La mano en la trampa El realizador de Slumdog Millionaire narra la odisea de un escalador atrapado en la montaña con un paroxismo formal propio del pop art, que se corresponde con un personaje excesivo y desbordante. ¿Existen las tragedias pop? La vida de Brian Wilson, las frustradas predaciones de Wile E. Coyote y la serie Flash-November 22, 1963, entre otras obras de Andy Warhol, demuestran que sí. También 127 horas, con la que el británico Danny Boyle vuelve a hacerse presente a la hora del Oscar, tras haberse llevado (casi) todos un par de años atrás, gracias a la nefasta Slumdog Millionaire, ¿quién quiere ser millonario? Esta vez las nominaciones son seis, incluyendo película, actor protagónico, guión adaptado y edición. Aunque curiosamente ni dirección ni fotografía, junto con la edición, son los rubros más destacados de la película. ¿Pero cómo puede ser nefasta aquélla y ésta buena, si en ambas el realizador de Trainspo-tting aplica la misma parafernalia visual de luxe, sobre temas a primera vista poco aptos? Básicamente, porque en un caso Boyle usó la miseria del país más miserable del mundo como marco para una colorida fabulita de amor y éxito. En esta ocasión se trata, en cambio, del accidente, aparentemente terminal, de un solitario escalador amateur, que queda atrapado contra una roca. Y a diferencia de ser un chico de la calle en la India –testigo y víctima de la esclavitud sexual, el abuso infantil y la tortura– escalar es algo que se elige. Esa asunción del riesgo y sus consecuencias permite al protagonista de 127 horas encarar su circunstancia con un optimismo, un espíritu, un sentido del humor que en términos lógicos pueden sonar a delirio. En el campo estético, a esa disposición de espíritu suele llamársele pop, onomatopeya que Boyle viene pronunciando reiteradamente a lo largo de su carrera. Tal como contó el explorador amateur Aron Ralston en su libro Between a Rock and a Hard Place, en abril de 2003, durante uno de sus fines de semana a pleno sol en el desierto de Utah, su mano derecha quedó atrapada bajo una roca. Ralston se hallaba en medio de un cañadón desolado y prácticamente inaccesible, sin provisiones ni posibilidad de escape. Pero que la película se llame 127 horas hace pensar que la encerrona podría no ser para siempre. El título plantea al espectador, además, un desafío casi deportivo, que lo pone en pie de igualdad con el héroe. El de-safío de asistir a una hora y media que consistirá –a partir del cuarto de hora, al menos– en un tipo forcejeando contra una roca imposible de doblegar. Ese desafío, esa voluntad de encarar un tour de force narrativo, emparientan la película de Boyle (que adaptó el libro de Ralston junto a Simon Beauffoy, guionista de Slumdog Millionaire) con La escafandra y la mariposa, en la que el héroe queda reducido al movimiento de un ojo, o Enterrado, que se limitaba al encierro de un tipo bajo tierra. Las armas de Enterrado para mantener el interés del espectador eran la intensidad y la fijeza. Más en línea con las de La escafandra..., las de 127 horas consisten en un exuberante frenesí imaginativo y visual. Asistido por dos notorios cultores del lujo fotográfico –su brazo derecho Anthony Dod Mantle y Enrique Chediak, proveniente del cine indie– y con el indio A. R. Rahman bombardeando la banda de sonido con lo que tal vez puedan llamarse tecno-ragas, desde un primer momento Boyle narra lo ínfimo –los preparativos de Ralston antes de la excursión, el viaje en 4 x 4 hasta Utah, el trecho en bici, su caminata bajo el sol– mediante un paroxismo pop de pantallas divididas, reencuadres, ralentis, cámaras en mano, imagen de video, texturas variables, un paisaje artificializado a fuerza de tonos saturados y encuadres que incluyen hasta la subjetiva de un termo. ¿Exceso, artificio, manierismo a todo trapo? Desde ya. Pero debe tenerse en cuenta que –tal como lo interpreta, al menos, el eléctrico James Franco– el protagonista es un tipo tan excesivo, quimérico y desbordante como la estética con la que Boyle lo aborda. Sin renunciar al artificio (durante esos cinco días Ralston es asaltado por un tsunami de flashbacks, sueños y fantasías), Boyle narra esa sobrevivencia imposible (no hay forma de que la roca ceda, la provisión de agua se agota, la comida consiste en unas barritas de cereal), poniendo atención sobre el detalle mínimo (el intento de armar sistemas de palancas y poleas, el movimiento infinitesimal de un dedo, el pis guardado como sustituto del agua). Esa convivencia con el héroe, su voluntad de no bajar los brazos pese a todo, hacen crecer la intensidad y el compromiso con su suerte. El último recurso redobla el desafío para el espectador, al obligarlo a plantearse hasta dónde está dispuesto a ver. Haciendo uso de su navajita de bolsillo, Ralston tiene la idea –tan loca y lógica como las del Coyote, que predaba por esa misma zona– de deshacerse del brazo aprisionado, liberándose para siempre de sus cadenas de roca. Sobreponerse a la tragedia, en suma: difícilmente en un film de Hollywood no suceda esto.
Cuando la comedia romántica vuelve a vivir Así como en los ’90 Cuando Harry conoció a Sally revolucionó el género, ahora el rejuvenecido director de Los cazafantasmas reinventa la comedia romántica con actores fabulosos, derivaciones sorprendentes e inesperados brotes de inspiración. En las últimas décadas, la comedia romántica se comportó como la Iglesia Católica: al ver que el mundo no le respondía, en lugar de abrirse a él se abroqueló sobre sí misma, repitiendo una y otra vez la misma liturgia, cada vez más vaciada de sentido. Así, al día de hoy no hay quien le crea, todo el mundo sabe que sus rituales son el simulacro de una fe muerta, sólo unos escasos incondicionales le siguen siendo fieles. En ese punto aparece una comedia romántica como Amigos sin derechos (en los ’90 sucedió algo semejante con Cuando Harry conoció a Sally, después la nada otra vez), capaz de reinventar el género por sí sola. Una de esas películas en las que todo parece aliarse mágicamente –desde el primer encuadre hasta el último, desde el nombre más rutilante del elenco hasta el figurante más anónimo, desde el propio corazón del asunto hasta la ocurrencia colateral—, Amigos con derechos cree en el amor no porque el guión lo dice, sino porque los hechos demuestran, en ella, que la palabrita de cuatro letras algo sigue queriendo decir. Si el gag más célebre de Cuando Harry conoció a Sally tenía que ver con un orgasmo fingido, el más celebrable de Amigos con derechos es el de una menstruación sincrónica (tres amigas a la vez, y su amigo gay sumándoseles) y el mix de temas relacionados con el asunto que el protagonista graba para su chica. Temas que van desde “Bleeding Love” (“Amor sangrante”) hasta “I’ve the World on a String” (“Tengo el mundo en un hilo”, versión Sinatra). “¡Tengo una escena del crimen en la bombacha!”, se queja una de las chicas sincronizadas. Amigos con derechos es una comedia romántica moderna, porque empieza siendo una comedia sexual. Emma (Natalie Portman) y Adam (Ashton Kutcher) nunca saben del todo qué relación es la que tienen, ni cuál quieren tener: otra razón por la cual Amigos con derechos es una comedia romántica moderna. Pueden seguir buscándose datos de su modernidad, y se hallarán todos. Desde la inversión de roles tradicionales hasta las sexualidades nunca del todo fijas de sus personajes, pasando por la paranoia amorosa, la franqueza sexual, la velocidad mental y verbal como armas de supervivencia. Escrita por la hasta ahora desconocida y de aquí en más obligatoria Elizabeth Meriwether (ojalá no le pase lo que a Nora Ephron, guionista de Cuando Harry..., que en pocos años viró de la agudeza al reblandecimiento), a contramano de la burbuja artificial en la que desde hace tiempo se asfixia el género, Amigos con derechos refleja las dudas, deseos y ansiedades más profundas del espectador. Sobre todo del espectador de veintipico/casi treinta, obvio, porque ésa es la edad de los personajes y la del target potencial. Emma es médica residente en una clínica de Los Angeles, Adam trabaja como pinche en un canal de televisión. Los lugares que ocupan en la pirámide laboral tienen que ver con el grado de independencia de cada uno, y la fuerza que ponen en labrárselo. Emma gestiona su vida sexual con tanta determinación como la que deposita en su profesión. “Trabajo todo el día, hago varias guardias semanales”, frena de entrada el envión amoroso de Adam. La solución: echarse un rapidito donde se pueda y a como dé lugar. Pie para un clip imperdible de corridas, minutos robados y polvos sobre camillas de cirugía o baños para discapacitados, digno del cine mudo o de la ceremonia del Oscar, cuando está inspirada. “¡Guau, es como si viniera hacia mí!”, dice ella, encantada, mirando el pene de él con anteojitos 3D. Si el mundo (del cine) fuera justo, a Portman la habrían nominado por este papel, en lugar del esforzado tour de force de El cisne negro. Y a Ashton Kutcher se lo reconocería como gran galán-comediante: difícil imaginar a un actor de su generación capaz de estar tan bien como él aquí. Que Adam trabaje de pinche, siendo ya un tipo grande, también tiene su razón. Vive bajo la sombra del padre, típica estrella vanidosa de la tele, que le consiguió empleo y le sopló la novia (Kevin Kline, en un acto de justicia poética). Por eso Adam: porque el padre se considera Dios. Así lo recuerda la reproducción del famoso fresco de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, con la que papá-Dios decora, al más puro kitsch angelino, la torta de cumpleaños del hijo. Dirigida por un Ivan Reitman súbitamente revivido (es el director de Los cazafantasmas, Junior y Presidente por un día y se cita a sí mismo, con un poster de Meatballs), que parece querer salir a competir con su hijo Jason (el de La joven vida de Juno y Amor sin escalas), es verdad que Amigos con derechos (jurídico título local para un original traducible por “Sin ataduras”) paga el precio de la convención genérica que reclama un primer acto de enamoramiento o flechazo, el segundo de separación y un tercero de reconciliación reparadora. Pero es tanto lo que ofrece a cambio... Los personajes secundarios, actores fabulosos (¡anotar el nombre de Lake Bells!), derivaciones sorprendentes (¡ese encame desaforado entre dos amigas!), brotes de inspiración en el rincón más inesperado (¡la imitación del pececito Nemo!, ¡la de Drew Barrymore!) y un vuelco alcohólico que ojalá Natalie Portman repita la noche del Oscar, con panza y todo.
Intriga berlinesa Típico thriller de pistas falsas y cartas marcadas, Desconocido es una de esas películas que exigen una radical suspensión de la incredulidad. Pero la suspensión de la incredulidad no es algo que corresponda exigir. Si el espectador accede a ello, es por confiar en que a cambio le permitirán participar del juego. Y difícilmente una película que no asume su carácter lúdico lo haga. Algo así como una mala versión no acreditada de la reciente Agente Salt, Desconocido trabaja sobre presupuestos tan disparatados como los de aquélla. Pero lo hace queriendo reescribir a Rocambole con la seriedad de un tratado sobre la identidad humana, intentando disfrazarse de Hitchcock en el camino. La tierra de perdición (de la identidad) no es esta vez el norte de Africa, como En manos del destino, o París, como Búsqueda frenética, de Polanski, sino una Berlín que más parece un infierno helado. Hasta allí llegan el eminente botánico Martin Harris (Liam Neeson) y su esposa Liz (la gracekelliana January Jones, esposa de Don Draper en la serie Mad Men). El para participar de una conferencia internacional de biotecnología, ella para acompañar al maridito. Hay un accidente, una confusión mental producto del shock, el trauma psicológico ocasionado por una esposa que dice no reconocer a su marido. Pero sí lo hace con un desconocido (Aidan Quinn), que asegura ser el verdadero Dr. Harris. Con el ego por el piso, Neeson intentará recuperar su cascoteada identidad, con ayuda de una solícita taxista que resulta ser refugiada bosnia (la alemanísima Diane Kruger) y de un detective local, ex agente de la Stasi tirando a depresivo (desde que se pegó un bigote en La caída, el suizo Bruno Ganz parecería representar lo alemán para Hollywood). Como un Orfeo sin su Eurídice, el héroe descubrirá que nadie de quienes lo rodean resulta ser quien él creía. Ni siquiera él. Como en Agente Salt, hay una gran conspiración política detrás de todo esto. El magnicidio al que se aspira no es en esta ocasión el del mismísimo presidente de los Estados Unidos, sino el de un príncipe saudí “progresista” (¿?) que, en alianza con un científico alemán la mar de políticamente correcto, quiere detener el hambre de la humanidad mediante una nueva y “revolucionaria” clase de maíz. Los asesinos de elite no son esta vez autómatas a los que la URSS les haya lavado el cerebro, sino algo más tímido e impreciso: sobrevivientes de una organización secreta de la Segunda Guerra. Mientras que Agente Salt se asumía como ficción pulp, elevando a la enésima el componente folletinesco, la culposa Desconocido intenta disimularlo todo el tiempo, travistiéndose de seria. A esa seriedad inconveniente contribuye enormemente Liam Neeson. El realizador catalán emigrado Jaume Collet-Serra, que había hecho gala de ludismo gore en La casa de cera, da aquí un paso atrás. Con el gran Frank Langella desperdiciado en un papelito de cinco minutos, la rubia Jones justifica aquí, con su sosera, que en la serie de HBO Don Draper ande de cacería con cuanta pollera se le cruza.
La influencia de Oscar Durante su primera hora, el film protagonizado por Christian Bale y Mark Wahlberg resulta altamente disfrutable. Pero ahí es cuando entran en escena los lugares comunes de Hollywood. El Oscar y sus reiteraciones. En 2008, un drama de lucha libre, El luchador –nominada en dos categorías– permitió reflotar sus carreras al realizador Darren Aronofsky (ver al lado) y la estrella Mickey Rourke. Ahora, David O. Russell –cineasta indie que con Tres reyes logró, hace más de una década, una visibilidad que antes y después nunca tuvo fácil– vuelve a las ligas mayores con un drama de boxeo que originalmente iba a dirigir Aronofsky. Llamada The Fighter, la distribución local le puso directamente El ganador, no sea cuestión de que el amable espectador tenga dudas de cómo termina la cosa. Con Mark Wahlberg y Christian Bale al frente de un elenco poderoso, El ganador aspira a siete Oscar, incluyendo los correspondientes a película, director, actor secundario y actrices secundarias (dos, a falta de una). En tren de apuestas, Bale manda en su categoría y Melissa Leo ranquea bien como actriz secundaria. Todo bien, pero, ¿es una buena película El ganador? En su primera mitad sí, muy buena incluso. La segunda es como un gran embudo, que lleva indefectiblemente a todos los clichés del mundo. Como demuestran Secretos íntimos (Spanking the Monkey, 1994), la aquí inédita Flirting with disaster (1996) y I heart Huckabees (2004, lanzada aquí en DVD), la locura familiar es el tema de David O. Russell. Tras el dadaísmo dispendioso y dilapidador de la última de ellas, era tiempo de un comeback y Russell, copiando a Aronofsky, eligió hacerlo con El ganador, contando para ello con una ristra de fórmulas probadas: el ring como metáfora de la vida, un toque de boy meets girl, una pareja de hermanos boxeadores que funcionan como polos opuestos, alla Toro Salvaje, el hiperclásico hollywoodense de la fábula de superación personal. Basada en una historia real (otro clásico), El ganador comienza a mediados de los ’90, cuando la cadena HBO llega hasta el pueblito de Lowell, Massachusetts, para filmar un documental sobre el posible retorno al cuadrilátero del ex welter Dicky Eklund (Bale). Unos años atrás Dicky tuvo sus más de cinco minutos de fama, cuando logró tumbar al legendario Sugar Ray Leonard. Aunque algunos sostienen que Leonard patinó y se cayó. Después de eso, como el propio Russell, Eklund dilapidó su fama. Pero no con caprichos artísticos sino a puro crack. Ahora, ese mono con navaja de Dicky entrena a su hermano menor, el serio, introvertido, opaco Micky Ward (el adecuado Wahlberg, veterano de Tres reyes y Huckabees). Compartiendo rincón con un policía que es pura sensatez, Dicky no es malo cuando se trata de técnica (distraer con golpes a la cara, pero definir al cuerpo, es su motto). Pero a la hora de conducir la carrera de su hermano sí lo es. Lo hace pelear con un tipo varias categorías más pesado, por ejemplo: una carnicería. Pero la que manda allí es Alice, mamá de Dicky & Micky (la aguerrida Melissa Leo, nominada en 2008 por Frozen River). Rubia platinada, siempre muy producida y llena de collares, además de cabeza visible de este verdadero clan white trash, Alice Ward maneja números, agenda y carrera de los hijos. A su alrededor se nuclean sus siete hijas. Tantas y tan peso pesado, que nunca parecen entrar del todo en el encuadre. Y que irán en masa, junto con mamá, a patotear a Charlene, nueva novia de Micky (Amy Adams compite contra Melissa Leo en la misma terna). Charlene osó sugerirle al muchacho la conveniencia de buscarse otra manager y otro entrenador. Y no se le ocurrió mejor idea que hacerlo en medio de una reunión familiar. Indiferenciando siempre familia y trabajo, los ensamblados Eklund-Ward recuerdan, en su camaradería de aprietes, batallas campales y reconciliaciones a los gritos, a la soldadesca de los westerns de John Ford. A Russell siempre le encantó esa clase de locura (su ópera prima era... ¡una comedia de incesto madre/hijo!) y vuelve a sentirse como pez en el agua en medio de ese quilombo, transmitiendo un placer y una vitalidad infrecuentes. “Vos te callás”, le ordena Alice a su segundo marido, en medio de una discusión en el gimnasio, y el tipo, toda una mole (Jack McGee parece un clon del gran Charles Durning) mete el rabo entre las piernas, da media vuelta y se va. “¿Para qué me trajiste a ver esta película? Ni siquiera la vi, la leí...”, se queja Charlene. Es que Micky no tuvo mejor idea que llevarla a ver una película que él pronuncia Bel epecuá. Y que resulta ser Belle époque. Para celebrar esa fiesta Russell cuenta con un plantel de campeones. Como en Ford, como en Hawks, como en toda comedia verdaderamente buena, en El ganador casi más que los protagonistas brillan los secundarios. Leo es una leona, Adams siempre magnética, imperdible cada una de las siete hermanas Ward, aunque el espectador no llegue a retener sus rostros, mucho menos sus nombres. Contrariamente, Bale, que se supone el más destacado del elenco, chirria un poco, de tanto exagerar el papel de perno flojo. En un momento, allá por la hora de metraje, Russell recuerda que ésta no es una película personal, sino una de Hollywood. Allí la cosa se pone seria, la comedia se vuelve drama, Dicky deja de ser un contagioso tiro al aire para convertirse en caso testigo de los estragos del crack, a Micky le toca encarnar el tesón, la redención y otros pecados capitales, llega hasta las puertas del título mundial... y a esa altura ya hace rato que El ganador se echó a perder para siempre, tentada por ese viejo santurrón del Tío Oscar.
Cuando la danza no es un arte sublime Tras un par de fiascos, el director de Pi levanta la puntería con la película más loca y a contramano de las nominadas al Oscar. Natalie Portman parece una candidata de fierro al suyo. Si en Hollywood la hubieran entendido, El cisne negro habría competido por los Razzies (los premios que todos los años se otorgan a las peores películas) y no por los Oscar. No porque sea mala, sino por ser la más loca, enferma y a contramano de las diez candidatas. Y eso es algo que en aquellas colinas se castiga. Versión de Las zapatillas rojas revisada por un imaginario script team conformado por Sigmund Freud, Timothy Leary, Mario Bava, Sacher-Masoch, Dario Argento, el Polanski de Repulsión, el Cronenberg de La mosca y Pacto de amor y una decena de contribuyentes más (todos llevándose entre sí a las patadas), la nueva película del realizador de El luchador se mete en ese ámbito de qualité garantizada que es el mundo del ballet, para demostrar que no existe algo como la qualité garantizada. Con Natalie Portman como una Juana de Arco de tutú y ballerinas, en El cisne negro, Darren Aronofsky corrompe el carácter pretendidamente sublime de la danza clásica, pronunciando tres de las onomatopeyas más infames del vocabulario cinematográfico: camp, trash y pulp. En el prólogo, Nina Sayers (Portman) se sueña bailando El lago de los cisnes, en el papel de la pura y casta Odette. Con su horrible máscara de pajarraco, el mago Rothbart la seduce y hechiza, llevándola a la perdición. Si alguien supone que eso es lo que va a sucederle a Nina, no andará muy errado: El cisne negro es la clase de película en la que las cosas son tal como se ven. Coreógrafo lleno de humos, Thomas Leroy (el francés Vincent Cassel) prepara lo que deberá ser la versión definitiva de El lago de los cisnes. La envidia y el recelo se activan entre las chicas del ballet, todas ellas aspirando al rol protagónico. No será fácil: la versión Leroy extrema la oposición entre Odette, cisne blanco, y Odile, cisne negro, ambas interpretadas por una misma étoile. “Podés ser un magnífico cisne blanco, pero jamás el cisne negro”, le avisa Thomas a Nina y la chica se va a casa llorando. No es raro que lo haga: con su habitación llena de ositos de peluche, Nina parecería fijada en la edad mental de una preescolar. Tanto, que es virgen. Y sucede que la lectura que el coreógrafo (y los guionistas de la película) hacen de la obra de Tchaikovsky está más cerca de Freud, Wilhelm Reich y Milo Manara que del Romanticismo. A Leroy le importa menos la técnica que la entrega: si quiere ser la elegida, Nina deberá descontrolarse, zarparse, devenir mujer. Narrar ese descontrol sonaría falso, si Aronofsky no fuera el primero en tirarse a la pileta. Acá no hay vueltas, todo se juega en plan bestia. Arquetipo del coreógrafo manipulador elevado a la enésima, Thomas parece una suma del personaje de Anton Walbrook en Las zapatillas rojas y el del actor veterano de Nace una estrella. Típica ex bailarina que eligió la condición de madre, abandonando la carrera artística, Erica Sayers (Barbara Hershey, reapareciendo como versión quirúrgica de sí misma) es la mejor protectora de Nina y su peor carcelera. Faye Dunaway en Mamita querida o, si se prefiere, la mamá de Carrie. Cisne negro de Nina, una compañera de elenco (Mila Kunis) será su objeto de deseo, tal vez justamente por parecer su reflejo en el espejo. Nada de sentido figurado: tras una noche de alcohol, éxtasis y calentura descontrolada, Nina invita a Lily a su casa y, con mamá gritando del otro lado de la puerta, se echan un encame que recuerda al de Elizabeth Perkins y Gina Gershon en Showgirls (película que, en su trash desaforado, tal vez sea el más directo precedente de ésta). Nominada a cinco Oscar (película, dirección, actriz protagónica, fotografía y edición), los desafueros de El cisne negro hacen pensar que la sobria y realista El luchador representó para Aronofsky un password de reingreso a una industria que le retaceaba su confianza, tras la calamitosa La fuente de la vida. Logrado el acceso, en El cisne negro el realizador-científico loco vuelve a las andadas, experimentando otra vez con el cerebro como mórbido productor de fantasías. Como Pi y la francamente fea Requiem por un sueño, El cisne negro está enteramente narrada a través de la lente deformante de Nina, que no discrimina fantasía y realidad, sueño y vigilia, imaginería y materia. La chica recibe una mala noticia, va al baño y como si fuera la hija de La mosca empieza a tirar de un pellejo hasta arrancarse una lonja de piel. O supone haberlo hecho. Del mismo modo, la furiosa noche con su compañera de elenco tal vez haya sido una invención. Pero la barrera entre lo vivido y lo imaginado se derriba también en sentido contrario. Otra vez Cronenberg: en algún momento crucial, Nina parecería mutar de especie. Huesuda, ojerosa, con el ceño eternamente fruncido, Natalie Portman –candidata número uno a ganar su terna– hace un trabajo que parece, más que un tour de force, un verdadero ritual de autosacrificio. Bien a la medida de un personaje que aspira a alcanzar la perfección mediante la autoflagelación.
Fábula del exorcista que pecaba de aburrido Desde La séptima víctima(1943) y Curse of the Demon(1958) –continuando, desde ya, con El bebé de Rosemary, El príncipe de las tinieblas y, más que ninguna, esa bestialidad de El exorcista– las buenas películas de terror satánico inducen al espectador, por más escéptico y racionalista que sea, a creer desesperadamente en el Mal durante dos horas. Las malas quieren convertirlo en creyente fuera de la sala, lo cual es imposible, porque no saben hacerlo adentro. Ejemplo extremo de esa clase, en lugar de ser la estrella de la película, en El rito el Mal parece interesar sólo como prueba de la existencia de su contrario. “Creo en ti”, le grita el escéptico protagonista a quien se supone es el demonio, durante un clímax de voces roncas, perjurios y venas a punto de estallar. “Por lo tanto creo en Dios”, remata. Ah, con que ahí querían llegar. Ya lo había anticipado el profe de Exorcismo del Vaticano, en una de las primeras escenas: “El objetivo de este curso es ver la posesión demoníaca a través de la lente de la fe”. La película, que parece financiada por la Santa Sede, aspira a lo mismo. Como corresponde a todo ejercicio de didactismo laico o religioso, El rito es de una seriedad de-sesperante. Presuntamente basada en una historia real (como nueve de cada diez películas de Hollywood), con guión del multiuso Michael Petroni (The Dangerous Lives of Altar Boys, la muy mediocre Personalidad múltiple, la última Las crónicas de Narnia) y dirección del sueco Michael Hafström (que viene haciendo un thriller esquemático tras otro en Estados Unidos), la película narra, como toda fábula de propaganda, la conversión de un escéptico en creyente. La astucia es, en tal caso, que el escéptico no es periodista (aunque una periodista hay, para hacerle lugar a la decorativa Alice Braga), sino... cura. “En mi familia, sos empleado de pompas fúnebres o sacerdote”, constata resignado Michael (Colin O’Donoghue), el hijo del funebrero (el reaparecido Rutger Hauer). Seguramente para diferenciarse del padre, Michael elige lo segundo. Muchacho de convicciones no muy firmes, tras presentar la renuncia al seminario unos años más tarde, su superior (Toby Jones, Truman Capote en alguna encarnación anterior) lo convence de ir a tomar unas clases de exorcismo en Roma, aunque más no sea como forma de turismo. En Vaticano City Michael terminará dando con un veterano en la guerra contra Satán, el padre Lucas (a quien Anthony Hopkins compone con solemnidad de misa). Será el tocayo del pato quien a la larga elimine de raíz las dudas del escéptico, tras hacerlo testigo de las tortuosas sesiones con la niña poseída de turno (hija, aquí, de Maria Grazia Cucinotta). Tan poco convencida de lo que en verdad quiere como su héroe, la película coquetea con el rol de hija rebelde de la Madre de Todas las Películas de Exorcismo (“¿Qué esperabas, cabezas que giran, sopa de arvejas?”, lo carga Lucas a Michael, en referencia a El exorcista), para terminar haciendo girar cabezas y torcer extremidades. Más preocupada por evangelizar que por asustar, El rito confunde la sala con el púlpito, aburriendo al no converso y sin regalar al ateo aunque más no sea un miserable sacudón.
Candidata al Oscar a golpes de cálculo Basta ver este retrato del rey Albert para imaginar una buena cosecha en los premios de la Academia de Hollywood, que suele celebrar la mixtura entre la comedia de salón, el film de época y la reconstrucción histórica, aunque se tome varias licencias. “Para ser rey ya no basta con ponerse uniforme militar y montar a caballo; ahora hay que saber actuar”, le advierte Jorge V a su hijo Albert mientras ensaya un primer discurso radiofónico, allá por los años ’30 del siglo pasado. Albert mira a su odiado padre y traga hondo. Acaba de confirmar que si algún día el destino llama a su puerta –algo no tan improbable, teniendo en cuenta que el quinto de los Jorges es tan mortal como cualquiera y el heredero natural al trono, un tiro al aire–, la máscara real va a quedarle grande. Si algo no puede hacer el duque de York es hablar: sería incapaz de decir tea sin tartamudear. Habrá que enseñarle a hacerlo, no sea cosa que un día tenga que declarar la guerra y no pueda pronunciar la palabra war sin cortes y quebradas. Ese día va a llegar. Hacia ese instante exacto en el que una nación entera y hasta el mundo parecen depender de una alocución fluida se dirige, entera, El discurso del rey. En los escasos minutos que dura la declaración de guerra inglesa al Tercer Reich –minutos que una astuta dilación dramática extiende como si se tratara de eternidades–, la película que tiene por protagonista a Albert Edward Arthur George de Windsor halla su clímax. Allí se celebra a la vez una épica de la monarquía que hasta entonces se había mantenido astutamente disimulada. En la senda de otras winners –desde La locura del rey Jorge hasta La reina, pasando por Shakespeare apasionado–, El discurso del rey es la más lógica favorita de la Academia de Hollywood este año. Se trata, al mismo tiempo, de una comedia de salón, un film de época, una reconstrucción histórica y la más inglesa de las películas posibles, reuniendo en una sola varias de las condiciones que permiten alzarse no con una estatuilla, sino con un montón. No por nada producida por esos viejos lobos del Oscar que son los hermanos Weinstein, El discurso... aspira nada menos que a doce. Va a obtener la mayoría, empezando por el de mejor película y siguiendo por el de mejor actor. Este último será el más justo (el único justo, diría uno de esos insolentes que nunca faltan): en el papel del Rey Tarta, Colin Firth es una verdadera olla a presión de nervios, neurosis, furia y tesón. El guión del veterano David Seidler (único pergamino previo, la coescritura del Tucker de Coppola) hace foco en la relación entre el hombre que será rey y el que le allanará el camino. ¿Su Rasputín, acaso? ¿Su Svengali, su Doolittle, su confesor, su Freud? Encarnado por un Geoffrey Rush que no por nada aparece como productor asociado, el doctor Lionel Logue es, asombrosamente, todo eso junto. Pero antes que nada el terapista de habla del hombre al que, con herética confianza, se permite llamar Bertie. “Señora Jones”, falsea su verdadera identidad la futura Queen Elizabeth (Helena Bonham-Carter, también nominada), en la impresentable sala de espera del doctor Logue, que no tiene diplomas ni secretaria. Cuando descubra quién es su nuevo paciente, Logue palidecerá, pero no por mucho tiempo. Para que la relación entre ambos funcione como relectura de otras parejas cómicas, the man who would be king y el common man australiano (que tal vez no sea doctor siquiera) deben estar a la par. La química está probada y funciona, propulsada aquí por el más británico ping pong de diálogos cáusticos, certeros, epigramáticos. Cuando el acomplejado duque advierte al plebeyo que no lo llame Bertie, aquél le hace saber que en su consultorio el único rey es él; el tartamudo irrecuperable renuncia en la primera clase, pero el otro, como un experto jugador de bridge, sabe que va a volver; el rígido heredero arruga la boca ante la más mínima muestra de distensión, y el terapista transgresor lo obligará a putear, cantar y bailar. A liberarse, para liberar el frenillo. ¿Que no resulta muy creíble que un miembro de la ultraconservadora familia real británica se permita semejantes libertades? El discurso del rey no aspira a la credibilidad sino a la seducción, contando con el personaje de Logue por abrepuertas. Apuntando a la identificación del espectador, el desparpajo con que el tipo desacraliza la corona –más propio de un punk contemporáneo que de un súbdito del siglo pasado– llega a niveles tales que termina sentándose en el trono (¡antes que el nuevo rey lo haga por primera vez!) y enmendándole la plana al mismísimo arzobispo de Canterbury, al que Derek Jacobi compone casi casi como el demonio mismo. Film de cálculo por excelencia, El discurso del rey conquista a la plebe de espectadores con su distensión y sentido del humor y la trampea con su distorsión de datos históricos y personales (el futuro rey como hijo desfavorecido, hermano desplazado y padre perfecto, nunca como el filonazi que dicen que fue), para rendirse finalmente ante la monarquía, el más previsible de los triunfalismos dramáticos y la seriedad del drama de tiempos de guerra, casi como aquellos films ingleses de propaganda de los ’40. En el camino se saluda a la actual reina de Inglaterra (hija de Jorge VI) como niña encantadora y responsable, a Churchill como caricatura de sí mismo (Timothy Spall ganaría de punta a punta el Oscar a la sobreactuación) y corona, queda dicho, a un Colin Firth que ya en la previa Sólo un hombre mostraba una saludable complejización de su proverbial contención. Formado en la BBC, el realizador Tom Hooper altera aquí y allá la impersonal funcionalidad de su estilo con erupciones de grandes angulares. Como actos fallidos visuales, esas lentes parecerían querer deformar, aunque sea por unos segundos, la visión de un establishment ante el que El discurso del rey inclina con reverencia su testa de súbdito.
El reverso de la postal de Bariloche Más de un guionista de Hollywood se hubiera relamido con una historia que incluye cárcel, pobreza, larga y dramática separación amorosa, fe evangélica y recaída en el delito. Pero Linares la narra, en cambio, con lacónica, precisa sequedad. “La libertad es fiebre, es ocasión/fastidio y buena suerte”, dice el graffiti que pintó algún poeta anónimo, sobre el muro de la cárcel rionegrina en la que Lucas Jaime Torre cumple una segunda condena por robo. Para su mujer, la dulce espera del título tiene doble sentido. Al mismo tiempo que la libertad de su pareja, Valeria aguarda el nacimiento de su primer hijo. Más de un guionista de Hollywood se hubiera relamido con una historia que incluye cárcel, pobreza, larga y dramática separación amorosa, fe evangélica y recaída en el delito. La marplatense Laura Linares la narra, en cambio, con lacónica sequedad, la falta de acentuación que la realidad impone. Lo cual no quiere decir, por cierto, que la realizadora no filme Dulce espera como ficción. Lo anuncian las primeras imágenes, sobre las que se inscriben los nombres de los protagonistas –como los de los actores de un film argumental–, y lo confirma el claro seguimiento de un hilo narrativo. Lo que nunca podría ser de ficción son los rostros, los gestos, el habla de esos “actores”, robados a un orden que es inconfundiblemente el de lo real. “Siempre fui consciente de que había gente de otra parte de Bariloche que la estaba pasando muy mal”, decía Linares en la entrevista publicada el miércoles en Página/12. Criada desde los tres años en la ciudad que para la clase media argentina es una postal del paraíso, la realizadora muestra una Bariloche que es antípoda de la del culopatín, el chocolate en rama y los tours de egresados. “La vida de nosotros es pura caca, nomás”, le suelta Valeria a la hermana, que con un bebé en brazos y un marido en prisión parece ella misma en el futuro. Ateniéndose al más estricto modelo observacional, Linares practica un doble movimiento en relación con lo real. Por un lado filma sólo lo que ve, lo que ocurre ante cámara, con los tiempos de espera y de vacío propios de gente a la que no le sobra el trabajo. Por otro, organiza los hechos como relato. Hasta el punto de comenzar la historia por el final, narrando de allí en más lo sucedido en los dos años que llevan hasta el momento en que Valeria va a buscar a Lucas a la comisaría, con Angel Ezequiel en brazos. Poco antes del final, Dulce espera incluye una dramática vuelta de tuerca, algo tal vez iné-dito en un film documental. Alrededor de sus tres protagonistas, Dulce espera delinea ámbitos dramáticos que determinan sendos ejes narrativos. A la espera de Valeria y las visitas “íntimas” que hace a Lucas se le suman los días de éste en prisión y las visitas de la madre, practicante Pentecostal que busca el arrepentimiento del hijo ante Dios. En una escena memorable, Lucas comienza aceptando esa idea pero termina defendiendo la opción del robo, al que confronta con la perspectiva social del trabajo mal pago. “¡Basta de hablarme de Dios!”, reacciona de pronto ante la madre. “¡Dios no está acá! ¿Dónde lo ves?”, marca con la mano los límites de la celda. A su turno, Linares encuadra la habitación de Valeria como si se tratara de otra celda, tal vez tan hermética como la de Lucas. En dos o tres imágenes demoledoras, contrapone esa Bariloche con la de la postal oficial: el paseo turístico, las chocolaterías, la reina de estación, la Fiesta Nacional de la Nieve. En los televisores, los carteles gigantes de Crónica TV, la tipografía tamaño escándalo, la crónica roja parecen esperar de Lucas que vuelva a prisión. “Rusty Freedom G”, dice la inscripción en su remera, cuando el pibe con cara de bueno sale finalmente de la tumba. Tal vez sospeche, en el fondo, que de donde se sale se puede volver a entrar. Mientras tanto, Valeria deposita toda su fe en uno de esos cursos Avon, que si algo venden es la vieja ilusión protestante de que todo esfuerzo tiene su recompensa; todo pecado, su castigo.
Una sensación de déjà-vu Inconfundible danza coral hecha de pecados, sospechas, ansiedades y crímenes, el nuevo Woody vuelve a Londres, una de sus ciudades de cabecera en los últimos años, y en su elenco mezcla a Anthony Hopkins con Naomi Watts y Antonio Banderas. ¿Cuántas veces se puede contar la misma historia, filmar la misma película, practicar variaciones sobre los mismos personajes? Conocerás al hombre de tus sueños, última entrega anual de Woody Allen, hace pensar que el autor de Broadway Danny Rose está cada vez más convencido de que se puede hacer ad infinitum. Revisitación general de buena parte de su obra, el Woody Nº 41 es algo así como una combinación de Hannah y sus hermanas con Maridos y esposas y Poderosa Afrodita, con un toque de Alice y un spin off de Crímenes y pecados. Todo eso, tamizado por la misantropía del Woody más reciente y bilioso, el de Match Point y El sueño de Cassandra. ¿Que suena al ejercicio de regurgitación de un comensal excedido? Lo es. Un aroma a repetición flota ya sobre los propios títulos, con esa neta tipografía blanca sobre fondo negro que es marca registrada, la media docena de nombres del elenco encolumnados y, sobre todo, el hit retro de rigor, una vez más en versión del inefable Benny Goodman. Todas las películas de Woody empiezan igual y eso no quiere decir que sean iguales, se argumentará. Verdad, pero en este caso sí. Inconfundible danza coral hecha de pecados, sospechas, ansiedades, crímenes a la larga, el nuevo Woody vuelve a Londres, una de sus ciudades de cabecera en los últimos años. Las figuras preeminentes son esta vez Helena, señora recién abandonada por su marido (Gemma Jones, veterana de la escena británica), Alfie, marido abandónico (Anthony Hopkins, por primera vez a las órdenes), la hija de ambos, Sally (Naomi Watts) y su marido, el novelista Roy (un engordado Josh Brolin). En segundo plano, los respectivos objetos de deseo: Charmaine, prostituta de dudoso lujo que encandila al septuagenario Alfie (Lucy Punch, caricatura rubia), Greg, dueño de una galería de arte que flecha a Sally (Antonio Banderas, con tanta pinta de dueño de galería de arte británica como de estibador mongolés) y Dia, vecina de enfrente que representa, para Roy, la ilusión de escape a sus frustraciones (Frieda Pinto, protagonista de Slumdog Millionaire). Movidos con ambición de ligereza mozartiana (no por nada una escena transcurre durante un homenaje al nativo de Salzburgo), personajes, conflictos y resoluciones fueron vistos antes. Helena busca una salida a través del ocultismo, como Mia Farrow en Alice; el septuagenario quiere rejuvenecer en compañía de una mujer varias décadas más joven, como el propio Woody en la realidad y en Maridos y esposas; Sally y Roy disputan como cualquier pareja de esa misma película; Roy tiene dudas sobre su talento, como buen escritor marca Allen, y terminará cometiendo un crimen si no real, moral, como el dentista de Crímenes y pecados o los protagonistas de Match Point y El sueño de Cassandra; Charmaine es la extranjera a todos los demás, la inculta, la grasa, como lo eran Maureen Stapleton en Interiores y Mia Sorvino en Poderosa Afrodita. Aquí sí aparece una diferencia, y no es para bien. Mientras en aquellos casos la mirada de Woody se dividía entre el rechazo burlón y una fascinación tal vez más intelectual que real, a su visible ridiculez, vulgaridad e incultura Charmaine suma, en cambio, una infidelidad, interés y cinismo a toda prueba. Otras criaturas no funcionan como punchingballs sino como vehículos de ideas (el novelista inescrupuloso, el playboy bioycasariano de Hopkins) o meras funciones del relato, como Dia –mujer y musa que Roy atisba o imagina de ventana a ventana– y el galerista de Banderas, que cumple un rol semejante en relación con Sally. Desde ya que otras piezas son manipuladas con mayor cariño o dedicación (Helena y Sally, básicamente), no faltan dos o tres escenas magníficamente jugadas (aquélla en la que Alfie les presenta a “Chow Mein” a su hija y yerno, una complicada pelea doméstica entre Sally, Helena y Roy, la agria discusión final entre madre e hija) y no hay un solo actor al que Woody no le saque todo el jugo y un poco más (salvo Banderas, que no lo tiene), con picos a cargo de Watts y Punch. Aunque no se sucedan con la frecuencia de antes, media docena de oneliners memorables no se hacen desear. Tal vez para destacar la vulgaridad del conjunto, el legendario Vilmos Zsygmond (director de fotografía de Encuentros cercanos del tercer tipo, El francotirador, Blow Out y un par de Woodys previos) fotografía esta galería de necios, egoístas, desagradecidos y mediocres con una luz que, de tan frontal y directa, parecería escracharlos. Quizás con la misma intención Woody recurre al más omnisciente de los narradores en off y a la subrayada idea (vía Shakespeare, esta vez) de que el mundo carece de sentido. Tampoco eso es nuevo.
Santas y pecadoras Famoso por ser hijo de García Márquez y dueño de una atendible carrera en televisión (empezó dirigiendo episodios de Six-Feet-Under y Big Love y actualmente escribe y dirige In Treatment, serie que él mismo creó), en su carácter de guionista y realizador cinematográfico el mexicano Rodrigo García se especializa en lo que podría llamarse –si no sonara a Tita Merello– “alma femenina”. Sus cuatro películas hasta la fecha son films corales, íntegramente protagonizados por mujeres a las que se supone representativas de problemáticas, tipos y sectores sociales. Tercero de sus films en estrenarse en Argentina, las historias de Amor de madres (folletinesco título local para Mother and Child) se entrelazan entre sí, tal como sucedía en Con sólo mirarte (1999) y Nueve vidas (2005). Teniendo en cuenta que Guillermo Arriaga usó y abusó de esa clase de interconexiones en films dirigidos por Alejandro González Iñárritu (de Amores perros a Babel, pasando por 25 gramos), podría pensarse que la trabajosa urdimbre coral es un vicio mexicano. La condición materna es el hilo conductor del opus 4 de Rodrigo García, vinculando la historia de una madre abandónica y su hija con la de un matrimonio adoptante y la madre biológica de la niña adoptiva. Treinta y cinco años atrás, Karen (Annette Bening), madre a los 14, dio en adopción a una niña a la que nunca intentó reencontrar. Esa decisión la ha sumido en la culpa, la neurosis y el deseo, largamente sofocado, de volver a verla alguna vez. Hasta el punto de escribir cada día un diario personal dirigido a ella. A los 37, aquella niña devino ambiciosa abogada. Elizabeth (Naomi Watts) parece saber perfectamente lo que quiere, y cómo lograrlo. Más aun lo que no quiere. La decisión con que aborda a su nuevo jefe, un viudo sesentón (Samuel L. Jackson) y a un vecino, padre inminente, hacen pensar que el sexo sin amor es una de sus banderas. Lo otro que Elizabeth resueltamente no quiere ser madre. Para evitarlo se practicó, hace ya tiempo, una ligazón de trompas. Imagen en espejo de Elizabeth, si algo desea Lucy (Kerry Washington) es un hijo. En el centro de adopción tienen el dato de una madre soltera, dispuesta a ceder a la bebé que está por tener. Los lastres propios de esta clase de películas –el carácter de psicodrama fílmico, el tratamiento de temas “importantes”, la extenuante reducción a un monotema, en este caso la maternidad– son contrapesados, en la primera parte, por el tratamiento asordinado, la muy buena dirección de actrices y el delicado culto del detalle impuestos por García. Sobre todo en el tratamiento de los personajes de Karen y Elizabeth, que son los que más demandan su atención y a quienes dedica una acidez que ahuyenta toda sensiblería. Pero en la segunda parte algo le pasa a García y se convierte lisa y llanamente en Arriaga. Usa a los personajes como piezas de ajedrez y se reserva dos o tres vueltas de tuerca en las que hacen su aparición la muerte, la desgracia, la lágrima fácil y el golpe bajo. Peor aún, esos abruptos giros de la fortuna parecen cumplir –otra vez Arriaga– una función moral, premiando a las mamás buenas y abnegadas y castigando a aquellas que abandonaron a sus hijas o renegaron de su condición. Allí, lo que empezó siendo delicado psicodrama termina por convertirse en grueso melodramón pedagógico, digno de un folletín del siglo XIX.