Memoria de la infancia cruel Asia Argento logra una película personal y a la vez universal, con un tema que le resulta muy cercano. Aria es la tercera hija de una familia italiana. Tiene 9 años, padre actor y madre pianista (Gabriel Garko y Charlotte Gainsbourg), que acaban de divorciarse. Dos narcisistas. Incomprendida, también es la tercera película de Asia Argento como directora. El drama de Aria, corresponde a un mundo que Argento conoce a la perfección, el de la infancia con padres famosos (es hija del director Darío Argento y la actriz Daria Nicolodi), el de las dificultades de los vínculos familiares, pero no por ello su película deja de ser universal. Al contrario. Y es también muy personal, ese es su logro. El término incomprendida es generoso con los padres de Aria, que no hacen ningún esfuerzo honesto por acercarse a ella. Más bien es ella, abierta como la mayoría de los niños, quien deambula su días entre la casa de uno y otra, un trayecto breve por las callecitas italianas que se convierte en su refugio, pasaje entre rechazo y rechazo, entre el padre y la madre. Padres e hijas. Exagera el drama Argento en algunas escenas, pero es adrede y radica en la libertad que la directora se toma para abordar un tema complejo, con toques de humor y tragedia en dosis similares e indivisibles. La formación del carácter, la enseñanza de vida, ¿en manos de quién está? Si a Aria no le va bien con sus padres, tampoco le irá bien con sus hermanas ni compañeros de la escuela ni potenciales novios. No encaja. Le queda un gato, que encima es negro. Mufa en familia de actores, como el espejo roto, o la pluma encerrada. La superstición, la superficie, por encima de la realidad. Ficción a la enésima, cuando Aria necesita y destila honestidad. La historia se desarrolla en los ‘80. Podría ser o no la de Argento. Evidentemente es la historia de una infancia difícil, como muchas, signada por el egocentrismo de los padres, devenido en indiferencia y ridiculez. Temas que Argento refleja en los distintos choques emocionales que sufre Aria y en las armas que elige para enfrentarlos, distintas a las de sus hermanas obedientes, anuladas por el mundo exterior de sus padres. Timidez valiente, niñez adulta, confusión de roles, aprendizaje de un mundo incomprensible desde la candidez infantil y una hipocresía que puede resultar familiar.
¿Nada que hacer? Implacable y entretenido acercamiento a la burocratización del ejército israelí con mirada femenina. Parodia realista y crítica corrosiva de un sistema con tono de comedia profunda. Motivación cero, opera prima de Talya Lavie, muestra con frescura la relación de dos amigas que trabajan en el área de administración de una base de combate israelí. Resignadas, olvidadas, y ajenas a un conflicto que ocurre muy cerca, pero que a ellas les queda lejísimos, no tienen otro mundo. Daffi (Nelly Tagar) y Zohar (Danna Igvy), junto al burocrático equipo de su área, visten uniforme, y ostentan grados, pero sus deseos son miserias de una vida cotidiana empobrecida. Rutinaria. Huir a Tel Aviv, tener sexo a toda costa, batir récords en un clásico de las PCs como el Buscaminas y hacerle la vida imposible a una jefa inocentemente trepadora, son algunos de sus flacos objetivos, que serían casi normales si no estuvieran allí, en esta historia que la directora eligió dividir en tres relatos con la huidiza Daffi y la rebelde Zohar como grandes protagonistas de esta comedia bien dramática que transcurre casi siempre en los interiores del cuartel. Mujeres confinadas, sometidas a su rol secundario incluso en el cuartel, a ser las secretarias, a servir el café u ordenar papeles bajo el servicio militar obligatorio. "Aquéllo fue ideológico, esto fue un error humano", dice Zohar al explicar uno de sus actos rebeldes. Rebeldía que en clave de comedia o drama que esgrime cada vez más el cine israelí, con historias como ésta, la de una amistad bajo reglas difíciles. Atemperada por el tono, y los diálogos, una denuncia real.
Atrapado entre amores Un padre divorciado que adora a su hijita, se enamora de una española que odia a los chicos. ¿Qué hacer? Toda comedia refleja algún conflicto social o familiar, exagerando sus causas y consecuencias, buscando la risa sobre el melodrama. Sin hijos, la nueva película de Ariel Winograd, sigue a Gabriel (Diego Peretti) un padre divorciado, enamorado de Sofía, su hija de 8 años, con serias dificultades para volver a formar una pareja hasta que aparece Vicky (Maribel Verdú), el amor de su vida, y también una fanática militante anti niños. Si Sofía era la excusa para espantar a cuanta mujer le presentaran, si su casa era un playroom y la niña su único tema de conversación, ahora el mundo se dio vuelta: la sola existencia de Sofía se convierte en una amenaza potencial a su incipiente relación con Vicky, una española hermosa y desenfadada que no se involucraría jamás con un hombre con hijos. Arranca entonces la doble vida de Gabriel. Amante y novio sin hijos para Vicky, padre en problemas con Sofía. Arma y desarma su casa, su vida, según el interlocutor, apelando a maniobras y mentiras que se suceden junto al abuso del videoclip, con Gabriel buscando lo que no tiene: equilibrio. Así, Sofía ejecuta a la perfección el papel de niña madura, mientras su padre es el fiel ejemplo de la abundante raza de adolescentes cuarentones. Vicky no se mueve de su rol, representa a la también creciente raza de cuarentonas que no quiere chicos ni en fotos. Hay manuales para ser padres y también para mantener a los chicos lejos, pero no funcionan. Como tampoco funcionará la mentirita de Gabriel, perseguido por la culpa, por su capacidad de ocultar lo que más ama, otro subtema de esta historia amparada en la comedia. Amparado en la comedia parece estar Winograd, cuyo tono personal es cada vez más neutro, alejándose de su prometedora Cara de queso, para destilar y destinar su cine al entretenimiento, para quedarse en la superficie de los temas que sale a tratar. Pero se ha profesionalizado, y sabe manejar la risa, incluso la ternura y cierta nostalgia que atraviesa este filme de un hombre atrapado entre dos amores. Amores distintos, necesarios y urgentes para él, pero peligrosamente incompatibles. Un buen drama transformado en comedia. Con las limitaciones de ese cruce y las dificultades de los vínculos, la culpa, la libertad. Con o sin hijos.
Haz lo correcto Choque de aventura y realidad, en un frenético acto de redención con grandes actuaciones y algunos excesos que merecen otro análisis. Ritmo vertiginoso, empatía que roza la compasión con los niños protagonistas y algo de bronca por la pueril mirada eurocentrista son algunas de las sensaciones inmediatas que motiva Trash: Desechos y esperanza. Filmada en un basural de Río de Janeiro, con las favelas como escenario natural, la película de Stephen Daldry cautiva e interpela ya desde el guión, un libro para adolescentes adaptado por el experimentado Richard Curtis. Con una estética similar a la de Ciudad de Dios, esta es la historia de Raphael, Gardo y Rata, tres chicos que viven y comen en el gran basural de su ciudad. Allí encuentran otra historia, una billetera con información en clave que es afanosamente buscada por la policía local. Matan y torturan policías y políticos locales para conseguir esa información. La billetera pertenecía a un tal José Angelo, un abogado con perfil social, que guardó allí el legado de su causa anticorrupción, información detallada de los socios del crimen. Son pistas que los chicos empiezan a seguir, desafiando el destino, desestimando la jugosa recompensa de la policía corrupta. Apenas tienen una tibia ayuda en ese basural, del cura alcohólico (Martin Sheen) y de la bella trabajadora social que les enseña inglés (Rooney Mara). Pero avanzan por curiosidad, tal vez por mandato social, por odio a la policía, y porque es lo correcto, como ellos mismos dicen. Y las pistas les muestran un mundo podrido, pero también la solidaria y emotiva compañía de sus iguales, que los ayudan a huir en escapadas frenéticas, que de los desechos blanden esperanzas. La mirada eurocentrista se posa sobre el basural latinoamericano, y cuenta una trama de aventuras en el medio de una tragedia social con discutible intencionalidad y autoridad sobre el tema. Y es casi una novela rosa ese exceso de esperanza, cimentado en la firmeza y valentía de tres chicos que crecieron en un mundo infame. Hay incluso citas bíblicas. El éxodo, la redención, y hasta podemos llegar a pensar que si los chicos triunfan la revolución estará cerca. Ellos, que viven el apocalipsis perpetuo, víctimas de las empresas cómplices de políticos y policías corruptos, pueden ser los salvadores. Y pueden desatar una lluvia de dinero en medio un basural, ¿dos clases de basura? Metáfora de la corrupción, en cualquier lugar del mundo.
De Rusia con horror Los “errores” históricos en la denuncia del sistema soviético desvían la atención sobre un caso bestial. Para jugar con la Historia, en el cine o en cualquier expresión cultural, se necesitan conocimientos sólidos, posiciones firmes, dudas intensas, tal vez ideas revolucionarias. De lo contrario, el cine incurre en un riesgo innecesario o en una operación fácil de desnudar. Algo de eso sufre Crímenes ocultos, la nueva película del sueco chileno Daniel Espinosa. Sabe llevar la historia Espinosa, pero es turbio el entramado de su historia. Un policial en la Unión Soviética, en el período más duro del comunismo, se pierde en las descripciones de pseudos macartistas rusos, en un filme anclado temporalmente en los años del stalinismo. El guión sitúa el comienzo de esta historia en los años 30, en un orfanato soviético donde los niños sufren las peores vejaciones. De allí salen dos protagonistas clave. Uno de ellos, Leo (Tom Hardy) se convierte en héroe de guerra, cuando en 1945 hace flamear la bandera roja con la hoz y el martillo en la Berlín nazi. Y será pese a todo el héroe de esta historia. Porque de Berlín volvemos a la URSS, a un mundo pintado como bestial, en el que asesinan a opositores y encubren homicidios porque “viven en el paraíso” y eso otro sólo ocurre en el capitalismo. Por decisión o por miedo, son todos secuaces de Stalin, unos más crédulos que otros. Entonces aparece otra historia, basada en un drama real, la del carnicero de Rostov, implantada en los días de Stalin para evidenciar definitivamente la falta de rigor del filme. Se dirá que es ficción, pero tirarle este asesino de niños que descuartizó a media centena de chicos en los años 80 a un cuestionable período histórico de la ex URSS no es un dato menor. Menos ahora que se viene la celebración por los 70 años de la derrota nazi. Dicho esto, hay actuaciones brillantes como la de Tom Hardy o Noomi Rapace, cuyos personajes construyen su relación a la sombra de un mundo decadente. También Gary Oldman, pero sus méritos se esfuman en un drama amañado. ¿Qué historia quiere contar Espinosa? ¿Demonizar a Stalin, tirarle más muertos a Stalin? El peso de aquella realidad es de tal gravedad que contrasta con el aprovechamiento de un thriller pochoclero. Hay demasiadas miserias humanas, para qué tergiversarlas.
Hechizo del tiempo Un guión con demasiadas piruetas logra sin embargo tocar las fibras íntimas de una vieja pregunta. -Es una historia de hadas. -Sólo por ahora, ¿no? Es lo bueno de asistir a una premiere del Cine Club Núcleo, inevitablemente, aparecen los comentarios al final de la proyección de este público maduro, fogueado en la pantalla del Gaumont. La historia de hadas a la que refieren dos espectadoras es El secreto de Adaline, una película amparada en el viejo recurso de la juventud eterna, pero con giros y actuaciones sensibles que la salvan del abismo. No buscaba la eternidad Adaline Bowman (Blake Lively) cuando un rayo le devolvió la vida tras un accidente y la conminó a tener para siempre 29 años. El sueño de cualquiera, el cuento de hadas, se convirtió aquí en un karma para la bella Adaline, que guardó el secreto y mantuvo un estricto plan de mudanzas durante 8 décadas para amortiguar el sufrimiento, para evitar los vínculos avasallados por su inmunidad. Sólo su hija conocía la historia, y envejecía. Pero claro, aparece Ellis (Michiel Huisman) y con él la historia de amor. Y uno se pregunta si es necesario semejante contexto para contar otra historia de amor. Y encima surgen las teorías astronómicas, los cometas, sabiendo que ya teníamos el rayo de la vida eterna. Pero la historia tiene una carta guardada que no vamos a revelar aquí, y esa carta es el pase a la redención, a la salvación del bluff absoluto, algo que tal vez no hubiera percibido de no estar en una sala repleta. El mérito de Adaline también revela un problema del cine. Hay que crear un clima para volver a las preguntas de siempre. La vida eterna, el amor después del amor, la conciencia de la muerte. Y ya no sabemos si es un problema del cine o de los espectadores esa necesidad de construir atmósferas cada vez más artificiales para llegar a lo básico. Y Adaline llega, con su sabiduría, su pasado atravesando momentos clave de nuestra historia, a imponer su historia. Otro punto de vista para el deseo de la juventud eterna, una respuesta azarosa al empecinamiento de la ciencia, un encantamiento que no es tal. Adaline quiere envejecer, quiere construir un amor recíproco, quiere romper ese hechizo que la hace distinta. Y el camino es una metáfora obvia, la salvación del amor. Una salvación curiosa, porque no implicaría otra cosa que la muerte. Pero ya lo dijeron las espectadoras del Gaumont, es un cuento de hadas, es ficción, y tal vez sea sólo por ahora y pese al esfuerzo de muchos que no exista la juventud eterna. ¿Una vida con juventud eterna? ¿A dónde irían los secretos?
Un argentino condenado Cuidada lectura de un caso testigo de racismo judicial: el argentino condenado a muerte en los EE.UU. Un cordobés condenado a muerte por asesinato en los Estados Unidos en 1995 es el origen de Saldaño. El sueño dorado, documental de Raúl Viarruel. Su caso, que conmovió a la opinión pública, es el de un joven que huyó del desempleo, que recaló en los Estados Unidos y terminó matando a sangre fría. “Fin de la historia”, escribió el mismo Víctor Hugo Saldaño. Y principio de otra, común a muchos hispanos y negros en el país del norte, un proceso judicial que exuda racismo, discriminación, que lo condenó dos veces a la pena de muerte y que mantiene a Saldaño desde hace 20 años en el inhumano corredor de la muerte en Texas. Tal vez sea exagerado el simbolismo negativo de esos planos de la Estatua de la Libertad en contraste con el presidio. Pero no hay una defensa de Saldaño ni un ataque velado a la pena de muerte, aunque el espectador sacará conclusiones. Tampoco hay una historia de vida, quizá adrede. De Saldaño sólo sabemos, a través de Lidia Guerrero, su madre, que de niño le gustaba viajar, que tal vez tenga un hijo en Brasil, que fue hallado culpable por el secuestro y homicidio de Paul King y que lleva 20 años esperando. No hay un retrato humano. “¿Creés en Dios?”, preguntó un policía ni bien lo arrestaron. “Creo en los dólares”, respondió. Varios casos en uno. Batalla social, desigual, con tonada hispana y cordobesa.
Entre la culpa y la mentira Una historia complicada para tratar temas complicados, y todo el entramado supeditado a un dudoso fin. Un relato principal y dos secundarios se entrecruzan insidiosamente en Amores infieles, la pretenciosa historia del canadiense Paul Haggis. Michael (Liam Neeson) es un escritor obsesivo y manipulador que tiene un Pulitzer en su haber. Su cuentito, el principal, transcurre en París, con Michael ejerciendo su inverosímil arte de escribir (Neeson necesita acción). Escribe y supedita su vida a esa escritura. Una vida de hotel con su amante escritora, sexo desenfrenado y su familia a la distancia, alentándolo a escribir a sabiendas de su traición, a cualquier precio. De París saltamos a Roma, donde Scott (Adrien Brody), que roba diseños de ropa para los talleres clandestinos, despotrica contra los tanos por su latinidad. Hasta que una bella gitana le cruza su cuerpo y mirada en un bar y el embaucador queda prisionero de una mujer que debe juntar dinero para rescatar a su hija. El también tiene un hijo, que le manda videomensajes desde algún lugar mientras se pierde en su historia gitana. La tercera subtrama transcurre en Nueva York, aunque Julia (Mila Kunis) podría estar en París, de hecho sugiriendo cierta interacción con el escritor y su amante (Olivia Wilde). Julia, acusada de intentar matar a su hijo, lucha por conseguir un régimen de visita. Suponiendo que el espectador supere la primera hora de película, plagada de símbolos, números y palabras clave que conectan una historia con otra, de hombres y mujeres histéricos, sumergidos en sus propios simulacros, con niños que van apareciendo por su ausencia, la historia empieza a cuajar. La culpa, la mentira y una duda central, la necesidad de vivir a través de los otros: creer en alguien, confiar en alguien, es cada vez más difícil. Pero hay muchas preguntas, entre otras: ¿qué es la fidelidad?
Mago y vagabundo argentino Finalmente se estrena aquí el filme en el que el ilusionista es la excusa de Agresti para hablar del ser argentino. Mérito de Alejandro Agresti, de la hipocresía argentina, o de las leyes de oferta y demanda que siempre beatifican lo que nos falta, El acto en cuestión debe ser el clásico del cine argentino que menos gente vio. Película de culto desde que se proyectó en 1993 en Cannes, recorrió luego salas europeas y vino a la Lugones para una retrospectiva del director, que por fin pudo mostrarla aquí. Ahora, 22 años después, tiene su estreno comercial en versión remasterizada. No es ésa la única paradoja de esta historia, la de un mago ilusionista de San Cristóbal. Porteña hasta la médula, la película tiene sello holandés. Se filmó con actores argentinos, pero íntegramente en Europa. El ilusionista es la excusa de Agresti, que en la piel de Carlos Roffé, el mago Quiroga, traza la silueta del homo argentino, un vagabundo intelectual que vive al día robando los libros que consume sin parar en su pensión. Hasta que aparece El libro. Magia y ocultismo. El acto en cuestión. Y nace el mago, cambia su vida haciendo uso de un truco que robó de un libro también robado. El salto a la fama, la conversión del vagabundo en argentino triunfador. Ese azar que está en otras películas de Agresti. Esos trucos que aquí son recursos cinematográficos, experimentación con la historia del cine. ¿Qué es ser actual en el cine? Miren la escena inicial, o la de los campos alemanes, o las maquetas armadas por este contador de historias. Remiten a otros cines, pero tienen vida propia. ¿Qué es viejo? ¿El blanco y negro? ¿La voz en off? ¿El contrapicado? Son juegos que Agresti se permite, como usar la palabra desaparecer, reorientando la tragedia argentina. El todopoderoso mago falla con un niño búlgaro, dos años desaparecido está el pibe, y le gritan de todo a Quiroga en tono cómico, metafórico, y también directo: “aparición con vida” le dicen. Agresti inventa. Hasta Hitler quiere a Quiroga como su ministro de propaganda. Es desopilante, interpeladora y nostálgica la historia de este personaje y sus miserias. Desafío para espectadores y críticos formateados. Vemos a Roffé, a Lorenzo Quinteros y son actores de otra época, pero el cuentito no. Desaparecer, salvarse, dominar, tener minas, fama, son más que ilusiones ahora, acá, y en muchos otros lugares. Da para tomarlo con humor, pero de ninguna manera es joda. ¿O sí?
No está lograda esta comedia francesa sobre la crisis de un cincuentón, que vive de las apariencias. Ni reflexiva ni cómica, Entre tragos y amigos, la película del francés Eric Lavaine, queda tan lejos de la historia que intenta contar como su título original (Barbecue) de un buen asado argentino. Enrolada en las decenas de películas que retratan la crisis de los 50, ya sea en tono pasatista o dramático, apuesta por una historia mínima, la de Antoine, un coqueto cincuentón que vive en el mundo de las apariencias, las físicas, las laborales, las familiares. Un tipo patético oculto detrás de una mesura naturalizada. Las máscaras de esta sociedad. No toma, no fuma, persigue amantes extranjeras y practica running con sus amigos. Bien por Antoine. La película comienza justamente en un maratón definitivo, en el que este modelo de hombre sufre un infarto. Entonces pasamos a un breve flashback que nos muestra lo superficial que era su vida hasta allí. Nos presentan a su grupo de amigos, bien etiquetados por el guión. El hablador insoportable, el tonto sensible, la pareja separada que se reencuentra con el grupo y el tipo reservado afectado por una crisis económica que jamás comentará. Ahí ya tenemos un problema, porque la simpatía del filme no alcanza ribetes suficientes como para tapar la pobreza de estos desempeños. Aunque las actuaciones están bien, el guión es pobre, sin matices y absurdamente previsible. Pero volvamos al cuentito. Antoi- ne regresa de su enfermedad convertido en otro. Se hartó de disimular, de aparentar y de quedar bien con todos. Como es de esperar, su reacción produce un vendaval en el grupo, un vendaval muy francés. Y ése es otro problema. Porque la película funciona. Está bien filmada, bien actuada, los diálogos son creíbles y la conjugación de estos factores ofrece un resultado hasta agradable. Pero detrás no hay nada. Ni un chiste para comentar, ni un motivo para empezar o dejar de beber, según el cincuentón de quién se trate. Pobre Jacques Tati, que con el ruido de una puerta te hacía reír y pensar. El rumbo de la comedia francesa, tema para charlar entre tragos y amigos.