El cine argentino ya tiene su ovni La película es una rareza por varios motivos: es cine cómico de autor, se permite las mayores libertades narrativas y es el segundo film en la historia narrado casi enteramente con fotos fijas. Y aunque es irregular, le sobran ideas. En los títulos iniciales de Sidra aparece un ovni. Se diría que no tiene nada que ver (en toda la película no hay un solo ovni), si no fuera porque la propia película es un ovni. Por varias razones: porque es artesanal al punto del “hágalo usted mismo”, porque es cine cómico de autor (rubro prácticamente inexistente en el cine argentino), porque se permite las mayores libertades narrativas (lo cual tampoco es frecuente por aquí) y porque, si la memoria no falla, es –junto con la mítica La jetée, de Chris Marker– una de las dos únicas películas en la historia del cine narrada casi enteramente con fotos fijas. Todo esto cual confirma las libertades técnicas y narrativas que su factotum, Diego Recalde, se tomó a la hora de resolverla. Músico y humorista con antecedentes en radio y televisión (ex notero de Caiga quien caiga, ex guionista y columnista de Pettinato, actualmente monologuista de RSM), Recalde actúa, dirige, escribe, produce, edita, compuso la banda de sonido e hizo sonido y edición de Sidra. No parece cuestión de ego desmedido, sino de tirar para adelante con lo que hay. Basta ver la película, filmada en formato DV y exhibida en proyección DVD, para advertir que no se trata de un unipersonal sino de una película de grupo. Y lo es hasta el punto de que, como suele suceder en los ejercicios de escuelas de cine, los nombres del elenco y los de quienes tienen a su cargo los rubros técnicos tienden a coincidir. Presentada en festivales tan poco ortodoxos como el de Cine Pobre de Cuba, el Festival Jajá de Zaragoza y Ojo al Sancocho, de Colombia –pero también en el Bafici y Mar del Plata–, Sidra estimula desde la falta de límites. Desde la sensación –propia de programas cómicos como Todo x 2 $ o los de Capusotto– de que cualquier cosa puede suceder. Lo anterior corre tanto en términos de forma como de contenido. Empezando, claro, por la idea de las fotos fijas, lo cual genera un efecto distanciador que la favorece. Toda la película está teñida de distancia paródica, tanto en las actuaciones como en las citas, alusiones y referencias, tanto al mundo del cine como al de cierta subcultura progre (imperdibles los temas psicobolches que pasan todo el día en un centro cultural de barrio). “Mundo del cine” no debe entenderse aquí tanto como referencia al cine filmado, sino a las escuelas e institutos oficiales. Eso incluye al Incaa y al Enerc, en ambos casos con nombres cambiados pero usando los edificios reales. El personaje que interpreta Recalde presenta un proyecto a un concurso oficial como los que suele auspiciar el Incaa. Tan entusiasta y seguidor como suelen serlo en todo el mundo los cineastas principiantes, el tipo quiere filmar, según dice, “una porno para todo público”. Su principal problema es que deberá competir contra dos émulos de Tarantino, que tienen tanta palanca que andan a los besos y abrazos con el equivalente ficcional de Liliana Mazure. Pero si la película se llama Sidra es porque su otro eje es el sida, que nueve años atrás generaba más paranoia que ahora. Dos personajes creen haberlo contraído por su contacto con una posible portadora. Irregular como toda película cómica hecha a los ponchazos, a Sidra le sobran ideas. Algunas son de orden estrictamente formal, como el desternillante montaje paralelo entre el tipo que se arrastra por el piso, convencido de ser VIH positivo (“tenés que ser positivo”, lo alienta desde la radio Luisa Delfino, haciendo de sí misma) y su amigo, que salta y baila por la calle, convencido de haber conseguido crédito para su película. O la extenuación del plano/contraplano, en varias idas y vueltas de planos fijos. O cierta corrida callejera que no avanza, por culpa de que las fotos son fijas. Otros grandes momentos son los promovidos por el absurdo. Los protagonistas aparecen tirados sobre un colchón, riendo como idiotas, y entre ellos flota, como un humo, la imagen de Bob Marley. Gastón Pauls, que hace otro cameo, se la pasa hablando del día domingo (“la fama da tanto relax, que se tiene la sensación de vivir en un eterno domingo”, aclara un cartel). De pronto, los dos amigos se confiesan su amor, se toman de las manos, se ponen de novios: posible versión gay de Sidra, que después retoma su ruta straight, como si nada.
Cuestión de tamaño... y de dejadez Los viajes de Gulliver era una elección obvia a la hora de pensar en algo para procesar en esa máquina de contraponer tamaños que es el formato tridimensional. Pero es posible que en el futuro esta nueva versión de cinematográfica de la serie de novelas de Jonathan Swift sea recordada, más que como “la Gulliver en 3D”, como “la Gulliver de Jack Black”. Eso, en caso de que sea recordada. Esta es la segunda ocasión, después de King Kong, en que el actor de Escuela de rock debe afrontar cuestiones de escala. Y Black repite aquí el que a esta altura da toda la sensación de ser su monopersonaje: el del adolescente crecido, que supo hallar en el rock la razón de su vida y se lo aúlla al mundo, con gestos y sobreagudos dignos de Angus Young. Al ser uno de los guionistas Joe Stillman (histórico de Beavis & Butthead y de Shrek), no llama la atención que Lemuel Gulliver no sea aquí un ex cirujano del siglo XVIII, sino un oscuro empleado de The New York Tribune, en la más crasa actualidad. Enterrado en la sección Correspondencia, con tal de hacer contacto con la soñada editora de Turismo (esa linda por definición que es Amanda Peet), Lemuel hace lo que cualquier periodista de raza: acepta una nota sin tener idea de cómo escribirla. El problema es que la resuelve apelando al más estricto copy & paste. Alucinada con los talentos del farsante, la chica lo premia con una nota en Bermudas. A la altura del Triángulo, el yatecito de alquiler de Lemuel (temerariamente llamado Titanic) se extravía, el muchacho es arrastrado por un tornado y pierde el conocimiento. Cuando lo recupere, estará tendido en una playa y atado de pies a cabeza, con un ejército de liliputienses sobre él. Apuntada en primera instancia al público infantil, esta nueva versión de Gulliver apela sobre todo al anacronismo a la hora de resolver la coexistencia entre el tipo del siglo XX y el mundo posmedieval de soldaditos al que ha ido a parar, lleno de intrigas palaciegas, generales conspirativos y guerras entre reinos. Al más puro estilo Shrek 2 y Shrek 3, la pereza impera a la hora de construir ese mundo, limitándose a dar de él un borrador elemental y poniendo toda la pólvora en chistes esporádicos y ocurrencias circunstanciales. Hay un incendio y el gigante lo apaga orinando; a la mañana, dos liliputienses llenan su cafetera eléctrica, paleando granos de café como si fuera carbón. Y así. En medio de esa dejadez, tres grandes escenas. En una de ellas, suerte de bonus track de Escuela de rock, Gulliver le enseña a un plebeyo (el inane Jason Siegel) a seducir a la princesa (desabrida Emily Blunt), haciéndole repetir la letra de “Kiss”, de Prince. Otra roza la genialidad, pero la deja ir: en un escenario que remeda una pantalla de tele, Gulliver se hace representar sus películas favoritas (La guerra de las galaxias, Titanic), haciéndoles creer a sus anfitriones que esas proezas son su vida. Finalmente, la gran escena en la que los tamaños se invierten y el gigante, ahora pequeño, es usado (vejado) como muñeca por una siniestra niña rubia. Pero es tanta la indiscriminación que dichos hallazgos se ponen en pie de igualdad con la infeliz idea de recrear esa tontería llamada Transformers.
Cómo filmar acción sin descarrilar El cartel “Basada en una historia real” suele ser preludio de una historia increíble, y ésta no es la excepción: Denzel Washington y Chris Pine deben detener un convoy de 800 metros cargado de sustancias tóxicas y lanzado a toda velocidad por Pensilvania. “Denme un chico, una chica y una pistola y les daré una película”, canchereó alguna vez Jean–Luc Godard, en la conciencia de que, reducido a sus componentes más básicos, el cine puede seguir funcionando como en sus orígenes. “Denme un veterano, un joven inexperto y un tren”, podría parafrasear Tony Scott, que con esos tres elementos hace correr a Imparable. Scott contaba en verdad con un antecedente o prueba de ello. En Escape en tren (Runaway Train, 1985), un par de evadidos, una ingeniera ferroviaria y un tren sin frenos daban por resultado un par de horas de pura excitación. Seguramente el más confiable y consecuente artesano de acción del cine contemporáneo, para consumar su trabajo de relojero Mr. Scott requiere unos minutos menos que su antecesor, el ruso Andrei Konchalovsky. Y le suma un final que echa leña a ese clásico estadounidense que es el mito del héroe abnegado. Ya sabemos qué quiere decir el cartel “Basada en una historia real”: que vamos a presenciar una historia increíble. La de un tren de 39 vagones y 800 metros de largo, que por varios errores humanos sucesivos sale disparado a través de Pensilvania, vacío, sin conductor y con la palanca de velocidad a tope. En caso de liberarse, la sustancia tóxica que carga en sus vagones podría dar por resultado un Chernobyl americano. Desde ya que las posibilidades de choque o descarrilamiento son altísimas, y que en su recorrido el convoy no va a atravesar una zona desértica, sino una densamente poblada. En su recorrido el tren deberá cruzarse, además, con varios otros que vienen por la misma vía. Incluida la vieja locomotora que manejan el viejo lobo ferroviario Frank Barnes (Denzel Washington, calvo para dar más viejo) y su exacta contracara, Will Colson, un chico a quien los contactos familiares le aseguraron la promoción (Chris Pine, almirante Kirk de la última Star Trek). ¿Hace falta aclarar que el peligro unirá para siempre a estos Tom y Jerry de la ferrovía? ¿Es necesario decir que serán ellos quienes frenen al bólido, con ingenio, agallas y buenas dosis de acrobacia? Está claro que los méritos de Imparable no residen en su guión. De modo semejante a Déjà vu (2006) y Rescate del metro 123 (primera película de Scott con trenes, de 2009), al espacio de las vías Scott suma el del centro de control y el de las oficinas de la compañía ferroviaria. En el primero de ellos manda la tercera heroína de la película: Connie, ingeniera a la que la siempre extraordinaria Rosario Dawson llena de la más creíble humanidad. En el segundo, lo más parecido a un villano con que cuenta Imparable: el dueño de la compañía (Kevin Dunn), que por interés económico se niega a detener el tren, poniendo en peligro a miles de posibles víctimas. En sus comienzos, la artesanía de Mr. Scott era de carácter fotográfico, dando por resultado productos tan vacuos y esteticistas como El ansia (1983) o Días de trueno (1990). Progresivamente, el realizador de Top Gun fue derivando su vocación técnica hacia el arte del montaje, que desde los tiempos de Hombre en llamas (2004) domina con máxima pericia. Sentado a la isla de edición como tantos de sus protagonistas frente al centro de control, Scott cruza sin parar los diversos centros dramáticos, alternando sabiamente planos largos y cortos, variando duraciones, evitando excesos cliperos en los que antes solía caer y reforzando la dinámica visual con una cámara que se queda fija, titila o se lanza en travellings vertiginosos. Puro savoir faire, el de Scott es un arte del manejo, con la isla de edición como palanca de cambios y la coordinación, sincronización y belleza kinética como mottos perpetuos. Cuando la técnica busca “humanizarse”, los engranajes lucen oxidados: una sucesión de finales apologéticos convierte a Imparable en su propia caricatura. Lustrosos y excitantes mecanismos de relojería, las películas de Scott son, mientras duran, perfectas maquinarias de la alegría, capaces de brindar momentos de belleza como ése en el que Colson lucha por enganchar dos vagones, en medio de una lluvia de cereales. Cuando alcanzan el último plano, estas máquinas se apagan y difícilmente vuelvan a encenderse en la memoria. No tienen sobrevida, son obra del instante.
Desarticular mitos de la “celebrity” Durante buena parte del metraje, la realizadora de Perdidos en Tokio planta su cámara frente a un actor famoso, evitando la crítica y proponiendo cierta empatía con el espectador. El único problema es un innecesario giro final. “¿Quién es Johnny Marco?”, le pregunta un periodista a Johnny Marco en conferencia de prensa, como si una pregunta así de estúpida pudiera responderse. En Somewhere, Sofia Coppola hace lo contrario. En lugar de pretender “conocer la verdad” sobre el “verdadero ser” de un actor –instancia incognoscible por definición– convierte la lente de la cámara en su escort. Permite así que el espectador comparta, durante hora y media, la vida cotidiana del protagonista: el otro lado del glamour. Todo bien, si no fuera que en los últimos minutos la realizadora cae, cuando nada lo hacía esperar, en el mismo infantilismo del periodista, suponiendo que esa superficie opaca llamada Johnny Marco puede volverse transparente. Allí, Somewhere pierde coherencia, se desdice, trueca lucidez por una epifanía que es puro vicio de guionista, para terminar incurriendo también en el cliché del tipo exitoso que, tras “tomar conciencia”, renuncia a su vida de un solo golpe y deviene héroe existencial. Pero Johnny Marco (excelente Stephen Dorff) no es ningún héroe. Es un tipo común y corriente. Aunque viva una vida que el prójimo supondrá olímpica: suite en el Chateau Marmont (mítico hotel de actores del Sunset Boulevard), auto supersport, chicas que le muestran las tetas. “¡Qué lindo es!”, comenta una vecina de mesa y él devuelve el piropo con sonrisa canchera. De la sonrisa para adentro, a Johnny le pasa lo que a cualquiera: se aburre en su habitación, se fractura la muñeca por culpa de un resbalón alcohólico, intenta matar el insomnio con documentales del History Channel, sigue chicas a las que no alcanza. Una noche llega a su habitación y se encuentra con una surprise party organizada por un amigo: Johnny como extranjero de su propia vida. Después están, sí, los gajes del oficio. Asistir a conferencias de prensa que parecen sucursales del sinsentido, ponerse paranoico con la posible persecución de un paparazzo, recibir SMS amenazantes, quedar atrapado en una máscara, en un estudio de maquillaje. Si condescendiera a la sátira, Somewhere sería ramplona, demagógica, facilonga. Autora del guión, Sofia Coppola no echa sobre el protagonista una mirada criticona. El tipo podrá mandarse sus patinadas, sobre todo con las chicas, pero nada lo diferencia esencialmente de lo que cualquiera haría en su lugar. La estrella no como semidiós, sino como alter ego del espectador: es sumamente saludable lo que Sofia Coppola produce, en relación con el mito de la celebrity contemporánea. La hija de Francis tampoco facilita un ida y vuelta fácil entre el protagonista y el espectador. Johnny Marco es un tipo seco, casi impenetrable. Difícil saber qué siente, qué quiere, qué le pasa. Al menos, hasta el minuto noventa y pico, cuando de pronto todo derrapa hacia el confesionalismo y la verbalización. Hasta tal punto la realizadora evita convertirse en fiscal de lo que muestra, que cuando la ex le endosa a Chloe, la hija de once años de la que Johnny sabe poco y nada (magnífica Elle Fanning, hermana menor de Dakota), el tipo no se comporta como padre ausente, sino como el daddy que más de una quisiera tener. ¿Como el que Sofia Coppola tuvo de chica? Pregunta para chismosos y cholulos. Por mucho que tenga de personal, no parece llevar a ningún puerto leer Somewhere como ficción à clef. Sí como ficción de observación, ficción antropológica, ficción semidocumental. Como en Perdidos en Tokio, pero más, Coppola planta la cámara (la de Harris Savides, DF favorito de Gus Van Sant) y la deja fija, generando un tempo que promueve la observación y el detalle. De detalles está hecha Somewhere, no sólo en imagen sino también de sonido. En la primera escena, el motor del supersport de Johnny rompe el silencio del desierto. Dos bailarinas de caño practican su ensayado numerito en la habitación de Johnny. Al rozar el metal, sus zapatos sisean: un sonido tan poco erótico como ellas mismas. Al terminar, pliegan pacientemente los caños y se llevan el grabador: para Sofia Coppola, bailar caño es un oficio tan poco glamoroso como cualquier otro. Como el de estrella, sin ir más lejos. Lástima que al final se olvide y quiera convertir el oficio en vacío existencial, la materia en mensaje, la pura observación en sentido dado.
Terror en el más real de los mundos Fábula de contagio, exhibe un universo en el que las “fuerzas del orden” resultan tanto o más letales que las del desorden. Realizada cinco años después de La noche de los muertos vivos, en su momento The Crazies confirmó que los terrores de George A. Romero (New York, 1940) no provenían sólo de lo más profundo del inconsciente, sino del más real de los mundos. Casi cuarenta años más tarde, La epidemia (título con el que en Argentina se estrena la remake de The Crazies) demuestra que ese mundo romeriano de pura entropía, en el que las “fuerzas del orden” resultan tanto o más letales que las del desorden, era el de los ’70, pero también el de hoy mismo. ¿O la Guerra de Irak no terminó de demostrar que las “respuestas” militares son mil veces más peligrosas que las del presunto Mal que dicen combatir? Dirigida por Breck Eisner (hijo de Michael, ex CEO de la Disney) y producida por el propio Romero, La epidemia es una versión algo atenuada del original, cuyo salvajismo tal vez la haría intolerable, hoy en día, para un público masivo. Todo transcurre en esa representación a escala que desde el western en adelante son los pueblitos del interior estadounidense. Ogden Marsh, Iowa, para el caso. De pronto, en medio de ese ritual nacional que es la inauguración de la temporada de béisbol, un vecino cruza la cancha como ido y con una escopeta en la mano, obligando a David, sheriff del lugar (Timothy Oliphant, que parece una réplica de Bill Paxton, veinte años atrás), a una decisión que de ahí en más cargará en su conciencia. Como en todo relato epidémico, todo funciona por efecto dominó. Más y más vecinos aparecen chorreando sangre y asesinando al prójimo, para desesperación de David, Judy, su esposa médica (la neocelandesa Radha Mitchell), y su alguacil, Russell (el interesante Joe Anderson). Pero cuando el intendente del pueblo se niega a cortar el agua, con el argumento de que en plena temporada de cosecha no puede hacerse una cosa así (razonamiento semejante al de su colega de Tiburón), empieza a quedar claro que más peligrosas que los infectados son las autoridades. La llegada de los agentes de la Salud Pública –que tratan a los sospechosos de infección como prisioneros de campos de concentración– y, peor aún, de los miembros de la Guardia Nacional –que en caso de duda abren fuego sobre mujeres y niños, para después incinerarlos con lanzallamas– no hará más que confirmarlo. Todavía falta el ejército, que como en Piraña es el causante de lo que ahora viene a reprimir, por supuesto que con los métodos más terminales. Lo que los uniformados hacen oficialmente, los fachos de la zona lo completan por izquierda. Un grupo de rednecks, impedidos de cazar por estar fuera de temporada, dará a los infectados el lugar de patos de kermesse. Hay en la situación una amarga ironía, muy propia de Romero, llevada al extremo mismo del genocidio y la aniquilación. En la propia escena introductoria se anticipa el final del asunto, con el pueblo entero de Ogden Marsh ardiendo en llamas. El truco es que ese no es en verdad el final: el final-final es peor aún. Lo otro es, claro, la paranoia, la desconfianza del otro y hasta de sí mismo, propia de toda fábula de contagio. Cualquiera puede haber contraído la “locura”, porque la bacteria que la produce viaja primero por el agua y después por el aire, y ni los propios protagonistas están a salvo de ello. Así como en El amanecer de los muertos las ceremonias de exterminio sucedían en un shopping, aquí los dardos sociales y políticos tienen por blanco un 24 hs. Devastado y arrasado, los altoparlantes del lugar siguen promocionando –en el colmo del descerebre mecánico– ofertas y beneficios para nadie. Superando notoriamente su alarmantemente vacua Sahara (2005), es posible que Breck Eisner exhiba aquí menos humor del aconsejable. Atenuada la bestialidad del original (cuya post civilización incluía filicidio, incesto y una abuelita que asesinaba con su aguja de tejer), Eisner narra los clímax con nervio, buen timing y ajustado uso del montaje. Síntoma de época, eso no le basta, sintiéndose obligado a “inflar” cada pico dramático con efectos de shock y golpes sonoros. Como si el relato mismo no fuera suficiente para darle un buen susto al prójimo.
La dignidad de un clásico El realizador de Los imperdonables consigue remontar un guión poco feliz del británico Peter Morgan, que desarrolla tres historias relacionadas con el más allá. Convicción y nobleza son algunos de los atributos que despliega el viejo Eastwood. Le alcanzan para conmover. Combinación del trasnochado género “cruces de historias” con una New Age alla Víctor Sueiro, frente a Más allá de la vida cabría preguntarse qué llevó a Clint Eastwood a filmar esta película. Pero también admirarlo quizá más que nunca, por haberlo hecho con una dignidad, convicción y nobleza tales, que pueden llegar a generar en el espectador una esquizofrenia incurable. Mientras la razón tal vez juzgue intragable buena parte del relato, la emoción lleva a involucrarse con él de cuerpo y alma, del mismo modo en que el realizador notoriamente ha hecho. Hasta el punto de que el nuevo Eastwood lleva a reflotar, como pocas películas recientes, la polémica sobre la “política de autores”, que en los años ’50 puso a rodar la redacción de Cahiers du Cinéma. Esa “política” proponía una idea extrema: en cine no importan el guión, las actuaciones o rubros técnicos, sino sólo lo que el director (l’auteur) hace con todo ello. Más allá de la vida podría verse, así, como la batalla que Eastwood libra contra un guión que, vaya a saber por qué, él mismo eligió filmar. Batalla que en ocasiones gana ostensiblemente, cayendo en otras ampliamente derrotado. El guión del británico Peter Morgan (el de La reina y Frost-Nixon) desarrolla tres historias relacionadas con el más allá. Las tres dan la impresión de circular en paralelo, hasta que por arte de artificio terminan convergiendo, a la manera de los bodoques que el mexicano Guillermo Arriaga supo escribir para su compatriota González Iñárritu. Una de las historias es protagonizada por una periodista (la belga Cécile de France), que durante unas vacaciones “muere y resucita”, arrastrada por el tsunami indonesio. Otra, por un niño (alternativamente interpretado por Frankie y George McLaren) que pudo haber muerto en un accidente automovilístico, si su hermano mellizo no se hubiera ofrecido a salir en su lugar. Finalmente, el vidente (Matt Damon, jamás tan oscuro y reconcentrado) que, harto de dedicar la vida a los muertos, se niega a seguir ejerciendo sus poderes. Y que terminará sirviendo, claro, no sólo de contacto de los otros dos con el otro mundo, sino de amalgama narrativa. Lo más molesto de Más allá de la vida es la “conversión” de la periodista, que renuncia a su posición de estrella mediática (conduce un programa de investigación de alto rating) para escribir un libro que difunda las ideas de una santona New Age (la suiza Marthe Keller, estrella de los ’70, resucitada por Eastwood para la ocasión). Allí, el propio guión se vuelve propagandístico, despotricando como desde algún púlpito contra el racionalismo y materialismo contemporáneos. Borrosas y bañadas por una luz sobrehumana, las visiones de ultratumba de los tres protagonistas parecen más una idea de Steven Spielberg, productor ejecutivo de la película, que del propio Eastwood. De otra película –una mucho más tonta y banal– parece escapada también la love story hacia la que todo esto deriva, haciendo pensar que a esa altura el realizador de Los puentes de Madison, uno de los más infaliblemente sobrios y sensatos del medio, habrá optado por bajar los brazos y rendirse. Más allá de esas flaquezas, el abordaje de Eastwood es tan directo, lúcido e intenso, que reconvierte la culpa a la que el guión parece apuntar (otro clásico de la línea Arriaga) en algo mucho más noble: dolor humano. Dolor de la periodista, a la que el tsunami le arrancó una niña de la mano; dolor del chico, que vive la falta del hermano casi como si le hubieran seccionado un órgano; dolor del vidente, para quien el don es maldición. La compenetración de Eastwood con los tres, característica de un artista clásico, es absoluta y conmovedora. Una verdadera película aparte, la impresionante, larguísima secuencia del tsunami puede considerarse, sin temor a error, una de las más consumadas piezas de cine catástrofe jamás rodadas. Menos por obra de la digitalización (si así fuera, el género se habría llenado de obras maestras en los últimos años) que de la nudosa mano del realizador, que la ejecuta con el swing, el tempo y la dinámica de una inspirada improvisación de jazz al piano.
Disney tiende puentes a la modernidad La adaptación del cuento de hadas Rapunzel, de los hermanos Grimm, confirma la capacidad creativa de John Lasseter, director artístico del sello. El film fusiona tradición y renovación, sofisticación y espíritu popular y alto estándar de calidad con eficacia narrativa. Cada vez quedan menos dudas de que cuando haya que contabilizar las cinco o seis figuras esenciales de la cultura popular de fines del siglo XX/comienzos del XXI, el nombre de John Lasseter no podrá faltar. No conforme con haber puesto en marcha y seguir fogoneando la mayor máquina creativa de todo Hollywood, de los ’90 para acá (el sello Pixar), desde el momento en que asumió como director artístico de Disney, Lasseter parece haberse propuesto una completa refundación creativa de la más antigua compañía del reino de la animación. Primer trabajo enteramente encarado por él desde su asunción, cuatro años atrás, Enredados confirma que a la hora de fusionar tradición y renovación, sofisticación y espíritu popular y el más alto estándar de calidad con la eficacia narrativa, mil leguas a la redonda del cartel de Hollywood no hay como el creador de Toy Story, Buscando a Nemo y WALL-E. Enredados no es sólo el mejor largo de animación que Disney haya producido desde tiempos de La sirenita, La Bella y la Bestia & Cía. En tanto todo rastro de cursilería, sensiblería y falsedad han sido drásticamente expurgados, el quincuagésimo largo de animación del sello del viejo Walt representa, además, algo que hasta hace muy poco daba la sensación de ser quintaesencialmente imposible: el ingreso de Disney a la modernidad. Un ingreso que tiende puentes, en lugar de romperlos. Por un lado, la más pura tradición Disney, consistente en la adaptación de un clásico cuento de hadas (Rapunzel, de los hermanos Grimm), narrando una historia de amor que tiene a una princesa por protagonista (aunque no se la presente como tal hasta bien avanzado el metraje), una bruja o algo muy parecido por contraparte (la mamá castradora) y animalitos que funcionan como números cómicos (el camaleón y el corcel), salpimentada por canciones (escritas por Alan Menken, compositor de éxitos de Disney) y rematada con una animación de calidad superior (concentrada sobre todo en la caudalosa, mutante cabellera de la protagonista) y técnica de primera (digitalizada y en 3D). Por otro, la innovación, tanto de tono (ligero, sin sermones, lleno de ironías y con buena cantidad de alusiones para adultos) y espíritu (la heroína no es sumisa ni melanco, sino osada y deseosa), como en términos de libertad y ruptura narrativas. Como lo demuestra cierto grupo de bárbaros, que en su primera aparición se presentan como hooligans de temer y en la segunda se ponen a cantar, bailar, enamorarse y hasta coser, como si recién hubieran salido del closet. Escrita por Dan Fogelman (de Cars y Bolt) y dirigida por los hombres de la casa Nathan Greno y Byron Howard, la historia parece casi más escrita por Freud que por los románticos Grimm, con esa hermosa adolescente a la que su madre tiene encerrada en una torre inaccesible, no sea cuestión de que algún vándalo de las inmediaciones vaya a profanarle su más valioso tesoro: la cabellera. Toda una pendevieja que no soporta ver a la hija haciéndose mujer (“Sabia es mamá”, repite un estribillo), da la sensación de que si uno mirara más en detalle a mamá Gothel podría ver su rostro estirado y botoxeado, folklore más propio de Sunset Boulevard que de un pueblecito de Europa Central. Pero Disney no es DreamWorks, por lo cual esta clase de anacronismos son siempre más sugeridos que explícitos. Ladronzuelo astuto y no muy honorable, el pícaro Flynn Ryder –tan capaz de mejicanear a sus secuaces como de mentirle a la heroína– no podría estar más en las antípodas de un intachable príncipe azul. Trabajada durante más de tres años por Lasseter y los suyos, tramas y subtramas se cruzan y proliferan. Por un lado, el deseo de Rapunzel de bajar de su torre-prisión para por fin ver las estrellas (riguroso eco narrativo, las estrellas guardan el secreto de su origen); por otro, la aventura proporcionada por Flynn y sus perseguidores: las autoridades, sus dos gigantescos cómplices y ese gran personaje que es Maximus, caballo con olfato y obstinación de perro. Y además, el camaleón, los bárbaros, cierto viejito que es como un Cupido borrachín, el rey y la reina que extrañan a la princesa desaparecida, un mimo alla Marcel Marceau... Cuando alguna línea del relato adelgaza, siempre otra devuelve a la trama densidad y atractivo. El propio dibujo refleja la tensión entre clasicismo y modernidad, con sus estilizados protagonistas –de ojos tan grandes como un animé– y los secundarios de líneas tan exageradas como una caricatura. Con escenas de gran espectáculo, la utilización del 3D es ejemplar. En lugar de lanzar objetos a la cara, como en un espectáculo de feria, la tridimensionalidad se emplea para arrastrar al espectador hacia el fondo del plano, mediante una serie de subjetivas que refuerzan el efecto de inmersión narrativa. Efecto esencialmente clásico, alcanzado –una vez más– mediante un instrumento de máxima modernidad. Como todo, en Enredados.
La conmoción como arte Jesús y Fausto, dos jornaleros mexicanos que lo pasan mal en Los Angeles, reciben un “encargo” por el que van a cobrar 10 mil dólares. Y la cámara mira de frente, sin sacar los ojos de encima. Algunos cineastas provocan por puro afán de llamar la atención. Otros lo hacen, en cambio, llevados por su voluntad de ir a los extremos, de correr riesgos, de hacer ver al espectador lo que no quiere ver. Es el caso de Amat Escalante, habituado a conmocionar al prójimo desde muy joven. Apadrinado por su compatriota Carlos Reygadas, al mismo tiempo que éste presentaba su revulsiva Batalla en el cielo en la edición 2005 del Festival de Cannes, Escalante aparecía, con sólo 26 años, en la paralela Un Certain Regard. Producida por Reygadas y paradójicamente más lograda que la película de éste, Sangre anunciaba ya desde el propio título hasta dónde estaba dispuesta a llegar Escalante. Tres años más tarde, volvió a Cannes con su nuevo tratamiento de choque, Los bastardos, producida una vez más por el realizador de Japón y ganadora, a fines de 2008, del premio al Mejor Film Latinoamericano en el Festival de Mar del Plata. Dos años más tarde, Los bastardos se estrena finalmente en la cartelera porteña, en fílmico y DVD (ver ficha técnica). Y está llamada a producir en el espectador porteño un corte equiparable a los que el insumo eléctrico provoca por estos días en la ciudad. El plano de apertura es de esos que prueban de modo irrefutable el genio fílmico de quien lo produjo. Durante algo más de tres minutos, la cámara observa, inmóvil, cómo dos cuerpos vienen hacia ella. Como fantasmas en tren de materializarse, configurándose al fondo del plano, los cuerpos se acercan lentamente a cámara, hasta llegar muy cerca de la lente. La cámara los acompaña con un cambio de ángulo, observando cómo suben una cuesta y se pierden tras ella. El genio de Escalante consiste en generar expectativa, tensión latente, allí donde sólo podría haber sopor, tiempo muerto, banalidad cotidiana. Exactamente eso, ampliado a escala, hace el realizador a lo largo del entero metraje de Los bastardos, verdadera clase magistral de cómo generar tensión con (casi) nada, hasta dejarla estallar de modo bestial. Actuados, como corresponde, por no-actores (pocas cosas menos creíbles que un actor profesional haciendo de trabajador manual), los bastardos del título son dos inmigrantes ilegales mexicanos en Los Angeles. Todos los días, Jesús y Fausto (dos nombres al borde del exceso alegórico) se reúnen con otros como ellos, en espera de algún trabajo golondrina en las inmediaciones. El sol abrasa, la espera es larga, y los largos planos fijos (marca de fábrica que ya aparecía en Sangre), sumados a la narración en tiempo real y el documentalismo de estilo y actores, no hacen más que intensificar, volver cuerpo ambas sensaciones. También se hace cuerpo el estado de precariedad en que viven Jesús, Fausto y los demás, teniendo que esperar para que, con suerte, algún rubio les ofrezca diez dólares la hora por limpiar unos terrenos o cavar una zanja, bajo el insoportable sol del mediodía. Pero estos espaldas mojadas no tienen espíritu de víctimas. Parcos, con poco dominio del inglés, cuando un empleador insinúa no cumplir su palabra le avisan que más vale lo haga. Lo convencen rápidamente. Luego de que unos bikers les hacen sentir todo el racismo yanqui, durante el almuerzo Fausto saca del bolso de Jesús una escopeta de caño recortado. Alguien les ha encargado un “trabajo” por diez mil dólares, cifra que podría solucionarles unos cuantos problemas. Cuando ambos entran a una casa, por la ventana se inicia el tercer y fatídico movimiento de Los bastardos, aquel que le ha ganado legítimas comparaciones con La naranja mecánica y Funny Games, de Michael Haneke. Una mujer indefensa, sumada a la disposición que de ese cuerpo y esa circunstancia hace Jesús (a Fausto, el más joven, se lo ve visiblemente incómodo), ponen al espectador en el lugar de la dueña de casa, que sólo cuenta con una pipa de crack para acompañar su resignación. A diferencia de aquellos antecedentes, estos intrusos no son diletantes del sadismo sino simples brazos de alquiler. Seguramente por razones prácticas, Jesús y Fausto anulan todo asomo de duda o arrepentimiento, aprovechando ese rato en el dorado mundo de la clase media gringa para comer, coger, usar la piscina y la tele. Hasta que llega el escopetazo, uno de los más bestiales que jamás haya ofrecido el cine, y luego la coda, recordatorio de que el infierno no son los otros sino uno mismo. Sí se parece a Haneke –tanto como a Bruno Dumont, incluido en los agradecimientos, y tirando la cuerda hacia atrás también a ese referente absoluto de Dumont y Reygadas que es Robert Bresson– el modo en que Escalante se relaciona con lo trágico, lo brutal, lo irreprimible. Escalante mira de frente y sostenidamente, sin sacar los ojos de encima, por mucho que sangre y que duela. Si él se anima a hacerlo, lo menos que puede hacer el espectador es imitarlo, por más que sospeche que no es al paraíso donde va a asomarse.
Mélange que no es mezcolanza La tercera entrega de la saga concebida por C. S. Lewis finalmente se entrega a la aventura, de la mano del director Michael Apted. Y está más cerca de una de piratas que de las justas seudomedievales y fantasías hipercomputadas de las anteriores. Fueron necesarios cinco años, tres entregas y unos quinientos millones de dólares para que finalmente Las crónicas de Narnia se decidiera a dejar de lado lo suntuario, que hasta ahora la había ocupado –la melcocha de mitologías varias, el aparatoso bestiario digital, las interminables batallas tardocaballerescas, la pesadez del mensaje, aunque algo de esto último sobreviva todavía– para entregarse a lo que de veras importa y varias generaciones de espectadores agradecerán: el noble y viejo arte de la aventura, que aviva los corazones y trae frescura a ahogos de verano. Lo hace lanzándose a la mar, desde siempre territorio privilegiado de deseos y andanzas que ensanchan el horizonte. Más cerca de una de piratas que de aquellas justas seudomedievales y fantasías hipercomputadas, más allá de alguna solemnidad final (culpa del pesado de Aslan, siempre propenso a sermonear), ésta es, sin duda, la primera ocasión en que la amarillenta saga de C. S. Lewis se vuelve disfrutable en cine. Y disfrutar es lo que se busca a la hora de abocarse a una superproducción que interpela, se supone, al niño que aún vive dentro de uno. Separados circunstancialmente de sus hermanos Susan y Peter, para protegerse de los mismos bombardeos de la Primera Guerra que llovían al comienzo de Peter Pan, Lucy y Edmund Pevensie han sido enviados a casa de unos tíos en el campo. Están a resguardo, pero no del insoportable primo Eustace, que, celoso de su lugar de mimado, les hace la vida imposible. El castigo para el malcriado provendrá del típico cuadro de motivos marinos de su cuarto, que, desbordando aguas demasiado reales, arrastra a los tres párvulos hacia Narnia. Por suerte la flora y fauna de esa tierra de sueños tienden a la mutación, presentándose esta vez libre de nieves eternas y (casi enteramente) de bestias de feria. En lugar de eso, una nave vikinga, un océano inmenso y unos viajeros –entre ellos el Príncipe Caspian, heredero del trono– que deben llegar a una lejana isla, para consumar allí una proeza que restituya el orden perdido. En una fábula esencialmente conservadora (C. S. Lewis, autor de la saga, era católico y monárquico) como ésta, no debería extrañar que ese orden sea el de la antigua nobleza. Como en anteriores ocasiones, la mélange rige el universo narniano. Mélange de fantasías, que además del solemne león parlante incluye una suerte de minotauro-guerrero, un dragón medieval, una monstruosa serpiente marina –como las de las fantasías precolombinas– y un ratoncito como de dibujo animado, educadísimo y caballeresco. Mélange de geografías, que llevan del mar al de-sierto. Mélange de mitologías, que permite convivir a barcos piratas, realeza protobritánica y maniqueísmo católico: para llegar a las Islas Solitarias, donde debe consumarse la restitución del linaje tronchado, habrá que pasar primero por la Isla Negra, residencia del mismísimo Mal (las simetrías con El señor de los anillos no son casuales: Tolkien y Lewis eran compadres). Dirigida por el multiuso Michael Apted (que va, sin inmutarse, de La hija del minero a OO7, El mundo no basta, pasando por Gorilas en la niebla y Una mujer llamada Nell), una de las virtudes de esta tercera entrega es no hacer de esa mélange una mezcolanza como en las anteriores. La clave reside en la sobriedad y funcionalidad con que se hacen jugar esos elementos, en beneficio de la narración. Y no al revés: narración al servicio del espectáculo de feria, como sucedía en Narnia 1 y 2. Tendencia expresada en el arcano mágico “Ahora todo es visible”, que por allí se escucha. La opción por la concisión se expresa tanto en la medida utilización de efectos digitales (aunque no falten algunos de esos fuegos artificiales que tanto gustan a la superproducción hollywoodense) como en el uso del 3D (que podría no estar y no cambiaría nada). Producto de esas economías, Narnia 3 dura menos de dos horas, en lugar de las casi dos horas y media de las anteriores. Sin necesidad de sermones (aunque al final venga el melenudo de Aslan y largue uno de esos speeches con la garra levantada, que lo caracterizan), las ideas católicas de la tentación y el pecado, transfiguradas en términos dramáticos, le dan a esta tercera entrega de Narnia una densidad y oscuridad de las que las anteriores carecían. Tentación como una barrera a traspasar, pecados que no traen culpa: Lucy deberá afrontar la envidia por su hermana, mientras lo que acosa a Edmund es la sed de poder (otro paralelo con El señor de los anillos). Otra loable adición es el personaje de Eustace, cuya inadecuación a la aventura lo convierte en motivo cómico, impregnando todas sus apariciones de un buen humor que hasta ahora se había hecho desear. Tampoco abundaban atmósferas y climas, bien provistas aquí por el exquisito Dante Spinotti (director de fotografía favorito de Michael Mann) y por ciertas nieblas nocturnas y marinas de las inmediaciones de la Isla Negra, allí donde los corazones más bravos tambalean.
Una visita al increíble mundo de Silvio Aunque no revela nada que no se suponga ya sobre el berlusconismo, impacta verlo en los detalles más escabrosos. Pequeño ensayo documental sobre la simbiosis entre berlusconismo y televisión, puede que Videocracy no revele nada nuevo. Por su propia naturaleza hipermediática, todo el mundo tiene una idea aproximada de lo que es Berluscolandia. Lo que Videocracy permite –de modo fragmentario e inconclusivo, sin aspiraciones de totalidad o sistema– es en tal caso dar imágenes, un cuerpo si se quiere, a aquellas ideas previas. Vaya si esas imágenes son efectivas: se sale de verlas como en los años ’70 se salía de Calígula –un emperador y una película con la que el actual primer ministro italiano y este documental tienen tanto que ver–: con el estómago dado vuelta. La diferencia es que la televisión de Berlusconi no tendría problemas en pasar la película de Tinto Brass (el mismo feísmo, el mismo efectismo), pero difícilmente ésta, que la muestra tal como es. “La vida puede ser maravillosa, como en mis canales de televisión”, dice Il Primo Ministro sobre imágenes de conductores riéndose a gritos, chicas semidesnudas, avivadores de aplausos, público-decorado. Exhibido en los festivales de Venecia y Toronto, el documental del bergamasco Erik Gandini muestra las continuidades entre la vida privada de Berlusconi (que en su caso es pública), sus canales (los privados, de la cadena Megaset, y los públicos, de la RAI) y el sistema político que el presidente del Milan impuso desde los ’90. En las tres áreas, lo mismo: enormes sonrisas, un modelo de éxito digno de ser emulado, un Olimpo romano al cual aspirar. Radicado en Suecia (la película no contó con capitales italianos para su rodaje), Gandini entra a ese mundo siguiendo los pasos de Ricky, un chico que quiere ser ídolo de televisión; Fabio, director de cámaras de la versión italiana de Gran Hermano; una fotógrafa de sociedad llamada Marella y el personaje más alucinante de todos, Fabrizio Corona, que trabaja de extorsionador. El culto a la imagen emparienta a los cuatro. Incluido Corona, que llegó a estar preso por el delito de extorsión y que les saca fotos a los famosos... para vendérselas a ellos mismos. Viviendo a los treinta y pico en casa de la mamma (que lo acusa en cámara de no tener novia y no sabe qué decir cuando él deschava que se le aparece en cada cita), a Ricky le gusta bailar y le gustan las artes marciales. Van Damme + Ricky Martin (de allí el nombre) es la fórmula que el muchacho aspira a imponer, si es que algún día logra pasar alguna prueba. Por el momento “trabaja” de público, sospechando que quizá nunca llegue a concretar su sueño. Fabio explica que cuando el ministro va a hablar en cadena hay que terminar los programas antes de horario, cuestión de no dar tiempo a que la gente haga zapping. Marella muestra fotos de las fiestas de Villa Esmeralda –incluyendo a un Berlusconi con look alla Frank Nitti– y cuenta que la villa del primer ministro incluye un volcán, con llamas a control remoto. “El acciona su volcán”, dice la señora de labios colagenados, “y después vienen los bomberos”. Suerte de Maquiavelo del chantaje, Corona parecería ser, de todos estos personajes, el único capaz de ver más allá. “Quiero lograr inmunidad parlamentaria, que es lo que permite cometer crímenes sin ir a la cárcel”, confiesa, tras salir de prisión. “Durante los ocho meses que estuve adentro, planifiqué todo lo que iba a hacer cuando saliera: publicar un libro, editar un disco, fabricar remeras con mi nombre y filmar una película con mi historia.” Y allí se lo ve a Fabrizio más exitoso que nunca, pasando de un set a otro, vivado por la gente tras ser condenado por un crimen: igualito a Travis Bickle en Taxi Driver. ¿Y qué decir de Lele Mora, el relacionista público y amigo personal de Berlusconi, convencido no sólo de que Silvio es un gran líder, sino de que Mu-ssolini era (sic) “una hermosa persona”? El mismo Lele, de aspecto sonriente y bonachón, que tiene grabadas Camisa negra y otros himnos fascistas en su iPod. Es posible que con todas esas piezas –el aspirante, el público, la mamma, los gritos, las chicas, los sets, las cámaras, los traficantes de influencias, los extorsionistas, los nostálgicos del fascio– pueda armarse un rompecabezas, que termine teniendo el rostro tirante del primer ministro. “Menos mal que está Silvio”, cantan las actrices que, en un spot de campaña de su partido, hacen de amas de casa, de profesionales, de mujeres modernas.