Atrapado con salida Una diferencia entre las buenas películas y las otras es que en las buenas lo que hacen los personajes los define. En cambio, Berlin Calling no sería muy distinta de lo que es si, en lugar de dj, el protagonista fuera mecánico dental, obrero de la construcción o actor porno. La propia película presenta el oficio o vocación del personaje como algo esencial, tanto para él como para los demás. Sin embargo, lo que le sucede –ir a parar a un centro de rehabilitación, por haberse tomado todo– se presenta como desgajado de su condición de músico, o programador de música electrónica, o lo que sea. Finalmente todo termina siendo un Atrapado sin salida con salida. Esto es: sin golpes bajos, efectismos o demagogias –como en el caso de aquella película, más famosa que buena–, pero también sin dramas o motivos. Porque finalmente, ¿de qué sirvió la odisea de baja intensidad que atraviesa el tipo, si termina igual que como empezó? Un dato que tal vez defina qué le pasa a la película es el título, el mismo que la dueña de la discográfica impone para el disco que el protagonista está por editar. O sea: la película elige nombrarse con un nombre impuesto. El que Martin había elegido estaba mucho mejor: Tetas, tecno y trompetas. Aunque no muy riguroso, en verdad, porque de lo primero hay poco en su vida, y de lo último nada en el disco. Pero al menos suena bien. Mejor que Berlin Calling, que no establece alguna clase de diálogo con The Clash, sino que se limita a vampirizar un título famoso de la historia del rock. Porque las programaciones de Martin no tienen absolutamente nada que ver con la música de Joe Strummer y sus muchachos. Así como tampoco tiene mucho que ver el nombre artístico con el que Martin se presenta: dj Icarus. Salvo que por volar demasiado alto, como le sucedió al héroe mitológico, se entienda tomarse un trip de aquéllos. Y por quemarse las alas, quemarse el cerebro. Pero ni así, porque tampoco está tan dado vuelta este muchacho... En tren de hacerse preguntas, ¿por qué el papá de Martin es reverendo luterano? ¿Incide eso en la relación que tiene con su hijo? No que se vea. ¿Por qué la novia, cuando a él lo internan, vuelve con una antigua novia? ¿Y por qué cuando se reencuentran los tres practican un ménage à trois? ¿Por qué los ménages à trois dan bien en cine? ¿Porque siempre viene bien un poco de ratoneo? Hay un momento gracioso en Berlin Calling, que es cuando Martin organiza su fiesta de despedida del centro de rehabilitación. Se va a buscar bebida y un par de chicas, la música ya la tiene (la pone él) y uno se imagina que todo va a ser un gran descontrol (estilo Atrapado sin salida, donde Nicholson armaba una festichola parecida). Sin embargo, parece que a los internos de acá les tira más lo depre, ya que el único que baila un poco, solo y a 2 x hora, es el esquizo que jamás abre la boca, en medio de la cerrada oscuridad de la sala de espera. El resto de Berlin Calling está como más empastillado.
Con John Woo la cosa habría sido distinta Si hubiera caído en manos de John Woo, Personalidad múltiple pudo haber sido otra Contracara. Pero en lugar de tratar el disparate con más disparate, que es lo que debe hacerse, los realizadores suecos Joel Bergvall y Simon Sanquist intentan disimularlo. El resultado no podía ser otra cosa que lo peor de ambos mundos: un disparate carente de locura, de insolencia, de imaginación. Bergvall y Sanquist llegaron a Hollywood de la mano de su ópera prima, lanzada aquí en DVD con el título Invisible. Como lo haría más tarde y con mucho más talento su compatriota Tomas Alfredson en Criatura de la noche, en aquella película ambos trataban la angustia adolescente por vía del fantástico, trayendo del más allá a un tímido chico de secundaria que, convertido en fantasma, se vengaba de los pesaditos del cole. Seguramente en vista de ese antecedente, en Hollywood les ofrecieron un guión basado en el viejo truco del hermano malo que toma posesión (o eso parece) del hermano bueno, ocupando su lugar y seduciendo a su esposa. Escrito por un tal Michael Petroni, el guión está tan sobrecocido que, para producir ese intercambio, hace chocar a ambos hermanos (¡uno contra otro!) en un accidente automovilístico, en medio de un camino despoblado. De allí en más, Roman (el malo) da signos de haberse convertido en Ryan (el bueno), mientras éste permanece en coma. Con buen tino, Jess, esposa de Ryan (Sarah Michelle Gellar, única actriz conocida del elenco) se resiste a creer el visible disparate (que la película insinúa explicar por la fusión de la sangre fraterna, en el momento del accidente). Hasta que termina optando por el dale que va, y se entrega al odiado cuñado. Da la impresión de que a los directores suecos ni se les pasa por la cabeza tratar semejante disparate de un modo que no sea serio. Con lo cual no sólo anulan la única salida posible para la película, sino que le quitan al espectador toda posibilidad de diversión. Además de en términos de entretenimiento, Personalidad múltiple es aburrida incluso intelectualmente. Porque el maniqueísmo debe ser la más plomo de las concepciones filosóficas, y si en algo se basa esta película es en diferenciar sin matices al malo del bueno, anulando toda posibilidad del más mínimo contagio entre ambos. ¿Y Sarah Michelle Gellar? La reina del aburrimiento facial, sin duda.
Un policial retorcido Si en los films de David Lynch el mal muestra su cara más perversa, qué decir de la película más reciente de su hija Jennifer. Recuérdese: Jennifer Chambers Lynch debutó en los ’90, a los 25 años, con Boxing Helena, donde un cirujano guardaba en una caja a su amada. O más precisamente su torso. La película no fue muy bien recibida, Jennifer desapareció de la faz del cine, se refugió durante más de una década en toda clase de excesos y tres lustros más tarde volvió a filmar. Ganadora del premio mayor en la edición 2008 del Festival de Cine Fantástico de Sitges, Surveillance muestra a Mrs. Lynch con la imaginación tanto o más retorcida que la vez anterior. Con la diferencia de que ahora lo cuenta mejor. Coescrita junto a Kent Harper (que además hace un papel de lo más desagradable), Surveillance utiliza todos los tópicos del policial de parejas asesinas. Pero torciéndolos, deformándolos, poniéndolos en los lugares cambiados. Como en una versión desértica de Twin Peaks, tras una serie de crímenes horrendos el FBI manda a dos de sus agentes (la reaparecida Julia Ormond y el gran Bill Pullman) a un pueblito perdido. De allí en más todas son paráfrasis desviadas de cosas vistas antes. La rivalidad entre la policía del lugar (que tiene de jefe a Michael Ironside) y el hombre y la mujer de negro, la eficacia profesional de éstos, el carácter jurásico de los locales (los miembros de la repartición son abusadores, misóginos y reaccionarios), la empleada administrativa que se comporta como una madre (hasta el punto de horrorizarse con los crímenes, como una señora de su casa), el interrogatorio a testigos y sobrevivientes para develar quién mató a quién y por qué. Los interrogatorios son tres. Uno se lo hace el jefe de policía a uno de sus hombres, cuyo compañero fue masacrado en la ruta. El otro es a una nena cuyos padres corrieron igual destino y, finalmente, una junkie, a cuya pareja no le fue mucho mejor. Como en una Rashomon de versiones no necesariamente contrapuestas, esos tres testimonios arman lo que sucedió ese día en la ruta, en medio de la nada texana y al rayo del sol. Todo es deformación, perversión, exceso e inversión. Ante la muerte de su dealer, la pareja de junkies se lleva la farmacia entera que el tipo tenía en la casa. Y se la toman toda. La nena odia a su padre postizo, que lleva a la familia de weekend. Pero sobre todo, la pareja de policías interpretada por Harper y French Stewart (de 3rd. Rock from the Sun) es la más sádica, enferma y criminal que se haya visto en cine de Sed de mal para acá. Al menos hasta que aparece otra pareja, la clase de asesinos que cuanto más matan más gozan. Llevado esto al terreno sexual, incluso. Rozando la banalidad cuando se inclina a la sátira (algo que ya le había sucedido a papá David en Corazón salvaje), Mrs. Lynch anota varios puntos cuando se entrega a otro fuerte de su progenitor: una idea del mundo como infierno pesadillesco y maligno. La diferencia es, en tal caso, que lo que en David es mal viaje cerebral, en Jennifer es más físico y brutal. Como si el mal fuera un acantilado a pico y ella, la clavadista de fondo.
El cine del futuro viene en envase chico A diferencia de las primeras Historias breves, los cortos de esta nueva selección sólo parecen dar cuenta, ante todo, de sí mismos. Que las primeras Historias breves (las de 1995, que incluían, entre otros, trabajos de Lucrecia Martel, Adrián Caetano y Daniel Burman) hayan anticipado el fenómeno conocido como Nuevo Cine Argentino puede inducir a un error: el de suponer que todas las versiones posteriores deberían ser igualmente representativas de vertientes, tendencias o movimientos. Producidas por iniciativa del Instituto de Cine y Artes Audiovisuales cada dos o tres años, las Historias breves son, más sencillamente, antologías de diez o doce cortos, en su mayoría realizados por alumnos de escuelas de cine de Capital y del interior. Grupos variables de “curadores” –que desde hace unos años tienen al frente al realizador y docente Bebe Kamin– seleccionan ese puñado de un universo varias veces mayor. Más allá de que por definición tienden a dejar afuera a quienes no cursan o cursaron cine en forma académica, los cortos dan cuenta ante todo de sí mismos. Sólo eventualmente pueden llegar a tener el valor de testimoniar corrientes o tendencias creativas entre los jóvenes cineastas. Un aspecto común a los diez cortos de estas Historias breves VI es el acabado técnico, particularmente notorio en los rubros fotografía y sonido. No es novedad: la profesionalización es una de las consecuencias más visibles de la explosión de la enseñanza de cine en Argentina, durante el último par de décadas. Como en todas las Historias breves, esta sexta edición busca un balance entre cortos de Capital y del interior, entre historias urbanas y rurales, entre ligereza y densidad. No casualmente titulados con los nombres de las protagonistas, Alicia (de la barilochense Tamara Viñes) y Rosa (de Mónica Lairana, presentado en Cannes y premiado en varios festivales) sintonizan con una tendencia que no es sólo del cine argentino reciente: la de acercarse a personajes solitarios, desde una empatía no condescendiente. En el primer caso, en tono agridulce y un registro clásico de comedia dramática de clase media. En el segundo, con gramática más moderna, de planos fijos y fragmentados, y un tono seco y crudo. Tanto, que empieza con una masturbación de su protagonista cincuentona. Con su suma de narración en off de tono cuasicientífico, distanciamiento estético, enfoque lúdico, gusto por el collage y una construcción visual y narrativa hecha de ecos, simetrías y correspondencias, a Los teleféricos (del rosarino Federico Actis) podría calificársela de película llinasiana, en referencia a las de Mariano Llinás. De todos los integrantes de esta selección, si hubiera que apostar por los que van a filmar pronto su primer largo, ésos serían sin duda Actis y Lairana. Que un campesino necesitado de madera le perdone la vida a un árbol tal vez represente un exceso ecologista. Pero lo cierto es que Arbol (del mendocino, radicado en Córdoba, Lucas Schiaroli) está narrada con una mudez, sequedad y rigor que no son forzados, sino que se corresponden con los de su ambiente. También en un medio agreste y cuasi mudo se ubica Coral, del neuquino Ignacio Chaneton, combinando un aire de primariedad social con una sofisticada fotografía, de tonos muy saturados, llevada a cabo por el realizador. Codirigida por la docente de guión Michelina Oviedo y su ex alumna Paula Romero Levit, 5 velitas es, de toda esta selección, la que opta por un relato más clásico, con actores profesionales (Alejandra Darín y Rita Cortese, entre ellos) y técnicos ídem (incluyendo al notable director de fotografía Marcelo Iaccarino). Clásica, sí, pero construida en base a una idea tan rara como perturbadora. Unico corto fantástico del lote, El sueño sueco, del uruguayo Gustavo Riet, juega con una clásica continuidad entre sueño y realidad, a la que tal vez le falte algún punch mayor. Confirmando que el humor y el cine argentino no suelen llevarse bien, los dos únicos cortos fallidos de esta selección (La araña, de Sihuen Vizcaíno, y La última, de Cristian Cartier) apuestan a él. Con ese par de excepciones, el resto de los cortos dan ganas de ver futuros largos de sus realizadores.
Un asesino bien derecho y humano 22 balas es el título con el que esta película se estrenó en buena parte del mundo, en alusión a la cantidad de plomos que en la secuencia introductoria cuatro matones a sueldo meten en el cuerpo del héroe. De allí en más, Charlie Mattei averiguará quién o quiénes ordenaron su muerte, vengándose de todos ellos a sangre y fuego. ¿Desde el más allá? No, qué va. Por más que haya quedado a un solo agujerito de las Criollitas, despatarrado en medio de un charco de sangre, con el rostro más partido que un héroe de Francis Bacon y varias funciones orgánicas destruidas para siempre, el protagonista de El inmortal, haciendo honor al título francés y local, no sólo consuma su venganza sino que además deja atrás para siempre su infame pasado de mafioso marsellés, entregándose por fin a su vocación de amoroso padre, marido e hijo. Copia empeorada de los peores thrillers “a la americana”, no hay golpe bajo o muestra de demagogia, convencionalismo, oportunismo y efectismo que El inmortal no abrace con chocante determinación. La película presenta al héroe siempre rodeado de amigos o familiares. Cuestión de convencer al espectador de que el tipo –por más que sea un mafioso tan temible que sus enemigos, cuando lo ven se hacen literalmente pis encima– es, en el fondo, un buen tipo. Un hombre de familia, un amigo fiel, un tipo derecho y humano. ¿Que además de todo eso es un asesino despiadado, un narco, una basura humana? Bueno, sí. Pero si uno pone como protagonista a Jean Reno, que tiene esa cara de perrazo bueno y tristón, el espectador se olvida de que el tipo es una porquería y lo ama igual. Tano al fin (o corso, que es como una variante), Charlie Mattei ama a sus hermosos hijos, a su(s) esposa(s) (la ex es paciente terminal; la otra, ex prostituta rusa), a su mamma (encarnada por una señora que parece salida de un melodrama argentino de los ’40), a sus amigos de infancia. ¿Cómo no va a querer morirse cuando se entere de que es justamente uno de ellos el que lo quiere descuajeringar para siempre? Desde ya que la película dirigida por Richard Berry (secundario de mil policiales franceses, durante el último cuarto de siglo) se las arregla para combinar ese buenismo catequista con un feísmo de torturas, sangre chorreando, cirugías y agujeros de bala en planos detalle. Todo eso convenientemente espectacularizado, con mucho montaje paralelo, planos rápidos y entrecortados, disparos en ralenti y matones de anteojos negros. Espectacularizado y postalizado, con un Mediterráneo azulísimo y acantilados a pico. Una curiosidad es la presencia de Kad Merad (protagonista de Bienvenidos al país de la locura y el comediante más exitoso del cine francés de hoy) como “malo” tartamudo y con trastorno obsesivo-compulsivo. La otra, el cruce de etnias (corsos, árabes, judíos, una policía asiática), que convierte a El inmortal en una versión de El profeta, que en lugar de referir por extensión a la Francia actual tira todas esas etnias a la mesa y no sabe qué hacer con ellas.
Un dilema moral, una dirección afilada La ópera prima de Cruz anuncia a un realizador decidido a abordar el cine de género en términos visuales. Y que domina el arte del encuadre, de la distancia focal y la tensión espacial. El padre de un chico que “se queda” en la mesa de operaciones persigue al neurocirujano que lo operó y a la esposa de éste. A eso, más el calamitoso encuentro final entre los tres, se reducen los acontecimientos de El perseguidor, una película que aborda un argumento mínimo con el máximo de estilo. Eso, con buenas dosis de tensión, algo que las películas argentinas que ponen el acento en el estilo suelen descuidar. Estilo + tensión: ¿es El perseguidor un mero ejercicio, tanto en términos de estilo como de narración? No, porque la brevísima ópera prima de Víctor Cruz (73 minutos en total) está sostenida sobre un dilema moral: la responsabilidad del médico, su sentimiento de culpa porque el paciente se le murió en el quirófano, la certeza de que hubo negligencia institucional en esa muerte. Ya en las primeras imágenes se advierte el tratamiento del espacio, la respiración de cada plano, el montaje afilado, la dinámica visual que Cruz (Buenos Aires, 1973) impondrá durante la restante hora y pico. En medio del tupido follaje, una pareja ensangrentada arrastra un bulto, que pronto se verá es un cuerpo exangüe. El diálogo informa entrecortadamente sobre el chico, la operación, el padre, la falta de una asistencia adecuada. Un par de escenas más adelante el relato se remonta hasta aquel momento, como remonta el río la lancha de pasajeros en la que viajan los protagonistas. Allí se retoma la cronología hasta terminar, de modo circular, en la misma espesura, la misma pareja, el mismo cuerpo muerto. El hombre de barba bien recortada que arrastra el cuerpo –por lo visto tan pesado como la culpa que lo persigue– se llama Gustavo y es neurocirujano (Alejo Mango). La mujer que lo ayuda es su esposa Lola, arquitecta (Marita Ballesteros). Hecho de imágenes entrecortadas, como capturadas al paso, el relato sigue a Lola y Gustavo antes, durante y después de la nefasta operación. A partir de determinado momento se hace lugar a una segunda serie de imágenes, tomadas por una camarita digital casera, que se sacude mucho y da la impresión de estar oculta: la cámara del perseguidor. El matrimonio burgués que esconde un crimen, la grabación que los incrimina, el propio formato de thriller moral hablan de un fuerte componente Haneke. Caché, sobre todo. Dejando esa subsidiariedad entre paréntesis, El perseguidor aparece como un film compacto, excesivamente sintético quizás (para no caer en el pecado de “atar demasiado el paquete”, se evita darle un remate a la película, finalizándola in media res). Correalizador, junto a Hernán Andrade, del documental La noche de las cámaras despiertas, Cruz sostiene su primera ficción en solitario a pura gramática visual, hasta un punto infrecuente en el cine argentino. La tensión no es sólo narrativa sino interna, producto del modo en que se encuadra, las miradas de los actores, el tempo de cada plano. Si a Marita Ballesteros no le sobra elocuencia, la máscara magnífica de Alejo Mango (secundario en La niña santa, otra película de puro corte, fragmentación y encuadre) contrapesa con creces. ¿Se justifica que el perseguidor lleve consigo una cámara y grabe todo? ¿O se trata de un exceso de estilo, un vicio tal vez? La necesidad del padre del chico de contar con pruebas parece justificarlo. ¿Pudo haberse filmado la película entera desde ese único punto de vista, evitando la tercera persona desde la que se narra el resto del film? Se podía, pero hubiera sido otra película. Así como está, El perseguidor anuncia el ingreso al cine argentino de un realizador decidido a abordar el cine de género en estrictos términos visuales. Un realizador que parece dominar el arte del encuadre, de la distancia focal y la tensión espacial. Suena prometedor.
Melancólica elegía para el porno local Leyenda viviente de la marginalidad cinematográfica criolla, Víctor Maytland llegó a filmar un centenar de películas condicionadas. Y el propio Maytland se interpreta a sí mismo en esta evocación de sus últimos días como director. Más cerca de Porno, de Homero Cirelli, que del porno mismo, Maytland tiene por protagonista a Víctor Maytland. Un largo centenar de films condicionados, filmados desde fines de los ’80 y distribuidos en videoclubes, hacen de Roberto Sena (alias Víctor Maytland) una leyenda viviente de la marginalidad cinematográfica criolla. Leyenda semisecreta, desde ya: el cine condicionado siempre fue un mundo en las fronteras de la clandestinidad. Es esa zona fronteriza de salas-sucucho, oficinas de tres por tres, productoras unipersonales y producciones de entrecasa la que Maytland visita, en lo que podría definirse como “ficción documental elegíaca”. Asistente de Maytland durante años, el proyecto original del realizador, guionista y editor Marcelo Charras (Buenos Aires, 1976) pasaba por filmar un documental sobre el porno argentino. Campo casi enteramente ocupado por Maytland, que en su pico de trabajo llegó a filmar no ya varias películas al año, sino cerca de una por mes. El proyecto de Charras mutó a algo tal vez próximo a Kiarostami: una historia de ficción en la que Maytland actúa lo que acaba de sucederle, rodeado de un elenco integrado por actores porno, actores profesionales y no actores. Al personaje lo mueve una quimera que en una primera impresión no puede sino considerarse disparatada: filmar un largometraje porno-político, alrededor de una pareja de militantes en tiempos de dictadura. Un largo en el que el héroe rescata a la heroína de su cautiverio a manos de un grupo de tareas... y para celebrar van y se echan un polvo. Que esa película, llamada Exxxterminio, haya sido en verdad el último sueño de Maytland, que por falta de presupuesto no haya logrado editarla y que eso lo haya llevado a finalizar su carrera, son datos que hubiera sido bueno incorporar, recurriendo tal vez a los clásicos carteles finales. Esa información le hubiera agregado una productiva capa de realidad a una película que, así como está, se ve como pura ficción, más allá de que el protagonista y otros personajes (su hijo, sus actores favoritos) hagan de sí mismos. Así como hubiera sido bueno informar que, antes de pornógrafo, Maytland trabajó como meritorio nada menos que en La hora de los hornos: la clandestinidad política, antes de la semiclandestinidad sexual. En términos de gramática visual, Maytland es la antítesis de Maytland: allí donde éste asumía lo berreta como único territorio posible (para corroborarlo basta ver escenas de Las tortugas pinja, que es como su equivalente a El ciudadano), a Charras se le nota a la legua su condición de graduado de la FUC. En Maytland cada plano tiene una justificación, cada encuadre un peso propio, cada distancia focal un sentido, cada corte o empalme una razón. Una película impecable sobre un personaje pecable. ¿Hubiera sido preferible que Maytland se pareciera más a Maytland? ¿O hubiera quedado falso, impostado, manierista? Son preguntas para hacerse. Daría la impresión, sí, de que Charras acentúa, fuerza tal vez, un improbable carácter impoluto del héroe, haciendo de él un quijote, fiel todavía a los ideales setentistas y peleando contra los molinos de viento de los mercachifles del medio (la elección de Adrián “Facha” Martel como productor porno es un gran éxito de casting). Por momentos, la solemnidad de Maytland chirria, suena excesiva, delata tal vez el forzamiento al que se somete al personaje. Así como el intento de construir una ficción dramática trastabilla a veces entre laxitudes narrativas y pérdidas de rumbo. Pero no hay duda de que lo esencial está logrado: un tono definitivamente melancólico atraviesa la película, con gran cantidad de planos mostrando al protagonista como un solitario empecinado, como un dinosaurio de los tiempos del VHS, como un condenado a la desaparición. A propósito, tampoco hubiera venido mal un cartel final que refrendara que al porno criollo, industria pequeña y marginal pero alguna vez floreciente, le tocó un destino semejante al de las canchas de padel. La piratería y las bajadas de Internet lo llevaron a la extinción, anticipando tal vez el destino entero de la industria local del DVD.
Una de exilio cuando no hay exilios “Es un juego, y los sentimientos hacen que el juego tenga sentido”, dice una voz de escasos matices al comienzo de Amor en tránsito. Sin embargo, los cruces entre personajes que plantea la película quedan en una media agua que difícilmente genere placer (lo propio del juego) o algo siquiera lejanamente parecido al compromiso emocional. Escrita a cuatro manos por Roberto Montini y Lucas Blanco, coproducida entre ambos, que la ópera prima de Blanco empiece donde termina confirma la sensación de que esos cruces no se dirigían hacia ninguna parte. Como dice uno de los protagonistas: “Creo que entiendo lo que pasó... O no...”. Considerada una de las dos mejores películas latinoamericanas presentadas en la última edición del Festival de Mar del Plata (a esa conclusión llegó un jurado tripartito), que el tema del exilio sea uno de los ejes de Amor en tránsito suena raro, en momentos en que ésa no parece ser una opción para la sociedad argentina. La explicación es sencilla: el guión de la película se escribió en 2002, cuando sí lo era, y por lo visto quedó así hasta ahora, en que ya no lo es. De hecho, la película empieza y termina en Ezeiza, donde los cuatro protagonistas se cruzan. Alguna va, otro viene y un par de ellos sigue sin decidirse todavía. Que en la escena inicial las dos chicas no se saluden se comprende, ya que todavía no se conocen. Pero cuando la misma situación se repite, ¿no se habían conocido antes? ¿Habrá que rever Terminator para entender Amor en tránsito? Tal vez bastaría con comprender lo que se dice al comienzo y tal vez explique todo: “Esto ya pasó, pero a la vez está ocurriendo, porque lo que está pasando es siempre lo que está por venir”. Eso: habría que comprender eso. Más allá de ucronías y espejismos de hermetismos, lo que la película muestra es un juego de cruces aleatorios, de espejos tal vez. A Mercedes (Sabrina Garciarena) la espera un novio en Barcelona. Pero conoce a Ariel (Lucas Crespi) y duda. Juan (Damián Canduci) viene de Barcelona, en busca de una novia que dejó acá. Pero conoce a Micaela (Verónica Pelaccini) y duda. Entre dudas, poses y jueguitos de dominio (el TEG también parece jugar algún papel), la pareja de veintipico histeriquea tanto como la de treinta y pico. Más allá de una diferencia en la intensidad de los jadeos, daría la impresión de que en la cama ambas parejas funcionan igual. O así al menos se los muestra: con el mismo montaje de planos detalle, una total ausencia de erotismo y la misma cámara móvil que algún reglamento secreto parece imponer para todas las publicidades y algunas películas. Una única escena tiene tensión dramática. Es una en la que una de las parejas tiene una cena romántica (seguramente en un restaurante de Palermo, donde da la sensación de transcurrir toda la película), llega un intruso, se sienta a la mesa y no se quiere ir. Tensa, pero pasajera: al final el tipo se va y aquí no ha pasado nada. Eso: aquí no ha pasado nada.
El problema de quedarse sin villanos Los primeros diez o quince minutos del nuevo film de DreamWorks entusiasman, pero con el correr de la trama el efecto “Superman como villano” se va diluyendo. Como corresponde a estos tiempos, hay excelencia técnica y sobreabundancia de gags. A Megamente (la película) le sucede lo que a Megamente (el personaje): de entrada encuentra el rival perfecto. Pero por algún motivo que la película y el personaje tal vez deberían dilucidar en terapia, cuando todo parecería encaminado a un también perfecto matrimonio en el infierno, en lo que podría considerarse la noche de bodas (primer enfrentamiento a matar o morir), película y personaje pierden a su contraparte. Cuando lo recuperan, es tarde. Y ya se sabe (si lo sabrá la política argentina) que sin un buen enemigo no se puede vivir bien. Por lo cual tras unos primeros diez o quince minutos para relamerse y gozar, durante la restante hora y pico película y personaje se la pasan buscando un rival a su altura, sin encontrarlo. Ausencia que se llena al mejor estilo DreamWorks Animation: con chistes, espectacularidad, tecnología de punta y alto diseño de producción. O también puede ser que el crítico no la haya entendido del todo y Megamente sea una osadía metalingüística de lo más sofisticada, que no sufre la falta de una razón de ser, sino que la expone. El problema, claro, es que, sin un relato que la sostenga, la metalingüística no es algo que resulte la mar de entretenido. Superman, pero con Superman como villano, no como héroe. Ese es el hallazgo genial de (los primeros diez o quince minutos de) Megamente, escrita por los debutantes Alan J. Schoolcraft y Brent Simons y dirigida por el hombre de la casa Tom McGrath (director de ambas Madagascar). Para que el hallazgo funcione, basta con invertir el punto de vista desde el cual se narra la historia. La historia es una descarada paráfrasis de Superman, con un planeta lejano a punto de estallar, dos bebés lanzados por sus padres al espacio y la caída de ambos no en una ciudad llamada Metrópolis, sino en una llamada Metrocity. El chiquito calvo y no muy simpático no nació para ser amado. Por lo cual será “bueno para hacer el mal”. El pequeñín del rulito en la frente será a la larga Metro Man, psicopatón demagógico, que sabe que a la gente hay que darle circo y superpoderes para devenir paladín de la ciudad. Metro Man y Megamind: hasta la sonoridad de sus nombres los condena a ser uno, y el espectador tiene bien claro por cuál de los dos hinchar. Derrotado Metro Man, Megamente comprende que deberá inventarse un villano. Inventa al Jimmy Olsen de turno, Hal, nerd ligeramente irritante pero definitivamente no a su altura. Para seguir con la coartada metalingüística, ¿se tratará de poner en escena el debilitamiento de la idea misma de villanía? Problema: un villano débil representa una herida mortal para una película de superhéroes. Algo que no sucedía, por poner un ejemplo cercano (en tiempo, en intenciones, en registro visual), en Los increíbles, sofisticada reflexión sobre el sentido y el mito del superhéroe, que no desdeñaba el carácter de relato popular de aventuras. Ante la falta de villanos, Megamente se entrega, en cambio, a una deriva de ideas que no hacen relato: la Luisa Lane moderna, audaz e inteligente, el comic relief extravagante, el asombroso diseño de una ciudad futura, el fascistoide monumentalismo de masas y el sinfín de etcéteras previsible en una película que trabaja por acumulación. Con Ben Stiller como productor ejecutivo, su compinche Justin Theroux (coguionista de Una guerra de película) y un inesperado Guillermo del Toro como consultores creativos, con las voces de Will Ferrell, Brad Pitt, Tina Fey, Jonah Hill y un montón más (en las escasísimas versiones subtituladas), en términos de diseño de producción, estado del arte tecnológico y despliegue visual, Megamente deja boquiabierto. Pero es justamente allí donde la película construye un espectador no muy distinto del de las superproducciones monumentalistas de Metro Man: una masa de ciudadanos ululantes, extasiados con los superpoderes del héroe. Así, el punto de vista de Megamente empieza siendo el de nuestro villano favorito, para igualarse a la larga con el del héroe al que había prometido odiar.
Mujeres al borde de un ataque de nervios “¡Almodóvar!”, parece gritar todo en Las hermanas L, desde el comienzo hasta el final. Podría arriesgarse que lo único que no proviene de Almodóvar es el Almodóvar que le falta. Solo o con otros, ningún director de cine argentino filmó tanto en los últimos años, y con tanta continuidad, como Santiago Giralt (1977). Coguionista de Géminis (A. Carri, 2005) y Cordero de Dios (L. Cedrón, 2008), Giralt, nativo de Venado Tuerto, compartió con Eva Bär y Tamae Garategui la dirección de UPA! (2007), debutó como realizador solista en Toda la gente sola (2009) y acaba de estrenar, en el Festival de Mar del Plata, su segunda película a solas, Antes del estreno, a criterio de este crítico, por lejos, la mejor de las cuatro. Presentada en la Competencia Argentina de ese mismo festival dos años atrás, Las hermanas L es la segunda película “de a varios” de Giralt, nuevamente codirigida con Eva Bär y sumándoseles esta vez Alejandro Montiel y Diego Schipani. Las cuatro hablan de una predilección de Giralt por los films corales, con muchos cruces de historias y personajes. Daría la impresión, eso sí, que cuando filma solo se pone más serio, mientras que cuando lo hace entre amigos prefiere lo lúdico y fiestero, el pop más ligero. Las hermanas L se iba a llamar Las hermanas Legrand, pero para evitar cualquier litigio o demanda se optó por el título que lleva ahora. Lo cual no quita que durante la película se nombre a las protagonistas por su apellido. Las hermanas son Eva (Silvina Acosta) y Florencia Braier (Sofía), hijas de Cocó Legrand (un travestido Willy Lemos) y Alberto (Daniel Fanego). Los Legrand no son lo que suele considerarse una familia bien avenida. Separados desde hace rato la ex estrella Cocó y el director de teatro Alberto, ningún miembro de la familia parece bancar a los demás. Cuando vuelve de vivir un tiempo en Barcelona, Sofía descarga los bártulos en lo de Eva, que comparte departamento con su marido Lucho (Esteban Meloni). A Eva, la idea de vivir de nuevo con su hermana le hace tanta gracia como a la hermana hacerle una visita a la mamá. Pero no le queda más remedio, porque el departamento es de las dos. “¡Almodóvar!”, parece gritar todo en Las hermanas L. Todo, pero todo, todo: los títulos de crédito, dominados por dos monosílabos (kitsch y pop), la dirección de arte, los rituales domésticos femeninos (depilaciones, máscaras de pepinos, baños de espuma, lencería erótica), el deseo plurisexual, los cruces de personajes, algún (escaso) burbujeo expresivo, los secundarios coloridos (Lemos como Cocó, Soledad Silveyra como escritora erótica neurótica, fumona y fotofóbica), el tono (más virtual que real) de comedia sexual veloz y agitada. Podría arriesgarse que lo único que no proviene de Almodóvar es el Almodóvar que le falta. El que es capaz de imponer una verdadera dinámica cinematográfica, una gracia que vaya más allá del chiste eventual (“mamá nos enseñó a ser putas, pero con código”), un casting algo más riguroso, una dirección de actores que no deje a cada uno librado a sus capacidades, limitaciones y excesos. Una razón de ser, en suma, que vaya más allá del “querer ser como”. Como Almodóvar, claro. Más precisamente el de los primeros largos, el de Mujeres al borde..., el de Kika: uno de hace veinte o treinta años. Tal vez más alarmante que el carácter derivativo sea la dificultad para construir un relato, un mundo autónomo que trascienda el sketch aislado o el chispazo raleado. Dificultad bien visible en las frecuentes secuencias de montaje paralelo, en las que se hace difícil saber por qué coexisten esos planos, por qué duran lo que duran, si los espacios en que tienen lugar son distantes o contiguos. Cosas que Almodóvar no descuidó ni siquiera en sus primeras, desprolijísimas películas.