacer, cuyo padre vaya a saber quién es. Como la película, que tampoco sabe quién es o quiere ser.
Serena perturbación La creciente alienación de los protagonistas por todas las formas posibles de consumo encuentra un retrato que no recarga las tintas, pero que resulta inquietante. A los 42 años y con cinco películas, está claro que Sofia Carmina Coppola (New York, 1971) habla de lo que conoce: la adolescencia y el mundo de las celebridades del show business. En los casos en que sus personajes no son adolescentes biológicos lo son en términos psicológicos: los protagonistas de Perdidos en Tokio (2003) y el star de Somewhere (2010), padre de una adolescente. La única vez que Sofia se salió del presente fue para conectar con una reina de catorce años, María Antonieta (2006). Y cuando no hizo referencia a las celebrities fue también cuando se basó en material literario ajeno: su ópera prima, Las vírgenes suicidas, sobre la novela de Jeffrey Eugenides (1999). Protagonizada por chicos de high school que se introducen en casas de famosos para sentirse parte de ese mundo, Adoro la fama (The Bling Ring, en el original) es, de sus películas, la que más notoriamente aúna ambos focos de interés. El opus 5 de la hija de Francis Ford está basado en un caso real (ver entrevista). Los protagonistas son un grupo de chicos de Calabasas, California, con acceso fluido a bienes propios de la economía adolescente media estadounidense (ropa de marca, celulares de última generación, auto) e inmersos en el consumo de vidas ajenas. De las vidas de aquellos que los chicos querrían llegar a ser, claro. Que son los mismos personajes que alimentan las páginas de lo que antes eran tabloides y ahora son blogs, Twitter, Facebook o sitios web: Paris Hilton, Lindsay Lohan, Orlando Bloom, Megan Fox. A esos chicos no les basta con hacer “guardias” frente a un hotel, aullar ante sus ídolos o robarles un beso o un autógrafo. Estos chicos no buscan idolatrar, van más allá: quieren ser sus ídolos. La manera más segura es viviendo sus vidas. Aunque sea por un rato. ¿Cómo lo hacen? Averiguan dónde viven (lo cual se resuelve con un simple googleo) y aprovechando sus notorias ausencias (Paris Hilton da una fiesta en Miami, Orlando Bloom filma en Nueva York y así) entran en sus mansiones, hacen sus propias visitas guiadas, prueban sus colchones y requisan de la primera a la última de sus pertenencias, llevándose cualquier cosa: un collar astronómicamente caro, un par de zapatos ídem, un tapete que vendría bien para decorar el cuarto o un cuadro al paso. No deja de llamar la atención la facilidad con que entran (Paris Hilton deja su llave debajo del felpudo, por ejemplo) y la falta de alarmas o guardia privada (una sola vez aparecen). Tan fácil les resulta, y tan loquitos están los chicos, que no se conforman con entrar una vez: las visitas se hacen regulares, se vuelven cosa de rutina. Hasta que, claro, la policía se entera, gracias a las cámaras de seguridad. Película serenamente perturbadora (Sofia C. es una observadora aguda y una narradora que desdramatiza), el mayor riesgo de una película como Adoro la fama es que deja el plato servido para el prejuicio y la paranoia antijuvenil de clase media. Si bien la fragilísima Sofia está a años luz de tener la mano pesada (en lo físico y en lo artístico), no se priva de mostrar en qué medida la creciente alienación de los protagonistas se propulsa con toda clase de tóxicos, que a la manera de Tony Montana comienzan a consumir en progresión geométrica. Es verdad que la película se ocupa de señalar que el problema no son las drogas, sino que éstas son parte de un furor consumista en el que Louis Vuitton o Louboutin valen tanto como un BlackBerry o la merca de mejor calidad: lo importante es consumir más y mejor de lo que sea. Documental antropológico disimulado, el bombardeo rítmico del océano icónico en el que los chicos navegan o naufragan (Facebook, celus, compus), así como el ocasional rap o dance en algún club nocturno, permiten al espectador nadar en sus aguas, que no le son desconocidas a nadie. Algunos ralentis (recurso al que la realizadora es afecta) ayudan a comunicar la sensación de éxtasis, en todos los sentidos de la palabra. Algunos apuntes al paso permiten breves e iluminadores insights. La aparición en un club de Kirsten Dunst (actriz favorita de S. C.) puede verse como forma sesgada de autoinclusión. Que a Lohan la metan presa por robar una joya casi al mismo tiempo que los protagonistas entran en su casa, revela hasta qué punto unos y otra son pares. Después de un día excitante, el protagonista recuerda, en su cama, no los rostros reales de sus acompañantes, sino las fotos que se sacaron. El pícaro, excitado “Quiero robar” de una de las chicas suplanta a un “Quiero coger” que brilla por su ausencia, puesta como está toda la libido en devenir otro.
La historia de Luis, sin golpes bajos De larga trayectoria en televisión y varias apariciones en la pantalla grande, Pfening consigue un debut como director por demás convincente, que pone el foco en su hermano menor. Hay una escena de Caito en la que se celebra un asado en honor del protagonista, Luis “Caito” Pfening. Uno de los intervinientes (a la sazón, el actor Lucas Ferraro) canta una canción compuesta especialmente para él. En ese momento es como si la película entera condensara su función, su ambición y su sentido. Así como el personaje que Ferraro representa en ese momento (y que bien podría ser el propio Ferraro), el actor Guillermo Pfening “compone” su primer largo como realizador en homenaje a su hermano, cuyo seudónimo familiar da nombre al film. Es como si la película entera estuviera escrita en segunda persona, dedicada a otro que, de modo infrecuente, es a la vez su protagonista. Claro que hay otra persona a la que en este juego (la película tiene mucho de lúdico) cabe el papel de testigo, cómplice y tal vez, de algún modo, co-constructor de un modo de enunciación que confía en el armado sobre la marcha. O en la simulación del armado: eso es también parte del juego. Tal como explica a cámara, adoptando la clase de lenguaje neutramente científico más indicado para la ocasión, Caito sufre de una forma rara de distrofia muscular, que dificulta la motricidad de sus piernas. Para trasladarse debe ser cargado a hombros. Aunque también es capaz de manejar autos y, sobre todo, un ciclomotor que le da toda la libertad del mundo para andar de aquí para allá. Con treinta años al día de hoy, Caito es el hermano menor de Guillermo Pfening (1978), conocido sobre todo por su protagónico de Nacido y criado (2006) y El último verano de la Boyita (2009) y dueño de una abundante foja televisiva, que va de Campeones de la vida (1999) a Condicionados (2011), pasando por Costumbres argentinas, Vidas robadas y Valientes. Casi diez años atrás, Pfening había filmado ya un corto del mismo título (Caito, 2004), en el que aparecía junto a Luis, en la natal Marcos Juárez, al sur de Córdoba. Producido por Pablo Trapero y co-escrito junto a Carolina Stegmayer y Agustín Mendilaharzu, Caito, el largo, no es tanto una expansión del corto como un abordaje distinto de la figura de su hermano. Si la distrofia del protagonista es rara, la película también deberá serlo, parece haberse planteado Pfening, que en su debut apuesta fuerte en términos de forma, estilo y narración. Marcada enteramente por la idea de representación y con una notoria insistencia metalingüística, Caito está dividida en dos partes claramente separadas. En la primera parte, Pfening, que desde ya aparece en cámara (tanto la primera persona y la voluntad metalingüística, así como su propia condición de actor, colaboran para ello), se aproxima a su hermano desde diversos ángulos, de modo fragmentario y diluyendo en todo momento los límites entre lo actuado y lo “espontáneo”. Delgadísimo y carismático, de largo pelo llovido, dueño de un sentido del humor bastante socarrón y con un carácter no precisamente débil (en la propia canción se habla de él como “tirano”), a Caito se lo ve en Marcos Juárez, en familia, visitando a la kinesióloga como todas las mañanas, intimando con Guillermo (está claro que se aman incondicionalmente) y estableciendo una relación con dos chicas. Una de ellas, Anita, tiene unos once años y una madre jodida. La otra, Suzuki, tiene veintipico y da la impresión de recibir ese apodo por su potencia en caballos de fuerza. A Caito no le es indiferente: “Vamos a los girasoles”, le dice en un momento, cabreado, después de haber galopado allí con ella, en el asiento delantero del auto. Ensayo y error, Pfening intenta llevar adelante una película “a lo Kiarostami”, con todos los nombrados haciendo de sí mismos, pero no llega muy lejos. Convoca entonces a un elenco profesional, integrado por las actrices Romina Ricci, Bárbara Lombardo, el mencionado Ferraro y el director Juan Bautista Stagnaro (que venía de dirigirlo en Fontana, la frontera interior, 2009, y aquí hace su primer pequeño papel como actor). Con ellos, Pfening filmará una película que incluye algo así como el sueño jamás expresado por Caito: huir a la libertad, montado en el cuatri y acompañado por Suzuki, devenida ya su pareja, y Anita, “adoptada” por ambos para resguardarla de la siniestra madre. Como todo film de estructura libre y abierta, Caito es atractiva, genera empatía por las dosis de riesgo que Pfening corre estéticamente y además cuenta con el enorme carisma de Luis, que si atrae miradas no es por morbidez, ni por un falso pietismo buenista, sino por su simple y fuerte presencia. El riesgo, que en un par de escenas queda más expuesto, es el de la metalingüística forzada, al borde mismo de cierto esnobismo intelectual. En más de un momento darían ganas de que la película hablara un poco menos del hecho-de-hacer-una-película-sobre-Caito y un poco más sobre Caito.
El pibe que robaba en las alturas El film justifica largamente el Oso de Plata a la Mejor Dirección obtenido en la Berlinale de 2012. En una historia que muestra y retacea sabiamente su información, se lucen Kacey Mottet Klein como un impasible ratero y la bella Léa Seydoux como la hermana del título. El chico se saca el casco y el equipo de esquí y va recorriendo de a uno los bolsos colgados en un perchero, abriéndolos con tranquilidad y sacando todo lo que encuentra: sandwiches, pequeños accesorios, cosas de poco valor. La imagen es rara y natural a la vez. Rara, porque es raro que un patinador de nieve sea un raterito (se supone que sólo la gente de plata puede acceder a un centro invernal de esquí). Natural, por el modo en que se lo pone en escena, sin el menor énfasis o sobresalto: es una cámara acrítica la que filma al chico. Acrítico es el modo de enunciación que La hermana –Oso de Plata a la Mejor Dirección en la Berlinale 2012– lleva a cabo. No se emite juicio alguno sobre la conducta de su protagonista y si hay una crítica velada no es tanto sobre él como sobre un segundo personaje, de actitud más cuestionable. Aunque también a ella puede vérsela, como al chico, como víctima de las circunstancias. Producto de las circunstancias, mejor dicho: víctima es una palabra demasiado dramática para una película que toma las cosas como se presentan. Simon (el debutante Kacey Mottet Klein, perfectamente impasible) es algo así como un pibe chorro de lo más alto del primer mundo. Tal vez por eso el título original sea L’enfant d’en haut, “el chico de arriba”. En verdad, la actividad del protagonista no importa tanto en sí misma como por la situación que la produce. Como en Home, su ópera prima en la ficción (2008, aquélla en la que a Isabelle Huppert y familia les inauguraban una autopista que pasaba al lado de su solitaria casa), el opus 2 de Ursula Meier, nacida en la frontera franco-suiza, hace foco sobre la familia. Sobre una familia sujeta a distorsión, en Home más visiblemente producto de las circunstancias que aquí. Durante un buen rato a Simon se lo ve solo: reparte con algunos otros chicos parte del botín, pasa de los sandwichitos a las tablas de esquí, le consigue primero una a un vecino y después empieza a “producir” en serie, haciendo excursiones periódicas al centro de esquí, llenando su departamentito de tablas y comerciando con trabajadores temporarios de la zona. Más de una escena lo muestra buscando refugio en baños estrechos, en depósitos cerrados y oscuros, haciendo pensar en él como una suerte de pequeño roedor. Una ratita, más que un ratero. El pibe es vivo, despierto, no siente ninguna culpa y es rápido para los negocios. ¿Dónde están los padres?, se pregunta uno. “¿Dónde están tus padres?”, le pregunta uno, un camarero escocés que trabaja en el restaurante de un hotel y que se ha convertido en su contacto. “Están muertos”, contesta Simon, sin alterar su impasibilidad. El camarero no sospecha, uno un poco sí. La que sí aparece es su hermana Louise, un bombón que anda por la nieve en mini y plataformas, subiendo y bajando de autos de desconocidos (la ascendente Léa Seydoux, a la que pudo verse en Bastardos sin gloria y la última Misión: Imposible). Simon ama a Louise, la cuida, le da de comer de lo que roba, roba ropa para ella. Viven juntos en un departamento en el que Simon hace casi de hermano mayor, por más que Louise le lleve sus buenos diez o quince años. El tema de la ausencia del padre, de la madre, de los padres, va a hacer intrusión de modo brusco, inesperado y, aunque simbólico, profundamente perturbador. Las paternidades no asumidas, la responsabilidad ante los demás, la victimización o explotación infantil, la mercantilización de las relaciones humanas son temas que aparecen regularmente en el cine de los hermanos Dardenne. Aunque sin esa cámara en mano que en algún momento fue prototípica, la puesta en escena de Meier se parece también –por lo crudo y directo, por las elipsis justísimas, por el retaceo de información como herramienta de trabajo para el espectador– a la de sus vecinos belgas. Como los niños de La promesa o El chico de la bicicleta, Simon es un marginado, un olvidado al que las circunstancias forzaron a convertirse en veterano de la sobrevivencia, en adulto antes de tiempo. Que lo haga en ese destino del alto turismo internacional que son las pistas suizas de esquí, que se vista de esquiador como puro disfraz para mimetizarse –aunque no sólo no esquíe sino que ni siquiera sepa hacerlo– son formas de reforzar su condición de solitario, de “raro”, de desplazado familiar y social. Pero Simon no reclama ni pide piedad y la película tampoco.
Otro tipo de astronautas George Clooney y Sandra Bullock ponen lo mejor de sí para una película cuyos mayores logros se ubican en la primera parte, antes de poner el acento en una típica historia de superación humana. “Odio el espacio”, protesta Sandra Bullock cuando las cosas empiezan a complicarse allá afuera, bastante antes del desastre total. Eso es al comienzo de Gravedad, cuando la película tiene el humor, el swing y, si se permite el juego de palabras, la falta de gravedad, propios de una comedia. Salvo que en lugar de estar tomando unos drinks en un loft de Manhattan, la chica (Bullock) y el galán (el galán de comedia sofisticada por antonomasia, George Clooney) flotan en el firmamento, embutidos en unos trajes de astronautas que los hacen parecer un dúo de Michelines. A partir del momento en que restos de chatarra espacial empiezan a llover sobre ellos como misiles letales, Gravedad se convierte en drama de sobrevivencia, para dar paso finalmente a una épica de sobrevivencia femenina, de la clase que los sajones llamarían bigger than life. Una pena, en la visión de este cronista, habida cuenta de que lo notable de toda la primera mitad del nuevo film del indudablemente talentoso Alfonso Cuarón es el modo en que logra universalizar, humanizar, hacer próximo lo stranger than life. Para el caso, la vida cotidiana de gente que pasa la mayor parte de su vida como globos espaciales. Con la siempre inapreciable ayuda de su brazo derecho, el notable director de fotografía Emmanuel Lubezki, ajustados comentarios musicales de Steven Prince y un trabajo sobre las potencialidades del 3D que pone a Gravedad a la cabeza de las experiencias en el género (junto con Avatar y Pina), el realizador que logró el milagro de darle interés, intensidad y visceralidad a una de Harry Po-tter (la cuarta, El prisionero de Azkabán) se entrega a una suerte de vals sideral, que no requiere de la ayuda de Johann Strauss. A diferencia del de 2001, odisea del espacio –que, como todo el cine de Stanley Kubrick, era de índole cerebral–, el de Cuarón, Bullock y Clooney es un vals físico, dramático y de puesta en escena. La situación es mínima y hasta banal, por lo cual el acento no está tan puesto en ella como en quienes la protagonizan. Se trata de un dúo clásico, más propio de un western o un film de aventuras que de una comedia romántica. El dúo del veterano experimentado, que cumple su última misión, y la principiante a la que le asignaron la primera. Bullock es Ryan Stone, ingeniera médica, y Clooney, el comandante Matt Kowalski (son de agradecer los nombres bien de comic). La tarea de ambos consiste en reparar una sonda espacial, ubicada fuera de la nave que los trajo hasta allí y deberá devolverlos a la Tierra. Sostenidos por tubos que parecen cordones umbilicales, ambos responden a la tipología de sus roles. Kowalski no para de hacer chistes, tan relajado como en un campo de golf (del otro lado de la línea le devuelve los tiros el control de misión, con la voz gastada del gran Ed Harris). Stone se siente mal, está mareada y descompuesta. Pero la chica tiene su orgullo y no piensa aflojar. Mientras Ryan trabaja, Kowalski se maravilla, poetiza y empieza a extrañar por anticipado las puestas de sol en el espacio. Al fondo, como si se tratara del hijo de ambos en una plaza, un tercer astronauta flota, da vueltas sobre sí mismo, grita de excitación. Tras esa relajada introducción de 15 o 20 minutos empiezan los problemas, que se van a ir apilando hasta desafiar la credibilidad. Primero viene la lluvia de chatarra, producto del bombardeo de una estación espacial rusa, hecha por los propios rusos (una práctica habitual, por lo visto). Después se pierde la conexión con la NASA, alguno se queda sin otra conexión, bastante más vital (la del cable que lo sostiene), en algún momento habrá que tomar una trágica decisión y de allí en más será cuestión de creerse o no la capacidad de supervivencia puesta en juego por la novata (a propósito, y desdiciendo cierto prejuicio, Mrs. Bullock está excelente). Todo está espléndidamente filmado, sin el menor virtuosismo, chiche o exhibicionismo. Basada en un guión que el realizador de Hijos del hombre escribió junto a su hijo, la puesta en escena es absolutamente funcional a la historia que narra, con una cámara que necesariamente debe flotar y dar giros y más giros, porque así son las cosas allá arriba. Como en Avatar y Pina, el 3D también está puesto en función de realzar dramática y visualmente lo que sucede. Y lo que sucede va mutando de la experiencia personal a la épica superheroica, haciendo que lo que durante una buena media hora supo ser un film magnífico y absorbente, devenga en aquello que al público estadounidense más le gusta experimentar: el renovado triunfo de la voluntad, a cargo de un personaje-modelo. Es verdad que sobre el final el propio Cuarón, advirtiendo el riesgo de caer en el absurdo, logra revertirlo, a fuerza de asumirlo y subrayarlo. Sin embargo, el contrapicado, que con ayuda de la gigantesca masa orquestal confirma in extremis a la heroína como personaje bigger than life, se ocupa de devolver las cosas al terreno de la hazaña, que es donde estaba previsto que la misión llegara.
Una mujer en carne viva Lo raro de Blue Jasmine es que no esté acreditada como versión de Un tranvía llamado Deseo, ya que se trata de la misma historia. Pero eso no impide que el viejo y querido Woody embarque a los espectadores en su mejor obra en varios años. ¡Woody está vivo! Desde hace mucho, demasiado tiempo, el autor de Annie Hall, Manhattan y tantas otras parecía empeñado en demostrar lo contrario, al menos en términos artísticos. Desde comienzos de siglo, más exactamente, primero con películas muy malas (Ladrones de medio pelo, La maldición del escorpión de jade), otras que parecían copias menores de lo que alguna vez fue (La vida y todo lo demás, Melinda y Melinda) y finalmente los tours internacionales como de jubilado, emprendidos por unas Londres, Barcelona, París y Roma a las que convirtió por arte de contramagia en postales-cliché. Por suerte, a Woody parecen habérsele terminado las ciudades que quería visitar (aunque alguna vez amenazó con venir a filmar a Buenos Aires) y ahora con Blue Jasmine ha vuelto a casa. No sólo en términos topográficos, aunque eso sin duda influye, sino que en su nueva película el hombrecito de los jeans de corderoy vuelve a hablar de lo que de veras conoce, de la gente que lo rodea o rodeó, de las criaturas que siempre supo imaginar, dando por resultado la que a criterio de este cronista es por lejos su mejor película desde Todos dicen te quiero. O sea: la mejor en casi veinte años. Lo raro de Blue Jasmine es que no esté acreditada como versión de Un tranvía llamado Deseo, ya que se trata de la misma historia. En lugar de la aristocrática sureña Blanche Dubois, aquí la heroína es una niña mimada, ex esposa de superrecontramillonario caído en desgracia. Se llama Jeannette, pero en algún momento se cambió el nombre por Jasmine, porque le pareció más chic. Como su predecesora, al quedarse sin un peso ni casa ni nada (el ex resultó, como el financista neoyorquino Bernard Madoff, un estafador de la más alta gama), Jasmine se ve obligada a irse a vivir a lo de su hermana white trash, equivalente de Stella, que vive en San Francisco y se llama Ginger (la inglesa Sally Hawkins, protagonista de La felicidad trae suerte, de Mike Leigh). Stan Kowalski es aquí Chili, nuevo novio de Ginger, para quien la felicidad es un partido de béisbol y una cervecita (está notable el gran Bobby Cannavale, de Boardwalk Empire). Chili es tan básico y eventualmente violento como el personaje al que inmortalizó Marlon Brando. Aunque entre él y Jasmine no haya ni pizca de atracción erótica: son perro y gato y se harán la guerra. Lo que es muy distinto de la obra de Tennessee Williams es el tono, que durante más o menos media película responde fluidamente al de toda comedia alleniana, presentando a Woody con chispa, timing y agudeza recuperados. Pero allá por la mitad, la hasta entonces cómica neurosis de la protagonista –que hasta ese momento funciona como alter ego femenino del personaje-Woody– comienza a ponerse peligrosamente border, dando la sensación de que en cualquier momento puede llegar a tener un brote. Si es que no lo tuvo ya y uno no se dio cuenta. Es verdad que ya de entrada Jasmine aparece al borde mismo de un autismo de alta clase, monologando compulsivamente (desesperadamente, se diría, si no fuera porque la escena es comiquísima) ante una compañera de vuelo a la que no le permite abrir la boca. Que algo le pasa a esta mujer está claro. Su desproporcionada ansiedad cuando se baja del taxi que la trae del aeropuerto, su confesión de que “a veces no puedo respirar, y cuando logro hacerlo tengo ataques de pánico”, así como el modo en que arruga la nariz ante la casa y los hijos (de un matrimonio anterior) de Ginger van redondeando lo que podría llamarse el “cuadro-Jasmine”, que una serie de muy fluidos flashbacks terminan de hacer entender, echando luz sobre su vida anterior y poniéndola en perspectiva con su presente. Lo que era gracioso se va haciendo perturbador y trágico, a partir del momento en que el espectador comprende que lo de Jasmine es bastante más que una simple desubicación de niña rica con tristeza. Daría la impresión de que en ese momento, cuando Jasmine comienza a bañarse en sudoración, pierde la cabeza, yerra y le habla al fantasma de su marido (Alec Baldwin, una roca), Woody incorpora todo lo que aprendió de Bergman, internándose de su mano en la confundida desolación de la heroína. Incorpora es la palabra clave: en su obra previa, Woody intentó larga y vanamente “ser como” Bergman, intención que lo condujo a la mera simulación. Blue Jasmine es tal vez la primera ocasión en que, en lugar de querer ser como, Woody encuentra, contando la historia de Jasmine, el Bergman que hay en él. El que hay en todos: Blue Jasmine es una de esas películas que parecen hablarle al espectador de aquello que le pasa, podría pasarle o teme que algún día le pase. En Blue Jasmine, Allen recupera también –con ayuda del notable Javier Aguirresarobe en la fotografía, de un vestuario capaz de revelar identidades, de una dirección de arte precisa y elocuente, de unos blues de Trixie Smith que parecen compuestos para este frágil y arrogante jazmín azul– una fluidez de puesta en escena que parecía perdida. Al servicio de unos personajes mucho más matizados, menos tipificados que los de los últimos casi veinte años, el cast es una fiesta y tiene una reina. Lo de Cate Blanchett es extraordinario, luciendo alternativa (o simultáneamente) soberbia, fascinante, negadora, exquisita, egoísta, idiota, quebrada, extraviada, hundida en su propia cárcel de barrotes de oro, ganándose todo el rechazo y empatía posibles del auditorio. Hay que decirlo, cuando falta todavía casi medio año: si no le dan el Oscar en febrero próximo habrá que ir a manifestar a las puertas del Kodak Theatre, porque habrá habido robo.