Lucha de clases en tierra macaca El nuevo documental de Disney informa, interpreta y convierte a los monos en actores. Vale la pena. Por un momento, El reino de los monos, nuevo documental de Disney, huele a lucha de clases en el mundo animal. Está filmado en la selva de Sri Lanka, en una ciudad abandonada cerca de la cual una manada de macacos ha tomado posesión de un peñón. Allí nace esta historia, un cuento para chicos y grandes que documenta, informa, interpreta y hasta convierte a los monos en actores. Grandes protagónicos los de estos macacos. Alastair Fothergill y Mark Linfield codirigen un relato imperdible, querible, que logra, a veces de manera exagerada, hasta empatizar con los monos, identificarnos con sus proezas y pesares con imágenes realmente sorprendentes. La heroína del cuento es Maya, una mona de clase baja, sometida por el rey del grupo, y por las aristocráticas hermanas, una corte de hembras que marca de cerca al rey para mantener sus privilegios. Para ellos es el sol, la mejor comida y la protección de lluvia; para la plebe lo que consiga al ras del suelo, donde habita Maya, la mona proletaria. Pero Maya gana protagonismo cuando al grupo se llega Kumar, un joven macho proveniente de otra manada. El rey se siente desafiado, lo echa del grupo. Tarde. Maya ya está preñada. Tendrá sola a Kip, su hijo, al que cría con las dificultades de las clases bajas pero con muchísima valentía. La estructura social de este grupo macaco, al que ya ha vuelto Kumar, va a tambalear cuando su hogar, su mundo durante generaciones, sea tomado por monos vecinos. Entonces Maya y su pareja tomarán las riendas, y mantendrán vivo al grupo con sus conocimientos callejeros. Como en las sociedades humanas: en los buenos tiempos, los macacos esgrimen división de clases; cuando llegan las catástrofes, todos son iguales. Aunque aquí, los macacos nos tienen reservadas varias sorpresas. Ah, y no se vayan hasta que se encienda la luz. Las imágenes del final, el backstage, son una historia en si misma.
A los sobresaltos Todo lo bueno que puede aportar la estética del bosque se pierde en lugares comunes del cine de terror. El fin de semana de campo se vuelve trágico para estos cinco jóvenes atacados por un personaje de leyenda, Pie Grande. Ocurre en Texas, y es la historia de Terror en el bosque, la nueva película de Eduardo Sánchez, el director de Proyecto Blair Witch. Dos hermanos, Matt y Brian, la novia del primero y una pareja amiga viajan de cerveza en cerveza a la cabaña perdida y muy abandonada del tío Bob, que no está allí, y jamás los invitó. Pronto reciben señales de que algo extraño ocurrirá en ese bosque, que guarda una vieja leyenda, ni hará falta contarla. Sin tiempo para el videoclip de las vacaciones divertidas, la película nace con sus protagonistas perseguidos, acorralados. Y a veces asusta. Ya hemos criticado en esta columna la moda interminable, funcional a la falta de ideas, del found footage, el uso de cámaras y camaritas manipuladas por los protagonistas, objeto imprescindible del nuevo cine de terror. Es cierto, también resultan omnipresentes en nuestras propias vidas, pero el recurso de contar a través de la lente de los protagonistas, exagerando el infrarrojo, los movimientos abruptos aunque sea una GoPro, es contraproducente. Otro lugar común es la recuperación sui generis de leyendas para convertirlas en disparadores del miedo. Ahora le tocó a Pie Grande. Al bueno de Pie Grande le viene tocando seguido. Aquí, por suerte, se oculta su disfraz. Terror en el bosque, como los jóvenes de la película, se mete sola en la boca del lobo. Tiene buenos diálogos, intenciones y actuaciones, pero cubre la flaqueza de recursos narrativos con viejas y transitadas ideas. Así va diezmando a un grupo de jóvenes acorralados en el bosque acosados por un personaje de leyenda que para ellos existe y va diezmando el interés. El sobresalto nunca fue suficiente.
Con ribetes fantásticos La comedia que protagoniza Adam Sandler viene con buenas actuaciones y moraleja. Aunque exude sentimentalismo, bondad, costumbrismo barrial neoyorquino y recurra a un viejo truco del cine, el de un protagonista que puede convertirse en otro, En tus zapatos logra un balance llevadero en el conjunto, en parte, gracias a las actuaciones. A Adam Sandler le queda calcado el traje de esta comedia dramática con ribetes fantásticos. Max Simkin, su personaje, es un apocado zapatero de familia judía, cuarta generación de zapateros para nada feliz con su rutinario negocio en el Lower East Side de Nueva York, una zona invadida por inescrupulosos inversores inmobiliarios, donde conviven los viejos habitantes del barrio judío y amigos entrañables como su vecino el barbero (Steve Buscemi) con los nuevos ricos promotores de un boom inmobiliario que lucen codiciadas y hermosas mujeres y tienen choferes para manejar sus costos autos. Choque de mundos. Pero pronto podrá reconciliarse con su historia el atribulado Simkin, haciendo uso de una máquina para coser suelas que heredó de su abuelo. Si arregla un zapato con esa vieja máquina y luego se los calza, inmediatamente adquiere la fisonomía de su dueño. La voz y el acento. Así, entre capelladas, suelas y costuras, vamos conociendo a los personajes del barrio, y también la consternada historia de Simkin que vive todavía con su madre, abandonados ambos hace años por su enigmático padre, que fue también zapatero (Dustin Hoffman). “Para conocer a un hombre hay que ponerse en sus zapatos”, dice el primer slogan de la película. Y eso hace Max, que gracias a su vieja máquina, puede ser quien quiera sin evitar el costo de esa conversión. Gracias a ese intercambio de roles, la historia avanza en varias direcciones, con Max tratando de ayudar aquí y allá, convirtiéndose en otros para ser él mismo. Así se las verá con un temible gángster, con una corrupta empresaria inmobiliaria y con su propia historia, la de una familia artesana, dueña de un oficio y de una mirada del mundo, mundo en el que todavía puede hacerse un lugar más allá. Una historia de familia, de amor, un policial cómico apoyados en el realismo mágico de una transformación con moraleja: la de vivir tu propia vida.
Miedos, deseos y paranoia Tres personajes están encerrados en una casa, en una ciudad tomada por zombies. Hasta que toman de rehén a uno... Zombies, moscas y video. ¿Por qué son prisioneros los personajes de El desierto? ¿Por qué se llama El desierto la opera prima de Cristoph Behl si transcurre en una casa cercada por la urbanidad? Sobran las preguntas para esta película de interiores que juega con la dualidad de inventar o seguir reglas, que pueden ser sociales, contigentes y también cinematográficas. Pero no hace falta que las responda. Ana, Johnatan y Alex están encerrados en una casa. En una ciudad tomada por zombies que casi siempre están fuera de campo. Los tres alternan salidas esporádicas que matizan esa vida interior devorada por conflictos internos que crecen sin estallar. Ana y Johnatan son pareja, Alex un tercero que esconde la discordia. Siguen un protocolo de supervivencia, animan juegos infantiles e interpretan roles que parecen forzados en un clima de opresión, en una cuenta regresiva marcada por los tatuajes de Alex. Moscas tatuadas. Y tienen una habitación de videos, donde se graban, y se espían lo que graban. Alex espía a Ana, en su desnudez física y exhuberante pese a la situación extrema, en las confesiones puestas en cámara. El mundo exterior les llega mediatizado por micrófonos, sonidos de un afuera contaminado. El interior, a través de esa camarita, catalizadora de diálogos que jamás afloran. Hasta que atrapan a un zombie, y rompen las reglas, capturan a un nadie a merced del trío. Pero espían su documento, su historia, su nombre. Y el rehén apura el desenlace. Hay un juego simbólico con los nombres y armas que no dicen nada. Miedos, deseos, paranoias que ocurren más allá de los zombies, que son sólo una excusa para pintar este drama interior de tres jóvenes aislados en esta búsqueda interior en la que están atrapados. ¿Qué los acosa más, el afuera zombie o su mundo interior? ¿Qué es la identidad? ¿Seremos zombies con nombre y apellido?
El derrumbe de un hombre Historia bien contada, muestra la lucha de un hombre común contra el Estado. Fue la candidata rusa al Oscar al mejor filme extranjero. El Mar de Barents, al norte de Rusia, es el escenario perfecto para la dramática Leviathan, una historia tan bien contada como polémica. Aunque Andrei Zviaguintsev, el director, diga que se basó en un caso real ocurrido en los Estados Unidos y que en el origen de su obra también está el episodio bíblico de Job, el peso de su crítica al sistema político local no se disimula en ningún momento. Su filme narra el impotente derrumbe de un hombre, en una visceral proclama política contra esta historia universal de la corrupción de la Rusia feudal y de cualquier lugar del mundo. Es desmoralizante y tal vez antipatriótica su película, como le han dicho, pero también es perfectamente verosímil. Cuenta de manera magistral la lucha de Kolya contra el Estado y el gobierno de este alcalde pornográfico. Quiere expropiarle su casa a orillas del mar, supuestamente para levantar allí su propia mansión. Pero detrás de este drama hay otros, el de la pareja, el de la amistad, el de la resignación en tiempos de crisis. Derrumbes éticos y amorosos, en un contexto con guiños simbólicos y sarcásticos, motorizados por personajes cuidadosamente rústicos, incapaces de esconder sus reacciones, y gobernantes impunes, de omnipotente y manifiesta irracionalidad. Ya lo dijimos, en esos paisajes maravillosos y distantes, estremece la duda de un hombre, de una familia que se debate entre empacar su resignación para mudarse a otro lado o salir a dar una batalla desigual, una derrota anticipada. Sólo hay un momento en el que la película deja entrever una posibilidad de justicia, y funciona como una escena redentora ese encuentro entre Dimitri y el Alcalde, pero la historia funciona así, negativa, nihilista, interpeladora. Funcionaría aún si se tratara de propaganda política, propaganda en contra en este caso. Está lleno de buenas películas nacidas con esa intencionalidad. Desde El acorazado Potemkin, a varios filmes de Sokurov, para no movernos de aquella geografía. Y si la película de Zviaguintsev se trasladara a España, por ejemplo, para hablar de las hipotecas, también funcionaría. Eso sí, la historia pierde jugando a derrumbar las figuras de Gorbachov o Lenin, pierde colgando un cuadro de Vladimir Putin en el despacho de este alcalde degenerado, incluso mentando a las Pussy Riots. Era suficiente con esta historia humanamente deshumanizada. Además, su mirada sobre los personajes malos de la historia, es exageradamente sarcástica. En cambio, el drama de los afectados transmite su impotencia y ése es, incluso con el antídoto del vodka mediante, su mayor mérito. A favor del gobierno ruso, diremos que la película se estrenó allá en varias salas y que fue la elegida para representar a su cine en los Oscars. Nada menos. Mejor es ir a verla sabiendo nada, para después sacar conclusiones.
Historia de militantes Rescata a dos militantes populares acribillados por la Triple A y ofrece la lectura del Partido Obrero sobre varios hitos de la vida gremial. Homenaje, relato y manifiesto político. Cuarenta balas: el caso Fischer-Bufano el documental de Ernesto Gut y Dionisio Cardozo recupera la historia de Jorge Fischer y Miguel Angel Bufano, dos jóvenes militantes obreros, delegados gremiales, asesinados por la Triple A en diciembre de 1974. Hay un repaso familiar de su historia, narrado desde el comienzo con una línea política bien definida, la del Partido Obrero. Imágenes en blanco y negro que van de la Revolución cubana al Cordobazo, piedra fundamental de su militancia y de su formación. Una historia que incluye relatos íntimos de las ex esposas de ambos, y que apuesta a una historia dentro de la historia, el video que Sebastián Fischer les graba a sus hijos para contarles la vida de su abuelo. También hay un acompañamiento de la militancia, de los obreros que vieron el crecimiento de Fischer y Bufano, y que estuvieron con ellos el día del secuestro, cuando tomaban el 67 a la salida de la fábrica Miluz, en Villa Martelli. Y hay una lectura política, otro relato, encarnado en los testimonios de Jorge Altamira y Néstor Pitrola, dos cuadros (y candidatos) por el Partido Obrero. Intencionalmente marcan dos hitos en el movimiento proletario. Uno, cuando Altamira analiza cierta lectura política en los años siguientes al golpe del 55 que lo marcó. “Perón se quedaría en el exilio, y cuando hubiera una amenaza revolucionaria, los mismos que lo derrocaron lo iban a traer”, dice con el diario del lunes, con los datos de Ezeiza para confirmar su teoría. De allí, al otro, a la creación de la Triple A, resta un pasito. “El responsable no fue López Rega, fue Perón”, dirán. Así, contexto, análisis y proclamas, avanzan y a veces distraen de la valiosa historia de Fischer y Bufano, íconos del gremialismo antiburocrático. Que archivo, homenaje y debate político sirvan para juzgar los crímenes de la Triple A.
Un caso poco conocido Lejos del tono épico, permite a los protagonistas contar una historia de mutación interna, la de romper el silencio en pos de la verdad. De factura convencional, Silencio roto: 16 nikkeis, el documental de Pablo Moyano, aborda puertas adentro la historia escasamente conocida de los 16 desaparecidos japoneses durante la última dictadura cívico militar. De manual, recupera primero la formación de la comunidad japonesa en la Argentina, su cultura y costumbres. Cómo y por qué vinieron los japoneses que emigraron aquí, casi todos con la idea de volver. Hasta la derrota japonesa en la guerra. Entonces se quedaron. Cuentan que en aquel momento, eran una curiosidad aquí. “El ser nikkei es una marca indeleble que se ve en la cara”, explican. Y también se definen, en la mayoría de los casos, como poco expresivos, introvertidos, fatalistas. Pero cuando hablan de los desaparecidos resulta evidente que ellos no lo son, fueron otra clase de japoneses, los que asumieron un papel de militancia política en la Argentina, su país. “Soy japonesa o argentina según me convenga, muy cómoda”, dice una de las entrevistadas. Y en ese contraste, se explica el eje de esta historia, un relato poco efectista pero honesto. Esas costumbres que primero narran los protagonistas, ese choque cultural, se evidencia en el silencio increíble que mantuvieron frente a la desaparición de los suyos. “Para muchos de la colectividad era una deshonra, una vergüenza que hubieran sido detenidos”, cuentan. Hablan de una estructura familiar, de una cultura de resignación, y de sumisión a la autoridad, aunque fuesen militares asesinos. Silencio roto es una historia de compromiso militante, de barbarie, pero sobre todo de la mutación de la idiosincrasia japonesa vernácula. Que superó el camino de hermetismo y de la connivencia política de su embajada con la valentía de algunos familiares. Pisaron marchas de la resistencia, cruzaron pañuelos con ojos razgados, rompieron un yugo cultural. ¿Quiénes eran, qué pasó con sus desaparecidos? Para saber, reivindicar y recuperar la paz que da romper el silencio.
Clima delirante Adaptación de la novela de Thomas Pynchon, crea una atmósfera absurda para contar el policial. Celebramos las profundidades del cine. Las de las tramas y las supratramas. Aunque Vicio propio, por su complejidad, no logre del todo ese cometido, el de crear una atmósfera absurda y contar a la vez un policial, sí se sumerge en esas aguas. Aguas que navegó antes Thomas Pynchon, autor de la novela homónima. Desafío que retoma Paul Thomas Anderson siguiendo al Doc Sportello (Joaquin Phoenix, de gran actuación) en su lisérgico derrotero como detective privado en la ciudad de Los Angeles, en los ‘70 en un mundo teñido por el surrealismo de Pynchon. Un llamado al cine arte. Al Doc Sportello, pariente cercano de The Dude, el personaje de Jeff Bridges en El gran Lebowski, lo traiciona la paranoia, apenas manejada con el consumo permanente de marihuana. Paranoia acrecentada cuando Shasta (Katherine Waterston) su infartante ex, requiere sus servicios para encontrar a su nuevo amante, un empresario inmobiliario que también sucumbe bajo el efecto de las drogas, y los planes maléficos de su mujer. Digamos que es una experiencia que excede el terreno cinematográfico, difícil de seguir por momentos, apuntada a un tipo de lector, de espectador, fascinado con los mundos paralelos que van tejiendo las palabras y las imágenes. Sobra ironía en este retrato empalagoso por el que desfilan personajes bien caracterizados. Algunos queribles, como el informante que interpreta Owen Wilson, a la par de bizarros policías devenidos en hippies, organizaciones secretas estrafalarias, y el sobrevuelo de Charles Manson y su “familia”, en una California donde reina la corrupción, y el sexo jamás consumado, pero siempre latente, en esas raras masajistas orientales. Y Sportello sueña, con un pasado de felicidad, idealizado en su conexión con Shasta, porque su presente está dominado por puras incoherencias. Y Anderson se dio el gusto, de adaptar por primera vez a Pynchon, que no dará su opinión, como jamás dio una entrevista. Que quede claro, toda fascinación que pueda provocar esta película, nada tendra que ver con la trama. La apuesta es a un clima delirante, perdido en el tiempo, en la mezcla setentista con vicios propios y ajenos. Y veremos en qué liga juega Anderson, y si esta muestra es sólo un vicio pasajero.
Para un debate demorado El documental es el rescate de un grupo de mujeres, que se sumaron a la Escuela de Enfermería. No son pocos los desafíos que se autoimpone Marcelo Goyeneche en Las enfermeras de Evita, su último documental. Por supuesto, en la base aparece el rescate de la historia de un grupo de mujeres, las que durante el primer peronismo se sumaron a la Escuela de Enfermería, un instituto nacional dependiente de la Fundación Eva Perón, creado y timoneado por ella misma. El documental gira alrededor de cuatro mujeres, que podrían replicar las voces de miles. Pero Goyeneche excede lo anecdotario. Cuenta una historia, le da un marco político, la interviene artísticamente con coreografías de época y ofrece su espacio, su película, para darle un contenido actual a la lucha de las enfermeras por sus postergados derechos laborales y profesionales. No es poco. Y en esa abundancia está la dificultad para cerrar un hecho artístisco, que con tantos frentes, ofrece a la vez vulnerabilidades. Hay un buen trabajo de archivo, una serie de entrevistas que con la calidez de las enfermeras equilibra lo reiterativo de algunos testimonios, una osada intervención a través de la danza y el canto que permite crear un clima de época pero a veces rompe la continuidad, y tal vez un exceso de sumisión militante, reflejado en la simbología peronista y en una lectura que, por momentos, replica hasta el hartazgo la propaganda justicialista como reivindicación simplificadora de los debates de época. Todo en pos del impulso político y social a una profesión, de la creciente inserción de la mujer en las políticas sanitarias. “La Libertadora destruyó todo”, dirá una de las entrevistadas. Y no hay por qué dudar. En ese derrotero hay hallazgos, como el de María Eugenia Alvarez, Regente de la Escuela de enfermería desde 1952 y enfermera personal de Evita, que cuenta de primera mano la enfermedad de su líder. Y reivindicaciones necesarias, como la de Ramón Carrillo. Y el traslado a la actualidad de una lucha necesaria, la de los sindicatos de enfermeros y enfermeras. Las enfermeras de Evita es un homenaje de matriz peronista, sí, pero también un rompecabezas para un debate demorado.
Crónica de un niño solo Un relato con altibajos que por fragmentario choca contra su mayor necesidad: mantener la emoción. Con aciertos y errores, El gurí, la película de Sergio Mazza (Gallero) recupera para el cine argentino el tema de la niñez, la mirada de la niñez desde un pueblo de provincia. Es la crónica de un niño solo, abandonado, sumergido en una confusa historia propia y de vecinos en la que abundan las contradicciones. Como en la vida real. Gonzalo, el gurí, vive con su bisabuela y su hermanita de 8 meses días decisivos. Espera a su madre, una ex prostituta que huyó enferma de este caserío entrerriano asediado por la soledad. Pero Camila, su madre (Belén Blanco) no volverá, y eso lo sabemos pronto. No hay misterio allí, sólo un entramado de vínculos que de a poco logramos despejar en una atmósfera opresiva, que apenas se disipa con el paisaje del río y los juegos infantiles. Y siempre de la mano de Gonzalo, que debe elegir su camino en un pueblo plagado de dramas y sueños truncados, en donde las alternativas se agotan en un par de manzanas a la redonda. Hay un hallazgo en Maximiliano García, el niño protagonista, que sin embargo choca con las dificultades de otros personajes en un elenco variopinto. La opaca y dubitativa pareja de Julio (Daniel Aráoz) y Alicia (Susana Hornos), y su trágica historia. El lugar indefinido de Felipe (Federico Luppi), incluso la inverosímil enfermedad terminal de Camila, que mantiene distancia con su propio drama. Ayuda Lorena (Sofía Gala) que, pese a su fortuita y forzada inclusión en la historia, aporta una mirada esperanzadora sobre este pueblo que se consume. Su personaje funciona por oposición, desde afuera, traccionando en un puñado de escenas los limitados vínculos y emociones que los habitantes del lugar no se permiten. No pueden. Retratos fragmentarios de personajes contenidos. Emociones que llegan por la proyección y verosimilitud de historias parecidas más que por el clima que construye la trama. Preocupación por las decisiones de un niño, el gurí, que asume un destino de orfandad.