Un cuento de hadas que atrasa ostensiblemente Nueva incursión de Disney en el que fue durante décadas uno de sus sellos al agua –la adaptación de cuentos de hadas tradicionales–, Frozen se basa libremente en La reina de la nieve, de Hans Christian Andersen. Hasta tal punto la película dirigida por el dúo Chris Buck & Jennifer Lee (ella, primera directora mujer en la historia entera del estudio, tuvo también a su cargo la escritura del guión) cumple con todas y cada una de las marcas de la casa (un mundo atemporal de castillos y princesas, romance, fantasía, canciones, animalitos fieles a sus dueños, algún personajito cómico, la mismísima muerte trágica de papá y mamá) que parece casi al borde de la parodia. Límite que, sin embargo, ni por asomo Frozen osa trasponer. Con lo cual termina siendo el Disney más retro en mucho tiempo... hasta que de pronto y sin previo aviso, por pura imposición de guión, se viola una de las imposiciones intocables del canon poniendo un tema o motivo central patas arriba. ¿Qué tema, qué motivo? Obviamente no se dirá. Nadie tiene derecho a privar a nadie del efecto sorpresa. Pero es justamente la condición de efecto sorpresa la que hace que esa violación produzca un sedimento apenas marginal, que altera poco o nada el conjunto. A diferencia del cuento original, es doble el protagonismo femenino de Frozen, que en países hispanohablantes se estrena con el subtítulo Una aventura congelada. Huerfanitas tempranas, como le gusta a Disney, Anna (voz de Kristen Crepúsculo Bell, en versiones subtituladas) es la romántica y soñadora, mientras que Elsa (Idina Menzel) esconde –o no tanto– un lado oscuro. Elsa tiene poderes sobrenaturales, que afloran en momentos de ira. El poder de congelar las cosas, más precisamente. Lo cual hace de ella una potencial X-Woman o Avenger suplente. Sorprendida como freak en el momento mismo de su ascenso al trono, Elsa decide huir y refugiarse en su mundo de hielo. Pero la buena de Anna, que el día de la coronación conoció a un príncipe de un reino no tan cercano, se enamoró a primera vista y aceptó su propuesta de casamiento (todo seguido), parte en busca de Elsa, con intención de traerla de nuevo al mundo. Se le suma un joven y noviable leñador, un reno que recuerda a perros, caballos y otras bestias amigables del planeta Disney y un hombre de nieve, que llamado a cumplir la rutinaria función cómica que en otras ocasiones cupo a ratoncitos, enanitos y tazas de té con leche, parece salido de otra película (las líneas de su dibujo son de un estilo totalmente disímil al del resto). Este cronista ve todo esto como pernos de un modelo que atrasa ostensiblemente, no pudiendo percibir las razones por las cuales Frozen ha llegado a ser considerada “el mejor musical de Disney en más de veinte años”, como disparó alguien por ahí. Atrasa más aún si se tienen en cuenta Encantada (2007) y Enredados (2010), relecturas de los cuentos de hadas que se atrevían a hacer coexistir con lucidez y valentía lo clásico y lo moderno. Aquí, en lugar de eso surge de pronto lo que parecería casi un brote de esquizofrenia diegética, introduciendo la sospecha y la paranoia en medio de un contexto que no le hace lugar. Sospecha y paranoia que se diluyen, como la nieve o el hielo.
Teresa como espejo de todos Aun cuando por momentos Seidl parece buscar deliberadamente que sus ideas previas se cumplan, el primer episodio de su trilogía Paraíso nunca cae en la manipulación grosera. Y a través de la empatía con sus personajes consigue un tono siempre creíble. Ni tan cruel como algunos lo pintan ni tan objetivista como él mismo elige pensarse (ver entrevista), si algo está fuera de discusión es que en la primera parte de la trilogía Paraíso el austríaco Ulrich Seidl logra su aspiración de incomodar. Lo hace sin recurrir a golpes bajos, aunque como en todo film de ambición programática, a la larga el director y guionista tal vez se parezca demasiado a un dios con una idea previa del mundo que inventó. La idea es que ese mundo, no del todo carente de momentos de dicha y felicidad, termina deparando amargura. Una amargura que, de acuerdo con las declaraciones del realizador, sería producto del choque entre sueños y realidad. En la versión Seidl (éste es el punto), la realidad resulta ser, parecería, poco amiga de quienes la pueblan o visitan. Como explica él mismo en la entrevista, la trilogía está interconectada a través de sus criaturas. Teresa, heroína de Paraíso: Amor, es la hermana de Anna Maria, protagonista de Paraíso: Fe (2012), y mamá de Melanie, eje de Paraíso: Deseo (2013). Una breve introducción presenta a las tres. Profesora de niños “especiales”, al terminar la temporada Teresa deja a Melanie en casa de su hermana y parte de viaje. Corte y estamos en Kenia: de tan rotundas, las elipsis de Seidl son brutales. Un modo de hacer ver al espectador lo que él quiere, en el momento y el modo en que lo decide. (Merece un breve aparte, por su carácter altamente representativo, la escena inicial, en la que los alumnos de Teresa juegan a los autitos chocadores en un parque de diversiones. Habrá quien interprete como un gesto de extrema crueldad la idea de hacer chocarse entre sí a chicos down y adultos con problemas de desa-rrollo. Lo sería, si la pasaran mal. Pero como se divierten tanto como cualquier niño en la misma situación, el sentido de la escena es el de naturalizar a esos niños y adultos. Lo cual aclara más de un malentendido en relación con ética e intenciones de Herr Seidl.) Volviendo a Kenia, lo primero que se ve es a tres empleados de un resort limpiando, en el más absoluto silencio, una impecable piscina. El solemne mutismo del trío, la coordinación casi coreográfica de sus movimientos, la fijeza con que la cámara los observa desde una cierta distancia y la duración del plano dan a la escena una cualidad entre ligeramente absurda, onírica e irreal. Todo ello –el tono apenas extrañado, como corrido, y los medios puestos para alcanzarlo–, muy representativo del estilo Seidl, tendrá su eco cuando un empleado de seguridad intente espantar a un mono a hondazos, en una coreo de aquadance o en la escena final, suerte de Cirque du Soleil en sordina y a la pasada. El resort acoge a turistas europeos, de los cuales Seidl elige focalizar sobre cuatro señoras que hablan en alemán, una de ellas la protagonista. Una de las señoras introduce a Teresa en las maravillas del turismo sexual keniano, presentándole a su atlético chongo, que la hace feliz. Siguiendo el ejemplo de la nueva amiga, Teresa se dejará seducir por una serie de “chicos de la playa”, que la atienden con una amabilidad como de geishas masculinos. Pero a la hora del cobro las cosas comienzan a enturbiarse. Como ciertos gourmets, Seidl combina lo amargo y lo dulce. Amargo es el “fondo de cocción”: la línea mayor de la historia. Pero el dulzor de condimentos y aditamentos se expresa tanto en el logrado clima de intimidad (el largo ejercicio como documentalista le permite dar tiempo a que ese clima cobre cuerpo) como en la media voz en que los personajes suelen expresarse, el relax de más de un paseo por las calles de Nairobi, la delicadeza de los “chicos de la playa” y gestos como el del acompañante que después de hacer el amor protege el sueño de Teresa con un mosquitero, en una escena que parece algo así como La maja desnuda en versión Botero, con colores saturados de Marcos López. Si lo más cuestionable de Paraíso: Amor es la voluntad de decepción que parece guiar al demiurgo en relación con su Eva, lo más saludable del film –del credo Seidl, en general– es la empatía que el realizador establece con sus señoras, castigadas por la ley de gravedad y dueñas de distintos grados de obesidad, a las que muestra en bikini o menos que eso. Habrá quien vea en ello un cuadro esperpéntico. Lo hay solo en el ojo del que mira: esas señoras tienen los cuerpos que muchas señoras tienen a su edad, lo cual hace de ellas representantes de la más estricta normalidad humana. Como por otra parte Seidl puso especial cuidado en elegir por protagonista a una señora tan bonita, simpática y de bella sonrisa como armada de las mejores intenciones (las de seguir siendo amada, aunque su cuerpo no responda ya al canon de belleza de la revista Vanity Fair), todo ello facilita la identificación. Todos somos Teresa, es la idea: nadie es perfecto, todos somos, en el fondo, tan vulnerables como ella.
¡Qué lindo que es la familia unida! ¿Puede haber una película más conservadora que una que empieza el Día de Acción de Gracias, con la familia más desunida que los Ewing, y termina justo un año más tarde, con la familia más unida que los Campanelli? Conservadora no sólo por su carácter tranquilizador en relación con los conflictos familiares, sino por la medrosa matemática de su arco dramático, atado por un guión que funciona como malla de contención. Y eso que Un lugar para el amor (¡qué título jugado, amigos!) no transcurre en casa de Charlton Heston o Sarah Palin, sino en la de una gente tan progre como son, se supone, los escritores. Tres escritores, a falta de uno: los dos hijos heredaron el oficio de papá, el celebrado William Borgens. Lo cual no habla muy bien de papá ni de los hijos-clones, y de paso deja parada como el traste a mamá, la única de la familia que no escribe. ¡Con razón se fue de casa! Pero ya va a volver: el tiránico guión la obliga a hacerlo, para que todos sean felices y coman perdices. Pavo, perdón. ¿Qué cosa? ¿El guión? No, el plato principal del Thanksgiving Day. Se entiende que Borgens haya quedado “pegado” a su ex, tal como señala el título original, que tampoco es una maravilla de la creatividad universal: Stuck In Love. Cómo no va a quedar stuck in love el hombre si estuvo casado con Jennifer Connelly. Igual, de ahí a que ponga un plato para ella en las cenas de Acción de Gracias, por si a la morocha se le ocurre volver justo ese día, hay unos cuantos pasos. Los que van del enganche a la zoncera, podría pensarse. ¡Pero el guión termina dando la razón a su zoncera! Lo que está mejor, porque es más loco, más de comedia y más perverso (Stuck In Love es lo que suele calificarse, con esas calificaciones tan conservadoras como la propia película, de “comedia dramática”) es que el tipo (lo interpreta el gran Greg Kinnear, un actor que el cronista no sabe si es tan bueno como cree o si simplemente le cae tan simpático que le gustaría ser su amigo) va todas las noches a casa de su ex, a fisgonearla por la ventana. Corriendo el riesgo, claro, de verla revolcarse por el piso con su nueva pareja. La nueva pareja de Jennifer es –como para que quede bien claro que la chica la pifió grosso en la elección– un fisicolturista que pega tanto con ella como Schwarzenegger con Nastassja Kinsky. Cabreada con mamá porque la vio curtiendo con el amante, su hija Samantha (Lily Collins, el ser humano más parecido a Jennifer Connelly que hay sobre la Tierra) repite la conducta que odia (un Lerú de Psicología ahí), volteando flacos como patos de kermesse... hasta que encuentra, claro, el que le mueve el piso. Su hermano Louis la odia, porque Samantha logró hacer lo que él en el fondo querría, pero no se anima: ser escritora. Cosa que la chica logra estando en el college: precoz para todo, la nena (a propósito, debe señalarse que después de ser Cenicienta y Cazadora de sombras, Lily Collins se puso tan a punto de caramelo que logra ensombrecer a la mismísima Connelly). Ya se ocupará el guión (¡capaz de hacer que Stephen King llame por teléfono al pajaroncillo de Louis, de quien es el máximo ídolo literario!) de que la promiscua conozca el amor, que el que no se animaba se anime, que el que dejó la escritura supere su bloqueo y que mamá vuelva a casa, como en un tango, el mismísimo día que representa, en Estados Unidos, el de los buenos deseos y la unión familiar.
Parte de guerra de los tiempos del sida La película pasa del sentimiento trágico y la desolación a la fe en el combate primero, el divisionismo más tarde y la épica finalmente. Un film de guerra, pero también manual práctico de responsabilidad civil y organización política. El gran redescubrimiento literario de las últimas décadas es la crónica, formato que permite reconstruir apelando a técnicas de ficción. Por algún extraño motivo, esa ola no ha pasado como tal al cine, aunque el cine y la crónica comparten una misma naturaleza, la de ser hijos del tiempo. El cine cuenta además, desde sus mismísimos comienzos, con el campo específico del documental para abordar lo real. Junto a films de Jonas Mekas, Avi Mograbi y el francés Sylvain George, Cómo sobrevivir a una plaga es uno de los casos más notorios de crónica cinematográfica. El film, coescrito y dirigido por David France, narra la batalla contra el sida de los años ’80 y ’90, sobre la base de material filmado (grabado, más precisamente) en vivo. La batalla contra el sida o el epicentro de ella, dicho esto tanto en sentido científico como político y de acción directa. Los protagonistas de Cómo sobrevivir a una plaga son un grupo de activistas neoyorquinos que mediante una agitación incesante llegaron a convocar multitudes, convenciendo al renuente sistema político y cultural de la época, en el sentido de que esa guerra debía darse. Y darse ya. “Caído” sobre la cartelera un poco por sorpresa, con su director llegando recién la semana próxima para dar notas, este film de casi dos horas de duración debutó en la edición 2012 del Festival de Sundance, recorrió gran cantidad de festivales durante el año pasado, estuvo nominado al Oscar en su categoría en la última premiación de la Academia y su tardío estreno no es exclusividad local: en países centrales, como Alemania o Gran Bretaña, también acaba de hacerlo. Aquí se estrena en una única sala, la del Cosmos, por el sistema de proyección en DVD. Documental de batalla, es absolutamente coherente que la forma de Cómo sobrevivir a una plaga sea la más simple y directa del mundo. Se trata de narrar la batalla contra el sida, desde el momento en que comienza a librarse hasta que se logran los primeros resultados positivos. Como si se tratara de un informe desde el frente, la batalla se narra cronológicamente y con las herramientas con las que se cuenta. Básicamente, las filmaciones hechas por los propios activistas, montadas de modo tal que la experiencia se vive como si estuviera sucediendo ahora. El protagonista de Cómo sobrevivir a una plaga es el colectivo Act Up, fundado a mediados de los ’80 para enfrentar, resistir y combatir ese virus nuevo, que deja manchas en la piel, barre con las defensas y termina en la muerte. La terminología bélica no es casual: Cómo sobrevivir a una plaga funciona como parte de guerra. Se pasa de la derrota, el sentimiento trágico, la desolación, a la fe en el combate primero, el divisionismo y la sospecha más tarde, la épica finalmente. Film de guerra, pero también manual práctico de responsabilidad civil y organización política desde la base. Act Up no cuenta con otro apoyo que no sea algún bioquímico lúcido o alguien con cierta influencia comunicacional, como la ex gerenta de noticias de la NBC Ann Northrop, el escritor Larry Kramer o el dramaturgo Jim Eigo. El enemigo es enorme y variado. A la enfermedad en sí, que de año en año crece exponencialmente en número de víctimas (impresionantes los carteles fechadores, que permiten verificar el ascenso exponencial de la cifra de muertos anuales, que pasa de 500 mil a 8 millones), se le suman la desinformación, la indiferencia, la falta de conciencia del grueso de la sociedad y, sobre todo, lo reaccionario de buena parte de la clase política estadounidense. Recuérdese que la plaga se desencadenó en los años que van del cowboy Reagan a Bush padre. Incluyendo a Edward Koch, intendente de Nueva York, que cree que los homosexuales se la tienen bien ganada. La lucha de Act Up, que en algún momento se dividirá, dando lugar a un desprendimiento llamado TAG, es ejemplar. Cómo sobrevivir a una plaga no le pierde pisada. Los activistas exponen con pasión y lucidez en las asambleas, salen a la calle, marchan a tomar el ayuntamiento, ingresan en la Catedral de Nueva York para denunciar como asesino al cardenal discriminador, escrachan en un gigantesco acto público al mismísimo presidente de la nación (Bush Sr., que juega al golf mientras las cifras de muertos se disparan), agitan con imaginación y decisión: cubren con un forro gigante la casa de Edward Koch, llaman a los asistentes a un acto de lo más heterogéneo a “levantarse y quedarse de pie” en signo de protesta, se dejan caer como muertos en la nave de la catedral, tratan de “asesino” al gerente de un gigantesco laboratorio multinacional, contrabandean drogas ante la inercia oficial, investigan por su cuenta. Libran, en suma, una batalla cívica ejemplar, cuyo ejemplo vendría muy bien imitar, en cada ocasión en que los poderes se queden de brazos cruzados, observando cómo la población se enferma, sufre y muere.
Sólo apta para tolkenianos federados La segunda parte de la saga del Hobbit convencerá únicamente a los fans incondicionales de J. R. R. Tolkien en general y de la serie en particular. Para los simples habitantes de la Tierra Media, puede ser un ladrillo difícil de tragar. Puede ser que, así como se requería ser un trekkie con credenciales para apreciar Viaje a las estrellas –hasta que J. J. Abrams la reinventó por completo y la hizo buena para todos– haya que ser un hobbitiano auténtico o tolkieniano federado para disfrutar de esta segunda parte de El Hobbit, de la serie El Hobbit en su totalidad e, incluso, de la saga de los anillos en general. Eso hace pensar la calificación de 9,2 que 8654 usuarios le daban a La desolación de Smaug el martes pasado a las 13.35 hora local (momento de cerrar esta nota) en la página Imdb, después de haber asistido a las premières de la película que se hicieron en Londres, Los Angeles y otras capitales (en esos países la película de Peter Jackson se estrena recién mañana). ¿Cómo puede ser que toda esa gente le ponga a la nueva El Hobbit una calificación cercana al ideal absoluto, y a este crítico no le dé para más que para un ajado 4? Muy sencillo: este crítico no tiene, nunca tuvo, un pelo de tolkieniano, hobbitiano, comarquino o terramediense. Por lo cual La desolación de Smaug, que en sus distintas versiones (35mm, 2D, 3 D, Imax) copa en la Argentina 362 salas de estreno, le resultó un ladrillo difícil de digerir. Tanto como las tres de los anillos, digámoslo de una vez. Como se sabe, con la trilogía de El Hobbit, Peter Jackson adhiere a una de las modas o tendencias más marcadas de las sagas heroicas del cine contemporáneo: la del regreso al origen. Tanto en la novela original como en su traslación cinematográfica, la ficción tiene lugar en el año 2941 de la Tercera Edad del Sol, y si a esta altura el lector ya siente que hay demasiada información para procesar, más le valdrá ni pisar las salas donde den La desolación de Smaug. El protagonista es un jovenzuelo Bilbo Bolsón (Martin Freeman), tío de Frodo, protagonista de El Señor de los Anillos, quien para esta época aún no había nacido. Lo que sí aparece es el anillo, en manos de Bilbo, quien lo lleva secretamente a lo largo de todo el viaje. Como El Señor de los Anillos, como toda clásica historia de aventuras, lo que narra La desolación de Smaug es el largo y accidentado periplo de maduración que los héroes emprenden con la tierra enemiga como meta, buscando recuperar el tesoro que un poderoso villano les ha arrebatado. Los héroes son Bilbo y los miembros de las siete tropas de enanos, bajo la guía del mago Gandalf (Ian McKellen) y contando, a partir de determinado momento, con el refuerzo de un grupo de elfos. Notoriamente, Legolas (Orlando Bloom) y Tauriel (Evangeline Lilly, la chica de Lost), que no aparecen en la novela original (de hecho, Tauriel es inventada), y que Jackson y su esposa, coproductora y coguionista Fran Walsh, decidieron incorporar. Los anima, seguramente, la intención de solidificar el puente con la saga de los anillos, en procura de que, tras una desalentadora Hobbit 1, los fans no deserten para siempre. Legolas y Tauriel cumplen importantes roles en este Hobbit 2, tanto en su carácter de experimentados guerreros como por la love story que desarrollan entre ambos. Todos se dirigen a Erebor, con la intención de arrancarle al dragón Smaug el tesoro que guarda bajo sus garras en la Montaña Solitaria. En el camino hallarán enemigos y aliados, los Orcos notoriamente entre los primeros y el barquero llamado Bardo (Luke Evans) entre los segundos. Combatirán contra una araña gigante, lanzarán flechas mientras navegan a bordo de barriles en unos rápidos (la única secuencia, en los enteros 160 minutos, jugada a un grado de lúdica inverosimilitud y sentido del humor propios del cine de aventuras) y finalmente contra el Dragón. Mientras, al fondo va cobrando cuerpo la sombra del Nigromante, suerte de Voldemort de los Anillos. El desarrollo de estas presuntas aventuras es tan burocrático como su descripción: los episodios se suceden como línea de puntos, los personajes son meras funciones del relato, los héroes son tan poco interesantes o carismáticos como los villanos (Bilbo no genera ninguna empatía, Gandalf predica como maestro ciruela, la araña gigante y el dragón no asustan a nadie), todo se estira infinitamente, los desplazamientos parecen los de un mamut cansado, los diálogos se envaran y la gravedad pesa sobre cada plano como un manto de amianto. Pero los fans la califican con un 9,2. Hasta hace un par de días, al menos: habrá que ver si las masas terramedieras coinciden, de hoy en más, con esos ocho mil y pico de adelantados.
Ríos de la memoria familiar A la vez drama de disfuncionalidad, thriller y film de aventuras, el documental de Miguel Colombo sigue la traza esquiva del abuelo italiano del realizador, que durante la Segunda Guerra Mundial pudo haber sido partisano o espía nazi. Primer film en solitario de Miguel Colombo –codirector junto a Marcos Pastor de la premiada El rastrojero, historias de la Argentina potencia (Bafici 2006)–, Huellas es uno de los documentales recientes que más claramente expresa una de las tendencias dominantes de ese campo en la actualidad: la de tomar del alicaído cine de ficción el relevo de la función narrativa. Lo es junto con El Impenetrable, otra de las grandes películas argentinas del año. Como el film de Daniele Incalcaterra, Huellas es también un documental en primera persona, con el realizador remontando el río de la memoria familiar (la montaña, en este caso; el matorral, en el de El Impenetrable), para terminar dándose de cara contra el siniestro del que hablaba Freud. Como El Impenetrable también, Huellas no sólo es un documental narrativo sino, más específicamente, un film de género. De géneros: drama de disfuncionalidad familiar, film de aventuras, relato de autoconocimiento, cuento de iniciación, thriller con enigmas a resolver, road movie y, en buena medida, western. ¿Es entonces Huellas una operación de cine retro, en tanto regresa a un formato tan tradicional como el género? En lo más mínimo, ya que lo que hace es combinar los códigos de género, mezclarlos, reubicarlos, recurrir a ellos cuando lo necesita. Como por otra parte se trata de un film “de lo real”, de por sí la recurrencia al género es disruptiva, en tanto aquél está asociado, por definición, al cine de ficción. Film de guión sistemáticamente estructurado y sofisticada puesta en escena, Huellas comienza con el realizador poniendo la lupa sobre la figura que más le llama la atención en una diapositiva. Imagen que expresa, de modo hipercondensado, lo que Colombo va a hacer a lo largo de una hora y media. Pero además en un momento la luz incide sobre la lupa de tal modo que genera un fogonazo y una distorsión: tampoco se trata de meras contingencias visuales. Ludovico De Grandi, abuelo de Colombo por vía materna, es (fue, pero sigue siendo) todo un personaje. También uno de los inmigrantes que durante el siglo pasado contribuyeron a construir la nación. Pero hay un misterio en él. O varios. Amante de las armas y las mujeres, la historia de Vico durante la Segunda Guerra no termina de cerrarle al nieto. El hombre habría sido soldado del ejército de Mussolini, pero en determinado momento habría desertado, convirtiéndose en partisano. Sin embargo, entre sus recuerdos guarda, además de las armas, una esvástica: primer secreto a develar. Por otra parte, cinco tíos de Colombo no son hermanos directos de su madre, producto no de un segundo matrimonio del abuelo (ya en el noroeste argentino, donde se afincó bastante después del fin de la guerra), sino de su amancebamiento y vida en común con la mucama. Vida en común que hasta determinado momento mantuvo oculta a su esposa, manteniendo dos familias en paralelo. Pero no son ésos los únicos datos que no cierran: Miguel Colombo tiene dos hermanos mayores, de cuya existencia se enteró a los 17 años. ¿Por qué la madre se guardó el dato hasta ese momento? Hay un último secreto familiar, última capa de la cebolla que Huellas pela con admirable timing y dosificación, a medida que se interna en el laberinto. Secreto que es el más siniestro de todos. Por más que viaje hacia lo siniestro, Colombo lo hace con una distancia que le permite mantener a un género por completo fuera del relato: el melodrama. Al menos en términos de tono y registro, porque en sentido argumental aquí subyace, más que un melodrama, un sórdido culebrón ítalo-latinoamericano. El viaje en primera persona comienza en Buenos Aires, se traslada al Piamonte italiano y vuelve finalmente a América, internándose primero en el bosque que separa Santiago del Estero de Tucumán y luego en el seco arenal tucumano, bajo cuyo sol de western termina de develarse, en off, aquel melodrama de tira semanal mexicana. Como Colombo es consciente del peligro de que el relato derrape, confronta, no sin lirismo visual, el diario personal del abuelo Vico con las imágenes de western mineral primero, contra las de unos tizones ardiendo en una chimenea más tarde. El cine contemporáneo perdió sentido, intensidad, capacidad visual, narrativa y de construcción de personajes, savoir faire. El cine de ficción contemporáneo, mejor dicho (ver crítica de El hobbit). Huellas es una de las pruebas más rotundas de que en el documental sucede exacta, matemáticamente lo contrario.
Continuación con demasiados autorrobos La fórmula que tan bien funcionó en la Machete original pierde algo de consistencia en su segundo tramo, que prenuncia una conclusión en el espacio exterior. Como siempre, Trejo y Michelle Rodríguez destacan aun más que la constelación de invitados. La idea de la Machete original (2010) era buenísima: crear un héroe de acción que fuera un tipo impresentable, pero que terminara convertido en brazo armado nacional y popular. Como darle un empujoncito político-mexicano al Snake Plissken de Fuga de Nueva York. Que también era un marginal y también dejaba pagando al mismísimo presidente de los Estados Unidos, después de haber cumplido su obligada misión de rescate. En Machete Kills, segunda parte de una secuela que tiene continuación anunciada (Machete Kills Again... In Space!), la fórmula pierde consistencia, quedando reducida a una cáscara que se rellena con alguna ideíta acá, algún atisbo allá, algún famoso más allá. Si hasta casi no se siente ese placer loco de filmar berretadas como disparos de ametralladora, que siempre fue la flor y nata del cine de Robert Rodríguez... Coproducción entre Estados Unidos... ¡y Rusia!, Machete Kills encuentra al héroe (el siempre extraordinario Danny Trejo, versión mexicana del Vikingo de Campusano) y a la serie misma sufriendo una pérdida importante, que no debe contarse. Cuando unos corruptos agentes de la DEA están por ejecutarlo en un sucucho, suena el teléfono y alguien pregunta por él. Es el presidente de los Estados Unidos, faltaba más, interpretado por Charlie Sheen, a quien los créditos devuelven su nombre real de Carlos Estévez (recuérdese que papá Martin se llama en verdad Ramón Antonio Gerardo Estévez). El presi anda requiriendo que el hombre del rostro con más pozos que las calles porteñas busque y atrape a un temible narco mexicano (Demián Bichir). Punto de partida muy semejante al de Fuga de Nueva York, con un héroe que acá tampoco puede rechazar la oferta. De allí en más, Machete Kills funciona como una de Steven Seagal (que no por nada participaba de la Machete original) con toques de Bond berreta y dirigida por Rodríguez. Esto es: acumulación de episodios y personajes, más para sumar minutos y engrosar el elenco que para sacarles el jugo, gatillo fácil a niveles alarmantes (por cualquier pavada todos matan a todos) y algún que otro guiño, chiste o idea no demasiado inspirados, incluyendo autoafanos. Yendo por partes, los nombres del gigantesco elenco (ver ficha técnica) incluyen a Jessica Alba, Amber Heard como reina de belleza WASP de San Antonio, Texas (patria chica de Rodríguez), la colombiana Sofía Vergara al frente de un grupo de feministas armadas que parecen salidas de Sin City, los mismísimos Antonio Banderas (recuérdese que actuó en La balada del pistolero y otras de Rodríguez) y Mel Gibson... ¡y hasta Lady Gaga, paseando algunos de sus exóticos modelitos! Una idea más divertida en los papeles que en los hechos es la del villano al que llaman El Camaleón, porque su rostro es una careta que se saca y debajo hay otro. El chiste es que en realidad no es una careta, sino un actor famoso, que va dando lugar a otro (Cuba Gooding Jr. a Lady Gaga, y así). Una idea buena, pero autoafanada, es que Sofía Vergara lance cuchillos o disparos de ametralladora desde las puntas de su corpiño metálico (la colombiana es famosa por su pechera). Autoafanada de la pata de palo-ametralladora de Rose McGowan en Planet Terror. Un desmadre final que anuncia la próxima secuela, con homenaje a El hombre de la máscara de hierro, cita visual de Dr. Insólito y un lanzamiento al espacio, donde tendrá lugar la tercera. Pero lo único verdaderamente bueno, fuerte, con verdadero volumen físico y dramático es la gran Michelle Rodríguez, con su parche en el ojo como cita de Snake Plissken, atuendo de guerrera sexy que se impone en cada escena y una condición de líder de grupo resistente que no le queda ni un pelito grande.
Viaje al reality catástrofe lleno de estrellas Lo mejor de la película que reúne a varios figurones de Hollywood haciendo de sí mismos (es un decir) es que cualquier cosa puede suceder. Lo peor, que a veces lo que sucede es genial y a veces una absoluta tontería. Pero el entretenimiento está garantizado. Autoanálisis crítico y/o indulgente, metalingüística de la Nueva Comedia Estadounidense, ecología de Hollywood, broma endogámica llevada a niveles de superproducción fantástica, ética del grupo de amigotes celebrada o denunciada, homoerotismo rampante (¿en forma de acto fallido o de deseo asumido?), ficción falsamente documentalista o documentalismo disimulado detrás de una ficción delirante... Si algo está claro, es que Este es el fin no es una película transparente, unívoca, de sencilla interpretación. En su debut como codirectores, Evan Goldberg y Seth Rogen (que escribieron juntos los guiones de Supercool, Pineapple Express y, sí, cof cof, El avispón verde) juntan a sus amigos famosos para hacer de sí mismos, pasando como los tipos más cool, los pelotudos más grandes del mundo o ambas cosas a la vez. Todo ello, en el marco de una ficción apocalíptica que empieza con fiesta, faso y fife y termina con una batalla entre el bien y el mal en la que el mismísimo Satán posee gente, en sentido psíquico y sexual. Ejem. Aunque el título cite a The Doors, no vienen tanto del rock las referencias que abundan como plétora en Este es el fin, sino, claro, del cine, consecuencia obvia del hecho de transcurrir entera y explícitamente en el mundo del cine. “Es un barrio recool, en la otra cuadra vive Channing Tatum”, le dice Seth Rogen, que hace de Seth Rogen, a su amigo Jay Baruchel, que hace de Jay Baruchel, cuando llegan al porche de la imponente nueva casa de James Franco. Es la fiesta de inauguración y adentro hay centenares de invitados. No todos precisamente desconocidos. Michael Cera, el chico tímido y siempre contenido de Supercool y Arrested Development, está totalmente sacado, soplándole merca en la cara a quien se le cruce, tocándole el culo a Rihanna y haciéndose practicar una fellatio de a dos en el baño. Jonah Hill, ex gordito de Supercool, ganador del Oscar por El juego de la fortuna, no para de decir que Baruchel es un amor, y James Franco (con cuya sexualidad el periodismo amarillo se ha hecho una panzada) le muestra a Seth Rogen el bajorrelieve que hizo esculpir en una pared, con el nombre de ambos, uno pegado al otro. En ese marco de festicholeo, de pronto el cielo se pone color azafrán, la tierra se parte, vientos huracanados arrastran a todo el mundo como hojas, la gente se estrella contra las paredes o cae al centro de la tierra, un helicóptero se hace pelota contra la casa y Michael Cera sufre un glorioso incidente mientras lamenta la pérdida de su celu. Un gigantesco WTF?, que hace pasar la película, a velocidad warp, de una especie de falso reality autocelebratorio a una suma de La guerra de los mundos, Crack of the World, Señales y alguna de esas películas de Robert Rodríguez donde uno se aterra y ríe al mismo tiempo. En términos estrictamente cinematográficos, esa fase es por lejos lo más logrado de Este es el fin. La megadestrucción desaforada toma al espectador a contrapierna, está narrada con las dosis de desesperación y locura requeridas y el departamento de efectos especiales cumple su función tan bien como podría hacerlo en una de Spielberg o de Roland Emmerich. Lo que viene, no tan logrado, es un poco de vuelta al falso reality (pero ahora es Los Osbourne, en lugar de El show de las hermanas Kardashian), con algo de Scooby Doo, un largo tramo de un especial de Scary Movie dedicado a El exorcista y un final que parece la versión fumona de El cielo puede esperar. La película es tan, pero tan irregular, que después de repetir cuatro veces en 30 segundos el mismo chiste sobre la escultura de un pene gigante que James Franco tiene en el living, viene Emma Watson y, hacha en mano, amenaza a la media docena de machos protagónicos (que se la pasan haciendo chistes o toreándose con pis, caca, semen y pitos), para luego cortar de un hachazo el pene gigante en dos. Como símbolo es tan elemental que deja chiquito al gigantesco falo blanco de El lado oscuro del corazón, y si con esa sola escena quieren compensar los litros de sudor de vestuario del resto de la película, no lo lograrán. De hecho, después del corte Emma Watson se va por el mismo lugar por donde entró, un par de escenas atrás, y todo vuelve a ser Macholandia al ataque. Sin embargo, la escenita revela algo que Este es el fin, por su complacencia con el clima de jolgorio varonil, no parece ser: una película sumamente autoconsciente. Los protagonistas –algunos de ellos tan habituados a jugar el papel de Winner como Mr. Franco– se comportan como mariquitas asustadas frente a la catástrofe, se acuestan todos juntitos y apretaditos la primera noche, se hacen chistes sobre cucharitas... y no concretan nada, por supuesto: en términos homoeróticos, Este es el fin es totalmente histericona. Pero la película es tan abierta, lanzada y cambiante que tiene el mérito muy poco frecuente de que nunca se sabe qué va a pasar. Puede pasar cualquier cosa, pasar una bobada o no pasar nada.
Recuerdos de la dictadura vecina Con una presidenta de la Nación que pasó por esa experiencia, parece totalmente lógico que el cine brasileño produzca una película que reflexiona sobre los años de la guerrilla urbana. Más aún teniendo en cuenta que la realizadora, Lúcia Murat (Río de Janeiro, 1949), también tomó las armas a fines de los ’60, siendo encarcelada y torturada por la dictadura militar del país vecino. Las referencias a la realidad son bien concretas en Memorias cruzadas (A memória que me contam, 2012), coproducción de la que participaron capitales chilenos y argentinos. No sólo porque la protagonista es directora de cine, sino porque un recordatorio final termina de poner en claro que el personaje alrededor del que gira toda la película es una transposición de la legendaria Vera Sílvia Magalhâes, que en 1969 participó, junto a otros miembros del MR-8, del secuestro de Charles Burke Elbrick, embajador estadounidense en Brasil. A diferencia de Cuatro días en setiembre (¿O que é isso, companheiro?, Bruno Barreto, 1997), que reconstruía el secuestro de Elbrick en tono de thriller político, la película de Murat toma como eje el modo en que aquella experiencia repercute aún en quienes la protagonizaron. Lujosamente fotografiada por Guillermo Nieto, director de fotografía favorito de Pablo Trapero y aporte argentino a la coproducción (el aporte chileno es un actor que intenta hacer de médico brasileño, sin lograrlo), el presente de Memorias cruzadas tiene lugar en el momento en que la aquí llamada Eva es internada en estado comatoso, provocando la reunión de sus ex compañeros, que guardan una larga y angustiosa vigilia en la sala de espera. A esa Eva nunca se la ve, pero el fantasma de la que fue no deja de presentarse ante sus ex compañeros. Como si se tratara de un bello bloque de memoria, que viene a recordar que aquello que pasó no pasó: sigue vivo en ellos. Mientras tanto se debate, a nivel nacional, la posibilidad de que los militares accedan a abrir los archivos secretos de tiempos de la dictadura. Cosa que, a diferencia de lo que sucedió aquí y en otros países latinoamericanos, en Brasil no ha tenido lugar. Ni parece que vaya a tenerlo. En los papeles, todo estaba servido para un film político complejo y cuestionador, que vinculara el presente brasileño con un pasado que allí está bastante menos asumido que aquí. En los hechos se trata de una película en la que todo está escrito, nada vive. Los personajes son entelequias, cuya función consiste en poner en palabras las ideas que el guión quiere transmitir. Palabras en ocasiones tan altisonantes como aforismos kitsch. Sobre todo las puestas en boca de Franco Nero. Que no se entiende bien qué hace aquí, como ex guerrillero italiano acogido en Brasil, intentando hablar portugués con apenas un poco más de éxito que el actor chileno. Tampoco ayuda mucho la gravedad de tono, justificada por la situación pero acentuada en ocasiones casi hasta el borde de la autoparodia. La verdadera historia de Vera Sílvia Magalhâes es francamente terrible: herida de un balazo en la cabeza antes de ser apresada, fue torturada en ese estado y padeció secuelas físicas y psíquicas durante toda su vida, además de contraer un linfoma y terminar muriendo de un infarto a los 59 años, en 2007.
Una de esas películas que cuentan todo Hay demasiados factores en juego que aseguran una película disfrutable: no sólo el historial de la directora estadounidense, sino también los formidables trabajos de Julia Louis-Dreyfus y James Gandolfini, que dan carnadura a una comedia impecable. He aquí la mejor comedia en vaya a saber cuánto tiempo. ¿Por qué la mejor? Por la sencilla razón de que Una segunda oportunidad es la clase de película a la que no le interesa definir si es una comedia, un drama o cualquier otra cosa intermedia. No es ninguna de esas cosas, porque es todas. Es una historia con unos personajes a los que les pasan cosas y esas cosas pueden ser humorísticas, graciosas o ridículas, y también tristes, trágicas o frustrantes. No se trata de que la directora y guionista, la señora Nicole Holofcener (de quien se hablará enseguida), haya impuesto que los personajes sean así o les pasen esas cosas: los personajes son así y les pasan esas cosas. Cosas graciosas, porque todos ellos –los protagonistas, sobre todo– tienen el suficiente sentido del humor como para que lo que les pasa, o dicen, o hacen, sea gracioso. Y también les suceden cosas tristes y lamentables, porque vivieron y viven experiencias que pueden serlo. En otras palabras, Una segunda oportunidad (título de stock para Enough Said, “Está todo dicho”) es algo infinitamente más importante que una comedia, o un drama, o una comedia dramática, o lo que sea. Es eso que uno busca cuando va al cine: una película viva e inteligente, poblada por gente que está viva y es inteligente. Lógicamente la Sra. Holofcener tiene mucho que ver con esto. No es una novedad que así sea: las películas previas de esta neoyorquina de 53 años, algunas de ellas estrenadas en cine (Amigos con dinero, 2006, Saber dar, 2010) y otras en video (Confidencias, 1996), apuntaban en este sentido. En el sentido de filmar comedias habitadas por gente a la que se siente como verdadera. Objetivo finalmente consumado en ésta, su mejor película. “Estoy cansada de ser graciosa”, dice Eva (la gran, la genial Julia Louis-Dreyfus, aquí mejor que nunca e inusualmente jugada en el plano emocional). Obviamente que la confesión la está haciendo también la propia Holofcener, que siempre puso mucho de sí en sus películas (no por nada todas están protagonizadas por chicas, solas, en grupo o en pareja). Por suerte, por muy cansadas que estén Eva y Nicole, igual no dejan de ser graciosas. Muy graciosas. “Se te ve el pito”, le dice una Eva, masajista a domicilio, a Albert, que dirige un Museo de la Televisión, a quien acaba de conocer (el gran, el enorme, el gigantesco James Gandolfini, en uno de sus últimos papeles). Divorciados ambos, cuarentona larga ella, cincuentón él, Eva y Albert se conocieron en una fiesta. Cuando los presentan, ella afirma que en esa fiesta no hay ningún tipo que le interese. “A mí me pasa lo mismo”, responde él, y ahí mismo ya empieza a interesarle a Eva. Casi al mismo tiempo, Eva dice haberse “enamorado” a primera vista de una señora que le encanta. Se llama Marianne, es poeta y la interpreta Catherine Keener, actriz fetiche de Mrs. Holofcener. Arreglan para una sesión de masaje y rápidamente se hacen amigas, tal como podía adivinarse. Aunque sea un toquecito envarada, Marianne es una tipa inteligente y Eva también lo es. Simetría absoluta, lógica absoluta: en la misma fiesta Eva conoce a un señor con el que comparte una circunstancia vital y una condición, el sentido del humor, y una señora que es un poco como le gustaría ser a ella: inteligente, piola, con un look un poco post-hippón, versión Los Angeles. Se ha formado una pareja (amorosa) y otra (amistosa). Falta agregarle un toque de coincidencia, de esas que antes se llamaban “de biógrafo” (o sea, las que es imposible que ocurran en la realidad) para que se produzca un cruce indeseado. Un ruido, una contaminación en la relación fluida, natural, casi perfecta, que Eva y Albert establecen desde un primer momento (lo de “se te ve el pito” ocurre el domingo en que ella va a almorzar a casa de él, y él la atiende en un pijama de bragueta indecisa). En ese punto, justo en ese punto, Una segunda oportunidad deja de ser una comedia encantadora, desternillante por momentos, y pasa a convertirse en otra cosa. En una amarga reflexión sobre la peligrosa permeabilidad al juicio ajeno, que puede hacernos dudar y hasta hacer fracasar lo que hasta entonces era la más pura convicción. Una cuestión que toca a todos. Tanto como tocan, claro, la sonrisa gigante de la Sra. Dreyfus, los ojos pícaros del signore Gandolfini, la soltura de la gran, inmensa Toni Collette (aquí como la mejor amiga de Eva), el sexo cincuentón y doméstico de Eva y Albert, sus desayunos en la cama, el carácter estirado de la hija de Albert, la genial relación de celos de la hija de Eva por su mejor amiga (mamá quiere adoptarla como sustituta, cuando ella se vaya al college), la tristeza y soledad de mamá ante el síndrome de “nido vacío”. Si todo lo que pasa, se siente o piensa Una segunda oportunidad toca al espectador es por la sencilla razón de que películas como ésta no cuentan algo: cuentan todo. Sin la más mínima pretensión, claro: un solo gramo de pretensión tiraría todo el edificio abajo.