Heroísmo y entrega al otro La película, que ganó dos importantes premios en Cannes 2010, reconstruye un sangriento episodio que tuvo lugar en Argelia en 1996. Allí se vieron involucrados los ocho miembros de una orden religiosa francesa, gente de fe que no esperó milagros. “No tiene elección”, le avisa al desarmado monje el líder fundamentalista, apuntándolo a la cara. “Sí tengo”, contesta el otro con firmeza, insistiendo en expulsar del monasterio al grupo armado. La libertad de elegir en las circunstancias más adversas y el coraje de hacerlo por la opción más riesgosa son temas centrales de De dioses y hombres. La película dirigida por Xavier Beauvois (Pas de Calais, 1967) reconstruye un sangriento episodio que tuvo lugar en Argelia en 1996, involucrando a los miembros de una orden religiosa francesa. Ganadora, entre otros, de dos importantes premios en Cannes 2010 (el Especial del Jurado y el del Jurado Ecuménico) y todo un fenómeno de público en Francia y otros países, De dioses y hombres constituye uno de los mayores sucesos que el cine de calidad haya dado en los últimos años. Que no haya logrado esa resonancia a costa de puros efectismos –como suele ser el caso, últimamente, dentro de ese rubro– es, quizás, el mayor milagro de este film protagonizado por gente de fe que no espera milagros. De allí justamente la condición de trágicos de estos ochos monjes: saben a lo que se enfrentan y eligen hacerlo, sabiendo lo que arriesgan en esa decisión. Entrega al otro, asunción del sacrificio, heroísmo, en suma: De dioses y hombres ensalza valores en los que la contemporaneidad se ha habituado a descreer. Hasta la primera aparición de los miembros de un grupo armado, quiebre dramático de la película, el film de Xavier Beauvois se concentra en los rituales cotidianos de la orden que dirige el padre Christian (Lambert Wilson, de gran presencia, como siempre), haciendo particular hincapié en su inserción en la comunidad. El monasterio está ubicado en una zona pastoril, al pie de los Montes Atlas, y esa comunidad que aprendieron a amar será, a la hora de las decisiones, motivo principal de que, ante la amenaza, los monjes decidan no huir. En ese primer tramo, varios miembros de la orden participan de una fiesta comunitaria, plegándose a los rituales locales. Uno de ellos, que es médico (Luc, interpretado por el veterano Michael Lonsdale) atiende a los pobladores en un dispensario y hasta aconseja a una chica (Sabrina Ouazani, recordada por Juegos de amor esquivo) en cuestiones amorosas. Sobre su mesa de lectura, Christian tiene el Corán y lo consulta seguido. En algún momento mantendrá, junto a otros de sus pares, una reunión con vecinos musulmanes, padres de víctimas de la violencia política. Allí, la película de Beauvois comienza a esbozar una idea central: no son las diferentes creencias sino la intolerancia lo que genera odio, incomprensión, espirales de violencia que no saben de inocentes. La irrupción del grupo armado en el monasterio, la masacre de un grupo de civiles croatas están mostradas como si se tratara de nuevos Atilas. Unas escenas más adelante, el jefe del destacamento acusará al padre Christian de complicidad con los terroristas y en algún momento un helicóptero militar artillado sobrevolará el monasterio. Queda claro que los misioneros han quedado entre dos fuegos, igualmente letales. En ese punto, bastaría trocar monjes franceses por pobladores andinos y guerrilleros islámicos por miembros de Sendero Luminoso, para hallar semejanzas entre De dioses y hombres y La boca del lobo, el excelente film del peruano Francisco Lombardi. Si el trueque fuera entre la Argelia de fines del siglo XX y la China de los años ’30, podría obtenerse en cambio algo parecido a Siete mujeres, de John Ford, con el padre Christian como trasposición de la mártir aventurera de Anne Bancroft. Si este martirologio monástico representa una posible versión norafricana de la teoría de los dos demonios es cuestión que queda abierta a discusión. Tanto como la inocencia y pureza de estos misioneros, o su condición de benefactores extranjeros. El núcleo dramático de De dioses y hombres (título que, llamativamente, invierte los términos del original, Des hommes et des dieux) parece apuntar, sin embargo, a asuntos más universales. Según su realizador, la película no habla de otra cosa que de la prolongada ausencia que en el mundo de los hombres registran la libertad, la igualdad y la fraternidad. Trilogía que no sería, así, un punto de llegada, sino una utopía a alcanzar, en todas las épocas. Más acá (o más abajo) de esas abstracciones, el temor, las dudas, las contradicciones entre los ideales y el instinto de sobrevivencia de estos hermanos cistercienses no difieren demasiado de los de cualquier semejante, en circunstancias parecidas. Por eso mismo el título original pone la falibilidad humana por delante del ideal divino, y no a la inversa.
Desmañado y metódico ejercicio del “rompan todo” Definitivamente contraindicada para incondicionales de James Ivory, en su estruendo, en su histeria, en su desmañado y metódico ejercicio del “rompan todo”, en la doble concepción del cine como sucedáneo de la maniobra militar y versión mega (y meca, por el carácter mecánico de sus excedidas criaturas) de Titanes en el ring, es posible que esta tercera Transformers –que viene, por supuesto, en envase 3D– sea algo así como la “consumación” del “arte” de su “autor” (el lenguaje se sacude aquí como Transformer a tortazo limpio). Es como si toda la obra previa de Michael Bay viniera a dar un aparatoso salto mortal y se estrellara contra el piso, como sus gigantes de chapa y chatarra. Que se deshacen y vuelven a armarse, como la película misma o el magullado cerebro del espectador, para seguir dándose maza. Como la nueva X Men, la tercera Transformers se cruza con la historia, al menos al comienzo. Se inicia en tiempos de Kennedy (el JFK digital recuerda al Che de Gerardo Romano en Canal 9) y remata con una teoría conspirativa sobre el descenso del hombre en la Luna: habría sido para investigar la caída de una nave alienígena, conteniendo uno o más Transformers (no se entiende bien). De allí en más las distintas subtramas se pelean entre sí, como Transformers en esteroides. Están John Malkovich, Frances McDormand y John Turturro (que viene de la anterior) haciendo de autoridades de la NASA y especialistas en vida extraterrestre, que investigan... ¿Qué investigan? No está muy claro. Mientras tanto resulta que hay un traidor entre los Autobots (que son, recuérdese, los Transformers buenos) y que los Decepticons (los malos) piensan traer su planeta a la Tierra, por medio de unos pitutos luminosos (¿?). Y eso sería fatal, parece. De pronto aparece el coreano de ¿Qué pasó ayer?, totalmente desaforado, haciendo de coreano de ¿Qué pasó ayer? El héroe, Shia La Boeuf, grita y transpira como en el VIP de Ricky Martin, y Mr. Bay filma el culo de Rosie Huntington-Whiteley (la inglesita que remplaza a Megan Fox, echada por acusar al jefe de nuevo Hitler) en un plano detalle que Sofovich filmaría, si tuviera la plata que tiene Bay. Todo eso (y unas cuantas cosas más) se apelotona durante cerca de hora y media. Son casi tres en total y algo hay que mostrar, hasta que finalmente los Transformers tiren el mundo abajo (o la ciudad de Chicago, que es donde todo sucede). Será una bestialidad la forma en que Bay filma este Apocalipsis rompechiches, pero en medio del caos, el mareo y la sordera de pronto se abre camino, vaya a saber cómo, una secuencia inspirada. Un edificio se parte al medio, y antes de caer del todo (¿alguien dijo septiembre 11?) queda inclinado, obligando a los héroes (los protagonistas + un grupo de marines, faltaba más) a tirarse de un piso a otro tipo Tarzán, atravesando ventanales de vidrio y deslizándose en caída libre por las paredes del edificio (esto está robado de una de Jackie Chan, pero está bien hecho). Ese chorro de adrenalina bien servido salva una película que, por lo demás, parece una coctelera en manos de un Mike Tyson con San Vito.
Juegos de la mente En su primera y magnífica película –Moon, 2009, editada aquí en DVD con el título En la luna–, el británico Duncan Jones abordaba, con sólo un hombre en el espacio, lo que podría llamarse “tragedia de la distancia”, que es también distancia de uno mismo. Ahora, Mr. Jones –que acaba de cumplir 40 y no es otro que el hijo de David Bowie– vuelve a abordar cuestiones semejantes, otra vez desde un formato de género pequeño y modesto, casi íntimo. Pero en esta ocasión trabaja sobre un guión ajeno, típico mecanismo de relojería estilo “juegos de la mente”, a la manera de películas como Abre los ojos, Memento o El origen. Como la última de ellas, el “rompedero de cabeza” de 8 minutos antes de morir empieza resultando atractivo e intrigante, pero va quedando irremediablemente atrapado en su propia mecánica. El comienzo es bien raro. Como en un episodio de Dimensión desconocida, un hombre (Jake Gylenhaal) se despierta de golpe en un tren, sin saber quién es ni dónde está. En el asiento de enfrente hay una chica (Michelle Monaghan) que, se supone, viaja con él y lo conoce bien. Pero lo llama por el nombre de otro. Desesperado, el tipo va al baño a lavarse la cara, y cuando se mira al espejo... allí hay otro. Mientras busca en los otros pasajeros respuestas al intríngulis, la chica le sonríe con sospechosa insistencia. En medio de todo eso, una bomba explota. ¿Murió el protagonista? ¿Qué pasó, quién era, cómo y por qué fue a parar a ese tren? Como si se tratara de un cuento de Philip Dick leído a los saltos, las respuestas a esas preguntas dan por resultado preguntas bastante más enrevesadas. Estas tienen que ver con experimentos secretos científico-militares, la supervivencia cerebral a la muerte, la implantación de identidades ajenas y el reiterado traslado hasta una suerte de situación-matriz, “código de origen” al que el título original hace referencia. Para que esta clase de mind games funcione, debe despertar preguntas más interesantes que el propio jueguito. Jueguito que, por muy oscuro que sea el planteo de arranque, a la larga debería resultar inteligible. Ninguna de ambas cosas sucede aquí. Mientras intentamos entender, sin mucho éxito, cómo funciona el asunto, sabemos que –versión explosiva de Hechizo del tiempo– habrá que volver una y otra vez a la misma situación, para intentar, en esos ocho minutos contrarreloj que indica el título, que el vagón no vuele por los aires. Para eso hay que descubrir quién pone la bomba y desactivarla. Es como jugar al Clue, un sábado a la tarde en casa, pero fusionando física cuántica y cálculos parabólicos (de todo eso habla el director del experimento) con el coronel Mostaza y la señorita Escarlata. La única forma de desbanalizar el asunto sería darle desarrollo al factor humano, encarnado aquí en dos personajes trágicos: el protagonista y la capitana de uniforme que le da instrucciones (Vera Farmiga, lo mejor de la película). Pero ellos no crecen lo suficiente y la versión cuántica del Clue termina por imponerse.
Gris de ausencia y de duelo La nueva película del director de Shortbus construye la interioridad de sus personajes a partir de la clase de detalles que, por mínimos y cotidianos, suelen considerarse nimios, pero que van creciendo hasta convertirse en un núcleo dramático. ¿Para qué sirven las películas “de duelo”, ésas en las que los protagonistas deben sobrellevar la muerte, horriblemente a destiempo, del ser más querido? Las malas –que se caracterizan por un tono forzadamente grave y preocupado– sirven para que el espectador sienta que está participando de algo serio e importante, mientras se masoquea a gusto. Las buenas, en cambio, para proyectarse en el interior de los protagonistas y experimentar, durante una hora y media o dos, algo parecido a lo que ellos están viviendo. Es lo que sucede con El laberinto, título de estreno de Rabbit Hole, opus 3 del neoyorquino John Cameron Mitchell (realizador de Hedwig and the Angry Inch y Shortbus), basado en una obra de teatro que el propio autor adaptó para la ocasión. ¿Teatro filmado, entonces? Para nada. Con guión de David Lindsay-Abaire, El laberinto construye la interioridad de los personajes por inducción, elipsis y acumulación, a partir de la clase de detalles que, por mínimos y cotidianos, suelen considerarse nimios. Sólo al cabo de varias escenas se comienza a comprender por qué Becca Corbett (Nicole Kidman, como regresando de un largo exilio en alguna clínica quirúrgica) pone tanto empeño en plantar una flor, por qué rehúye la invitación de una vecina, qué la lleva a rechazar los intentos de acercamiento de su marido Howie (el gran Aaron Eckhart, de Erin Brockovich, Gracias por fumar, La dalia negra), a qué obedecen ciertas conductas locas de Becca, por qué tantas cosas no dichas o dichas a medias, entre Howie y ella. El laberinto no le tira la tragedia por la cabeza al espectador, no la usa como espantajo emocional sino como núcleo ausente, alrededor del cual giran Becca, Howie y quienes los rodean. La película tampoco busca –y esto es aún más infrecuente, en una cultura tan dada al revanchismo como la estadounidense– un chivo expiatorio sobre el cual llevar la carga de la culpa. Cuando parece que va a desbarrancar por ese lado es cuando se dirige, del modo más sentido y conmovedor, a ponerse definitivamente en lugar del otro. El otro, el chico que, se supone, habría tenido la culpa de la muerte del hijo, es en verdad una víctima más de la situación. No vaya a pensarse sin embargo en El laberinto como una de esas orgías de sobreactuada corrección humana: hay altos volúmenes de confrontación y de asumida inmadurez en ella. Como cuando Becca abandona de un solo golpe el grupo de rehabilitación para padres-deudos, en cuanto uno de los integrantes empieza con el versito de Dios, la reparación y el consuelo. O como en la gran escena en la que Howie y una compañera de grupo (Sandra Oh, de Grey’s Anatomy y Entre copas), irremediablemente fumados, no pueden parar de tentarse con el pobre tipo que habla de la horrible muerte de su hijo. Cuando algo te supera, olvidate de comportarte como un ciudadano ejemplar, sugiere, con enorme sabiduría, El laberinto. Esas compactas dosis de rebelión –reforzadas por la presencia de la hermana-tiro al aire de Becca– confirman que esta película pausada, interna y reconcentrada no es para John Cameron Mitchell una forma de “sentar cabeza”, tras esos desafueros que fueron Hedwig y Shortbus. Se trata, daría la impresión, de ponerse, por primera vez y con máxima entrega, al servicio de un guión ajeno. No sonaría tan genuina como suena Rabbit Hole, de no ser por la combinación de casting perfecto y perfecta dirección de actores, que da por resultado una Nicole Kidman a la altura de sus grandes momentos (piénsese en Todo por un sueño, Retrato de una dama, Ojos bien cerrados o Los otros). Tiene Kidman, además, una química tal con Aaron Eckhart, que ni en la cocina ni en la cama deja de sentírselos como pareja. Notable la desconocida Tammy Blanchard en el papel de hermana bardera y más notable aún el debutante Miles Teller, como el chico que trata de aliviar la carga inventando, con maniático detallismo, un mundo de historieta en el que la gente se muere, pero nunca del todo. Acá en la Tierra, en cambio, se puede aprender a convivir con la muerte de un ser querido. Pero esa muerte es, como bien sabe la mamá de Becca (la reaparecida Dianne Wiest), un ladrillo que uno no termina de sacarse del bolsillo.
Philip K. Dick made in Hollywood ¿Cómo convertir una pesadilla paranoica en comedia naïf? A la hora de la paranoia, nadie como Philip K. Dick, que empezó imaginando persecuciones descabelladas y terminó dándolas por ciertas. Para el experimento qué mejor, entonces, que recurrir a un cuento suyo. Un cuento como Adjustment Team, pongámosle, uno de los primeros que escribió. Allí un tipo cualquiera descubre, un día, que lo que hasta entonces llamaba “normalidad” es en verdad un destino digitado y regido por fuerzas oscuras. Se toma el cuento, se lo tritura en una procesadora marca Hollywood y se obtiene una pasta que contiene una pareja enamorada, ángeles, un político buena onda y apelaciones al libre albedrío. Se le pone por nombre The Adjustment Bureau o Los agentes del destino y se la sirve. ¿Es absolutamente indigesta la pasta? No, porque contiene algunos ingredientes nobles, que vienen en parte de la receta original y también de la lectura que de ella ha hecho el cocinero. Escrita y dirigida por George Nolfi, autor de Bourne: el ultimátum y La nueva gran estafa, lo mejor de Los agentes del destino está, por lejos, en su primer tercio. En ese tramo la película produce un extrañamiento considerable, producto de la combinación de elementos antitéticos. Primera reconversión brutal del cuento original, el protagonista, que allí era empleado de una compañía, ahora es un político. David Norris (un Matt Damon inesperadamente descontraído) no sólo es el más joven candidato a senador de la historia de Nueva York, sino también el más quilombero. Alguna vez se agarró a trompadas en algún bar, alguna otra vez mostró el culo en público. Inaceptables para el puritanismo que rige la vida pública estadounidense, ninguno de esos deslices parece preocupar demasiado a Norris, a quien ni las peores derrotas políticas impiden fiestear. Esa despreocupación del protagonista tiñe la película de una suerte de alegría pop, que no es lo más usual cuando de cuestiones políticas se trata. El pop deviene comedia screwball cuando Norris conoce –en el baño de caballeros del Waldorf Astoria– a una bailarina clásica (la muy adecuada Emily Blunt), tan resuelta y avispada como Katherine Hepburn en La adorable revoltosa. Al mismo tiempo, a su alrededor se trama una conspiración celestial. ¿Son ángeles acaso esos tipos encabezados por el genial John Slattery, de la serie Mad Men, que más parecen agentes de la CIA a punto de borrarle la memoria, tema dickiano por excelencia? ¿Qué es esa libreta que usan, en la que el destino humano se presenta como un diagrama de GPS? ¿Cómo pega todo eso con la historia entre Norris y la bailarina? No pega. Mucho menos cuando la love story fantástica-conspirativa muta a fábula con mensaje, con Norris debatiendo sobre Dios, los hombres y el libre albedrío con una suerte de asesino a sueldo o reprogramador angelical. Reprogramador a quien Terence Stamp interpreta, como siempre, con su mejor acento british y sin una sola arruguita en su impecable traje de seda.
Pastiche en 3D Por lo visto, lo de Scott Stewart, director de Priest, es la fábula fantástica-maniquea de superacción religiosa. O algo así. En la anterior Legión de ángeles, los destinos del mundo dependían de la eterna batalla entre las fuerzas del Cielo y las de Satán, librada a puro músculo. Ahora se trata del combate entre sacerdotes-cazadores de vampiros y colmilludos. Todo eso rellenado, en ambos casos, por un ruido y una furia de otro mundo. De un mundo llamado Hollywood, división efectos digitales. Basada en una novela gráfica (¿todas las semanas se estrena una película basada en una novela gráfica?) y presentada en copias 35 mm y 3D (¿todas las semanas se estrena una en 3D?), Priest es un pastiche. Lo cual no es una denigración, sino la simple descripción de un procedimiento creativo, que puede dar resultados buenísimos o malísimos. El núcleo narrativo de Priest, ubicada en una época indeterminada y en un universo plenamente ficcional, viene en línea directa –mutatis mutandi– de Más corazón que odio, western culminante de John Ford. Como allí, el enemigo (comanches o vampiros, según el caso) ataca una casa de frontera y asesina a sus ocupantes, con la única excepción de una chica a la que convierte en cautiva. Su tío, veterano de guerra (el cowboy John Wayne allí, el sacerdote Paul Be-ttany aquí), va tras ella, no se sabe bien si para rescatarla o –el hombre no tolera que la chica se haya mezclado con el otro, el distinto– asesinarla. Pero ése es sólo el núcleo. A su alrededor, los otros elementos del pastiche: un “malo” con una capa negra, como de spa-ghetti western, una megaciudad futurista como la de Blade Runner, un régimen teocrático, una casta de monseñores que repiten slogans desde pantallas gigantes (liderados por Christopher Plummer), ninjas esporádicos, un actor malísimo (Cam Gigandet, se llama), un predicador alucinado (Brad Dourif, acierto de casting), una belleza hawaiana (Maggie Q), supermotos que, como las de Mad Max, corren a todo pedal por el desierto y vampiros digitales, cenicientos y rugientes, pero tan poco aterradores como los de Inframundo. Un inframundo es, se diría, el de estas películas sobreproducidas y sobredigitalizadas, llenas de artículos disímiles que nadie se ocupa de procesar y organizar, que parecen dirigidas por nadie y actuadas por nadie, para nadie. Sin embargo, siempre alguien va a verlas, seguramente porque algo hay que ir a ver y esto es lo que hay.
Un hombre en el laberinto de su cabeza Con un grado de ferocidad y una eficiencia cómica poco habituales en el cine argentino, la película de Solarz sigue los caminos de Javier, un guionista misántropo al que el abandono de su mujer, entre otras cosas, no parece afectarlo demasiado. A Juntos para siempre, ópera prima como realizador de Pablo Solarz –guionista de Historias mínimas, Quién dice que es fácil y Un novio para mi mujer– van a lloverle acusaciones de misoginia. ¿La razón? El protagonista lo es, y en estos casos es muy común que cierta corrección política, poco dada a los matices, no diferencie el punto de vista del protagonista del del narrador. Habrá quien se percate de que no son las mujeres las que salen mal paradas de la película de Solarz, sino todos: hombres, mujeres, madres y niños. Sobrevendrá allí otra acusación: la de misantropía. Como si eso fuera un defecto y no un punto de vista. Lo que importa es que el enfoque no es, en este caso, algo que se imponga forzadamente al relato, sino un punto de llegada, al que la propia lógica de los personajes conduce. En los títulos de crédito, una de las viñetas muestra al protagonista con la cabeza cortada. Es algo más que un simple dibujito. La cabeza de Javier Gross es su herramienta de trabajo, el lugar donde sucede todo lo que de veras le importa y, en buena medida, el espacio en el que el relato tendrá lugar. Cuando Lucía, su mujer (Malena Solda), le avisa que se va de casa, Javier (Peto Menahem) ni se entera, de tan ocupado que está con su nuevo guión. Cuando se entera, no parece importarle demasiado. Unas escenas más adelante la esperará en la puerta del departamento donde ella se mudó, con la aparente intención de reconquistarla. Pero basta un breve cruce para que termine diciéndole las cosas más horribles que puedan imaginarse. No es raro que el protagonista de la historia que Javier está escribiendo (Luis Luque) vaya abandonando a su familia por el camino, durante un viaje de vacaciones. Después de decirles, claro, las cosas más horribles que puedan imaginarse. Siendo su protagonista un guionista, es perfectamente pertinente que el hecho mismo de narrar sea uno de sus ejes. Está el relato que Javier escribe, que la película va poniendo en imágenes, y están además el relato que presenciamos y también el recuento de su separación, que lleva a cabo en el consultorio de su analista. Figuras de ese paisaje mental, jamás sabremos cómo son “en realidad” su siniestra mamá (Mirtha Busnelli, inmejorable) y ese arquetipo (¿o estereotipo?) de rubia tarada que es Laura, su nueva novia (a Florencia Peña el papel le sale de taquito), porque la única “realidad” que conocemos es, como en las películas escritas por Charlie Kaufman, la de su mente. Pero en esas películas (¿Quieres ser John Malkovich?, El ladrón de orquídeas, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos) los procesos mentales son el verdadero protagonista, mientras que aquí el tema pasa por la disociación entre el cerebro del creador de historias y el mundo externo. No por nada en la escena de títulos la cabeza de Javier está cortada. De esta diferencia deviene también que Juntos para siempre sea una comedia más clásica –más sencilla, más lineal, menos asfixiante– que las escritas por Kaufman. Habrá quien halle en el muy neurótico, narcisista y psicoanalizado Javier Gross un doble de Woody Allen. No parece ser el caso: mientras que Woody crea héroes que lo representan (de allí la frecuente autoindulgencia), Javier es la clase de héroe que nadie quisiera ser. Tal vez se parezca más al Larry David de Curb Your Enthusiasm o, por qué no, de Que la cosa funcione. Con un grado de ferocidad y una eficiencia cómica poco habituales en el cine argentino (la lectura del menú de un restorán tilingo de Palermo no desentonaría en un episodio de Seinfeld), Juntos para siempre hace algún ruido, sí, cuando Solarz se deja tentar por ese pecado de guionista que son los diálogos demasiado escritos. Demasiado escritos y, a veces, demasiado bien sincronizados: en dos o tres escenas, el prolijísimo ping pong dialéctico suena a teatro. Es un riesgo inevitable, en tanto el teatro de boulevard es vecino de toda sitcom, y Juntos para siempre es, finalmente, eso: una sitcom envenenada, que en lugar de 22 minutos dura una hora y media y que en lugar de en inglés es en castellano. Pero ojo: quien crea que en términos estéticos el de la sitcom es un formato intrínsecamente conservador, hará bien en prestar atención al plano de apertura de Juntos para siempre. En él, Javier aparece sentado frente a cámara, hierático, mudo e inmóvil, sin un maldito contraplano que ayude a entender qué está pasando. En el resto de la película, el desconcierto no proviene tanto de la puesta en escena, tan simple y funcional como toda sitcom, sino de la ambigüedad de enfoque de Solarz, llamada a despertar discusiones, irritaciones y malentendidos.
Del drama familiar al thriller desvaído Filmada en el interior de Galicia, Retornos es un tercio de drama familiar más dos tercios de thriller desvaído. La película escrita por Alejandro Hernández y dirigida por Luis Avilés no logra que ambas fracciones dialoguen, se espejen o resuelvan, quedando como dos en una. Da la sensación de que lo que más interesa a director y guionista es el drama de familia, espeso y –para decirlo como en España– con mucha mala entraña. Y que “la parte thriller” está puesta para generar algún gancho de público. Error de cálculo: lo que suele interesar al público no es un género determinado (mucho menos cuando no se lo encara con la suficiente convicción) sino la coherencia dramática, la consecuencia en la persecución de objetivos, trátese del género de que se trate. Ya la primera escena impone el tono grave que la película mantendrá. A velocidad ralentada y bajo una lluvia tan densa como el tono que se persigue, la policía recoge un auto del mar, mientras dos hombres, una mujer y una niña miran, con mirada acusadora, a otro de gesto culpable. Diez años más tarde (¿por qué estos cortes narrativos son siempre con cifras redondas?), el hombre se ve obligado a volver al pueblo, con su padre al borde de la muerte. Allí, Alvaro debe enfrentar no sólo el estigma familiar –expresado en su esposa, su nuevo marido, su hija Mar y su hermano Xosé– sino el de la comunidad toda, mientras sucesivos flashbacks informan sobre lo que el hombre hizo aquel día. Aquí es donde Retornos comienza a convertirse, sin que nada lo hiciera prever, en una versión gallega (en galego se habla en buena parte de la película) de Twin Peaks, cuando comienza a salir a la luz lo que el pueblo quiere esconder, representado en el puticlub que su ex y su nuevo marido administran. El carácter de injerto de esa intriga se manifiesta no sólo en el hecho de estar narrada como de compromiso, sino en la impericia con que están resueltas las escenas que podrían llamarse “de acción”. Incluyendo unas trompadas en las que da la sensación de que el interés primordial del actor que las pega consiste en no lastimar a su compañero de elenco. Con el propio Alvaro en un forzado papel de investigador (hacerlo junto con su hija le da oportunidad de reconciliarse), para resolver esa intriga se opta por el viejo truco de la pista falsa, aunque por su falta de relación con lo que se venía contando, una resolución u otra dan más o menos lo mismo. Lo más propio de Retornos, lo que suena más genuino, es ese entramado de viejos odios arraigados, esa “mala entraña” para la que todos parecen tener sus razones. Es una pena que director y guionista no hayan profundizado esa línea narrativa, prefiriendo el injerto antes que la consistencia.
Es un monstruo grande y pisa fuerte La aparente falta de pretensiones de la serie contrasta con la enormidad de la apuesta económica que ahora toma forma: formato 3D, 150 millones de dólares de costo y record de copias en todo el mundo, entre ellas 265 en Argentina, que obturan otros estrenos. Aceleración, hiperacción, el infaltable “mensaje” edulcorado, técnica de primera, brillantez estética, ramalazos de belleza y poesía, pausas brillantes en medio de la atropellada carrera: Kung Fu Panda 2 nada en un mar de contradicciones. Primera de ¡seis! secuelas programadas por Dreamworks Animation a partir de la muy buena respuesta de público de la primera (y la caída en picada de Shrek, hasta entonces gran recaudador de la compañía), no es la menor de estas contradicciones la que puede hallarse entre la aparente falta de pretensiones de la serie y la enormidad de la apuesta económica que ahora comienza a tomar forma: formato 3D, 150 millones de dólares de costo, record de copias en todo el mundo (265 en Argentina, incluyendo una ¡en mandarín!). Al fin y al cabo, qué otra cosa si no una gran contradicción es el peluche blanquinegro tamaño baño que la protagoniza, peludo y suave como Platero pero también monstruo grande, que pisa fuerte (ver aparte). Escrita por los guionistas de la primera (Jonathan Aibel y Glenn Berger), KFP 2 hace suyos los problemas de identidad que acosan a Po (voz de Jack Black, en copias en inglés). Ya se sabe que fue un pavo (sin ofender) el que crió al oso, hallado, como Moisés, en una canasta. Mediante una serie de flashbacks nos enteraremos de cómo y por qué su mamá lo puso allí (la pregunta por el origen, gancho “trascendental” del asunto), al tiempo que Po combate a Shen. Este último es un pavo real que –en su ambición por conquistar a toda China, dejando a su paso un tendal de muertos– parece una versión asiática y zoológica de Hitler (Gary Oldman le da un tono sibilinamente británico). Oso criado como pavo, suerte de Homero Simpson perezoso y comilón (sin ofender, también) que supo convertirse en Dragón Guerrero, aprendiz de sabio pacifista que termina a cañonazo limpio contra el enemigo, más que resolver sus contradicciones Po las agudiza alegremente en el curso de la película. La confusión no es sólo ideológica. Para “dejar atrás” el original, las secuelas de Hollywood recurren a la suma, la multiplicación, la proliferación, y a veces terminan olvidando para qué apretaron el botón de + o el de x. Al quinteto de maestros guerreros de la primera (la tigresa de Angelina Jolie, el mono de Jackie Chan, la mantis de Seth Rogen, el áspid de Lucy Liu y la grulla de David Cross), KFP2 le suma el Maestro Buey de Dennis Haysbert, el Maestro Croc de Van Damme (¡!) y el Maestro Rinoceronte de Victor Garber. Son tantos para tan breve metraje (los clásicos 90 minutos de antes) que entre los ocho hacen menos que uno. De modo equivalente, a Shen lo rodean lobos feroces y un ejército de gorilas guardianes, pero en medio de la multiplicación de formas, volúmenes, figuras y combates, apenas llega a reconocérselos. Agigantado homenaje al wu xia pian (nombre que el género de capa y espada recibe en Extremo Oriente) dirigido por la debutante Jennifer Yuh, KFP2 consume la mayor parte del metraje en maratónicas batallas campales, que parecen querer concentrar medio siglo o más de cine asiático, a razón de treinta o cuarenta wu xia pians por año, en hora y media de película. El efecto que esta acumulación produce está entre la maravilla (en la mejor tradición del género, la producción contrató a un coreógrafo de escenas de batallas) y el mareo. En medio del fárrago, los destellos. Destellos estéticos (toda la secuencia de créditos, diseñada a la manera de las aguadas orientales; la gran idea de que los flashbacks se parezcan a dibujos infantiles), poéticos (la redonda gota de agua que el maestro Shifu baja del cielo y hace resbalar por su mano) y humorísticos (la mantis macho, próxima a morir, se queja de que no va a poder perder la cabeza a manos de una hembra; Po se hace el macho con Shen, pero desde tan lejos que su rival no lo oye). Debe ensalzarse, para finalizar, la utilización del 3D que hace KFP2. A diferencia de otros “tanques” –ver Thor, ver Piratas del Caribe 4–, donde hay que tocarse los anteojitos para recordar que la película es tridimensional, aquí el efecto de volumen se aprovecha tanto en términos de profundidad de campo como en sentido vertical, agregándole a la imagen esa tercera dimensión que, se supone, le andaba faltando.
Una clase sobre el dogma protestante En su adolescencia, un muchacho fue responsable de la muerte de un bebé. La expiación de su pecado, tras la cárcel, aparece en un trabajo como organista de una iglesia. Pero él no muestra arrepentimiento ante la madre de la víctima, que se convierte en un ángel vengador. Crimen, culpa, arrepentimiento, segunda oportunidad, redención: Aguas turbulentas es como una clase sobre el dogma protestante, expresada por medios dramáticos. En la visión del guionista Harald Rosenlöw-Eeg, el hombre es un pecador en potencia, pero también un dechado de virtudes espirituales en potencia. Las fuerzas que rigen al mundo le ofrecen la oportunidad de redimirse de sus pecados, siempre y cuando manifieste arrepentimiento. Si no lo hace, el destino volverá sobre él, para recordarle el crimen cometido. Sólo cuando lo haya expiado estará en condiciones de renacer a una nueva vida. Como Aguas turbulentas es una película y toda película debe ganarse el favor del público, estos férreos valores religiosos se encarnan en un muchachito tan atractivo como un rocker melancólico y una sacerdotisa sólida, rubia y bonita, en la mejor tradición de las estrellas escandinavas. Porque está claro que Aguas turbulentas no podía provenir de otro lugar del globo que no fuera un país nórdico, zona donde el protestantismo ha echado algunas de sus anclas más pesadas. En su adolescencia –incitado, daría la impresión, por una chica con bastantes menos escrúpulos que él– un muchacho llamado Jan Thomas secuestró a un bebé, y el secuestro terminó de la peor manera posible. Tras largos años en prisión, se le otorga la libertad condicional por buena conducta y consigue trabajo como organista de una iglesia. Con el melancólico mechón cayéndole sobre la frente, la mirada de cordero, la barba crecida con un dejo cool, Jan no se contenta con ejecutar burocráticamente sus partituras. Lo hace con la pasión de un Keith Jarrett veinteañero, en estado próximo al trance e innovando lo suficiente sobre el repertorio eclesiástico como para tener Puente sobre aguas turbulentas entre sus hits. Por si alguien no pescara por qué insiste el muchacho con ese clásico, los reiterados flashbacks recuerdan que fue en un río de aguas rápidas donde Jan consumó su pecado. Aunque no le resulta fácil a Jan vencer la resistencia de las autoridades cuando se ponen al tanto de su legajo, cuenta con alguien de su lado. Separada y con un hijo, está claro que a la muy saludable sacerdotisa Anna el joven le inspira algo más que una pía compasión. Pero es allí que –oh, el destino– un día llega a la iglesia la mamá del niño, creyendo reconocer en el joven del mechón caído al culpable de haber tronchado su vida. Siguiendo hasta ese momento escrupulosamente la línea de puntos que lleva al agonista de la culpa a una indefectible redención, la aparición de Agnes salva la película. Pero no por piedad sino, bien al contrario, por la locura que hay en ella. Desesperada, definitivamente no repuesta de la pérdida de su hijo, por más que lleve nombre de cordero de Dios, Agnes se comporta como lobo suelto, cualidad de la que la visceral Trine Dyrholm es responsable principal. Que el culpable de su tragedia no esté dispuesto a arrepentirse aparta definitivamente a esta madre del dolor de toda la apariencia de normalidad que había edificado a su alrededor (familia, trabajo, profesión), convirtiéndola en versión femenina de un ángel vengador. Puede ser que ni siquiera en esa instancia la película dirigida por el noruego Erik Poppe traicione una perspectiva religiosa, pero abraza en tal caso el costado más loco de las escrituras. Ese que ante el cataclismo aconseja prender un fósforo y poner la propia casa en llamas, con todo adentro.