Estamos en esto sólo por dinero En las secuelas siempre se cumple un aniversario, excusa para que la historia vuelva a repetirse. Seguramente es por autopreservación que una película como Scream 4, que se la pasa reflexionando, ironizando y hasta burlándose de sus propios clichés (y los de las secuelas de films de terror en general), ni una sola vez se mencione ése. Diez años pasaron desde Scream 3 (once, en realidad, pero bueno, tenían que ser diez para justificar el aniversario) y la historia empieza otra vez, justo en el momento en que todo el pueblo de Woodsboro recuerda (¿celebra?) aquella masacre que lo hizo famoso. Repetirse es lo que la cuarta Scream no puede dejar de hacer, dejando en claro que si la saga se retoma después de todo este tiempo, no es para clickear el botón de refresh, sino simplemente... eh... ¿cómo decirlo? Digámoslo con el nombre de un álbum de Frank Zappa: We’re Only in It for the Money. Toda secuela representa un regreso y aquí hay por lo menos dos. Pensándolo bien, tres. Por un lado, Sidney Prescott (Neve Campbell) regresa a casa, convertida en best seller nacional y como parte de la gira promocional del libro donde cuenta lo que sucedió la vez en que terminó siendo única sobreviviente del cuchillero llamado Ghostface. Por otro, Gale Weathers (Courteney Cox, que de tanto botox y bisturí parece la versión Mme. Tussaud de sí misma) vuelve al periodismo televisivo, a partir del momento en que se produzca el tercer regreso. El de Ghostface, claro. El asesino con máscara de fantasma, que quince años y cuatro películas más tarde finalmente tiene nombre propio. Y que sigue aferrado a sus viejas costumbres: llamar por teléfono, proferir amenazas con voz gruesa y cumplirlas a cuchillada limpia. En tiempo de celulares y de i-pods, oportunidad de anunciarse como a él le gusta no va a faltar. Escrita por Kevin Williamson, dirigida por Wes Craven, fotografiada por Robert Deming y musicalizada por Marco Beltrami –en otras palabras, equipo completo–, la cuarta Scream no está a la altura de sus varias introducciones, divertido juego de cajas chinas a la enésima, que va poniendo la película en abismos cada vez más profundos. Fatigado y rutinario, descansando de a ratos en la presencia de dos cinéfilos que funcionan como metalenguaje incorporado, el desarrollo de Scream 4 no está a la altura del factor sorpresa que esas introducciones despliegan (imposible saber qué es ficción allí, cuál es la ficción dentro de la ficción y así sucesivamente). Tampoco del componente autoparódico. En un momento alguien desecha a Stab (la Scream dentro de Scream), por ser una slasher movie (película de acuchilladores locos), en tiempos en que las slasher movies ya fueron. Y lo que viene de allí en más es... una slasher movie. ¿Una película que contiene su propia crítica? Todo bien, siempre y cuando Scream 4 asumiera esa crítica, en lugar de intentar esconderla debajo de la alfombra como lo hace.
Una deidad mítica bajada a la Tierra El dios del Trueno en la mitología nórdica y germánica, que la Marvel Comics convirtió en superhéroe pop en los años ‘60, vuelve de la mano del director otrora shakespeareano, embarcado ahora en una aventura de superacción con elementos mágicos. La Marvel Comics refuerza el equipo y hace sinergia, apuntando a Los vengadores, megaproyecto que acaba de entrar en rodaje y está protagonizado por un seleccionado de superhéroes, integrado entre otros por Bruce Banner, Iron Man, el Capitán América y Thor. Los primeros dos ya estaban presentados, faltaban los dos restantes. La película del Capitán América se estrena en julio y aquí tenemos la de Thor, que –cuestión de ir calentando motores– incluye referencias a los otros vengadores y personajes que reaparecerán en esa anunciadísima película. La idea es que, cuando el espectador se enfrente a Los vengadores, tenga la sensación de que todos esos forzudos son amigos de toda la vida. De todos los superhéroes de la Marvel, Thor es el único preexistente. Se trata, claro, del dios del Trueno en la mitología nórdica y germánica, que Lee y Kirby convirtieron en superhéroe pop en los ’60 y ahora Kenneth Branagh (sí, Kenneth Branagh) relanza al mundo en 3D. A propósito, Thor parecería consumar la tendencia más reciente en relación con el 3D, consistente en usarlo no por alguna cualidad inherente (dar mayor relieve o volumen, aprovechar la profundidad de campo o la “cuarta pared”), sino simplemente porque a las películas en 3D va a verlas más gente que en 2D. Algunos dirán que está mal que sea así, que si se usa debería ser por algo, pero en la medida en que de acá a un tiempo lo más posible es que el cine “normal” sea en 3D, tal vez sea lógico que su uso se naturalice y listo. Protagonizado por Chris Hemworth, rubio lomudo que aparecía en la última Star Trek, en la primera escena Thor es mostrado como un jovencito fanfarrón, que a punto de ser rey celebra, sonríe y saluda a la parcialidad, como si fuera un ídolo de fútbol americano o Kuzco, protagonista de Las locuras del emperador. Pero Thor no será rey, porque se manda una macana y su padre, Odín, dios de dioses en la mitología nórdica (a Anthony Hopkins le da el pinet), lo expulsa del reino mítico de Asgard, yendo a parar directamente a... la Tierra, año 2011. Eso se explica por la existencia de un puente mágico que permite a los asgardianos atravesar el tiempo y el espacio. En el desierto de Nuevo México recibe a Thor un trío de astrofísicos, que estaba investigando tormentas cuando el dios del Trueno se les cae encima, envuelto en uno. El equipo está integrado por la doctora Jane Foster (Natalie Portman, cada día más linda), el doctor Selvig (Stellan Skarsgärd, único nórdico “auténtico” del elenco) y la ayudante Darcy (Kat Dennings). Mientras tanto hay conspiraciones en Asgard. Los jotuns, gigantes de hielo y enemigos jurados de los asgardianos, han destronado a Odín y a éste lo sucedió Loki (Tom Hiddleston), hermano intrigante de Thor. Motivo para que los mejores amigos de éste se suban al puente y vengan en su busca, para llevarlo de vuelta allí, permitiendo que –después de unos cuantos hachazos y martillazos– la paz y la justicia vuelvan a reinar en Asgard. Si alguien sonsaca componentes shakespeareanos de estas intrigas, suponiendo que tal vez por eso la gente de la Paramount haya convocado a Kenneth Branagh, la película se ocupa de desdecirlo. En tal caso, lo que narra Thor es la fábula clásica del heredero que deberá mostrarse digno de su condición, para finalmente reinar con justicia y sabiduría. Thor es eso pero también, obvio, una de superhéroes, con elementos mágicos (el puente, los gigantes de hielo que son como capitanes fríos, el martillo Mjolnir que es como la Excalibur del mito sajón, la propia inmortalidad de los asgardianos), escenas de superacción y una comedia bien terrestre, registro preponderante de la estadía de Thor entre los mortales. La caída del musculoso por los pagos de Nuevo México ayuda a bajarle la pompa real y el monumentalismo de masas a todo el sector Asgard del relato, cuyas vastas estancias palaciegas, torres doradas, millares de súbditos digitalizados y puentes con unos colores como de restorán chino hacen pensar en una relectura contemporánea del kitsch bíblico alla De Mille. O, peor aún, en una versión Las Vegas de las sagas nórdicas que en otros tiempos (y otros espacios, por cierto) desvelaron a Borges. Ver, después de todo ese kitsch mítico y granítico, al six-pack Hemsworth en remerita, aprendiendo a preparar huevos fritos para el desayuno o exigiendo a gritos un caballo en una veterinaria de mascotas, le da a la película una respiración que los otros tramos ahogan. ¿Que el único sentido que tiene la presencia de los tres astrofísicos es que el muchachito se enamore de la chica? ¿Que Thor carece de la duplicidad que marca como maldición a los héroes Marvel? Bueno, tal vez cuando se junte con Hulk, Iron Man y el Capitán América, ese combo le dé otra dinámica al muchacho. O no...
Historia de locura común El realizador de La película del rey e Historias mínimas entrega su película más precisa y estilizada, pero no termina de convencer porque lo que narra es demasiado pequeño para generar la expectativa que debería servir de motor a todo policial. En Hollywood, El gato desaparece sería una de esas películas con las que cada tanto algún reconocido cineasta independiente le demuestra a la industria que es capaz de dirigir una de género, no igual sino mejor que la mayoría de sus colegas. Es también la clase de película que, en cinematografías de mayor desarrollo, lleva a los productores a sugerir al director la conveniencia de filmar la próxima con ayuda de un guionista, para dar mayor peso o solidez al asunto. En sentido visual y de puesta en escena, El gato desaparece es seguramente la película más elegante y refinada, más precisa y estilizada de Carlos Sorín. Si la nueva del realizador de La película del rey e Historias mínimas no termina de convencer es porque, para decirlo en términos de técnica narrativa, lo que asoma del iceberg es demasiado poco, demasiado pequeño, para generar la expectativa que debería servir de motor a todo policial. El interrogante al que se apunta es si el protagonista sigue estando loco, o si acaso quieren hacerlo pasar por tal. De ser así, quién, quiénes, para qué. El tono de representación con que en la escena introductoria un abogado y un psiquiatra gestionan el alta médica de Luis (Luis Luque), genera las primeras sospechas. De modo clásico, la escena sirve también para informar lo que hay que saber sobre personaje y situación. Profesor universitario de literatura, un brote psicótico hizo que lo internaran, tiempo atrás, en un centro de salud mental. El alta se concede, pero bajo una condición: que Luis siga medicado. De acuerdo con los códigos de género, esto se lee como que bastaría que el hombre deje de tomar algún remedio para que arme un desastre. La calma y la paciencia de Beatriz, esposa de Luis (Beatriz Spelzini), despierta sospechas semejantes (ya se sabe que el espectador de género es esencialmente paranoico). Sospechas que el gato Donnatello no hace más que incentivar, al recibir a su amo a puro soplido, encorvamiento y zarpazo: el cine de terror ha enseñado que frente al mal los gatos reaccionan así. Sin embargo, el modo en que la cámara sigue a Beatriz, algún telefonazo sigiloso de ella y su encuentro furtivo con el ayudante de cátedra de Luis –el tipo que provocó su brote, nada menos– hacen suponer que tal vez sean sus pasos los que convenga seguir. Hasta acá todo bien: es así, sobre una red de pistas contradictorias, como se arma el enigma de un policial. El problema de El gato desaparece es que la amenaza sobre la cual descansa todo el andamiaje se percibe casi tan pequeña como el propio título. En primer lugar, el motivo de la internación de Luis: haberle partido la cara a su ayudante, por celos profesionales o personales. Nada muy distinto a lo que puede suceder cualquier día en la calle. ¿Es motivo suficiente para que el espectador se preocupe? Obviamente, la película piensa que sí lo es. Ver si no el momento en que Luis se acerca por detrás de Beatriz, para hacerle una caricia, y ésta pega un salto. No sucede lo mismo con el espectador (no, al menos, con este espectador que escribe), produciendo la incómoda sensación de que son los personajes, y no el que mira, los que están con los nervios de punta. Ni siquiera todos los personajes, pensándolo bien: tanto la hija de Luis y Beatriz (la excelente María Abadi) como la mucama (Norma Argentina) no parecen tener la mínima inquietud con respecto a la salud mental de papá. Si bien el final pone las cosas en su lugar, con un remate adecuado, hasta llegar a ese punto todo indicio de locura representó poco, y hasta la propia locura parece demasiado light. Más allá de esos reparos, en términos estrictos de puesta en escena, de ejercicio de estilo si se quiere, El gato desaparece tiene un nivel de depuración infrecuente para un cine que, como el argentino, cuando aborda el género suele hacerlo con torpeza. Uno de los más talentosos directores de fotografía del medio, Julián Apezteguía (Crónica de una fuga, Carancho, Los Marziano) le saca todo el jugo al Cinemascope, repartiendo con sabiduría luces y sombras y haciendo que cada espacio vacío en el encuadre penda como una incógnita. La dirección de arte de Margarita Jusid brilla sobre todo en la elección de la casa en la que transcurre la película casi entera: por su predominio de la horizontalidad, parece haber sido construida para ser filmada en Cinemascope algún día. Hijo del realizador, la partitura de Nicolás Sorín es de un sinfonismo tan elegante como no intrusivo, alla Bernard Herrmann. Pero es sobre todo gracias a las actuaciones que la película logra sostener el interés. Lucidos vértices de un elenco sin una sola nota falsa, daría la impresión de que en cada mirada ausente, cada gesto huidizo, cada reacción de inquietud de Luis Luque y Beatriz Spelzini hay más misterio que en la película misma.
Escatología social estilo Farrelly Bros. Injustamente acusados de misóginos, los creadores de Loco por Mary y Amor ciego vuelven a poner en juego un humor de tintas recargadas, pero que pinta cuestiones maritales de manera mucho más certera que varias películas consideradas “serias”. No son las comedias dramáticas del cine estadounidense, chorreantes de respetabilidad, sino las más impresentables, las que desde hace un tiempo se vienen haciendo cargo, de modo extremo, de la clase de cuestiones de pareja que llevan a la gente al psicólogo. Tanto Aquellos viejos tiempos (Old School, 2003) como Un loco viaje al pasado (Hot Tub Time Machine, 2010) abordaban el infantil deseo de un grupo de cuarentones de volver a los dorados tiempos del secundario. Las locuras de Dick y Jane (2005), ¿Qué pasó ayer? (2009) y Una noche fuera de serie (Date Night, 2010), el caos que acecha tras la apariencia de perfecta estabilidad matrimonial. En lo que puede considerarse un regreso al salvajismo de Loco por Mary o Amor ciego, en Pase libre los hermanos Farrelly dan, a uno de los asuntos favoritos de toda esta línea de películas –el del matrimonio como tumba del deseo– un tratamiento que, tratándose de quienes se trata, no podía ser sino de choque. El pase libre del título es el que dos esposas deciden concederles a sus respectivos, para que durante una semana hagan lo que se les cante. Teniendo en cuenta que Rick (Owen Wilson, con marcas del mal momento que atravesó un tiempo atrás) no puede dejar de darse vuelta cada vez que una chica le pasa al lado, ni siquiera cuando va del brazo de su mujer, y que la falta de deseo de la suya obliga a Fred (el por aquí desconocido y muy buen comediante Jason Sudeikis, proveniente de Saturday Night Live) a masturbarse noche por medio en su 4x4, se entiende que “lo que se les cante” quiere decir “encamarse con todo lo que se les cruce”. Una amiga canchera (la veterana Joy Behar, que merecería una película para ella sola) les sugirió la idea a Maggie (esa gran comediante que es Jenna Fischer, conocida por la serie The Office y ninguneada por Hollywood) y Grace (Christina Applegate, inolvidable hija promiscua de Casados con hijos). La idea de fondo no tiene un pelo de tonta: que se demuestren a sí mismos que están a años luz de los sátiros que creen ser y que después vuelvan mansitos a comer de la mano de mamá. A pesar de que su humor de vestuario haya llevado a más de uno a acusaciones de misoginia hechas en piloto automático, cuando Bobby y Peter Farrelly prenden el ventilador no apuntan la caca en un solo sentido. La desparraman democráticamente. El sol de Cameron y los planetas machos que giraban a su alrededor, en Loco por Mary, Jim Carrey yendo detrás de la chica del título en Irene, yo y mi otro yo y Jack Black alucinando que un fenómeno de 200 kilos era Gwyneth Paltrow (en Amor ciego) demostraban que los Farrelly tendrán muchos pelos, pero ninguno de misóginos. Aquí, mientras esos Homeros que son Rick, Fred y sus amigos se pasan las noches comiendo comida basura hasta reventar, quedándose dormidos o mirando a una chica hot (la australiana Nicky Whelan, verdaderamente hot) sin saber qué hacer, sus Maggies fiestean sin culpas con los miembros de un equipo de béisbol. Desde La comezón del séptimo año en adelante (incluso para atrás, si se piensa en las llamadas “comedias de rematrimonio” de los ’30 y ‘40), a lo que lleva esta clase de recreos sexuales no es, desde ya, a matrimonios abiertos ni nada parecido, sino a una simple pero sanísima recarga de pilas matrimoniales. Quien busque modelos de familia alternativos hará mejor en apuntar fuera de Hollywood, y por muy de autor que sea, Pase libre sigue siendo una película de Hollywood. Si es muy buena, más allá de cierta baja de tensión en su último tercio, no es sólo por la altura con que trata temas y personajes –los Farrelly combinan como nadie bajos instintos y alta estima– sino por el vale todo que se permite, su infrecuente salvajismo cómico y la sabiduría en la elección del elenco. En términos estéticos la película es tan tosca como todas las de los hermanos, con unos encuadres cualesquiera y una luz tan dura y pareja como ya no se ve ni en Canal 9. En verdad, Pase libre no es simplemente tosca: es fea. Sería ridículo que no lo fuera, teniendo en cuenta las cosas que pasan: un señor casado que además de masturbarse en su auto saca previamente “fotos mentales” a las chicas lindas para su “banco de pajas”, una chica que durante una cita amorosa se hace caca encima (pero no con un quejido, sino con un estallido), un hombre rescatado de un desmayo, en un sauna, por dos tipos cuyos pitos –uno de ellos de tamaño baño– cuelgan al lado de su cara. Teniendo en cuenta que sus protagonistas son, como siempre en el cine de los hermanos F, la más crasa representación del “americano medio”, esa crasitud deja de ser un simple mal gusto adolescente por el pis y la caca, para elevarse a la condición de escatología social. Pero no es que Peter & Bobby odien o desprecien el mundo que muestran, como sucede con otra pareja de hermanos (los Coen). Véase la mezcla de calidez, complicidad y respeto con que tratan a todos sus personajes, empezando por Maggie y Grace y alcanzando un pico de la más contagiosa camaradería en el grupo de amigos de los protagonistas, entre quienes descuella el británico Stephen Merchant, socio creativo del gran Ricky Gervais.
Pajarracos y pajaritos cariocas ¿Puede tener alguna frescura una película cuyos elementos parecen producto de un curso sobre psicología de masas? Rio hace pensar que sí. Aunque cada pieza del guión tenga su función preasignada, tal vez por una magia propia de la animación algunas de esas piezas gozan de la libertad y encanto suficientes como para parecer espontáneas. Todos los lugares comunes, todas las nociones adquiridas, todos los ítems de la corrección política y ecológica convergen en este nuevo bombazo de la animación global. Y sin embargo –gracias a ciertos detalles de caracterización, a su belleza visual, a logrados apuntes de color– el viaje se hace tan disfrutable como unas vacaciones en la muy limpita Río de Janeiro pre-Olimpíadas y pre-Mundial. Rio empieza como La delgada línea roja: en un paraíso selvático, en el que el reino animal y el vegetal conviven en la más perfecta armonía... hasta que llega el hombre blanco y pudre todo. Claro que no se trata aquí de una lejana isla del Pacífico sino de la espesura brasileña, en cuyas ramas la mayor variedad imaginable de aves se entrega a la más desaforada batucada. Pero caen desde el cielo redes y jaulas y un grupo de indeseables se lleva a los invaluables loros, tucanes, cacatúas y guacamayos. Como Rango en el desierto de Mojave, una cría de papagayo azul (lo que en Brasil se conoce como arará) tiene la fortuna de caer de la combi de los secuestradores, a la altura de la nevada Minnesota. Años más tarde, adulto ya, volverá a Río junto a la chica que lo rescató y un ornitólogo brasileño. Es que Blu (ese nombre le puso la chica) es el último sobreviviente de su especie. Si no le encuentran novia, la especie se termina. En Río de Janeiro hallarán a la bella Jewel pero también a los traficantes de aves, contra los que deberán luchar para que el planeta no se despida para siempre de los ararás azules. Con un 3D que quita más de lo que da (los anteojitos oscuros producen una Río permanentemente encapotada), la película dirigida por el carioca Carlos Saldanha (correalizador de todas las Eras del hielo, que debuta aquí en solitario) juega sus cartas marcadas –mensaje ecologista, love story ornitológica, hembras bravas y machos aniñados, Carnaval de Río, hermosas postales y todas las variantes de brazilian music, vigiladas por el interminable Sergio Mendes– sobre una cidade maravilhosa que sin dejar de ser typical recuerda, aunque sea en parte, la de la realidad. Porque la Río de Rio es también –al menos en la medida en que un film de animación para niños lo permite– la de la violencia, la pobreza extrema y el desprejuicio sexual, con más de un aparente machote llenándose de lentejuelas para el Carnaval. Ese “factor documental” se disipa antes de que algún miembro del público pierda la sonrisa, y por las dudas allí están la Bahía de Guanabara, el Pan de Azúcar y toda la iconografía oficial, cuestión de hacer olvidar toda posible miseria. Debe reconocerse, de todos modos que, producto un poco de la dinámica narrativa y otro poco también de ese mismo masaje sensorial, el viaje del papagayo, la papagaya y los humanos que los apadrinan se sigue con agrado, más allá de que apenas un par de personajes trasciendan la mera cualidad funcional. Uno de ellos es el doméstico, cariñoso y aprensivo Blu –que no se anima a volar, por más que la valerosa Jewel insista– y el otro, el babeante y buenazo bulldog Luis, que confirma que el perro es el mejor amigo de la animación.
Como "Dr. House", pero a la española Producida por Alejandro Amenábar, escrita por el últimamente prestigioso Daniel Sánchez Arévalo (unos años atrás, su película Azuloscurocasinegro fue todo un suceso de estima en España) y exhibida en los festivales de Berlín y San Sebastián, El mal ajeno es una prueba viviente del estado de deterioro en que se sume, desde hace tiempo, cierto cine al que alguna vez se consideró “de calidad”. Suma de serie televisiva-hospitalaria con película “seria” –de esas que tratan, se supone, temas “importantes”–, sin perder un muy hispano aire de contrición, esta ópera prima del bilbaíno Oskar Santos acumula tremebundias dramáticas, disparates de guión y una tesis de baratija de autoayuda, de esas que dan vergüenza ajena de sólo contarlas. Así está la qualité por estos días. La cuestión es así. Con canas, barba y gesto circunspecto, Eduardo Noriega es Diego, médico especialista en dolor que se ha pasado la vida reprimiendo el suyo, tanto como cualquier otro sentimiento que lo afecte, del signo que sea. Autoconvencido de que poco o nada puede hacerse para atemperar el dolor ajeno, Diego trabaja en una clínica que, por la extraña gravedad de sus casos, da la impresión de ser la sucursal española de la del Dr. House. No sólo el trabajo viene complicado para el Dr. Diego: se está separando de su mujer –que, tanto como para sumar dolor, trabaja como enfermera en la misma clínica–, al padre médico le hace tacto rectal pero no le detecta un tremendo cáncer y el leve escozor de la hija adolescente es sólo el anticipo de una gonorrea que –como si los avances de la medicina en las últimas centurias no hubieran llegado hasta allí– podría resultar mortal. ¿Es él el culpable de tanto horror alrededor o es esa maldita clínica la que empeora enfermedades? A partir de determinado momento será más bien lo contrario, cuando el Dr. Diego descubra que, como en un libro de Víctor Sueiro, sus manos curan. ¿Curan desde siempre? No, sólo desde que el amante de una paciente, furioso por su mala onda, le alojó un balazo a la altura de la clavícula. ¿Qué tiene que ver la bala con el poder curativo? Muy simple: se trata de un don transmisible, que en este caso se comunicó mediante un abrazo post-balazo. Una nena –hermana menor de su amante– se lo pasó primero al hombre que la atropelló y mató en una ruta, antes de sostenerla en sus brazos, y ahora ese mismo hombre se lo transfirió al médico, luego de intentar asesinarlo. No se trata de matar al prójimo para recibir el don, sino de abrazarse más. Por ese motivo, el Dr. Diego, tradicionalmente renuente a toda forma de contacto, anda ahora repartiendo caricias por las camas. Es como Patch Adams, pero con el aire de gravedad de un Bergman hispano.
Otra “nicomovie”, un misterio a develar ¿Es Nicolas Cage simplemente un actor, o se trata ya de un género en sí mismo? ¿Se podría hablar, a esta altura, de nicomovies, englobando todas las que tienen como héroe al sobrino de Francis Coppola? Trátese de La leyenda del tesoro perdido, Ghost Rider, El aprendiz de brujo, Infierno al volante 3D o, ahora, Cacería de brujas, de existir las nicomovies se caracterizarían por salpimentar la acción con toques fantásticos, su elevado tenor graso y el importante rol que el rubro peluquería cumple en ellas. A saber, la frente amplia de Cage en La leyenda..., el entresacado con mechitas de Ghost Rider, el look Kate Winslet de El aprendiz, el rubio lacio con canas en Infierno al volante, el rubio más ondeado de Cacería de brujas. Lo que difícilmente pueda decirse de las nicomovies (la desaforada Infierno al volante 3D es la excepción a esta regla) es que sean buenas. Aunque el título original de Cacería de brujas es Season of the Witch, no hay rastros del tema homónimo de Donovan. Tras desertar horrorizados por la intolerancia eclesiástica, dos ex cruzados reciben, a comienzos del siglo XIV, el encargo de trasladar a una presunta bruja adolescente –acusada de llevar la peste de un lado a otro– a un lejano monasterio. Los monjes poseerían un legendario libraco, lleno de conjuros para acabar de una vez por todas con la brujería. Película “de acción histórica” en su primera parte (con amagues de picaresca aventurera), suerte de western medieval en la segunda (el viaje, a través de territorio salvaje, de unos hombres de ley y su salvaje prisionera), show de efectos especiales fantásticos en la última, da la sensación de que el guión, escrito por un tal Bragi Schut, se contenta con sumar peripecias dispersas, que le permitan llegar hasta los 90 minutos reglamentarios. Interpretando al cruzado Behmen, Cage luce tan ceñudo como siempre (su condición de héroe de acción es uno de los grandes misterios del cine contemporáneo). A su lado, el siempre atractivo Ron Perlman se ve reducido, en el papel de su cofrade Felson, al ejercicio de su resonante voz. En el viaje al monasterio los acompañan un representante de la Iglesia, un estafador (cuyo posible efecto cómico-pícaro se quema en los papeles) y un guerrero, papel a cargo del conocido Ulrich Thomsen, unos siglos atrás actor favorito del Dogma danés. Con una posición descaradamente oportunista en relación con el tema de la brujería (si se trata de criticar la intolerancia religiosa, no existen; a la hora de levantar el interés, que las hay las hay), el gran golpe de efecto de esta película, dirigida por el nunca relevante Dominic Sena (60 segundos, Swordfish), consiste en un demonio de tan poco poder, que termina forcejeando con dos o tres mortales, como lo haría Mariano Pavone con los defensores rivales. A una escena se limita la aparición del eterno Christopher Lee, en el papel del cardenal. Un pedazo de rosada carne fresca le brota de la frente, consecuencia de la peste. “Estoy enfermo”, anuncia, como si no se le notara.
Secretos de un matrimonio muy celoso Entre lo aventurado y lo errático, la nueva película del director de Helsinki-Nápoles, todo en una noche es una comedia donde los amores se hacen, deshacen y rehacen en una trama que cruza a matrimonios burgueses con gente del hampa. Vistas la mayoría de ellas en ciclos especiales, en las películas de Mika Kaurismäki (Finlandia, 1955) todo es transitorio, inestable, provisorio. De allí que el formato de road movie sea uno de sus favoritos, desde su ópera prima en solitario, Arvottomat (1982), pasando por Rosso (1987), Helsinki-Nápoles, todo en una noche (1989), Zombie y el tren fantasma (1991) y sucesivas. Pero no sólo de road movies está hecha la inestabilidad en el mundo del hermano mayor de Aki: la figura del triángulo se impone, las relaciones amorosas son complicadas y por las dudas siempre hay por allí algún mafioso, secuestrador o asesino a sueldo, cuestión de recordar que no hay vida que no penda de un hilo. Esas constantes vuelven a verificarse en Divorcio a la finlandesa, título con que se estrena en Argentina su penúltimo film de ficción (se sabe que MK filma con tanta o mayor regularidad documentales que “argumentales”), que en su distribución internacional se conoció como The House of Branching Love. Basada en una novela ajena, en esta comedia los amores se hacen, deshacen y rehacen en una trama que cruza a matrimonios burgueses con gente del hampa. La premisa es muy parecida a la de Secretos de matrimonio, película sueca del mismo año, estrenada en Argentina meses atrás. En ambas, un matrimonio decide divorciarse y seguir conviviendo, hasta la firma del acuerdo de separación. En aquélla convivían con un matrimonio amigo, con el que practicaban cruces eróticos. Aquí, los protagonistas traen a la casa a sus respectivos amantes, para darse celos. Mientras tanto y como si se tratara de una versión nórdica de ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, cada vez que Juhani (el semicalvo Hannu-Pekka Björkman) y Tuula (Elina Knihtilä) se cruzan en un pasillo no se dicen cosas agradables. Ella le grita que es impotente; él, que ella tiene 35 pero parece un montón más. Lo curioso es que él trabaja como terapeuta familiar, asesorando a matrimonios en crisis (algo muy semejante sucedía en Secretos de matrimonio, ya que estamos). Pero el costado comedia burguesa (Juhani y Tuula viven en una casa espectacular, frente a un lago) se va enrareciendo, debido a las vinculaciones que ambos tienen con el submundo. Wolfii, hermanastro de Juhani, es proxeneta. A él acude el hombre, para contratar por una semana a una de sus pupilas, con la intención de fingir, delante de Tuula, que la chica es su nueva novia. A ella la anda buscando, a su vez, la jefa de Wolfii, Yrsa (Kati Outinen, mítica protagonista de La muchacha de la fábrica de fósforos y otros clásicos akianos), para recuperar una plata que la chica se quedó. ¿Y quién es Yrsa si no la mamá de Tuula, a quien abandonó cuando era una nena? Sí, OK, todos esos parentescos, cruces y coincidencias son más forzados que los de la tira televisiva El elegido. Como siempre en estos casos, será el espectador el que decida si se los cree o no. Como es frecuente en el cine de Mika y tal como sucede cuando uno se lanza al camino sin mapas (Los Angeles sin mapa se llama una de sus películas), Divorcio a la finlandesa está entre lo aventurado y lo errático. Lo que comienza como versión amarga de una clásica comedia de rematrimonio –como las que se hacían en Hollywood en los años ’30 y ’40– se entrega en su zona central a una deriva apoyada sobre arbitrariedades de guión. Y finaliza como comedia muy negra, con una madre que manda a secuestrar a su hija para ofrecerla en trueque por una presa codiciada, y la hija que le echa en cara su abandono de años. Lo mejor de Divorcio a la finlandesa hay que buscarlo en el entrechoque de elementos aparentemente inconciliables. En un bar de mala muerte, un tipo de aspecto cadavérico le ofrece, a esa especie de Homero Simpson finés que es Juhani, matar a otro; las convenciones de comedia burguesa se ven sacudidas por una serie de fornicaciones bastante crudas; el gesto bilioso de Kati Outinen y su propio personaje desentonan con el presunto tono de comedia. Más que el tono, en verdad, lo que Divorcio a la finlandesa tiene de comedia es el esqueleto: el tema de la simulación, los permanentes cruces de personajes, el carácter transitorio de las relaciones, la idea de que atravesar el infierno puede ser la mejor forma de re-erotizar un matrimonio muerto.
Extraños en el paraíso Bummer Summer invita a instalarse junto a unos protagonistas que si por algo se caracterizan, es por no ser lo que suele entenderse por personajes. Más se parecen a amigos “de la vida real”. Zach Weintraub o el caso del argentino apócrifo. Nacido hace 23 años en la pequeña ciudad de Olympia, Washington, a los 20 el realizador pasó seis meses estudiando en Buenos Aires (ver entrevista). El año pasado presentó Bummer Su-mmer en el Bafici y ahora se halla filmando su segunda película aquí. No sólo eso. Por inaudito que suene, el de hoy en el Cosmos UBA es el estreno mundial de la ópera prima de Weintraub, que por el momento no tiene fecha de lanzamiento en salas de Estados Unidos ni de ninguna otra parte. ¿Debería sorprender entonces que Bummer Summer, que en el Bafici se exhibió con el localísimo título de Verano plomazo, parezca una película argentina? Nos referimos a la línea que va de las primeras de Martín Rejtman hasta la aún inédita Lo que más quiero, de Delfina Castagnino, pasando por las de Ezequiel Acuña y la reciente Somos nosotros. Películas en las que una pudorosa empatía, un discreto, parco modo de estar junto a personajes en tránsito, importan más que cualquier acción, conclusión o peripecia. Pero claro, esa línea no es un invento argentino. El cine indie estadounidense la viene desarrollando desde hace rato. De lo que se trata, entonces, es de una sintonía a distancia, que tal vez permita hablar de Weintraub como el más argentino de los cineastas estadounidenses. Un modo de estar: más que para ver, Bummer Summer parecería hecha para estar en ella. No es que no sea digna de verse, por cierto: el director de fotografía Nandan Rao –coproductor de la película, además– sabe sacarle al blanco y negro un lustre infrecuente, que le da a Bummer Summer un notorio realce visual. Pero ya desde las primeras escenas, la película de Weintraub invita a instalarse junto a unos protagonistas que si por algo se caracterizan es por no ser lo que suele entenderse por personajes. Más se parecen a amigos “de la vida real”. Sensación fomentada por el hecho de que no se trata, con una única excepción, de actores profesionales. Y de que los diálogos fueron creados por ellos mismos. El guía del espectador en la narración es Isaac (Mackinley Robinson), un chico de 17 que en las primeras escenas recorre –como si no se hubiera convencido de que acaba de dejarlas para siempre– las instalaciones vacías del high school. Es verano, las horas son largas y daría la sensación de que la entera ciudad de Olympia (nos enteramos del nombre recién en el último crédito del rodante final) está tan vacía como esos claustros. Callado y por lo visto no muy decidido, a partir de la llegada de su hermano Ben (el propio Weintraub), Isaac básicamente se deja arrastrar, en esas horas largas y vacías del verano, por Ben y su amiga Lila (Julia McAlee, única profesional del elenco). Con ellos irá a una playa cercana y los tres terminarán yendo a conocer “el laberinto más grande del mundo”. Que queda, se supone, en las inmediaciones. Por su aire aleatorio, su terceto protagónico y su tendencia a dejarse llevar por lo azaroso, Bummer Summer hace pensar en una versión aggiornada de Aleluya las colinas, clásico vitalista de Adolfas Mekas, de comienzos de los ’60. Ambas son películas de su(s) época(s): la de Mekas parece una versión al aire libre de las de Richard Lester con los Beatles; la de Weintraub es Extraños en el paraíso, de Jarmusch, con protagonistas diez o quince años más jóvenes. El mismo blanco y negro (aunque más pulido, por cuestiones de paso fílmico), el mismo tono menor, los mismos largos planos fijos, la misma parca deriva, la misma idea de que no hay dónde ir. De allí la referencia que en un momento hace Lila, por contraste, a En el camino: Weintraub como un Kerouac que desconfía de la eficacia de la fuga romántica, el desborde, el exceso. También se puede pensar a Bu-mmer Summer (otra vez los ’60 vs. el siglo XXI) como una Jules et Jim en la que el deseo erótico queda en suspenso. Cuando aparece se corta, como hace Lila con Ben en una escena. O se lo deja fuera de campo: Isaac y Maya se dan unos besos en un auto, después van a una casa y allí sobreviene una elipsis. Si no, el sexo funciona en un plano más mental que real, como cuando Maya imagina que Isaac la engaña con Lila. Quizá sea cierto que Isaac quiere, pero sólo en su cabeza. O en una de esas es Lila la que quiere e histeriquea. Nunca lo sabremos del todo. Es la película la que parecería no saberlo. Bummer Summer es la clase de película a la que, por contraposición a la omnisciencia, podría calificarse de nihilsciente, nuliciente o algo así. Lo mismo que las primeras de Rejtman, las de Ezequiel Acuña o cualquiera de las otras nombradas en el primer párrafo. Lo cual confirma a la ópera prima de Zach Weintraub como una auténtica película argentina, hablada en inglés.
Redención detrás de la cortina Esta película búlgara, de nombre kilométrico, toca varios de los tópicos usuales en películas europeas a las que todavía se sigue llamando “de calidad”, y que tal vez correspondería llamar “de calidad media”. La revisita, en tono crítico, al pasado de los regímenes de detrás de la cortina; la pérdida y recuperación de las raíces; la figura de algún mayor como guía de los jóvenes y la pervivencia de los lazos familiares son algunos de ellos. Como la simple enumeración temática permite constatar, este cine de calidad media, y El mundo es grande... no es precisamente la excepción, tiende a la complacencia, lo consensual, el conservadurismo, dicho esto tanto en términos ideológicos como estéticos. ¿O no es conservador, acaso, que un joven amnésico se reencuentre a sí mismo, a quienes lo rodean, a su terruño incluso, gracias a los esfuerzos de recuperación hechos por el abuelo más bueno del mundo? El abuelo más bueno del mundo (y más joven, porque más de 60 no puede tener) es el serbio Miki Manojlovic, conocido, entre otras, por Papá salió en viaje de negocios, Tiempo de milagros y Underground. Jugador de backgammon y libertario de rostro amable, en sus tiempos el abuelo Bai Dan llegó a dinamitar un busto de Stalin, ganándose quince años de prisión: el perfecto héroe post-caída del Muro. Ahora, Bai Dan deja por un rato el juego en el que descuella en el bar de la esquina (“es la primera película sobre backgammon”, se enorgullece el realizador y coguionista Stephan Komandarev) para ir al rescate de Sashko, su nieto veinteañero. Tras sufrir un grave accidente automovilístico, Sashko se halla internado en una clínica alemana, tan amnésico como para no saber quién es él, ni el abuelo, ni nadie. “Encontrar respuesta a esas preguntas implica un viaje espiritual hacia dentro del propio ser”, sugiere Komandarev, con precisiones de Carlos Warnes, en la gacetilla de prensa. ¿Será una sorpresa que de a poco Sashko vaya recuperando la memoria, de la mano del paciente abuelo y con el backgammon como metáfora de la vida, el mundo, la salvación a la vuelta de la esquina? De metáforas evidentes están hechas las películas de calidad media. Antes de recuperarse a sí mismo y descubrir el amor, ese vehículo de sentidos llamado Sashko recordará su infancia en flashbacks de color caramelo. Flashbacks que van desde su nacimiento hasta el momento en que con sus padres logró huir del régimen, el racionamiento alimentario, la falta de futuro, la delación oficial, el sometimiento a la Unión Soviética, llegando hasta Italia. En una tautología sobreutilizada ya en la peor película de Pino Solanas (El viaje, 1992), sobre el final el recorrido de la memoria se verá representado por ese recurso de feria de algún cine primitivo y tanto cine casero, por el que todo camina... hacia atrás. Recurso con el que la película tal vez esté representando, involuntariamente, su propio recorrido estético.