Relectura trash de los cuentos de hadas Las protagonistas del film son chicas a quienes sus familias encerraron en un hospicio. Con la peculiaridad de que funciona a la vez como cabaret o prostíbulo. Pero la espesura del asunto termina diluyéndose a través de un sofisticadísimo diseño visual. Es como si las cárceles-mazmorra de Inocencia interrumpida mutaran en los escenarios y shows de Dreamgirls, chocando contra el universo hiperdigitalizado de Capitán Sky y el mundo de mañana. Universo en el que, como en un videojuego, deben cumplirse determinadas pruebas, en medio de enfrentamientos físicos de animé y wu xia pian. Aprovechando la consolidación en la industria otorgada por películas como 300, Watchmen y Ga’ Hoole, en Sucker Punch Zack Snyder practica la que tal vez sea su mayor apuesta personal hasta la fecha. No sólo por tratarse de la primera película que este ex realizador de comerciales y videoclips concibe a partir de una idea propia, sino por la sobrecarga de referencias, osadía en la construcción del pastiche y horas y know how invertidos en el sofisticadísimo diseño visual. Todo lo cual no quiere decir necesariamente que Mundo surreal (subtítulo que la distribución le adosa en Argentina) sea una gran película. Hay momentos en los que da toda la sensación de contar con la energía y el talento para serlo, pero a la larga una superficialidad de diseño gráfico se impone. Fantasía feminista en armas, las protagonistas de Sucker Punch son chicas a quienes sus familias encerraron en un hospicio como del siglo XVII o XIX. Con la peculiaridad de que funciona a la vez como cabaret o prostíbulo. O tal vez sea así en las fantasías de la protagonista (la australiana Emily Browning, a quien la suma de teñido rubísimo + piel blanquísima dan un aire de Lady Gaga de la melancolía). Versión femenina de Pulgarcito, por querer defender a su hermana menor del ogro o padrastro abusador tras la muerte de la mamá, la chica da con sus huesos en el hospicio de novelón gótico. El director del hospicio es un tipo sospechosamente untuoso (Oscar Isaac) y la psiquiatra en jefe (Carla Gugino, con acento polaco) pone en práctica una forma de terapia basada en la representación teatral. Discípula aventajada, la nueva pupila bailará sus fantasías, que la transportan, en estado de trance, a una serie de mundos alternativos. Según la Dra. Gorsky, esas fantasías deberían conducir a una liberación que en este caso no debe entenderse sólo en sentido figurado. Mundo mutante, en la realidad o el cerebro de la chica el hospicio vira a burdel y allí ella y sus cuatro amigas devienen las bailarinas esclavas Baby Doll, Sweet Pea, Rocket, Blondie y Amber. El director pasa a ser gigoló y los clientes incluyen al alcalde, lo más parecido a un sapo gigante que se haya visto en mucho tiempo. Los momentos impregnados de un asco profundo hacen de Sucker Punch una espesa, poderosa diatriba antimachista. Por ejemplo la larga secuencia inicial, que presenta al padrastrogro mediante un tremendismo visual de planos-secuencia, acercamientos y planos detalle, ralentis acompasados y una hipnótica versión slow de “Sweet Dreams (Are Made of This)”, de Eurythmics (los arreglos de Marius De Vries y Tyler Bates son de lo mejor de la película). El bigotito anchoa del director, el de-sagradable cocinero obeso, la entera secuencia del alcalde –que logra convertir una solapa de piel, unos anteojos de marco grueso y la ceniza de un puro en marcas mismas del abuso– hablan de una relectura de los cuentos de hadas bajo una luz monstruosa, expresionista y trash. Pero es allí que Snyder se deja tentar por fantasías digitalizadas color té con leche, con Baby Doll y las otras guys (interpretadas entre otras por Jena Malone y Vane-ssa Hudgens, así se llaman ellas entre sí) combatiendo, con minis tableadas de manga nipón y bombachitas que asoman, contra samuráis gigantes en un Japón como de Kill Bill, soldados zombies alemanes de la Primera Guerra Mundial, orcos como de El señor de los anillos y bestias medievales como de Cómo enseñar a tu dragón. Para ello echan mano de katanas, cazambombarderos y hasta una especie de transformer, dando saltos y deteniéndose en el aire, estilo Matrix. Guiadas por esa gloria del cine de las últimas décadas que es Scott Glenn (cuanto más arrugado, mejor), a lo largo de esas pruebas las guys deberán obtener, como en un videogame, una serie de objetos-talismanes que serán su llave a la libertad. En ese punto el espesor asqueado muta a liviandad de ambient virtual, a mera exposición de técnicas visuales contemporáneas, a una sucesión de videoclips que –por más que quiera dársele al asunto un viraje trágico– no dejan huella. Nada que hacer: los jueguitos de video y la tragedia no se llevan bien.
Una sirena que no tiene mucha cola Un pescador irlandés tira su red al mar y recoge... una chica. Que apenas hable y menos sobre su pasado, que ni siquiera diga su nombre y tenga un acento extraño, hace pensar que la chica pasó por algún trauma, vaya a saber en qué tierras o mares. ¿O será acaso una sirena o la clase de ninfa acuática a la que la mitología celta llama “selkes”? Con un guión tirando a escuálido, escrito por él mismo, la película más reciente del alguna vez interesante Neil Jordan (¿o habrá sido un espejismo, generado tal vez por la repercusión de El juego de las lágrimas?) combina aire de realismo social, drama familiar, un “gancho” fantástico (o anzuelo, siendo el caso), amagos indecisos de love story y elementos de thriller, tanto como para darle al asunto aunque sea una tímida aceleración final. Amor sin límites queda sin embargo a media agua de todo ello, con perdón por la insistencia en símiles acuáticos o marinos. El realismo social está dado por el ambiente general del pueblito de pescadores donde vive el hombre al que llaman Syracuse (Colin Farrell), así como por su pasado alcohólico, que es también el presente de su ex. Allí entronca el costado drama familiar, agudizado por el hecho de que Annie, hija de ambos, padece de una insuficiencia renal, se desplaza en silla de ruedas y se dializa a diario. A dializarla la acompaña Syracuse, con lo cual se percibe que es un buen hombre (en ciertas películas, los dramas le suceden sólo a la gente buena). Es allí que Syracuse pesca a Ondine (ése es el nombre que le pone, a falta del real), su mala suerte para la pesca se vuelve buena y Annie, curiosa por la aparición de una potencial nueva candidata para papá, se pone a investigar sobre mitología marina en la biblioteca pública. En algún momento, Ondine se baña desnuda, cuestión de generar algún interés en el espectador macho (tal vez evocando las escenas de baño de la Coca Sarli, la polaca Alicja Bachleda hace buena cantidad de gestitos y morisquetas). Protagonista de El juego de las lágrimas e infaltable actor fetiche del realizador, Stephen Rea aporta una vez más su mejor expresión de can apaleado, esta vez en el papel del cura al que el torturado protagonista recurre como consuelo (ya se sabe que Irlanda es uno de los últimos rincones del mundo donde el catolicismo sigue firme). El australiano Christopher Doyle, célebre director de fotografía de Wong Kar–wai, cambia por un rato de aires y de tonos, trocando dorados crepusculares por brumas del Mar del Norte. El final es del estilo “de todo eso que sugerimos durante una hora y media, nada”. Nada es una buena palabra para referirse en su conjunto a Amor sin límites, Ondine en el original.
Hay secretos en los lazos de sangre La película escrita y dirigida por Edgardo González Amer, a partir de varios cuentos propios, está marcada por el encierro y los ocultamientos. Aleandro hace de madre de quien es su hijo en la vida real. Pero la que más se luce es la debutante Malena Sánchez. Parece fuera del tiempo esta película escrita y dirigida por Edgardo González Amer, a partir de varios cuentos propios. Tal vez porque toda familia encerrada sobre sí misma queda, por definición, fuera del tiempo. O quizá sea la película misma la que transmite la sensación de las cosas que, por excesivo encierro y poca aireación, se ponen rancias. Sobre encierros, familias y ocultamientos hablaba la película anterior de González Amer, El infinito sin estrellas, que se estrenó cuatro años atrás. Algo de atemporal había en aquella película que perfectamente podría haber transcurrido medio siglo atrás, sin cambiar demasiado. Pero allí la sensación de detención en el tiempo, el olor a cosa rancia, tenían que ver con el mundo reflejado, mientras que aquí parecen producto del modo en que se lo refleja. Que remite un poco a cierto teatro realista de los ’50 y ’60, otro poco a la “televisión de calidad” de los ’70 y algo más a un cine argentino a medio camino entre lo viejo y lo nuevo. Ernesto (Oscar Ferrigno) administra el hotel de la familia en una localidad balnearia (la película se filmó en las inmediaciones de Valeria del Mar), junto con su mamá Elisa (Norma Aleandro) y su hermana Betina (Valeria Lorca). Todo está como estacionado en ese hotel-vivienda. Como además no se trata de plena temporada, los pasajeros no abundan. Un señor mayor y dos chicas retozonas despiertan los comentarios más o menos chusmas de Elisa, la molestia de Ernesto (que luce, en verdad, algo así como un malestar instalado) y la mudez de Betina, que da toda la sensación de sufrir alguna clase de discapacidad mental. En medio de esa módica semisordidez, un día de pronto aparece Julia, hija de Ernesto, que no ve a su padre desde hace un rato largo (la debutante Malena Sánchez). Algo pasó en Buenos Aires que la hizo venir, algo le pasa a Ernesto que no se siente muy cómodo con su visita. Como sucedía en El infinito sin estrellas, el secreto, lo largamente ocultado, lo no dicho, son todo un nudo aquí. La diferencia es que mientras en aquella película todo eso funcionaba como un iceberg del cual asomaban puntas, aquí asoma más bien poco. Las revelaciones, cuando tienen lugar, pierden peso, porque previamente no se construyó algún misterio a su alrededor. En verdad, el propio mecanismo misterio-revelación es una fórmula dramática tan añeja como la del extraño (en este caso, extraña) que viene a subvertir el orden familiar. Tan teatral como el estilo –visible, enfático, gestual– con que Jorge Suárez compone un personaje lleno de clichés, el del amigo sibarita –chef, jazzero, fumador en pipa– de Ernesto. Fórmulas remanidas, actuaciones teatrales o debilidades de armado no lastraban la película anterior de González Amer, que tal vez no fuera modernísima pero estaba sabiamente y pacientemente construida. Se supone que un chiste o curiosidad tibiamente cholula lo constituiría el hecho de que Ferrigno es hijo de Aleandro y esposo de Lorca. Más que eso importan, desde ya, la frescura y modernidad aportadas por Malena Sánchez. Una chica que –como es común en su generación y escaso aquí a su alrededor– parecería llevar en sí el ADN de la actuación cinematográfica.
Una película ciega Tal como lo exponían películas como Los crímenes de Oxford y El orfanato, cierto cine español de género cultiva una gravedad, un culto por el correcto acabado académico, que lo ponen siempre bajo amenaza de pesadez. Producida por el mexicano Guillermo del Toro (casi, casi, español por adopción, desde que dirigió allí El espinazo del diablo y El laberinto del fauno; productor además de El orfanato) y dirigida por el catalán Guillem Morales, Los ojos de Julia traspasa ese borde, intentando autorrescatarse de allí mediante el recurso a modelos ajenos. Con algo de El orfanato (la claustrofilia como de convento, el clima de historia de fantasmas, la puntillosa construcción narrativa), mucho Hitchcock recocido (Psicosis, sobre todo) y un sangriento juego final de gato y ratón que está entre el Dario Argento de segunda y el craso gusto estadounidense, todo suena súper armado, trabajoso y poco convincente aquí. De la película de los huérfanos viene también la protagonista, Belén Rueda, rubia de aspecto más televisivo que hitchcockiano. Rueda es aquí Sara y Julia, hermanas mellizas con un mismo trastorno retiniano, que ha condenado a la primera a la ceguera y pone a la segunda en camino directo hacia ello. Acosada por una figura quizá fantasmal, tal vez real, Sara se cuelga de una soga. Julia va tras ella, acompañada de su marido (Lluis Homar, ¡el mismo que en Los abrazos rotos hacía de ciego!), con la intención de averiguar qué la llevó a esa decisión. Obviamente, una melliza terminará repitiendo el destino de la otra. O estará a punto de hacerlo, en manos de un sustituto sobreactuado de Norman Bates (Pablo Derqui), de relación tan enfermiza con su madre como aquél e igualmente inclinado al acuchillamiento de mujeres rubias. Encarnada por la veterana Julia Gutiérrez Caba, la señora también es ciega, faltaba más. Larga (dura casi dos horas), mecánica (todo tiende a encajar como en un Rasti), morosa y derivativa, Los ojos de Julia es la clase de película que parece cargar sobre ella con el peso de mil películas, motivos y clichés previos. Una película ciega, hasta el punto de no comprender que en cine, la ceguera jamás puede ser una incapacidad como cualquier otra: si aparece debe convertirse necesariamente en tema, autorreferencia o motivo de reflexión. Y ése no es el caso aquí.
Horror en la mira de un tanque El film de Samuel Maoz, veterano de guerra de Israel, reconstruye su propia historia en el frente del Líbano, en 1982. Todo transcurre el primer día del conflicto. Y los sonidos que transmite la película reemplazan la necesidad de las palabras. ¿Qué clase de experiencia es la guerra? Desde distintas perspectivas y con abordajes diversos, cineastas como John Ford, Sam Fuller, Francis Coppola, Stanley Kubrick, Steven Spielberg y Clint Eastwood intentaron responder esa pregunta. Más recientemente lo hizo también el israelí Ari Folman en Vals con Bashir, vista en el Bafici y editada en DVD el año pasado. Es ahora su compatriota Samuel Maoz –veterano de guerra, como varios de los nombrados– quien, como modo de reformularse aquella pregunta, reconstruye su propia experiencia en el frente del Líbano, en 1982. Allí donde John Ford hallaba amargura (en Fuimos los sacrificados, 1945), Coppola el fondo mismo del horror (en Apocalypse Now!) y Clint Eastwood se ponía en lugar del enemigo (en Cartas desde Iwo Jima), Maoz apunta a recrear –como Kubrick en largos tramos de Nacido para matar, como Spielberg en la secuencia inicial de Rescatando al soldado Ryan– lo que podría llamarse “sensorialidad de la guerra”. Una sensorialidad hecha de miedo, suciedad, tormento y muerte. Como lo recuerda la entrevista de aquí al lado, Líbano es una de esas películas que en términos de puesta en escena juegan una carta fuerte. Como si en ella resonara, distorsionado, aquel “Nunca salgan del barco” que el capitán Willard repetía a sus hombres en Apocalypse Now!, Maoz decidió no salir nunca del tanque israelí que una madrugada de 1982 ingresa en Beirut. Con excepción del primero y el último plano, la película íntegra transcurre dentro del vehículo. A la luz de las posteriores Enterrado y 127 horas, donde un único personaje queda atrapado y sin escape durante todo el metraje, es posible que el interior de ese tanque de guerra, con sus cuatro ocupantes y eventuales visitantes, parezca hasta amplio y superpoblado. A los soldados (el comandante Assi, el piloto Yigal, el artillero Shmulik y el fogonero Hertzel) se les suma, cada tanto, la presencia de un oficial que viene a dar instrucciones. En algún momento bajarán a través de la escotilla el cadáver de un compañero, que no hay dónde poner, además de un prisionero sirio y un falangista libanés, que viene a anunciarle a aquél las torturas a las que piensa someterlo. Narrar toda la película desde el interior del tanque es, en verdad, producto de una idea más de fondo: la de que un soldado está necesariamente despojado de una perspectiva de conjunto, de la que sólo los altos mandos pueden gozar. Carente del plan general de la guerra, el soldado ve sólo hasta donde llega su ojo, sabe sólo lo que los superiores quieren que sepa. Esa idea, que animaba las películas de Fuller y también los fragmentos bélicos de Tierra y libertad, de Ken Loach, da aquí por resultado que ni los protagonistas ni el espectador sepan de la guerra más de lo que dejan ver la mira del cañón o las instrucciones del oficial a cargo. Hasta podría suponerse que si se ve algo de lo que pasa afuera es porque el protagonista es Shmulik, que por su condición de artillero goza del incómodo privilegio de una vista a la calle. Y Shmulik es el protagonista porque Shmulik es Samuel Maoz. El exterior ingresa al tanque amplificado por la lente del cañón, circunstancialmente partida por un disparo enemigo. A través de ella, el afuera luce desproporcionadamente cercano, consecuencia de la amplificación, pero enmudecido por el encierro. Paradoja que acentúa la condición pesadillesca de lo que se ve: civiles asesinados, una familia secuestrada por milicianos, una casa en la que un obús abrió una “ventana”, una mujer en llamas, un burro con una pata estallada, como escapado de Las Hurdes. En la entrevista, Maoz hace hincapié en el carácter olfativo de sus recuerdos de guerra, y la suciedad, el aceite que chorrea en el interior del tanque y el orín de los soldados le dan la razón. Pero es sobre todo el sonido el que da sensorialidad a la película. Sonido de los tiros rebotando contra la chapa, voces que llegan a través de la radio del tanque, ruido a chatarra del vehículo sacudiéndose, claqueteo de cada “panorámica” hecha a través de la mira del cañón, un plop como de descorche de champán, cada vez que el cañón se destapa para disparar. No es casual que el nombre en clave del pelotón sea “Rhino”: acorazado lento y mecánico, da la sensación de que Shmulik y los otros están metidos adentro de un rinoceronte herido. En medio de esos estruendos, las peleas entre los soldados, el pánico de los “nuevos” (Shmulik se niega a disparar contra blancos civiles), el ataque de nervios del piloto cuando la batería del vehículo no responde, la incómoda vecindad con el enemigo herido, el ojo aterrado del artillero. No del todo libre de algún esteticismo, algún efectismo, algún golpe bajo incluso, Líbano hace pensar en una versión terrestre de las viejas películas de submarinos, con una mira a modo de periscopio. La protagonizan unos tipos tan embadurnados en suciedad y aceite como los de El salario del miedo, a los que algún operador sádico parece haber condenado a ver una versión meso-oriental de aquel apocalipsis ruso de Venga y vea, proyectada en sinfín en su mirilla-pantalla.
Enfundá la mandolina, ya no estás pa’ serenatas En películas previas, el realizador rumano Radu Mihaileanu (Bucarest, 1958) había logrado tratar la condición judía en sus costados más paradójicos, echando mano de ciertas tradiciones narrativas populares. Dicho esto tanto en términos de géneros (la comedia de simulaciones, la picaresca, el melodrama sentimental) como de estilo, que aún con algunos barquinazos conseguía fusionar lo cómico con lo trágico-histórico. En El tren de la vida (1998), un grupo de judíos de Europa Central urdía, en tiempos del nazismo, una deportación simulada como modo de evitar la verdadera, pero terminaba chocando de frente con el tren de la historia. En Ser digno de ser (2006), un niño etíope cristiano, hecho pasar por judío, se topaba con la intolerancia religiosa, en un Israel que lo acogía para después rechazarlo. En El concierto, Mihaileanu vuelve a intentar cruzar comicidad y tragedia, picaresca e historia, absurdo y sentimentalismo, pero esta vez fracasa estentóreamente. Allí donde la frescura, la eficacia o la ambición permitían disimular torpezas, simplificaciones y grosores, ahora la ecuación se invierte, con resultados que merodean el desastre a toda orquesta. Desde el comienzo se fuerza al espectador a suspender su incredulidad, no una sino mil veces. Joven prodigio de la dirección musical, treinta años atrás la carrera de Andrei Filipov se truncó de golpe, cuando el mismísimo Leonid Brezhnev ordenó destituirlo del Bolshoi. La razón: haber salido en defensa de un par de músicos judíos de la orquesta, acusados de “sionistas y enemigos del pueblo”. Ahora, Filipov sigue trabajando en el Bolshoi... como limpiapisos. ¿No bastaron la caída de la URSS, la glasnost, la perestroika y la mar en coche para redimirlo? Por lo visto, no. Teniendo en cuenta que Andrei no pasa de los cincuenta y pico, ¿podía dirigir la orquesta de la sala oficial, en plena gerontocracia soviética, siendo apenas un veinteañero? El espectador no llega a contestarse esas preguntas que ya se está haciendo otras, porque el encargado de la limpieza acaba de interceptar un fax de una importante sala de conciertos parisiense, invitando a la orquesta del Bolshoi a presentarse allí. Andrei hace desaparecer el fax y sale a reunir a sus antiguos músicos, con la intención de simular ser la orquesta oficial e interpretar, finalmente, aquella página que el dictador de las cejas gruesas arrancó de raíz a fines de los ’70: el Concierto para Violín y Orquesta de Tchaikovsky, al que Filipov considera “el” concierto. ¿Cómo harán Andrei y sus muchachos para trasvestirse por los otros? ¿Qué pasaportes presentarán en aduana? ¿El administrador de Le Châtelet no sabe que al ruso que se le hace pasar por su par lo echaron hace añares? ¿Ignora acaso que lo único que Filipov empuñó en las últimas tres décadas no fue la batuta, sino el escobillón? ¿No le anda la conexión de Internet como para hacer un mínimo chequeo de datos? Todo ese (in)verosímil se podría dejar de lado si la película jugara con coherencia la carta de la comedia rusa alla italiana, que en sus comienzos parecería querer barajar. Pero no: en medio de todas esas licencias, a Mihaileanu se le ocurre incrustar un melodrama político-humano-histórico-racial, con músicos judíos deportados a Siberia en tiempos de la URSS y una hija perdida, recuperada, enviada a París y actualmente violinista eximia, que resultará... No se puede contar más, porque a pesar de esta crítica algún lector querrá ir a verla y se merece al menos una mínima sorpresita o golpe bajo. Sí se puede contar que hay una segunda subtrama en la que un grupo de nostálgicos gerentes quiere restablecer el comunismo, un montón de peroratas anticomunistas en boca de los personajes (y otras tantas sobre el arte como elevación y hasta superación del comunismo), subrayados verbales a montones, actores cómicos como de mal teatro amateur, estereotipos raciales que justificarían una sucesión de juicios del Inadi, unos horribles flashbacks con esfumados en blanco y negro, coros rusos para intensificar los momentos más lacrimógenos y una orquesta que, sin un solo ensayo previo, ejecuta de modo tan sublime el Concierto Nº 35 de Tchaikovsky que hace llorar tanto al temible administrador de Le Châtelet como al más duro crítico musical de toda Francia.
El extraño caso del señor Bellatin Como en Resfriada y Cocina, Castro planta su cámara frente al mundo y no la mueve, hasta sentir que el mundo le pide una próxima escena. Pero aquí ese mundo es más interesante porque se trata del mundo del escritor mexicano Mario Bellatin. A esta altura todo un clásico anual del Bafici, ya se trate de Resfriada (exhibida tres años atrás en la competencia argentina de ese festival), Cocina (en 2009) o Invernadero (ganadora de esa misma competencia, el año pasado), el método de Gonzalo Castro es tan sencillo y riguroso como límpido y sistemático. Escritor, editor y desde hace menos de un lustro director, guionista, director de fotografía y montajista, Castro (Buenos Aires, 1972) planta su cámara frente al mundo y no la mueve, hasta sentir que el mundo le pide una próxima escena. Aunque su cuarto oficio cinematográfico (el de montajista), tal vez no esté todavía a la altura de los otros tres, haciéndolo tropezar aquí y allá, es posible que en Invernadero el método Castro se haya hecho más fluido, más transparente y atractivo que nunca. ¿Mérito del mundo filmado o del modo en que Castro aprendió a filmarlo? Quizás en semanas más haya ocasión de verificar, en la nueva edición del Bafici, si es una cosa u otra. Eso, siempre y cuando el director con apellido de película del Bafici mantenga su producción de una por año. El mundo filmado es en esta ocasión el mundo Bellatin. O un recorte o visión de él. Conocido en Argentina por algunas de sus novelas (Poeta ciego, El jardín de la señora Murakami, Perros héroes) y editado en la editorial del propio Castro (Los fantasmas del masajista, Eterna Cadencia, 2009), el mexicano Mario Bellatin tiene una hija argentina, vive de a ratos en Buenos Aires y le falta una mano. La derecha, para más datos. Su hija, su departamento porteño y su mano son algunos de los protagonistas de Invernadero. Otros son su escritura, la corrección de sus originales, su asistente, sus cuatro perros, su desmemoria literaria, sus viajes, sus viajes por el mundo de los sueños y sus viajes por la mística oriental. Pero más que nada su cualidad de dialoguista indolente, dispersivo y sorprendente. Todo eso, en 94 minutos. ¿94 minutos y cuántos planos? ¿Quince, veinte? En cualquier caso son contables. Lo que más importa, no suenan impostadamente fijos, ni aburridos, ni interminables. Todo lo contrario (mérito de Bellatin, mérito de Castro: tal vez no haya que esperar hasta el próximo Bafici para salir de dudas), esos quince o veinte planos de Invernadero son enormemente naturales, fluidos e interesantes. Ya se trate de Bellatin afeitándose (con la mano izquierda), de Bellatin y su hija sacándole fotos a uno de sus perros, de Bellatin contando cómo era cuando tenía una mano biónica, de Bellatin mirando por la ventana las antenas del Departamento de Policía, de Bellatin confiándole a la escritora y editora Graciela Goldchluk sus olvidos (de todo aquello que escribe, de todo aquello de lo que habla), de Bellatin charlando con su amiga y colega Margo Glantz sobre heterónimos, narcisismos, palabras raras del idioma, bueyes perdidos y la idea conjetural de “escribir sin escribir”. O de Bellatin convirtiendo su garfio de metal en un jardín público: de allí, tal vez, lo de Invernadero. Si es documental, ficción o ninguna de ambas cosas, importa tanto como el metal del que está hecho ese garfio de pirata.
Héroe accidental ¿Puede tener alguien más problemas de identidad que un camaleón? Sí, un actor. Ni qué hablar entonces de Rango, camaleón actor. Como además es un pusilánime, cuando las papas quemen se hará pasar por héroe. Hasta que quemen en serio y deba convertirse en lo que hasta entonces fingió ser. Lo interesante de Rango, nuevo hallazgo de la aventurada animación contemporánea, es que incluso en ese momento la condición de héroe no será un paso definitivo, la asunción de una entidad cristalizada, sino una circunstancia azarosa, transitoria. Uno más de la serie de tránsitos que llevan al héroe de la ciudad al desierto, del presente al pasado, de lo real a lo mítico, arrastrado por la clase de comedia frenética y acumulativa que cabía esperar de Gore Verbinsky, el realizador de Piratas del Caribe. Condenado a la soledad de una celda de cristal, a falta de aventuras reales, Rango, el más doméstico de los camaleones –piel verde, ojos saltones, camisa hawaiana, voz de Johnny Depp en el original– vive, como un chico, de su imaginación. Un pescadito de plástico y medio torso de muñeca le sirven para representarse como héroe de capa y espada. De pronto, en medio del desierto de Mojave, un barquinazo de la camioneta de sus dueños tirará abajo la pecera en que vive (¿o camaleonera?), y antes de que quiera darse cuenta deberá ponerse a salvo de un águila hambrienta. Es su miedo el que lo salva, llevándolo hasta el pueblito perdido de Dirt (traducido por “Tierra” en la versión doblada). Poblado por lagartos, lagartijas, cuises, tortugas y ratitas –todos ellos a caballo y muertos de sed, por la falta de agua–, en Dirt todo sigue siendo como en el lejano Oeste. Más precisamente, como en un spaghetti western. De spaghetti western es la música (cuatro gavilanes-mariachis atruenan como filarmónica de Morricone), los villanos que aparecerán, el duelo final y hasta –faltaba más– Clint Eastwood. Encarnación literal del espíritu del Oeste, el Clint de pucho y poncho reorientará a Rango cuando éste se crea perdido para siempre. Notable fusión del mito con la realidad más crasa, el Hombre sin Nombre de la trilogía de Sergio Leone es aquí también el mero actor de Hollywood, arrastrando sus Oscar por el desierto, en un carrito de golf. Sobre guión de John Logan (Gladiador, El aviador, Sweeney Todd), la dinámica de Rango es tan trepidante como podía esperarse de Gore Verbinsky, que en la subvalorada La mexicana correteaba por esta misma zona. Aun con baches y empantamientos del terreno, el espectador es empujado, como el héroe, de peripecia en peripecia. Acabamos de darnos cuenta de que el bicho vive en cautiverio (comprobación de un solo plano, que entraña más angustia metafísica que toda la obra de Antonioni), cuando el cristal de su habitáculo ya se está rompiendo, el águila cae en picada y hay que ponerse a correr. Así todo, de allí en más. Cualquier ocurrencia que surja, se la atrapa al vuelo, como hace Rango con cualquier bicharraco que ande volando. Ver el momento, breve como una ráfaga, en que Rango se cruza con los protagonistas de Miedo y asco en Las Vegas, disparados en su descapotable rojo. Tal vez obedezca a que todos usan camisas hawaianas. O a que uno de ellos es Johnny Depp, chiste que en la versión doblada se pierde. Los gavilanes-mariachis funcionan como coro griego-mexicano, presentando y comentando las acciones. Lo hacen a veces proféticamente, a veces ácidamente, a veces con una suerte de shakespeareanismo del sur del Río Grande: “...probó el guacamole de su propia decepción...”, cantan. Con asesoría de Roger Deakins (fotógrafo de los hermanos Coen que acaba de perder el noveno Oscar al hilo, por su trabajo en Temple de acero), en términos visuales la película nunca es menos que deslumbrante, llena de horizontes, tonos terrosos, bruma del desierto, perspectivas de las calles del pueblito. Pero hasta los detalles más ínfimos revelan un gran trabajo visual. Un reflejo permite adivinar, en las primeras escenas, que Rango se halla atrapado detrás de un cristal. La presencia de un terrible halcón se anuncia por sombras. Una última bala, disparada dentro de una pecera (¡!), permite rasgar el cristal, provocando una inundación salvadora. Lástima que –salvo una única copia subtitulada, que tal vez justifique una peregrinación a La Plata– aquí Rango se estrene sólo en versión doblada, que impide oír las voces de Depp, de Ned Beatty como el resbaloso alcalde-tortuga, del gran Bill Nighy como la gigantesca serpiente de cascabel-asesina a sueldo, de Alfred Molina, del aguardentoso Ray Winstone y hasta del mismísimo Harry Dean Stanton, en una reaparición vocal que en Argentina jamás se habrá producido.
La olla a presión que nunca llega a explotar A medio camino entre El custodio y Cabo de miedo, La revelación no se decide entre el estudio de un reprimido estilo olla a presión y el thriller de venganza post-carcelaria, autoanulando ambas opciones. La indecisión parecería caracterizar a su realizador, John Curran, que tras virar del soso indie coral de Adulterio (pasó casi inadvertida por la cartelera porteña) a la qualité british de El velo pintado, opta ahora por un duelo actoral-teatral, con Robert De Niro y el siempre sobrevalorado Edward Norton por contrincantes. Que el personaje de De Niro no es muy querible queda claro en el prólogo de la película, ubicada en los ’70. Allí, el tipo no sólo no le da la más mínima bolilla a su sufrida esposa (cuando ve béisbol por tele no admite interrupciones), sino que cuando ésta amaga irse, amenaza con tirar a la hija por la ventana. Ocasión para que una alegórica mosca zumbe y zumbe, hasta quedar simbólicamente aplastada por el marco. Por el marco que el guionista dio a la historia. Cuarenta años más tarde, Jack ocupa el cargo de parole officer carcelario: el encargado de bajar o subir el pulgar a los pedidos de libertad por buena conducta. Uno de los posibles candidatos, el interno que se hace llamar Stone (Norton), lleva ocho años de una condena a quince, por haber prendido fuego a sus abuelos, junto con un cómplice. No da la impresión de estar muy arrepentido, por lo cual Jack lo piensa dos veces, antes de satisfacer el pedido. Viendo que va a ser difícil lograr la libertad por derecha, el avispado Stone busca la forma de correr por izquierda al impoluto oficial, hombre de familia y chupacirios episcopal. Tiene con qué: su novia Lucetta, a quien encarna la siempre sexualmente agresiva Milla Jovovich. ¿Pisará el palito el veterano burócrata? Si no lo hiciera, ¿habría película acaso? A las pesadeces de sentido (la mosca alegórica vuelve a zumbar al final, la beatitud de De Niro se subraya con una multitud de sermones radiales), La revelación le suma toda la previsibilidad del mundo (desde el momento en que aparece Jovovich cualquiera adivina hacia dónde va la cosa) y, en ocasiones, buenas dosis de capricho y confusión. Que Lucetta cumpla las contrapuestas funciones de anzuelo sexual, maestra jardinera y pareja de un convicto peligroso no ayuda a hacer creíble su personaje. En cuanto a Stone, es imposible saber si el interés religioso que se le despierta de pronto es auténtico o sólo otra arma para manipular al officer. Componiendo con contención minimalista un personaje que es como la contracara del que tuvo en Cabo de miedo, De Niro invierte su tendencia histórica a la explosión, así como la más reciente a la caricatura cómica. Cuando todo parecería apuntar al crecimiento sanguíneo, La revelación opta sin embargo por la sordina y la implosión, corriendo el riesgo de perder en el camino al espectador de género, sin terminar de ganarse nunca al más sofisticado.
Cuando un abuelo decide tomar las armas Todo es exceso, acumulación, centrifugado de citas y referencias en la nueva película del director de Sangriento San Valentín, que parece un Tarantino tuneado. Autos, tetas, gore y autoconciencia: en Infierno al volante todo está potenciado más que a la enésima, si ese más fuera concebible. Es como si en lugar de calzarse sobre la nariz, los anteojitos 3D se implantaran directamente en el cerebro, dándole al mundo un relieve deforme, paródico y gozoso. Llena de trompadas, volantazos, duelos, tropos de cine de superacción, citas intertextuales y “nenas” calientes, Infierno al volante parece el Tarantino de A prueba de muerte, dirigiendo Rápido y furioso 5000 mientras lee una colección de comics apocalípticos. En sus tres o más dimensiones, la nueva panzada (white) trash de Nicolas Cage es la clase de película que requiere de mucha complicidad y poca sospecha, entregando a cambio un par de horas de cosa gorda. Rubio, muy serio y aplastando cada palabra entre los molares, Cage, para la ocasión John Milton (sic), anda detrás de los que mataron a su hija y secuestraron a la nieta, beba de meses. Un abuelo en armas cruzando el sur más primario de los Estados Unidos, el que va de Texas a Louisiana. En la primera escena y como para que quede claro, el tocayo del autor de El paraíso perdido persigue y cruza a otro auto, hace volar en pedazos a un par de sus ocupantes y deja al tercero llorando, con una rodilla en pedazos. A la nieta la secuestraron los miembros de una secta satánica, banda de rednecks salvajes conducidos por Billy Burke (el padre de la protagonista, en la saga Crepúsculo), con la intención de sacrificarla en honor a Belcebú. Por el camino, a Milton se le suma una chica brava, que acaba de quedarse sin trabajo y sin novio (Amber Heard parece la rubia de A prueba de muerte, pero en versión exploitation). Sin trabajo, porque harta de los aprietes del grasoso dueño de la cafetería le apretó los huevos detrás del mostrador (quien busque sutileza deberá viajar más al norte). Sin novio, porque cuando éste, un patovica como de discoteca (¡coguionista de la película, además!), estaba a punto de aplastarla con su bota texana llegó Cage y lo hizo saltar por los aires. Milton tiene, a su vez, uno que lo persigue. Dice llamarse “El contador”, pasa por agente del FBI, tiene poderes sobrenaturales y es capaz de clavarle a alguien un bate bajo la clavícula, para revolverlo concienzudamente después. Da toda la impresión de provenir de alguna zona sulfúrica y subterránea, de la cual tal vez el propio Milton haya escapado. Uno de los grandes villanos del cine contemporáneo, el gran William Fichtner lo compone con un cancherismo como de clan Sinatra. Coescrita, coeditada y dirigida por Patrick Lussier, en su primer tercio Infierno al volante coquetea con un uso complaciente del sexo, la violencia y, peor aún, ambas cosas juntas. Se toma en sorna el dolor ajeno, despliega como objeto el cuerpo femenino (sacudida de acá para allá, la cabellera de Amber Heard parece una colonia de algas), observa impasible el castigo brutal a la chica en el piso, recurre al mito del macho providencial. Todo eso resulta raro, ya que en la anterior Sangriento San Valentín, Lussier no sólo usaba muy bien el 3D (aprovechando el volumen y la profundidad, antes que el lanzamiento hacia cámara), sino también el sexo y el gore, reconvirtiéndolos, mediante el exceso, en una forma de desafiar el sentido común y la sensibilidad media. Un encame memorable, en el que Cage se trenza a tiros con media docena de bestias desalmadas, sin desabotonarse jamás de una gorda gimiente –y sin soltar la botella de Jack Daniels– marca el corte aquí. De ahí en más todo es exceso, acumulación, centrifugado de citas y referencias. “El contador” adopta alternativamente los nombres de Raimi o Carpenter. Milton porta una humeante arma mítica, que lleva el nombre de Godkiller. Un cultista lleva un pelucón que parece de Soldán y Romay juntos. En la banda de sonido se oye “Ride With The Devil”, pero el combo autos + satanismo remite a Race With the Devil, una de los ’70 con Peter Fonda y Warren Oates. El tanque de un camión cisterna pasa volando en ralenti, un tipo es arrollado por un auto como de dibujo animado, dos chicas se trompean desnudas, hay una misa negra y un agujero negro, alguien exclama: “¡Esto se fue al carajo!”. Vaya que sí: es como si el Coyote y el Correcaminos se hubieran cruzado con un Víctor Maytland colocado, en las sucias páginas de un comic en 3D.