Simuladores para casos románticos A la hora de reproducir modelos, cierto cine francés se esfuerza tanto en hacer “una de género”, a la americana, que lo que más se nota es el esfuerzo, la contracción a una tarea, la aplicación de unas herramientas. Cuando se trata de una comedia, el choque entre el espíritu de género y la puesta en funcionamiento de su mecánica se hace más pronunciado, más tenso, más contracturado. Es el caso de Rompecorazones, todo un éxito en su país el año pasado. La premisa no está mal (aunque Damián Szifron podría hacer juicio por plagio, por razones que se explican más abajo), la película avanza a buen ritmo, hay diálogos y situaciones graciosas. Pero se le nota el andamiaje, todo el tiempo. La velocidad sin pausa para no aburrir, el chiste o el gag demasiado pensados, la trama demasiado armada. En suma, un trabajo de mecánica, cuando lo que pide el género es relax, distensión, aire entre las escenas y dentro de ellas. La única diferencia entre Alex, su hermana Mélanie y su cuñado Marc con Los simuladores reside en la especialización. No se trata para ellos de ayudar a toda clase de gente desventajada, como Máximo Cossetti y los suyos, sino sólo a damas que están por cometer el error de su vida, casándose con cualquier chanta, vago o mal entretenido. Siempre contratados por algún pariente o amigo de la chica, Alex (Romain Duris, una de las estrellas más hot del cine francés) es el que va al frente, haciéndose pasar por médico sin fronteras, pintor de altura, cocinero japonés o lo que fuere (un montaje muy divertido lo muestra, al comienzo, en acción en cuatro de sus “salvatajes”), con Mélanie como apoyo y Marc (François Damiens, cruce de torpe y bestia) en la técnica. Como para “entrarles” a las chicas primero necesita seducirlas, el simulador original al que más se parece Alex es al personaje de Diego Peretti. Hasta que le toca proteger a una Juliette que le mueve el piso (aquí es el guionista de El guardaespaldas el que debería hacer juicio) y la cosa se complica. Más todavía teniendo en cuenta que el prometido (Anthony Lincoln, protagonista de la serie The Walking Dead) no da la impresión de ser el peor candidato posible, sino más bien todo lo contrario. Hay un momento precioso en Rompecorazones. En la radio del convertible, mientras corren por una autopista de la Costa Azul, Alex pone “Wake Me Up Before You Go-Go”, de Wham, porque sabe que la chica es fan de ese grupo (sí, investigan los gustos de sus “blancos”, igual que Los simuladores). Como el tipo le cae cruzado, Juliette se muerde para no mostrar que se derrite. Pero el pop es más fuerte y ella no puede evitar tararear el tema, desviando el rostro para que el otro no la vea. La cámara, que está a su lado, sí la ve. En ese instante brevísimo, Vanessa Paradis se convierte en un ser refulgente (algo que no puede decirse que suceda en el resto de la película), haciendo unos encantadores mohínes de fan, reprimidos a medias. Allí, durante unos segundos, Rompecorazones entra como en estado de gracia. Pero enseguida la mecánica narrativa recupera el terreno perdido, y cuando eso sucede no hay gracia que valga.
Una ficción de observación Ganadora de tres premios en el Bafici 2010, la ópera prima de Castagnino da cuenta de los días en que una chica va a visitar a su amiga. Pero la directora no filma todo lo que les pasa a ambas, sino sólo aquello que la cámara está en condiciones de saber. Desde hace unos años se habla de “documentales de observación”, en referencia a aquellos en los que la intervención sobre lo real se reduce a una cámara fija y escrutadora. Es curioso que todavía no se haya adoptado la expresión “ficciones de observación”, para aquellas que aplican una ética y estética semejantes, con Lisandro Alonso como uno de sus representantes más notorios. Si en lugar de estar protagonizadas por hombres duros, herméticos y solitarios lo fueran por chicas algo más sociables, transparentes y dicharacheras, las películas de Alonso tal vez serían como Lo que más quiero. A pesar de haber ganado tres premios en el Bafici 2010 –mejor película argentina de la Competencia Internacional, mejor actriz (compartido por sus dos protagonistas) y premio Fipresci de la crítica internacional–, la ópera prima de Delfina Castagnino debió aguardar poco más de un año (como acaba de suceder también con Los labios) para llegar a salas de estreno. O a sala de estreno, en singular, ya que a partir de hoy podrá vérsela exclusivamente en el auditorio del Malba, los viernes a las 20 y sábados a las 19. Lo que más quiero es una de esas películas resueltas en tan pocos planos, que pueden contarse. Serán unos veintipico, más o menos (que puedan contarse no quiere decir que haya que hacerlo), la mayoría de ellos con cámara fija y de una duración que puede llegar hasta casi los quince minutos. Lo que filma Castagnino no es, sin embargo, el intervalo o la espera, como suele ser el caso de muchas películas basadas en sistemas semejantes, sino el acontecer, durante los días que una chica va a visitar a su amiga. María (María Villar) vino hasta Bariloche, un poco para hacerle compañía a Pilar (Pilar Gamboa), pero también para hacer una pausa, teniendo en cuenta que la relación con su novio no anda bien. Castagnino filma lo que pasa entre ambas y, eventualmente, con alguien más (un par de amigos de Pilar, uno de ellos sobre todo), pero también lo que les pasa por dentro. Antes de saber que el motivo de la visita de María es el reciente fallecimiento del padre de Pilar, puede advertirse cómo ésta de pronto se queda mirando el vacío, como sucede con quien acaba de perder a un ser querido. En medio de una conversación telefónica con su novio, María se pone a llorar, antes de recurrir al clásico “No estoy llorando”. Cuando la relación entre las dos ya está algo deteriorada, es posible percibir el hastío que Pilar intenta disimular, de espaldas a su amiga pero de frente a cámara. Pero Castagnino no filma todo lo que les pasa a ambas, sino sólo aquello que la cámara está en condiciones de saber. Advertimos que Pilar no tiene muchas ganas de darle bolilla al guitarrista con el que sale “cada tanto”. Pero ignoramos por qué no quiere. Los comentarios que le hace a su amiga traslucen que a María Diego (Esteban Lamothe) le pegó de entrada. Aunque después, cuando se ponga a charlar con él, ciertas pausas y algún desconcierto permitan entrever que el muchacho no es del todo lo que esperaba. Esa charla, en la que la cámara acompaña a María y Diego, es el momento más alto de Lo que más quiero. Por la notable química entre ambos, por su infrecuente timing y soltura y porque la escena pide esa cámara fija, frontal, invisible. Tal vez no siempre la puesta dé tan en el clavo. Hay una escena en la que Obvia, la yegua de Pilar, se muestra ingobernable. Pero el encuadre se cierra tanto sobre el rostro de María que no podemos ver la inquietud del animal. Sólo enterarnos por el diálogo de lo que le pasa. Un plano de Lo que más quiero generó acaloradas reacciones cuando la película se exhibió en el Bafici. En el aserradero de su padre, Pilar llama de a uno a los trabajadores, para anunciarles que va a tener que cerrarlo. Cerrando el encuadre sobre el rostro de la chica, la cámara logra radiografiar, con admirable transparencia, su estado de ánimo. Pero los obreros son apenas tres nucas y tres cuellos. Lo cual generó acusaciones de clasismo, reaccionarismo y mil piropos más. Ahora bien, ¿por qué debería verse el rostro de los trabajadores, si la escena trata sobre lo que le pasa a ella? Lo que sí es clasista, reaccionario & etc. es que los operarios reciban la noticia no sólo sin protestas, sino manifestando su conmovida gratitud a ese santo varón de la madera que acaba de fallecer. ¡Uno de ellos hasta se ofrece a colaborar con el cierre! Pero el clasismo (que también tiñe el retrato de Diego como zonzo de provincia) es en tal caso de contenido, no de forma. Y se supone que el crítico debe juzgar lo segundo. Con tres personajes que jamás dejan de ocupar el centro de atención, Lo que más quiero no podría funcionar si no tuviera los actores que tiene. Conocidos por películas previas “de la FUC”, como El hombre robado, Todos mienten y Castro, la soltura apolínea de María Villar, Pilar Gamboa y Esteban Lamothe hace pensar que, a la hora de los modelos, Delfina Castagnino aprendió tanto de Eric Rohmer como, de ser cierta la suposición, de Lisandro Alonso.
Cómo resucitar una saga languideciente El director responsable de Kick-Ass encontró la manera de seguir contando la historia de los mutantes con un regreso al mismísimo origen, el campo de concentración nazi donde Magneto y Xavier descubren sus poderes. Kevin Bacon se luce en su rol de villano. Un año atrás, en el film de culto Kick-Ass, el británico Matthew Vaughn armaba y desarmaba, con gusto de metalingüista pop, el mundo de spándex, disfraces y accesorios que habitan no sólo los superhéroes, sino también sus fans. La película llamó la atención lo suficiente como para que, puestos a relanzar una serie que parecía agotada, los productores de X-Men lo pusieran a él al frente del asunto. Buena decisión. En X-Men: Primera generación Vaughn recupera –como quien repasa a toda velocidad, en un par de horas, buena parte de la cultura pop del último siglo– las bases de la serie de Marvel Comics, jugando con la iconografía del comic como lo había hecho en Kick-Ass. Aunque con algunos cientos de millones de dólares más, claro. De Kick-Ass, Vaughn se trajo a la coguionista, Janet Goldman, completando el equipo de escritores con el tándem integrado por Ashley Miller y Zack Stentz, provenientes de las series Fringe y Terminator: The Sarah Connor Chronicles. A la hora de apretar el botón de refresh, los cuatro recurren al mismo nuevo-viejo recurso de Batman inicia y Superman regresa: el regreso al origen. Claro que en este caso se trata no sólo de un regreso al origen de los héroes, sino de la propia saga en su totalidad. Primera generación se abre donde comenzaba la primera X-Men: en un campo de concentración nazi. Y transcurre casi íntegramente a comienzos de los ’60, cuando la historieta original comenzó a publicarse. Ambas decisiones permiten reconectar la saga con una de las vetas más distintivas del arte de su creador, Stan Lee: la fusión entre lo hiperficcional a la enésima (el mundo de los superhéroes, con su despliegue de dotes extraordinarias, entre disfraces y colores pop) y lo histórico-real en su vertiente más trágica, trátese del exterminio nazi o la crisis de los misiles cubanos. En el centro mismo de la cuarta X-Men, un archivillano a quien Kevin Bacon –de rompe y raja– le saca todo el jugo posible. Oberkampführer cínico y refinado, el Schmidt de Bacon es capaz de jugar a una moneda la vida de una prisionera judía, haciéndole pagar por ella a su hijo. Que no es otro que el futuro Magneto, cuando niño. Es en un campo de exterminio que el futuro líder de los mutantes rebeldes descubre sus poderes telekinéticos y la razón para usarlos: vengar a la madre. Si lo de Erik es la telekinesis, lo del niño rico Charles Xavier –par, amigo, socio y en el futuro, rival– es la telepatía, tal como lo prueba en el muy british palacete de su familia. Salto a 1962. En plena paranoia nuclear de la Guerra Fría, la CIA decide armar una división mutante, poniéndola en manos de Xavier, por entonces un scholar menos que treintañero. Mientras tanto (¡qué sería de la historieta sin el “mientras tanto”!), ese demonio de Schmidt, transmutado bajo el alias de Sebastian Shaw, arma su propio equipo de mutantes malos, convenciendo al enemigo de instalar ojivas nucleares en... Cuba, of course. En su primera mitad, Primera generación luce un encabalgamiento de peripecias digno de un serial, de esos de hace un siglo. Como rampas de lanzamiento, los cortes de montaje disparan la acción en todas direcciones. No se trata del vértigo sin cabeza con que Hollywood busca seducir todas las semanas al público adolescente, sino de verdadera bulimia narrativa, producto del placer que Vaughn & Cía. ponen en coser y descoser la tradición no sólo del superhéroe, del comic, del serial, de las formas más pop de la aventura. Producto de ello, durante su primera hora X-Men 4 es pura desfachatez, puro juego, puro Rocambole. Una desfachatez tan desprejuiciada, que confunde sin pudores Villa General Belgrano con Villa Gesell (sí, una secuencia entera transcurre en una Gesell nazi, montañosa y lacustre). Supervisados por el primus inter pares John Dykstra (el de La guerra de las galaxias, la primera Viaje a las estrellas, la primera El hombre araña), los efectos visuales no apuntan al exhibicionismo hueco sino a la máxima elocuencia dramática: ver por ejemplo el miniapocalipsis telekinético que desata Magneto niño en la oficina y sala de torturas de Schmidt. Gobernando con aire de dandy la vida y la muerte de los prisioneros del campo, piloteando en frac un yate de lujo o planeando cómo hacer pelota el mundo mientras toma un drink con una rubia, el Sebastian Shaw de Vaughn & Bacon parece un blend del jerarca nazi de Bastardos sin gloria con cualquier archivillano Bond, batido con granizado Jim West. A partir de la hora de proyección es posible advertir, sin embargo, que cuando Bacon deja de freírse en escena, todo ese burbujeo inicial tiende a disolverse, con mutantes buenos poco desarrollados y mutantes malos poco interesantes. Pero en esa primera hora hay más disfrute que en un semestre entero de estrenos hollywoodenses. Dentro de un elenco que confirma que uno de los fuertes de la saga siempre ha sido el casting, cabe destacar el hallazgo de hacer de la rubia January Jones, gélida versión de Doris Day en la serie Mad Men, una mutante perversa, literalmente de hielo, que no podía sino llamarse Emma Frost. Emma Escarcha, en castellano.
El último regreso de la casa embrujada Está bien que Actividad paranormal (la 2, sobre todo) está lejos de haber inventado las casas poseídas, los niños como presas favoritas del mal, la fatal transmisión de una maldición de una generación a otra, y hasta las cámaras de vigilancia como modo de ver lo que a ojo desnudo no hay forma de ver. Pero que todo eso reaparezca aquí, y que uno de los productores de esta película sea Oren Peli (creador y detentatario de aquella franquicia) hace pensar que un par de ideas pasaron –en esa licuadora en permanente play que es el Hollywood contemporáneo– de una película a otra. Bah, en realidad un montón de ideas de un montón de películas vinieron a parar a esta suerte de pararrayos de tormentas de ideas ajenas que es La noche del demonio, escrita por Leigh Whannell y dirigida por James Wan. Creadores –responsables, si se prefiere un término más jurídico– de la serie Saw. O El juego del miedo, como se la conoce aquí. En realidad no tiene nada que ver Insidious (título original de esta película) con El juego del miedo. Serie de la que Wan dirigió sólo la primera, valga la aclaración, reservándose el rol de productor de todas las demás. El hecho es que La noche del demonio no se basa en el despliegue de una infinita gama de sofisticadísimas torturas como en aquélla sino que se trata de algo más clásico, noble y también remanido, cómo no: el motivo de la casa embrujada. Los Lambert no terminan de acomodar sus pertenencias en la nueva casa de los suburbios, que las puertas empiezan a abrirse y a cerrarse solas, ruidos raros empiezan a oírse en la habitación del pequeño Dalton y mamá Renai (Rose Byrne) llega a ver incluso (o cree ver: esa duda es esencial para crear una zona de ambigüedad, antes de jugar de lleno la carta sobrenatural) a algún desconocido amenazante detrás de las cortinas. Aunque papá Josh (el gran Patrick Wilson, un aporte siempre valioso) no termina de creerle del todo a su mujercita (otro clásico), cuando el niño sufre un grave accidente y hay mudanza (algo no tan clásico). Pero la mudanza no resuelve nada. “No es la casa la que está maldita sino una persona”, dice alguien, mirando fijo a uno de los presentes... Brrrr. La noche del demonio es una película poseída por otras. Además de las nombradas, deberían anotarse El horror de Amityville (la idea de la casa embrujada), Poltergeist (la médium que viene a desencadenar fuerzas ocultas), The Haunting (los técnicos que miden el más allá con toda clase de aparatitos, las sesiones de espiritismo) y hasta Los cazafantasmas (los profesionales en lidiar con lo que está del otro lado) y, tal vez, el film italiano El más allá, a partir del momento en el que el cuerpo astral de uno de los Lambert (esa teoría sostiene la película) es proyectado a una zona oscura y tenebrosa, definitivamente no de este mundo. A la salida de la privada de prensa cundían los comentarios indignados, por suponer que a partir de determinado momento la película se va, con perdón por el juego de palabras, al demonio. Ese momento lo marcaría la aparición del par de cazafantasmas (uno de ellos es el guionista, Leigh Whannell), dúo cómico que por el contrario le da a la película, según este cronista, un bienvenido componente de humor: nada más ridículo que una película berreta que se toma en serio. Y ésta lo es, como lo confirma esa sesión de espiritismo con máscaras de gas (¡qué idea!) o esa última parte, llena de gente pintarrajeada, que no asusta mucho. Pero tiene clima toda esa excursión al más allá, y eso no es algo de lo que muchas películas puedan vanagloriarse.
La guerra hecha un culebrón sensacionalista La mayor originalidad de esta coproducción entre Canadá y Francia –nominada al Oscar al Mejor Film en Lengua no Inglesa 2011– es hacer foco no en la guerra árabe-israelí, sino en una más intestina e igualmente feroz: la librada, en Medio Oriente, entre cristianos y musulmanes. Guerra que, tal como la película muestra, tiene sus raíces en el prejuicio racial, artículo no precisamente escaso en la zona. El problema es la forma elegida para mostrarlo, haciendo nudo en un culebrón familiar desvergonzadamente sensacionalista. Tema que se impone investigar, el de la absorción, por parte del cine alguna vez llamado de qualité –que si de algo se cuidó siempre fue de lesionar el así considerado “buen gusto”– de elementos propios del trash, el culebrón, el más desaforado cine de explotación. Dirigida por el canadiense Denis Villeneuve y basada en una obra teatral del libanés (radicado en Canadá) Wajdi Mouawad, Incendies se cuida de no dar nombre al territorio al que alude. Sin embargo, tanto la procedencia del autor como el conflicto en sí (en ningún país de la zona cristianos y musulmanes se enfrentaron jamás con el grado de virulencia con que a partir de los años ’70 lo hicieron allí) hacen pensar en El Líbano. El relato enlaza dos tiempos: un presente en el que dos hermanos reciben un encargo póstumo de su madre, y el pasado de aquélla, que la hija evoca en el curso de su viaje por Medio Oriente. El testamento que Nawal Marwan (Lubna Azabal, vista en Exilios y Paradise Now) lega a los hijos incluye dos cartas, que deberán ser entregadas en mano a los destinatarios. Uno es su padre, al que creían muerto; el otro, el hermano que no sabían que tenían. Simon (Maxim Gaudette), que no se muestra particularmente conmovido con la muerte de su madre, no está dispuesto a cumplir con un último deseo demasiado comprometedor. No es el caso de Jeanne (Mélissa Désormeaux-Poulin), que en Medio Oriente reconstruirá, gracias a los testimonios de quienes la conocieron, el terrible destino de Nawal, segregada por sus vecinos musulmanes por haber cometido la herejía de tener un hijo con un cristiano. Como ella deviene guerrillera musulmana, más tarde serán los cristianos los que la vejen sostenidamente en prisión. Su torturador, llamado especialmente para hacerse cargo de esa tarea, es un personaje clave tanto del pasado de Nawal como de su futuro. Hay algo de la teoría de los dos demonios en la muy alegórica doble pesadilla que Nawal ha debido afrontar, antes del alivio del exilio. Y es de una peligrosa superficialidad política la idea de una mujer que se hace guerrillera para cumplir con una venganza personal. Pero eso tal vez sea lo de menos. A lo largo de las más de dos horas de metraje, este film largamente premiado (por los críticos cinematográficos de Vancouver, en la Semana Internacional de Cine de Valladolid) y ensalzado (“magistral, extraordinario, ineludible, impresionante, demoledor”, son calificativos críticos que recoge la gacetilla de prensa) no ahorra escenas como la de la ejecución de un niño por la espalda, rocambolescas vueltas de la vida que ya ni las tiras televisivas se permiten, o ideas dramáticas como que el hijo sea, durante años y sin saberlo, el violador de su madre. Teniendo en cuenta los incendios críticos que Incendies ha provocado, es de esperar que ningún crítico extranjero haya comparado al muchacho con Edipo.
Jack Sparrow no se rinde En la cuarta parte de la saga, Johnny Depp vuelve a ponerse al hombro el ya clásico personaje. Pero con el cambio de director –Rob Marshall en lugar de Gore Verbinsky– esta interminable historia de piratas perdió algo de su espíritu lúdico y ganó en grandilocuencia. En la cuarta Piratas del Caribe no están la bella Keira Knightley ni el impávido Orlando Bloom, pero lo que más se siente es la ausencia del monito. La tripulación del Perla Negra se dispersó, incluido el mono capuchino al que el capitán Sparrow dice odiar, por más que sus monerías lo diviertan tanto como a cualquiera. O más. Al fin y al cabo, Sparrow también vive haciendo monerías. No por nada el mono se llama Jack, igual que él. Sparrow reaparece aquí, porque sin él la saga no existiría, y se reencuentra con algunos viejos amigos. Y enemigos. El que no reaparece –salvo en versión miniaturizada, producto de alguna clase de sortilegio y anticipo de que la próxima vez sí estará– es el monito, y a Piratas del Caribe: Navegando aguas misteriosas se le nota la falta. En sentido real y, sobre todo, figurado. Cuando estaba a punto de ordenar su ejecución, el rey Jorge (Richard Griffiths le da a George el repulsivo aspecto de un sapo agigantado) cambia de idea, encargando a Sparrow la busca de la legendaria Fuente de la Juventud, que se hallaría en una lejana isla. Hay competencia para el trofeo y eso es lo que mueve al rey: la Armada Real española, enemiga mortal de la Royal Navy, también anda en busca de la mítica fuente. Al enterarse de que deberá ponerse a las órdenes de su odiado Barbossa (Geoffrey Rush), Sparrow rechaza el convite, subiéndose en cambio a otra nave legendaria. Como que su capitán es el capitán Edward Teach, que no será muy conocido por su nombre de nacimiento pero sí por el seudónimo de Barbanegra (un temible Ian McShane). Barbanegra tiene una hija, corsaria valerosa y despampanante, que se trenzará con Sparrow en batallas de espadas y escotes: la española Angélica (Penélope Cruz, con reflejos y su mejor inglés de la Puerta del Sol). Todos juntos ponen proa hacia la remota isla, viéndoselas en el camino, como nuevos Odiseos, con grandotes zombificados, ritos vudúes, sirenas sin pezón (sin público de niños, la saga perdería plata), sortilegios mágicos y todo lo que 200 millones de verdes doblones pueden comprar. El monito que le falta a Navegando aguas misteriosas es Gore Verbinsky. Sin ser un genio, el director de las tres primeras Piratas tiene el suficiente feeling de comedia (Rango lo confirma) como para darle algún respiro a lo que de otro modo sería sólo una maquinaria sobredimensionada y sobreescrita. Aunque, curiosamente, no sobreactuada. Mérito sobre todo de Johnny Depp, que en las trenzas, collares, hablar mordido y andar resacoso de Sparrow encontró –después de Ed Wood y Willie Wonka– a su personaje más colorido. Verbinsky partió más allá del Caribe y lo sucede Rob Marshall, cuya especialidad son justamente –tal como lo recuerdan Chicago, Memorias de una geisha y Nine– las puestas aparatosas. Lo peor de Piratas del Caribe se ve entonces reforzado, mientras lo mejor –el espíritu lúdico, impuesto por el dúo Verbinsky/Depp– prácticamente desaparece, por mucho que Sparrow siga afecto al rimmel y los grititos como de Lesley Ann Warren en Víctor Victoria. Con unos personajes que se la pasan hablando sobre lo que van a hacer o comentando lo que acaban de hacer, la medida de Piratas del Caribe 4 la da el hecho de que la escena en la que aparece Keith Richards, como padre de Sparrow, la podría haber hecho cualquiera y habría dado lo mismo. Otra vara para medir la eficacia de esta cuarta parte son los personajes nuevos, que en toda saga se usan siempre para redisparar la trama, o como simple relleno. En el caso de Navegando aguas misteriosas, tanto Barbanegra como su hija y un misionero que viaja con ellos están más del lado del relleno que del gatillo. Por el lado de Penélope Cruz, confirmado que Almodóvar es el único que sabe extraer de ella algún jugo, con perdón por la metáfora de licuadora. Por mucho que se luzca en los primeros planos, por más que en las escenas de acción se haya logrado disimular su panza de varios meses, a “Pe” no le sobra garra y aquí queda ratificado. Garra es lo que le sobra al británico McShane, conocido sobre todo por la serie Deadwood. Personaje no le falta, como que se trata del pirata cuyo nombre resuena aún hoy, como sombra terrible, a través de los siglos. En su caso, el problema es que el guión se contenta con “ponerlo” en la trama, nomás, sin desarrollarlo como personaje. Qué decir del misionero pacato, que de haber sido tratado con humor hubiera representado un buen contrapeso cómico. Aquí, en cambio, está llamado a vivir la más cursi historia de amor con una sirenita linda, que luce unas extensiones de pelo del largo justo como para cubrirle bien las tetas. Extrañando seguramente sus experiencias en el musical, Rob Marshall se las arregla para hacerla bailar bajo el mar, junto con unas congéneres que la primera vez que aparecen muestran colmillos de vampiro. Después se les van. Producto del amor o, tal vez, del descuido de algún continuista.
En busca del ojo absoluto El film de Michelangelo Frammartino propone lograr una capacidad de mirada que permita hallar goces e intensidades profundos en el detalle aparentemente más ínfimo. ¿Una película sobre los ciclos de la vida, sobre el lugar del hombre en el mundo, sobre la relación entre él y la naturaleza? Peor aún: ¿una película sobre “el espíritu único que mueve a un pastor, una cabrita, un árbol y unas briznas de carbón”? Si una obra y las intenciones que la animan fueran lo mismo, Le quattro volte habría sido la película más teórica del mundo, la más solemne y aburrida, un bodrio liso y llano. O, peor, un divague misticoide y machacón, sumado eventualmente a todo lo anterior. Pero como una cosa son las declaraciones de intención y otra muy distinta lo que se hace a partir de ellas, Le quattro volte resulta una experiencia cinematográfica infrecuente. La película de Michelangelo Frammartino pone al espectador en condiciones de alcanzar lo que, trasladando un difundido concepto musical, podría denominarse ojo absoluto. El ojo absoluto sería una capacidad de mirada que permita hallar, en el detalle aparentemente más ínfimo, goces e intensidades se diría que no de este mundo. Pero vaya si lo son. ¿Qué vuelve inolvidables a este pastor, estas cabras, este perro, este árbol (el horno de carbón “pega” menos, honestamente)? Los vuelve inolvidables el modo en que Le quattro volte mueve a mirarlos. No hay diálogos en el opus dos del milanés (de familia calabresa) Frammartino. O sí los hay, pero a distancia. Es absolutamente lógico que así sea. Frammartino filma una zona agraria, primaria de Reggio Calabria, y en esos pueblitos no es común que la gente se la pase hablando. Pero además Frammartino suele filmar de lejos, por lo cual muchos diálogos se adivinan o atisban, más que estrictamente oírse. Finalmente, la razón más de fondo, más de intención: Frammartino quiere arrancar al hombre de su lugar central (ver entrevista), dándole más espacio en el plano, en el relato, a aquello que no habla. No con palabras, al menos. Gracias a estas cabras, a este inolvidable perro pastor, el espectador de Le quattro volte tal vez salga del cine convertido en iniciado en lenguaje animal. Se supone que también en el de plantas, árboles y minerales, pero eso es más difícil de verificar. ¿Qué muestra Le quattro volte, qué sucede en ella? Muestra uno de esos pueblos que tanto se ven en Italia y España, que allá por la Edad Media algún señor feudal construyó fortificados y en lo alto de una ladera, para ver de lejos al enemigo. En él hay un pastor anciano, cansado, dueño de una tos seca, que no para. La combate con una medicación poco ortodoxa: el polvo que la señora de la limpieza levanta todos los días del piso de la iglesia y que le sirve, oración de por medio, en un cuidadoso paquetito. Algo sucede y el protagonismo del pastor cede paso al del rebaño, imponiéndose, de allí en más en la estructura del relato, un efecto dominó. Dentro del rebaño, las crías; entre ellas una que se extravía en el bosque, pasando la noche junto a un árbol. Arbol que los pobladores del lugar talan para celebrar una fiesta anual que debe suponerse longeva. La fiesta termina, el árbol se corta, se troza, se convierte en carbón: cierre del ciclo, que como Frammartino señala, invierte el que la naturaleza recorrió, desde el origen del mundo hasta la aparición del hombre. Ese ciclo es también el de las estaciones, que pautan el relato. Y uno narrativo, en tanto la película finaliza allí donde comienza. Para que la mirada se concentre e intensifique se requieren planos fijos. Sólo cuando es estrictamente necesario, una corta panorámica hacia un lado y vuelta hacia la posición inicial. Es lo que sucede en el asombroso, memorable plano secuencia en el que –desdiciendo esos comentarios típicos, de que en esta clase de películas “no pasa nada”– pasa de todo. Personas disfrazadas de romanos bajan de una camioneta, por una callecita baja una procesión de vía crucis, el perro no los deja pasar por delante de su territorio, hay un choque, se rompe la valla del corral, el rebaño se escapa... Todo, visto desde un único emplazamiento de cámara. El mismo desde el cual, a lo largo de toda la película, Frammartino suele observar la entrada del pueblo. Total economía de medios y un amplio fresco ofreciéndose a la mirada, para que el espectador fuerce la vista y elija dónde poner atención. Un panorama como el que los pintores del quattrocento solían pintar de fondo, para recortar mejor en primer plano alguna figura de poder. Pero este otro Michelangelo invierte esa relación, trocando humanismo por animismo y majestad por una democracia que no es sólo ecológica. ¿Qué hay si no más de democrático, en términos visuales, que un espectador eligiendo dónde y cuánto mirar, como Le quattro volte mueve a hacer?
El enemigo interno, obsesión de los yanquis En 2003, el ex embajador estadounidense Joe Wilson denunció, en un artículo publicado en The New York Times, que el presidente Bush había mentido al alegar que Saddam Hussein estaba en condiciones de fabricar una bomba nuclear. En represalia por ese artículo, altos funcionarios de la Casa Blanca filtraron la información –estrictamente verdadera, por lo demás– de que su esposa, Valerie Plame, no era la ejecutiva corporativa que decía ser, sino una agente encubierta de la CIA. Ambos episodios tuvieron amplia trascendencia, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, y Wilson y su esposa publicaron sendos libros sobre ellos. Fair Game en el original, Poder que mata se basa en ese par de libros. Ese es su problema: disociada entre ambos episodios, ambos puntos de vista, la película protagonizada por Naomi Watts y Sean Penn nunca termina de decidirse entre contar una historia u otra. O amalgamar ambas, que hubiera sido lo ideal. El Departamento de Estado no eligió al azar a Joe Wilson (Penn), cuando lo llamó en 2002 para prestar un servicio diplomático extraoficial en Níger. La CIA manejaba la versión de que importantes cargamentos de óxido de uranio habían sido trasladados del país africano a Irak. Y Wilson no sólo fue, años atrás, embajador de los Estados Unidos en Níger (no confundir con su vecina Nigeria), sino que además se trató del último de sus compatriotas en tener contacto personal con Saddam, cuando tras la invasión de Kuwait le exigió personalmente retirarse de allí. Ahora, más de una década después, Wilson confirma, en suelo de Níger, lo que sospechaba: era imposible que un operativo tan grande se hubiera consumado en tan poco tiempo, sin que nadie lo advirtiera. Así lo informa a su regreso, llevándose tremenda sorpresa cuando escucha al presidente Bush argumentar, en un discurso, que “de acuerdo con enviados estadounidenses a Níger” no quedaban dudas de que ese país había provisto a Irak el componente básico de las bombas nucleares. Mientras tanto, Valerie Plame (Watts) viaja, siempre impecablemente trajeada, de Kuwait a El Cairo, de El Cairo a Jordania y de vuelta a Washington, presuntamente con el objetivo de cerrar negocios para empresas de su país. Aunque lo que en verdad hace es trabajo de inteligencia para cierta célebre agencia de espionaje con sede en Langley, Virginia. Valerie no es una “pinche”, por cierto. Miembro del Departamento contra la Proliferación de Armas Nucleares de la CIA, Plame dirige para The Agency el Grupo de Trabajo sobre Irak. Como tal, queda bajo su responsabilidad espiar el desarrollo de los programas armamentísticos iraquíes. Hasta que su marido decide publicar aquel artículo sobre las mentiras presidenciales y Valerie se convierte, para la Casa Blanca, en “blanco legítimo”, tal como el encumbrado asesor presidencial Karl Rove confió, off the record, a interlocutores ocasionales. La idea del enemigo interno, resonando otra vez en un film estadounidense. Tal como viene sucediendo, a lo largo de la última década, en todos aquellos que refieren a la política oficial de los Estados Unidos post 2001. De pulso dramático no particularmente excitante, la película dirigida por Doug Liman (el mismo de la primera Bourne y El Sr. y la Sra. Smith, que era como el reverso de ésta, en clave de farsa negra) navega, sin fijar nunca del todo el rumbo, entre la intriga de alta política –con sus clásicas reuniones de “cuadros” alrededor de una mesa–, el film de espionaje –con su característica abundancia de millaje aéreo–, el drama íntimo –la revelación pública de la vida secreta de Plame deja boquiabiertos a parientes y amigos– y el clásico alegato de buena conciencia, con deposiciones judiciales y filípicas bienintencionadas. Sobre el final, daría la impresión de que lo que se espera del espectador es que sienta piedad por este pobre cuadro de la CIA traicionado por sus superiores o que se inflame de ánimo patriótico con la apelación final a la grandeza de los fundadores, por parte del ex embajador yanqui. Como si todo el mundo muriera por hacer cualquiera de ambas cosas.
Un plato con demasiados ingredientes Proyecto de larga data, el de Cocina del alma respondió, en su origen, al deseo, por parte de Fatih Akin (Hamburgo, 1973), de rendir homenaje a lo real. Un amigo actor tenía una taberna en un viejo barrio industrial de su ciudad natal, adonde solían ir Akin y su grupo de amigos. El realizador de Contra la pared y Al otro lado decidió, en un momento dado, reconstruir el clima de desprolija libertad, de imprevisto, de informalidad que solía reinar allí, haciendo con todo eso una película. Para ello convocó a su amigo como protagonista y coguionista, y de allí surgió Soul Kitchen. Por el camino, sin embargo, esa voluntad de embeberse de lo real, de ese clima y esa libertad, terminó cediendo paso a lo contrario. El resultado es una película preformateada, regida por el cálculo, en la que todo parece puesto para complacer el gusto medio de su majestad, el espectador. Todo son frituras y embutidos en Soul Kitchen, el boliche que Zinos Kazantsakis (Adam Bousdoukos) administra, atiende y donde también se ocupa de la cocina, junto con un par de asistentes. Hasta que una noche descubre, en un restaurante gourmet, las exquisiteces que prepara Shayn (Birol Ünek, recordado protagonista de Contra la pared). Típico cocinero gruñón, de esos que por cualquier cosa revolean platos y cuchillos (demasiado típico, en verdad), a Shayn lo echan a la calle esa misma noche, culpa de un purismo que le impide complacer a comensales cuyo gusto desprecia. No parece una idea demasiado práctica la de Zinos, la de llevarse a Shayn con él: el público de Soul Kitchen quiere salchichas, no una sucursal germana de la nouveaux cuisine. El otro al que el bueno de Zinos hace lugar en el restaurante es su hermano Illias (Moritz Bleibtreu, de Corre Lola corre y Munich, entre muchas otras), que consiguió una licencia diaria por buena conducta en la cárcel donde cumple una pena. Película de sumas –como la previa y ya recalentada Al otro lado–, a ese fondo de cocción Akin le va añadiendo pilas de ingredientes: un yuppie inescrupuloso, deseoso de quedarse con el restaurante, una novia abandónica que se fue a Shanghai, una love story entre Illias y una camarera linda, una banda de rock... De tal modo que lo que empezó aspirando a plato sencillo se convierte en recocido de fórmulas, clichés, estereotipos, idas, vueltas y circunvoluciones narrativas. Y, cómo no, una bestial misoginia (que ya asomaba en Contra la pared) en la figura de la novia rubia y de plata, que no contenta con haberse ido hasta la otra punta del planeta y engaña al buenazo de Zinos con un chino y le corta la señal de Skype, justo cuando lo único con lo que él sueña es dejar todos los negocios e irse detrás de ella.
Sobre encuentros y fusiones Si las primeras imágenes de las protagonistas y su viaje posterior tienen un aire documentalista, a partir del momento en que ponen pie en suelo santafesino estos tres personajes de ficción pisan decididamente terreno documental. Meterse al río a jugar con los chicos de la zona. Resbalar en el barro, enchastrarse el vestido y que no importe: tal vez sea ésa –en sentido metafórico, al menos– la verdadera meta del viaje que, al comienzo de la película, emprende el trío protagónico de Los labios. Fundirse en el paisaje y en el otro, sin dejar de ser uno. No por nada Coca, Noe y Luchi trabajan de asistentas sociales, una profesión que, en países que todavía no han logrado poner la economía por completo al servicio de su gente, sirve, si no para reemplazar los deberes del Estado, sí al menos para que el desentendimiento no sea total. Para eso viajan Coca, Noe y Luchi hasta un pobre paraje de la provincia de Santa Fe: para tomar contacto con la gente, atender sus necesidades más impostergables, preparar informes que tal vez –con suerte y viento a favor– alguien lea algún día. El gesto de las tres, que suele andar entre la severidad y la melancolía, hace pensar que son las primeras en temer que tal vez la visita sirva de poco. Pero ese poco hay que hacerlo, y para eso están ellas. La película argentina más singular de las presentadas en el Bafici 2010, ganadora de un premio a Mejor Actuación (compartido por las tres protagonistas) en la sección Un Certain Regard del pasado Cannes, en Los labios pueden entreverse rasgos de la obra previa y posterior de sus dos realizadores, Santiago Loza e Iván Fund. Pero el resultado es distinto a cualquier película de ambos. Tiene su propia personalidad, va hacia otra parte. La más veterana Coca (Adela Sánchez), la intensa Noe (Eva Bianco) y la algo más inexperta Luchi (Victoria Raposo) son, sí, tres mujeres lozianas. Solitarias y no libres de angustia, como la gestante soltera que encarnaba Valeria Bertuccelli en Extraño, como la prostituta de La invención de la carne. Tres mujeres “descalzas” que solidarizan sus soledades, como hacían, en un departamento semivacío, las cuatro del título homónimo. Si las protagonistas son de Loza, la cámara es, inconfundiblemente, de Fund. Aunque algo más moderados en cantidad y cercanía, la abundancia de primeros planos revela la mirada de ese fanático del fragmento que es el director de La risa y Hoy no tuve miedo. La discontinua, aireada construcción de las escenas también parece propia de Fund. Lo mismo que el indiscernible título: se ve tan poca risa en La risa como labios en Los labios. Pero Los labios no es un poco de Loza + un poco de Fund, sino una película en la que –el juego de palabras es demasiado tentador para no probarlo– Fund tiende a fundirse con Loza, en la misma medida en que ambos se funden con lo real. Si las primeras imágenes de las protagonistas al encontrarse en la terminal de ómnibus y el viaje posterior tienen un aire documentalista, a partir del momento en que ponen pie en suelo santafesino estos tres personajes de ficción pisan decididamente terreno documental. Sus encuentros con los pobladores, sus interrogatorios médicos y sociales, las respuestas de la gente del lugar, los informes que elaboran y se oyen en el off: todo eso pudo haber sido parte de un documental y de hecho lo es. Con una salvedad: tal como se ocupan de aclarar los realizadores (ver entrevista), la gente del lugar sabía que las entrevistas eran “falsas”, que las asistentas eran de ficción. Se prestaron a ese juego, haciendo de sí mismos para una película que no es del todo un documental, pero nunca deja de serlo. Una segunda salvedad: al contrario de lo que suele suceder en los documentales “temáticos”, por obra de la puesta en escena –el modo en que la cámara se relaciona con ellos, la atención que les dedica, la libertad que les da en el encuadre–, Loza y Fund logran reconvertir “casos” en personajes. Ni uno solo de los entrevistados –las dos nenas tímidas, el changarín sin empleo y su hija, el anciano subalimentado al que deben cargar, la chica embarazada y su madre, que parecen una única y doble entidad– deja de serlo. Pero Loza y Fund no son ingenuos. Saben que por mucho que ansíe fusionarse con la gente a la que asiste, todo aquel que cumpla una tarea social siempre tendrá un grado de desfase respecto del entorno. Es por ello que, en paralelo con la película sobre la pobreza, la marginalidad y la falta de atención circula una segunda película, la de Coca, Noe y Luchi. Por más que sufran privaciones semejantes a las de sus asistidos (notable, la idea de alojarlas en un hospital derruido, metáfora viva de la falta que no pueden reemplazar), ellas cargan con una mochila ficcional hecha de soledades, angustias, deseos reprimidos (todo ello muy propio de las mujeres de Loza), que afloran en la larga escena culminante. Seguramente la más vívida, inquieta e imprevisible que el cine argentino haya dado en mucho tiempo, en un boliche que recuerda a las viejas pulperías se toma cerveza, se charla, se baila, se chichonea. Un galán de pueblo canta completo, con enorme gracia, un tema de Manolo Galván, mientras en un rincón una chica se descompone, de tanto deseo atravesado.