Picaresca, drama y “una de llorar” a la vez Presentada en competencia en Venecia 2010, ganadora del Premio del Público en San Sebastián, lo que la coproducción canadiense-italiana El mundo según Barney no logra mostrar es el mundo según Barney. La novela en que se basa –escrita por Mordecai Richler, suerte de Philip Roth canadiense, considerado uno de los mayores novelistas de ese país en la segunda mitad del siglo XX– está presentada como si se tratara de la autobiografía del protagonista, corregida y editada por su hijo. La película, en cambio, dirigida por el estadounidense Richard J. Lewis, parecería no comprender que todo el sentido del asunto (¡hasta el título, que en inglés es Barney’s Version!) se basa en esa subjetividad y esa disociación, cometiendo el error garrafal de adoptar un modo falsamente “objetivo” y derrumbando así el edificio entero. El Alzheimer que el protagonista sufre en los últimos años de su vida explica, en la novela, baches e incongruencias del relato. En la película, a lo único que da lugar el Alzheimer es a una operación de chantaje emocional a toda orquesta, practicada por director y guionista en el último tramo. Como consecuencia de ello, la incoherencia, que en la novela es del narrador, en la película es de un relato que comienza como picaresca, sigue como drama matrimonial y termina como “una de llorar”, a puro lagrimón. Con el efecto de manipulación sobre el espectador que eso entraña, desde ya. Vehículo de lucimiento para Paul Giamatti (recordado sobre todo como protagonista de Entre copas), Barney Panofsky pasa aquí de unos años ’70 de camisa estampada, pantalón pata de elefante, paraísos artificiales –y, sobre todo, un espantoso peluquín enrulado aplicado sobre su calva– a productor de los más berretas novelones televisivos. En la tradición de la novela de pícaros, la película narra los episodios más diversos (tres casamientos, alguna locura juvenil, un par de infidelidades, subas y bajas de la fortuna, el posible crimen de su mejor amigo, la investigación posterior), variando tono y registro de acuerdo con lo narrado y mostrando al protagonista como un tipo despreciable, uno con el que empatizar y, finalmente, alguien digno de la más lacrimosa e impuesta forma de piedad. En un desfile de secundarios que le quita al hijo el papel preponderante que tenía en la novela, Dustin Hoffman disfruta de un pequeño y simpático show como ex policía y padre del protagonista, la alta y mandibular Minnie Driver reaparece después de prolongada ausencia, el galancete Scott Speedman está absolutamente insoportable como amigo escritor y drogón, la británica Rosamunde Pyke luce una voz de contralto que haría quedar a Lauren Bacall como émula de Valeria Lynch y el también británico Mark Addy (el gordito de The Full Monty) está absolutamente notable como policía durísimo. Que el productor haya sido Robert Lantos, el más poderoso de Canadá, explica la aparición de un verdadero seleccionado de realizadores de ese país en breves cameos actorales. Desde Atom Egoyan hasta Denys Arcand, pasando por el mismísimo David Cronenberg, quien seguramente habría sabido narrar el mundo de Barney como versión y no como verdad absoluta.
El juego de los espejos rotos Más allá de un comienzo con un tratamiento típico de Kiarostami, su nueva película ensaya una reformulación de temas, enfoques e inquietudes en la que tiene mucho que ver el formidable trabajo de Juliette Binoche y el cantante William Shimell. En respuesta a los signos de repetición que podían advertirse en El viento nos llevará (1999), a fines del siglo pasado Abbas Kiarostami abandonó el cine, al menos en su versión “normal”. Durante la década siguiente incursionó en toda una serie de investigaciones y desvíos, que incluyeron desde exposiciones fotográficas hasta instalaciones de video, además de documentales y films-ensayo. Ahora, el realizador de El sabor de la cereza vuelve al cine narrativo con una película que lo muestra apretando el botón de reinicio en (casi) todos los equipos. Presentada en Cannes 2010, Copia certificada es la primera que filma para una compañía cinematográfica de las grandes (la francesa MK2), la primera rodada guión en mano (aunque no lo haya respetado todo el tiempo; ver entrevista), la primera con una actriz profesional (Juliette Binoche, impulsora del proyecto) y también la primera que podría considerarse “de género”. Reinicio pero también reformulación de temas, enfoques e inquietudes que siempre estuvieron presentes en el cine de Kiarostami. En su muda elocuencia, en la atención que pone en la observación de lo real, en el aireado tempo narrativo que establece, el muy minimalista primer plano de Copia certificada revela, de entrada, que no estamos ante una película común. Con ruido de fondo (típico del realismo iraní, la importancia dada al sonido directo), se ve un escritorio sobre un estrado. Sobre el escritorio, un par de micrófonos y un libro que lleva, en italiano, el mismo título que la película. Todos los créditos desfilan sobre ese encuadre. Al cabo de ellos, un presentador (se trata de Angelo Barbagallo, uno de los productores del film) anuncia la pronta llegada del disertante. En otras palabras, ese plano no presenta otra cosa que un espacio de representación, en el que la propia película se incluye (el título del libro). Tras esa suerte de prefacio, Copia certificada se organiza como pas de deux, con el autor del libro, un crítico de arte inglés llamado James Miller (el cantante lírico William Shimell, sin experiencia previa en cine) y una mujer a la que antes había podido verse entre el público, que resulta ser una galerista francesa (Juliette Binoche) como solistas, acompañados de partenaires circunstanciales. De modo típico en Kiarostami, la primera parte de Copia certificada narra un viaje en auto, con los paisajes de la Toscana “doblando” los típicos caminitos iraníes, cipreses en lugar de olivos y abundancia de referencias al tema que constituye la especialidad del autor: la tesis, sin duda transgresora, de que en arte no deberían establecerse diferencias de valor entre el original y la copia. Una vez que la mujer y el escritor llegan, de modo que parecería casual, a un pueblito de Arezzo, al quiebre narrativo que lleva del movimiento a la quietud le corresponde no sólo una ruptura dramática (de la fuga al enfrentamiento), sino incluso representacional. A partir de una aparente confusión ya no se sabrá si el escritor y la galerista juegan a ser un matrimonio o si, por el contrario, se trata de un matrimonio que había jugado a no serlo. Como sugieren la figura del espejo (en un plano conviven dos reflejos simultáneos, en otros la cámara ocupa frente a los protagonistas el lugar de un espejo) y la posición de la cámara, a la que por momentos los actores hablan de frente –como quien juega a tirar abajo la “cuarta pared”– en Copia certificada es a través de la representación que se llega a la verdad. El juego de espejos lo completan ciertas parejas con las que los protagonistas se cruzan, como proyecciones de sí mismos, en distintas etapas de su relación: unos recién casados, en traje de boda (o sea, disfrazados), una pareja sesentona (él es el guionista Jean-Claude Carrière, en un cameo), un matrimonio de ancianos. Paradójicamente, cuanto más se multiplican los efectos de representación más a fondo la película se mete en la intimidad de los personajes, hasta alcanzar niveles tan descarnados y viscerales como desde Bergman no se veía. Como en Bergman, si algo caracteriza al hombre es su egoísmo. A la mujer, el entregarse a la emoción sin la más mínima concesión, mientras cuida su maquillaje. También como en Bergman, la pareja de actores da todo de sí, en una gimnasia que habrá sido extenuante (Binoche ganó una Palma en Cannes, Shimell es una revelación absoluta). Tratándose de un cineasta tan refractario a cualquier coqueteo cinéfilo, resulta impensado que Copia certificada promueva un posible diálogo no sólo con Escenas de la vida conyugal sino con Viaggio in Italia, de Rossellini, y hasta con el dueto Antes del amanecer/Antes del atardecer. Películas que funcionan, en relación con ésta, del mismo modo que las parejas con las que se cruzan los protagonistas: como espejos rotos, como proyecciones o reflejos. Una película que muestra el mundo, mientras se piensa a sí misma: Kiarostami puro. Y una nueva obra maestra, para un cineasta que parecería no poder producir otra cosa que eso.
Cómo perder la nafta a mitad de camino Aun visitando lugares comunes y conocidos de la comedia romántica, la primera parte del film funciona y ofrece más de un momento altamente disfrutable. El problema es que hay un punto en el que parece que en la sala hubieran cambiado de película. El viejo truco de los directores-guionistas que pasan de la transgresión al conservadurismo. La vieja regla hollywoodense de que si una historia empieza con un divorcio tiene que dirigirse a una reconciliación. El nuevo síntoma, propio de Hollywood también, de la película que arranca para un lado prometedor, se pierde después en toda clase de desvíos y termina deshaciendo todos los recorridos previos, con la loca, estúpida intención de complacer a tirios y troyanos. Pero también el savoir faire, el buen timing, la capacidad de desconcertar (aunque sea por un rato), alguna que otra escena perfecta y uno de esos elencos en los que hasta el último extra brilla a tope. Escrita por Dan Fogelman (guionista de Enredados y ambas Cars), dirigida por Glenn Ficarra y John Requa (guionistas de Bad Santa, directores y guionistas de Una pareja despareja) y con un elenco de primera, Loco y estúpido amor parece una exposición de varios de los vicios y virtudes del Hollywood actual. Una película excitante y decepcionante, provocativa e inconsecuente, personal e infiel a sí misma. Comedia de rematrimonio, film coral a medio camino, Loco y estúpido amor vincula a una pequeña constelación de personajes –algunos bien desarrollados, otros no tanto– al estilo del clásico La ronda. Por un lado, el matrimonio integrado por el agente de seguros Cal (Steve Carell) y la ejecutiva Emily (Julianne Moore), que dejan de serlo en la primera escena y a quienes deben sumárseles sus dos hijos. Sobre todo el varón de trece (excelente Jonah Bobo), que, perdidamente enamorado, persigue por toda la casa a la baby sitter, intentando convencerla de que a esa edad seis años no son diferencia. La baby sitter, a su vez, debe reprimir su alegría cuando se entera de que Cal va a divorciarse de Emily. Emily tiene un affaire con un contador de la oficina (Kevin Bacon, sin muchas chances de lucimiento) y Cal lo tendrá con una chica a la que conoce en una disco (Marisa Tomei) y que resultará ser... No, esa carta el guión la juega tapada. Ninguna vinculación con el resto parece tener una chica que está por recibirse de abogada (Emma Stone, entre la luminosidad y el mohín), salvo la que dicta esa forma del falso azar a la que llamamos guión cinematográfico. Sucede que Jacob, el tipo que en un momento intenta levantársela en un boliche (Ryan Gosling), terminará siendo algo así como el maestro de Cal, quien tras treinta años de casamiento y habiendo conocido una única mujer en su vida, necesita un refresh urgente en el terreno erótico. Lo mejor de Loco y estúpido amor pasa por la pareja súper despareja que componen Cal y Jacob. No sólo porque ambos actores están perfectos –para componer a su levantador en serie, Gosling parece haber estudiado las obras completas del clan Sinatra–, sino, sobre todo, por el doble carácter de Jacob, predador con las manos llenas de anillos, cuyas estudiadísimas técnicas no sólo le funcionan perfectamente a él, sino también a su nuevo alumno. Esa doble mirada, hecha de repulsión y fascinación, hace de él un ser resbaladizo y desconcertante. El problema no son sólo las “casualidades” que el guión tiene convenientemente guardadas, sino el modo en que en su segunda mitad la película va borrando prolijamente con el codo lo que hasta entonces escribió con la mano. La ruptura da paso al arrepentimiento, la incertidumbre existencial a la vuelta a casa, el aventurerismo erótico al sedentarismo amoroso. La sensación de “me cambiaron la película” no quita que este segundo opus del tándem Ficarra/Requa –por muy lejos que esté de Bad Santa y Una pareja despareja– ofrezca una primera hora de sostenido interés y con variedad de hallazgos, visuales (dos pares de pies que no se rozan metaforizan la pérdida del amor), cómicos (el “festejo” que se arma en la oficina de Cal, cuando anuncia su divorcio) y dramáticos (el largo ping pong inicial entre Cal y Jacob). Medio vaso vacío, medio vaso lleno: opción que el cine actual suele presentar al espectador con demasiada frecuencia.
EE.UU. como nación en armas ¿Tienen los muertos vida útil? Para salvar el riesgo de la repetición y el desgaste, George A. Romero –Gran Padre de los muertos cinematográficos, desde que en 1968 les devolvió la vida, en La noche de los muertos vivos– buscó darle a cada una de sus reencarnaciones un ángulo particular, un perfil propio que las conecte con el espíritu de época. En La noche... era la dinámica encierro/ataque, en tiempos de Vietcong. En El amanecer de los muertos (1978), la asociación entre canibalismo zombie y sociedad de consumo, con el shopping como escenario base. En Día de los muertos (1985), la militarización de la era Reagan; en Tierra de los muertos (2005), la división entre ricos y marginados, en formato de cine de aventuras; en Diario de los muertos (2007), el reino de la sociedad-video, lo real como reality show. Sexta excavación del cineasta de Pittsburg en las necrópolis de su invención, La reencarnación de los muertos tiene como motivo central las guerras ancestrales, en un marco que evoca tanto al western como a la concepción de los Estados Unidos como nación en armas. Hartos tal vez de un repetido menú de gente viva, daría la impresión de que los zombis comienzan a devorar sus propias entrañas. Metafóricamente, al menos. Uno de los personajes centrales de La reencarnación... aparecía en una escena de Diario de los muertos, a la que su creador parece darle ahora un carácter de matriz. De esa matriz, La reencarnación... representaría una primera cría, con dos más en camino (ver página 30). Líder de una patrulla perdida, al sargento Crockett podía vérselo, en la anterior, asaltando la combie en la que viajaban los protagonistas, con la intención de reaprovisionar a sus hombres, armas en mano. Esa misma escena se reitera ahora, a modo de bisagra, en medio del viaje que Crockett y sus subordinados –que incluyen a una soldado lesbiana, apodada “Machona”–hacen hacia una isla, presuntamente libre de zombis. En el camino se les suma un adolescente huérfano, designado también por su función dentro del grupo (Boy) y el patriarca de un antiguo clan, expulsado de la isla por su equivalente del clan rival, que es como su imagen en espejo. Los dos de ascendencia irlandesa (sus acentos de caricatura hacen sonar a La reencarnación... como escrita por Roddy Doyle), ambos clanes familiares libran una guerra que se remonta hasta la mismísima noche de los tiempos y tiene ahora por excusa las distintas estrategias en el combate a los zombis. Reconoce Romero como fuente de inspiración un western dirigido por William Wyler (The Big Country, 1958, conocido por aquí como Horizontes de grandeza), y al western remite enteramente La reencarnación..., en términos dramáticos e iconográficos. El enfrentamiento entre familias de ganaderos, el odio ancestral, los grandes espacios abiertos, las pasturas, el ganado, ciertas invariantes del género: la hija rebelde, el jovencito inexperto y fanfarrón, el capataz disconforme. Todo eso aggiornado, claro está (la chica lesbiana, Boy como chico tecno) y confrontado con las hordas de seres pálidos y bamboleantes, que siguen teniendo la mala costumbre de comerse al prójimo. Las primeras escenas son sin duda lo mejor de La reencarnación..., mostrando una vez más la capacidad del realizador para hacer del muerto vivo una tragedia y a la vez una comedia, ambas en versión extrema. Con dolor, un suboficial reflexiona sobre lo que significa dar muerte a uno de los suyos. Suponiéndola contagiada, un hombre ejecuta a una mujer, en presencia de su esposo e hijo. Como en un dibujo de Tex Avery, después de que a un zombi le vuelan la cabeza, la tapa de los sesos queda haciendo equilibrio sobre su cuello, como si fuera un sombrerito. Tragedia clásica, comedia gore, gore desaforado. En ocasiones, engolosinado. Como esas escenas del final, en las que los zombis disponen de las vísceras de un pobre tipo, interminablemente, en plano detalle. O esa otra en la que a un muerto vivo le saltan los ojos, notorias pelotitas de telgopor: otra vez Tex Avery, pero mal. Lo que La reencarnación de los muertos no termina de armar es un relato orgánico, en el que los personajes sean algo más que entelequias (es llamativo que varios de ellos no tengan nombres sino funciones) y las líneas estén a la altura de las entrelíneas. Da la sensación, y la escena final es como la frutilla en ese postre, de que, a diferencia de las anteriores, que se sostenían por sí mismas, esta última palada romeriaza termina resultando más interesante como metáfora que como película.
Comedia que atrasa treinta años ¿Existen todavía familias en las que el padre, si se entera de la homosexualidad del hijo, puede llegar a morirse de un infarto? Si existen, son poco interesantes o siquiera graciosas, incluso como caricaturas, porque tanto la sociedad como el cine las dejaron atrás hace rato, abordando nuevas aristas de la diversidad. Así lo demuestran no sólo la ley de matrimonio igualitario y la actual lucha en defensa de la identidad trans, sino películas como Mi familia, La bocca dil lupo o Morir como un hombre, en las que se investiga tanto la familia con padres del mismo sexo como el otro lado de la transexualidad. Ante este presente del mundo, Tengo algo que decirles parece una película de los ’80, enteramente sostenida sobre la incógnita de si el hijo treintañero se atreverá, o no, a confesar su homosexualidad ante la familia hipertradicionalista. Que Mine vaganti (tal el título original, en referencia a las minas que en la posguerra explotaban donde uno menos lo esperaba) trabaja sobre la pura macchietta lo demuestra el negocio de los Cantone, familia del sur de Italia: una fábrica de pastas. Los Cantone se acantonan en puros roles tradicionales: un padre padrone y adúltero, una mamma que barre todo debajo de la alfombra, una tía medio putona, una hija burguesa, los dos hijos varones, llamados a heredar el negocio familiar y, faltaba más, la típica abuela-más–moderna-que-sus-hijos, que en la juventud osó desafiar la moral del clan y perdió. El realizador turco-italiano Ferzan Ozpetek evoca la love story prohibida de la abuela como forma de demostrar que la moral de esa familia fue siempre hipócrita. Como para recordar que Tengo algo que decirles es una comedia, en algún momento caen del cielo los amigotes del hijo, cuatro “locas” romanas que deberán disimular su obvia condición para no escandalizar a los Cantone: La jaula de las locas, treinta y pico de años más tarde. Como Ozpetek advierte que lo de la salida del closet a esta altura no sorprende ni al hottonismo más acérrimo, recurre a una segunda revelación, que toma por sorpresa al que estaba a punto de sorprender a la familia. Pero esa sorpresa no cambia nada. Pospone, nada más, dejando al que estaba por salir del armario trabado a medio camino, con una chica que andaba por ahí a modo de cuña. Relación que tampoco lleva a ninguna parte, como puede imaginarse.
Un enfermizo relato de iniciación Que en un relato de iniciación el protagonista mencione El guardián en el centeno no es lo más original ni menos obvio del mundo. Que la típica american family muestre sus pies de barro, tampoco. Que una película se llame Aprender a vivir, ni qué hablar. De esto último no tiene la culpa Derick Martini, realizador de treinta y pico que aquí debutaba (la película tiene tres años) y que le puso de título a la película Lymelife. El título es en referencia a la enfermedad de Lyme, que puede tener consecuencias neurológicas y se describió por primera vez a mediados de los ’70. A fines de esa década transcurre, se supone, la película. La suposición tiene que ver con que al hermano mayor del protagonista lo mandan a combatir a unas lejanas islas llamadas Falklands, donde hay una guerra contra unos “hispanos”. ¿Fines de los ’70 o comienzos de los ’80, entonces? Producida por Martin Scorsese y su socia Barbara de Fina, ganadora de un excesivo Premio de la Crítica en Toronto 2008, Lymelife transcurre en una zona de Long Island rodeada de bosques. Este último dato tiene su pertinencia, ya que la enfermedad de Lyme es transmitida por una garrapata, que la contagia de la sangre de los ciervos. Y la zona está llena de ellos. Por lo cual la mamá del protagonista, Scott (Rory Culkin), acostumbra taparle la piel con cinta de embalar, para evitar picaduras. El que no se salvó de la picadura es un vecino, Charlie (Timothy Hutton), que por culpa de la enfermedad suele pasarse los días en el sótano, sin trabajar y sin mantener relaciones con su esposa Melissa (Cynthia Nixon, la pelirroja de Sex and the City, aquí rubia). Melissa se descarga con su jefe, Mickey (el gran Alec Baldwin, coproductor también), que no es otro que el papá de Scott. Su esposa Brenda (la canadiense Jill Hennessy) lo tolera, no así Scott ni su hermano mayor Jimmy (Kieran Culkin), el soldado que antes de irse a las Falklands vino a visitar a la familia. Mientras tanto, el muy tímido Scott no se anima a acercarse a la chica que le gusta (Emma Roberts), en la menos convincente de todas las subtramas. Que la película transcurra en los ’70 será porque algo se quiso decir sobre la época. Así como está, da la sensación de que nada hubiera cambiado mucho si sucedía en los ’80, ’90 o la década pasada. Lo mejor de Lymelife es el vívido tratamiento de las escenas y la excelente dirección de actores, sumando al infalible Baldwin, un Hutton siempre rendidor a la hora de componer personajes border, además del hallazgo de Jill Hennessy (desconocida por aquí, hasta el momento) y unos hermanos Culkin, cuyo pálido, mórbido aspecto les da un raro magnetismo.
La entrega final con tres finales La última entrega de la saga culmina con un repaso general de lo visto, desfile y saludo del elenco completo y el zoológico fantástico con todas sus especies, pero casi nada del orden de la emoción o de la aventura humana. Notas, entrevistas, declaraciones, expectativa, avances, concursos, presupuestos millonarios, 3D, colas frente a los cines, funciones especiales, fans disfrazados, anuncios de posibles records de boletería, presentaciones en programas de televisión, “filtraciones” sobre desbarranques de sus conflictuadas estrellas adolescentes, premières en las principales capitales del mundo, la última parte dividida en dos, como forma de subrayar el carácter de “acontecimiento especial”. OK, ya sabemos que es así. Pero llega un punto en que se apagan las luces, el batifondo mediático-propagandístico se desvanece y quedan sólo el espectador y la película, como en un duelo del Oeste. Allí resulta que Harry Potter no termina con un estallido ni un quejido, sino con un repaso general de lo visto, desfile y saludo del elenco completo, el zoológico fantástico con todas sus especies, la suma de todos los efectos especiales utilizados a lo largo de la serie, la develación del origen de todos los misterios y... ¿algo del orden de la emoción, de la aventura humana, de la generación de empatía entre el que está sentado en la butaca y los que batallan allá arriba, en la gigantesca pantalla? Sí, unos minutitos sobre el final, breves, huidizos fragmentos de verdad robados a la parafernalia general. En líneas generales, Harry Potter termina como fue: grandota, hierática, maquinal, un concurso de varitazos con escasa magia. De algún modo parecen haber percibido la señora Rowling y la gente de la Warner esta oposición entre gigantismo y vacío, haciendo que en esta segunda parte de la séptima parte (diría Groucho) todo –el mundo, el poder, los destinos de la gente, la vida y la muerte– dependa de la posesión de una varilla que hasta un niño puede partir con las manos, como maderita para un asado. La varilla es una varita, la varita es de saúco y ella es una de las reliquias cuya posesión persiguen, en HP7(2), Harry, Ron y Hermione, por un lado, y Lord Voldemort, por otro. Como se trata de sumar en lugar de concentrar, no es uno sino tres los objetos mágicos en juego, esas reliquias de la muerte que los héroes y el villano vienen maliciando desde la primera parte de esta séptima parte. Y son dos, parecería, los objetos que dan poder: uno la varita, otro una espada mágica. Además, mientras se buscan las reliquias de la muerte se persigue también al último de los horocruxes, seres que dan inmortalidad a Voldemort. Como contagiada del síndrome Transformers, HP7(2) –escrita una vez más por Steve Kloves, dirigida una vez más por David Yates– suma, multiplica y hace proliferar, sumiendo el relato en el ruido y la indiscriminación. Hay goblins, horocruxes, trolls, dragones albinos, fantasmas, conjuros, intrigas en Hogwarts y secretos y conspiraciones en el pasado de Harry, copas mágicas, el habitual desfile de venerables de la escena británica (John Hurt, Maggie Smith, Jim Broadbent, Gemma Jones, Julie Walters, Gary Oldman, Emma Thompson et al), los dos únicos venerables que logran que su presencia tenga algún peso mayor que el hola y adiós (Michael Gambon y, sobre todo, el genial Alan Rickman, que a lo largo de la serie logró crearse una serie aparte), esa fláccida representación del mal absoluto que es el desnariguetado Voldemort de Ralph Fiennes, muchos magos usando sus varitas como estrellitas de Navidad, muchos efectos especiales que no producen ningún efecto en especial, una invasión de arañas gigantes que dura un solo plano, de segundos apenas, una batalla culminante que por mucho que dure no es culminante, porque momentos culminantes parecen todos y no es ninguno, y un duelo final a puro conjuro entre Harry y Tom (nombre de pila de Voldemort), que parece una versión en latín de Titanes en el ring. Hay, finalmente, un falso final, un segundo falso final que debió haber sido el final-final (si los productores se animaran a terminar con un plano en el que los héroes quedan reducidos a una simple y conmovedora condición de chicos desolados), y un final-final que es un epílogo, destinado a subrayar, diecinueve años más tarde, la continuidad, preservación y reproducción de una tradición. ¿La tradición de la realeza británica? No, pero sí una casi tan conservadora como ésa: la de los privilegiados que van a Hogwarts y usan sus poderes, mientras que a los muggles de este lado no nos queda más remedio que pagar por sus remotas peripecias. Peripecias que –la señora Rowling y la Warner han dejado sembrado el terreno para que ello sucedan– continuarán con una nueva serie de novelas y películas. Serie que tal vez se llame Hogwarts, The New Generation, Hijos de Potter o Magical Mystery Trout.
Esa otra caverna de Platón La historia de un empleado de una cinemateca que se enfrenta al mal momento de la institución es el anti Cinema Paradiso que el cine estuvo esperando, porque no llora la muerte de una época, sino que salta sobre ella con un pasito de tap dance. ¿Habrá terminado acaso el tiempo en que la difusión cinematográfica se encaraba como un acto de entrega al otro, al cine? ¿Habrá cumplido esa forma de transmisión su vida útil? Si es así, ¿qué hacer? Son preguntas que el uruguayo Federico Veiroj se hace en La vida útil. Por suerte, nunca lo hace de modo explícito, o teórico o programático, sino en forma de comedia melanco que muta a fábula yorugua. Surgida de Cine en Construcción –programa de apoyo a la finalización de films latinoamericanos, que llevan adelante los festivales de San Sebastián y Toulouse–, presentada, desde fines del año pasado, en gran cantidad de eventos internacionales (desde Toronto al Bafici, donde ganó premios, pasando por el propio San Sebastián) y estrenada a comienzos de este año en Estados Unidos, la segunda película de Veiroj –la primera, Acné, también se exhibe hoy en la misma sala– se estrena en la Argentina donde debía: en la Lugones, equivalente exitoso de la acorralada cinemateca en la que La vida útil tiene lugar. Nacido en Montevideo hace 35 años, Veiroj trabajó un tiempo en Cinemateca Uruguaya, bastión del voluntarismo bien entendido al que en la primera parte de La vida útil rinde homenaje. Esto es: en la primera media hora. Apenas 67 minutos –modelo de economía narrativa– le bastan a Veiroj para abrir, desarrollar, hacer crecer y rematar la historia. Son 67 minutos, blanco y negro, cuadro en formato 1 x 1:33: ser hablada es lo único que diferencia a La vida útil de una película muda. De hecho, la ingenuidad y nobleza del protagonista evocan desde Keaton hasta los melodramas de Griffith o Murnau. Serio, grandote, con raya al costado y las mangas del saco medio cortas, a Jorge lo encarna el crítico de cine Jorge Jellinek, en la primera de las muchas correspondencias entre la ficción y la realidad. La segunda es que la Cinemateca de La vida útil se corresponde, sin un solo retoque de decoración, con la sede central de Cinemateca Uruguaya. La tercera, que a Martínez, director y hombre orquesta de esta cinemateca (organiza ciclos, proyecta, hace las cuentas, lee los subtítulos de las películas mudas), lo encarna Manuel Martínez Carril, que en la vida real desempeña exactamente las mismas funciones. Hombre orquesta es también Jorge, que se reparte con Martínez las películas de un ciclo de cine islandés (“Rasmussen para vos, Kormakur para mí”), revisa números que no cierran, asiste a las reuniones de comisión directiva, presenta las proyecciones, graba mensajes (¡en un grabador tipo Geloso!), almuerza mientras proyecta y hasta repara butacas medio desvencijadas. Un cartel inicial aclara que la cinemateca de La vida útil no es Cinemateca Uruguaya, seguramente para no dar la idea de que ésta está al borde de la quiebra, pero la verdad es que ambas se parecen muchísimo. No sólo por cuestiones de formato o economía narrativa la película de Veiroj evoca al cine mudo, sino también por su rigor expositivo, su atención al detalle, su pureza visual. En la primera escena, Jorge y Martínez se miran, serios y callados, después de que una secretaria les alcanza un papelito. Ya se verá qué dice ese papelito, y qué consecuencias trae. Mientras hace pis en el baño, Jorge levanta la cabeza y mira la claraboya, detrás de la cual se adivina, por sombras que se mueven, la calle. Todo evoca la ventana del proyector, la pantalla, las sombras del cine. O la caverna de Platón, a la que el cine se parece tanto. Llena de una caballerosidad como de otra época, gente parca y solitaria, fraseos una octava más abajo, sensación de caída inminente y humor compensatorio, la primera parte de La vida útil es tan uruguaya como podrían serlo Whisky, Zitarrosa, el Enzo o Víctor Hugo. “Cuánta distancia, ahora”, canta Leo Masliah en la banda de sonido. Ante el exceso de tristeza, la segunda parte propone como conjuro el escape del cuento de hadas, con el cine señalando el camino. Habrá que comportarse como un héroe, como un cowboy, como un bailarín de musical, encarnando lo que hasta entonces era oficio, estudio, vicio solitario. Haciéndose fuerte en la modestia de su 1 x 1:33, La vida útil es, en suma, el anti Cinema Paradiso que durante el último cuarto de siglo el cine estuvo esperando: una película que en lugar de llorar la muerte de una época salte sobre ella, con un pasito de tap dance.
La nada y la calentura adolescente El film fue exhibido en el Bafici 2006, entre otros festivales, pero se estrena recién ahora. Sus protagonistas son tres adolescentes que consumen el tiempo durante un verano en Zapala. Exhibida en los festivales de Rotterdam, Londres, Toronto y el Bafici (fue parte de la Selección Argentina en la edición 2006), ganadora de varios premios y estrenada recién ahora, cinco años más tarde, Glue tuvo una trayectoria tan sinuosa e inaprensible como la de su realizador, Alexis dos Santos. Nacido en Buenos Aires en 1974, Dos Santos se trasladó de chico con su familia a la Patagonia; de regreso a la Capital estudió arquitectura y actuación. Más tarde dirigió cortos, en Barcelona y en Londres, donde está radicado actualmente y donde un par de años atrás filmó su segundo largo, Unmade Beds. Glue –que en el Bafici se exhibió con el subtítulo Historia adolescente en medio de la nada– contó con la catalana Isabel Coixet (directora de Mi vida sin mí y La vida secreta de las palabras) como coproductora y el grupo folk–punk Violent Femmes como “inspirador”. Además, esta coproducción argentina y británica representó el debut de Inés Efron, antes de su consagración en películas como XXY y Amorosa soledad. Claro, nada de eso importaría mucho si Dos Santos no fuera un cineasta de verdadero talento, y Glue una película magnífica. No hay por qué darle a la “nada” del subtítulo original un sentido metafórico: la película transcurre en Zapala, y Zapala está al borde mismo del desierto patagónico. “Este verano tengo que coger sí o sí”, se dice a sí mismo Lucas (Nahuel Pérez Biscayart, el actor más icónico de su generación) mientras se pone los auriculares, en medio de esa nada. Escuchar música, escribir letras sobre rusos y rusas desnudos, andar en bici y masturbarse son las actividades que consumen el tiempo de Lucas en ese verano seco y horriblemente caluroso. “Nacho tiene muchos pelos en la axila, los míos son rubios y finitos”, piensa Lucas, que luce cabello en forma de cresta. Nacho (Nahuel Viale, protagonista de Ocio) es morocho, callado y suele trenzarse con Lucas en unas peleas cuerpo a cuerpo que más que peleas parecen polvos. De hecho, en la escena central de la película practicarán la famosa “cambiadita”, previa a un triángulo en el que interviene Andrea (Efron, con la sonrisa más grande que nunca). Si Lucas tiene que coger sí o sí, Andrea sueña con besos de lengua y labios muy carnosos. En medio de la nada, las fiestas y el sexo no parecen abundar. “Esta película fue improvisada por...”, dicen los títulos finales, antes de presentar los nombres del elenco. En Glue se zapa en Zapala, tanto en términos actorales como musicales. Lucas, Nacho y Andrea se encuentran, no saben qué decirse, se ríen nerviosamente. En una de las escenas más brutales de un cine argentino que no suele atreverse a ellas, la mamá de Lucas, Mecha (Verónica Llinás), se baja del auto como una tromba y se agarra de las mechas con una vecina, que le habría metido los cuernos con el marido. “¿Ya lo perdonaste?”, se queja Lucas, cuando se entera de que el papá (Héctor Díaz) va a venir de visita. “Tu papá es un inútil, no sirve para nada”, le dice Mecha a Flor, hermana de Lucas (Florencia Braier, vista luego en Upa! y Las hermanas L), cuando intenta armar una carpa que se les cae, durante un campamento de reconciliación familiar. Lo bueno es que se reconcilian, a la vez que se putean. Con el cine de Cassavetes y el de parte de la nouvelle vague como modelos bastante evidentes, Dos Santos no narra en continuidad sino de a saltos. En ocasiones entra a las escenas de golpe, agarrándolas empezadas. Como aquélla de Mecha y la vecina, y otra en la que unos chicos atacan a Lucas con bombitas, en medio del Carnaval más seco y desolado que se recuerde. Como más tarde en la igualmente magnífica Unmade Beds, la discontinuidad, la falta de raíces, el no saber dónde se está parado, son forma y tema. Lucas y Andrea se hacen preguntas en off, pasan de tomar la leche a tomarse todo en una fiesta, les quedan las manos pegoteadas de poxi-ran (gran escena, ésa en la que el padre le despega el pegamento de las manos a Lucas, sin un solo reproche), se sacan el aparato bucal y se dan tremendos besos de lengua, dan vueltas en redondo en la bici. Dos Santos acompaña esa inestabilidad con un gran trabajo de cámara en mano, que nunca cae en el exhibicionismo, haciendo del enfoque y desenfoque una suerte de centellograma adolescente (sólo los fragmentos en Súper 8, con mucho grano, no parecen justificados). Todas las escenas largas, narradas en planos secuencia, son memorables: la catfight de rubias, la improvisación porno que Lucas y Nacho hacen de un monito de peluche con una zanahoria, la reunión familiar sobre una cama matrimonial (muy La ciénaga, en verdad) y, sobre todo, ese triángulo final en un baño, en el que los actores parecen estar tan borrachos y calientes como sus personajes.
McQueen, de Radiador Springs al mundo Si la razón de esta secuela está en las millonarias ventas de autitos de Cars, tal vez por eso sea un acto fallido de los creadores de Toy Story. Aunque, obviamente, en términos técnicos y visuales todo es de primera, el ritmo es sostenido y se disfrutan varios gags. De Radiador Springs al mundo: llevados por la doble lógica del film de alta competición y el de espionaje –géneros en los que se asienta–, en Cars 2 Rayo McQueen, el remolque Mate y los demás viajan a Tokio, la Riviera italiana, París y Londres, un poco para correr en las pistas y otro poco como peones de una conspiración internacional. Pero también –típico “efecto secuela”– para agrandar la primera Cars, expandirla, hacer del mundo su casa. El problema es que salir del pueblito parecería equivaler, para los autos de Cars, a perder color. No el de la chapa, que sigue reluciendo, sino el que les daba personalidades definidas y ahora se banaliza en forma de caricaturas, clichés étnicos, postales de identificación masiva. No por nada el motivo que anima los créditos finales (preciosos, como siempre en Pixar) consiste justamente en una serie de postales de las principales capitales internacionales. Como si Cars 2 le devolviera al mundo un catálogo de clichés, confirmando que Pixar no es perfecta. Definitivamente integrado a la comunidad pueblerina de Radiador Springs, Rayo McQueen (que en copias subtituladas sigue teniendo la voz y la naïveté de Owen Wilson) recibe, como corresponde a todo film deportivo, un desafío. El que le moja la oreja o alerón es Francesco Bernoulli (voz de John Turturro), campeón italiano de Fórmula 1, que no sólo lleva sobre la carrocería los colores de la bandera, sino que encarna a pleno la teatralidad y exhibicionismo que suelen asociarse con “lo italiano”. Eso, además de un acento que parece salido de un programa de sketches de la televisión argentina de los ’60. La carrera se correrá en la patria de Francesco (a orillas, desde ya, de un espectacular paisaje marítimo for export) y junto al rojo McQueen viajan ese viejito redneck en forma de remolque que se llama Mater (aquí, Mate) y también Fillmore –la combi hi-ppona–, el jeep militar, el fitito y el topolino. Estos últimos se reunirán, claro, con sus respectivas familias (incluida Sofia Loren como mamma, faltaba más), que los recibirán con gritos, abrazos, tarantela y vino. Mamma mia... La carrera es auspiciada por un magnate británico que quiere probar un nuevo combustible presuntamente ecológico. Entre bambalinas tiene lugar una intriga de recontraespionaje, en la que dos émulos de Bond (voces de Michael Caine y Emily Mortimer) intentan prevenir un atentado que prepara una red de autos-chatarra, avisados de que el nuevo combustible va a dejarlos de lado para siempre. Que estos pobres rezagos de la tecnología automotriz sean los villanos de la película suena a serio error de cálculo por parte de los habitualmente avezados La-sseter y compañía. ¿O se tratará tal vez del acto fallido de quienes se sienten dueños de la tecnología, tanto la digital de punta como el 3D (de más, otra vez), y del dinero, que les permite invertir unos 100 millones de dólares en una superproducción de animación de casi dos horas de duración? Si los villanos son erróneos, los héroes son desvaídos. Los que no son mero cliché –el pajuerano Mate, el tano fanfarrón Francesco– son meras funciones del relato, desde Rayo McQueen hasta Finn McMissile, el 007 de Michael Caine. Ninguna de ambas subtramas –la preparación de la gran carrera, la conspiración– trasciende la condición de soportes narrativos, sin interés en sí mismos. Si se suma que en Tokio los esperan Toyotas-geisha, peleadores de sumo y actores de kabuki, en París el Arco de Triunfo, pintores callejeros y Citroëns besándose en el Barrio Latino –además de una corredora brasileña llamada ¡Carla Veloso!–, se convendrá que esta vez Pixar ha dejado de lado su tradicional rechazo por el fast food cinematográfico para abrazar la idea de la serie cinematográfica como sucedáneo del merchandising (en las multimillonarias cifras de venta de los autitos de Cars debe buscarse la razón de esta secuela). Desde ya que en términos técnicos y visuales todo es de primera, el ritmo es sostenido y buena cantidad de gags y detalles colaterales, disfrutables. Sin embargo, es muy posible que el principal motivo para ir a ver Cars 2 sea Bienvenido a Hawai, el cortito (también en 3D) que como siempre Pixar estrena, a modo de bonus, antes de la película. Dirigido por Gary Rydstrom (que ya había estado al frente de Lifted, otro corto notable), en Bienvenido... los chiches de Toy Story conspiran para hacerles creer a los nunca muy brillantes Ken & Barbie que están en Hawai, aunque no se hayan movido del cuarto de Andy. Una suerte de Bienvenido Mr. Mar-shall en ojotas, cada uno de cuyos 360 segundos se disfrutan, en la mejor tradición Pixar, como si fueran el último.