Las emociones bien adentro La nueva película del director de “Up” tiene a cinco emociones pugnando en la cabeza de una niña. Hace rato que el cine infantil cuenta historias para padres e hijos, ofreciendo explicaciones y puntos de base para la reflexión, que a veces rozan el manual de autoayuda. El gran logro de Intensa-mente, la nueva apuesta de Disney Pixar es ser principalmente una película, e interpelar con herramientas ligadas a la ciencia sobre el proceso de construcción de las emociones. Digamos que el filme dirigido en doble comando por Pete Docter (Up) y Ronaldo Del Carmen se enfoca en un momento crucial de la vida de Riley, una niña de once años que vive feliz con sus padres. Pero la historia está contada desde sus coloridas y simpáticas emociones, desde su mente, timoneada desde un cuartel general inserto en el cerebro de Riley, donde Alegría parece haber tomado el mando hace rato frente a la ninguneada Tristeza. Ellas, junto a Desagrado, Temor y Furia se combinan para obtener resultados según los impulsos externos y según sus propias discusiones, que serían las nuestras con nosotros mismos y con los demás. Vive una cotidianeidad sin sobresaltos Riley, amparada en las bases que la sostienen: familia, amigos, deportes (en este caso el hockey) y bobadas. Pero la familia de Riley se muda a San Francisco. Cambio de casa, de amigos, de escuela, un sacudón para sus emociones que deberán trabajar a destajo para encausar la nueva situación. El atemorizante nuevo mundo de afuera repercute adentro. Y no sólo le pasa a Riley. Vemos cómo trabajan las mentes del padre y la madre con sus emociones mucho más sedentarias y acostumbradas a ellas mismas, casi en piloto automático. En ese sentido es una película para Riley, que crece y construye, pero también para cualquiera que sufra o busque algún cambio. Alegría y Tristeza se pierden en sus discusiones, parecen haber tomado caminos opuestos: una quiere funcionar como un padre sobreprotector, la otra es una realidad inexorable. Así van a parar a las profundidades de la mente de la niña en una aventura por sus memorias, imaginaciones y pensamientos, en un momento en el que sus soportes parecen derrumbarse. Deberán entenderse. Asistimos a una explicación emocional y neuronal del primer drama de Riley, una aventura, la de sus emociones, herramientas que se van construyendo con alegrías, tristezas, debates y aprendizajes. ¿Pero quién domina nuestras emociones? ¿Qué hacer para ayudarlas?
El poeta de la desesperanza Transmite la lucha interior de Leopardi, poeta moderno con mente y cuerpo en trágica tensión. Poeta, filólogo, erudito, Giacomo Leopardi vivió apenas 39 años en la Italia de los albores del siglo XIX. Y vivió cada uno de sus años el desamparo de su sabiduría, gestada en un palacio que fue su cárcel familiar junto a sus hermanos Carlo y Paulina. Ahora, cuando la letras, las bibliotecas y el canon literario comenzaban a rescatarlo, su figura vuelve también en Leopardi, el joven fabuloso, un ambicioso filme de Mario Martone que lo muestra con todo el peso y las contradicciones de su figura desgarbada. Desesperación y desesperanza se transmiten temprano en el filme a través del poder perturbador de sus versos, que escribe de niño bajo la dura educación familiar, reaccionaria como pocas, cerrada a las ideas revolucionarias de la Europa en la que amanecía el Romanticismo. Desesperación, erudición y desesperanza transmite la gran actuación de Elio Gemano como Leopardi, que parece haber cargado su cuerpo con el peso de su conocimiento y la imposibilidad de una vida más carnal, necesaria. Jorobado, autor incomprendido, sin vida sexual pese al ardor de sus pensamientos y la intensidad de sus deseos, Leopardi “huye” tarde de su hogar. Tampoco encaja en el mundo de los literatos, los editores, salvo por admiradores, como Pietro Giordani, que pudieron ver la belleza y profundidad de su inagotable melancolía. Hay belleza, emoción, impotencia y una tortuosa inercia hacia la derrota y la soledad en esta historia, pero también hay excesos que surgen de la dificultad de llevar la poesía escrita y leída a la pantalla con naturalidad. Sí hay una gran ambientación de época, actuaciones y personajes como Antonio Ranieri, su amigo, mecenas, cuidador y un espejo maldito por amar a las mujeres que él no puede. Devorador de libros, políglota, niño raquítico, hombre jorobado, sabio social que evidencia su avidez por el contacto real con los hombres y las mujeres de un mundo que casi siempre desdeña y a la vez lo corroe, que es también fuente de experiencias e ideas fabulosas.
Madres e hijas de la música Retrato humano de la pasión familiar por la música, el piano, sacrificio y goce de generación en generación. Es cine en código musical accesible para todo el mundo. Madre e hija crecieron atravesadas por la naturalidad, la tensión y la pasión por un instrumento: el piano. Karin Lechner, la madre, y Nastasha Binder, su hija, grandes protagonistas de La calle de los pianistas, parecen actrices en el documental de Mariano Nante que, a través de una atmósfera íntima y agradable, borra rastros de su factura técnica bajo la poderosa imagen de una familia naturalmente musical. Es una historia de pianistas, rodeados de pianistas, con anclaje en Bruselas, en la calle que desde 1982 cobija a la familia Tiempo-Lechner, “notable dinastía de pianistas argentinos”. La historia cuenta que cinco años después se mudó a la casa contigua Martha Argerich, pero el dato es casi anecdótico, ya que Martha aparece poco en el filme, sirve más como gran evocación. La película avanza sobre la educación musical de Natasha. Con 14 años, es el piano joven de la calle, aunque luego veamos a Lyl Tiempo y a la misma Natasha transmitir su herencia a la más pequeñita de la casa. Es un mandato en estas casas con muchos pianos, diálogos cotidianos, reuniones familiares y de amigos en las que el tema es la música. “¿Son o no los pianistas los más excéntricos de los instrumentistas?”, se preguntarán. Hay ensayos, viajes, búsqueda permanente de una personalidad musical, recuerdos y conciertos. ¿Por qué quieren ser pianistas? ¿Cuándo saben que lo serán? Y un proceso de maduración musical y humana que crece en paralelo. Con los problemas de madres e hijas, con el reclamo de afecto. “Mamá, quiero que vuelvas, quiero abrazarte”, implora Natasha desde el Skype durante un viaje de su madre. Compartimos con las escenas de Nante la perspectiva de Karin, que espía tras bambalinas los conciertos de su hija, que revela sus momentos de duda, y revisa diarios sopesando el sacrificio y la recompensa del arte. También podemos ser Natasha, viéndose en un video infantil, diciendo que desde la panza de su madre se sabía pianista. Lo es. Pero ahora, cuando se lo preguntan prefiere evadirse. Aunque avance, por inercia familiar, por la historia de sus últimas generaciones, por un camino predestinado. Una familia argentina en Bruselas, grandes conciertos en el Colón, contados con el lenguaje universal de la música, un idioma de emociones, sueños y dudas.
Excesos de autor Un juego discursivo sin peso suficiente como para supeditar un relato sin sostén argumental. Olga (Brenda Pignolo) y Horacio (Iñaki Moreno) trabajan en Fantastic Travel, una agencia de viajes en la que discuten técnicas de conquista mientras atienden a los clientes. Lo normal. Pero a Horacio se lo ve raro, además de ser español, abotona su camisa hasta el cuello y sus diálogos desorientan a cualquiera. Así comienza Invasión alien, un filme independiente del prolífico director de filmes independientes Ernesto Aguilar. Como es ficción, ciencia ficción, el barbado agenciero consigue invitar a Olga a una cita. Fácil cita. Encerrados en el auto, parten hacia el bosque mientras se clavan un vino del pico y hablan de bueyes perdidos. Pero lo único que quieren es tener sexo. “¿Alguna vez tuviste sexo por dinero?”, pregunta él ya sin candidez. Así pasa la noche, y hasta allí la película podría ir hacia cualquier lugar. Pero ya lo dice el título, vendrán los aliens, y junto a ellos, todo lo que vendrá después, parece una mala resaca. Sonidos que aturden, un bosque y una casa de la que no pueden huir sin más argumentos que un supuesto campo electromagnético del que solo habla Horacio y una heladera que hasta tiene cerveza. Ficción surrealista con grandes dificultades para atrapar, y un encierro que es más libre que claustrofóbico. “Me hace acordar a una película de terror”, dice Olga. Y comienza otra sucesión de desenlaces bizarros. Pasan los días y Olga descubre que está embarazada. Sueña con un alien, con un parto traumático, mientras Horacio le sigue contando historias de aliens. Ella no quiere al bebé, él sí, los aliens también. No sabemos qué harán, pero sí que estos alienígenas, otro exceso de la ciencia ficción, estarán pensando qué hacen en esta película.
Quiero que me trates suavemente Basada en un caso real, con buen protagónico de la China Suárez, cuenta un enfermizo amor no correspondido. Entre la lógica comercial y el drama real, Abzurdah encaja a la perfección en el andarivel de las películas YA (young adults) apuntadas a un público entre los 14 y 21 años. Películas que, últimamente, se destacan por tocar temas duros. Crudeza, más no cuento de hadas. Basada en un caso real, el de Cielo Latini, que contó su drama de anoréxica en un blog, que luego fue libro, best seller y ahora película homónima, Abzurdah bucea en la (ir)realidad de una enfermedad social, tal vez en sus causas. El promisorio debut protagónico de la China Suárez como Cielo, y la enrarecida historia de amor que acentúa sus crisis, le permiten a Daniela Goggi (fundamental que dirija una mujer) escapar del cálculo marketinero, narrar. Escenificada a comienzos de la década pasada, la película cuenta el infierno de Cielo, una joven de clase media alta que se enamora de Alejo (Lamothe), un oscuro personaje, 9 años mayor que ella, al que conoce en el chat, donde el sobrenombre de Cielo es Abzurdah. Tras mantener un romance oculto, ella se obsesiona con Alejo, pero él vive en otro mundo, los une el deseo sexual. Si esta niña linda y sensual de clase acomodada ya mostraba la debilidad de su vínculos con padres y amigos, el desplante de Alejo termina por sumergirla en una realidad paralela. Una anorexia nerviosa empieza a guiar su vida social hacia una ilusión de libertad, delgadez y autoflagelación con la muerte rondando. No es una historia feliz, y resulta difícil identificarse con alguno de los personajes. Al contrario que en la estadounidense Bajo la misma estrella, cuyos protagonistas aman aunque una enfermedad terminal les ponga plazos. Aquí, en el complejo mundo de Cielo, con la indolencia de Alejo, la frialdad exasperante de sus padres (Carrá y Spregelburd), su enfermedad es la falsa salida. ¿Qué atrae a los adolescentes? Los sucesivos desnudos de Suárez, el galán de conurbano que le toca seguido a Lamothe, esa pareja que pasa del “besito tierno” del chat a las heridas sin cura. Dolorosa historia juvenil, sin héroes, con la pantalla como espejo para la reflexión o el melodrama cruel.
Fotógrafa en crisis La pobre resolución de las escenas y algunas actuaciones atentan contra la buena intención del filme. Si la primera escena chocaba contra el poco creíble papel de Binoche, ahora la historia navega en la psicología de una difícil decisión. ¿Quién necesita más esas fotos, los refugiados, las víctimas de las atrocidades más inhumanas o la propia Rebecca, empujada por su necesidad de adrenalina? Sobran preguntas válidas y diálogos básicos, silencios importunados con música para emocionar, clips del amor profundo que se profesan en la familia y una pulsión constante para que Rebecca vuelva a escena. Hay frases hechas y crueles. Se habla de un mundo más interesado en un affaire de Paris Hilton que en el genocidio de Africa. Se contrapone la exposición escolar de la hija mayor de la familia con la del joven infame que dice: “En Africa cualquiera puede ser Drogba”. Una buena historia, un tema, no garantiza una buena película.
Los fusilados del Chaco La directora toma una buena decisión para narrar una masacre durante la última dictadura: vuelve la historia un tema personal. Cecilia Fiel elige la cercanía, personaliza y se involucra en la masacre que relata su documental Margarita no es una flor. Lo hace empatizando con Ema Cabral, una de los 22 presos políticos fusilados el 13 de diciembre en las afueras del poblado chaqueño Margarita Belén. Lo hace regionalizando esta historia, contándola desde el lugar, un pueblo tranquilo que poco sabía de aquélla masacre. Es un relato que avanza en crudo, con preguntas desnudas y simples que muchas veces no encuentran respuesta. "El nombre Ema siempre me generó fascinación. Las dos primeras vocales y la misma consonante de mamá", dice Fiel, y a veces pregunta en nombre de ella, hasta filma a los asesinos como si fuera ella, después de haber tejido lentamente la urdimbre de su relato, un relato colectivo que ella vuelve personal. Sin ambages ni falsas objetividades, construye desde la cercanía, se mete en la piel de Ema, para hacernos sentir que estamos cerca como lo está ella de su protagonista, su princesa montonera, de los 22 presos políticos arrancados de las cárceles de Resistencia y fusilados. Retrato en primera persona de una joven que alcanzó a pedirle a su madre que cuidara de su hija. Elección para contar la historia de estos 22 militanes, "los mejores dirigentes del noreste argentino".
La memoria de un padre Una historia sólida desde el guión que se embrolla con la difícil representación de los setenta. La memoria clavada en los setenta. No es una metáfora la de Pasaje de vida, sí es ficción pero basada en un caso real, el de la familia del director, Diego Corsini. Pero sobre todo es una película, hay que verla como tal. El que quedó clavado en los setenta es Miguel (Miguel Angel Solá), aquejado por una rara crisis emocional que lo traslada a sus días de montonero. Un montonero crítico, light, que ahora está viejo y enfermo, anclado en su historia, en aquellos lejanos días de juventud cuando cruzó el esplendor del amor y sus convicciones políticas, en los que tuvo un hijo, Mario, que ahora viene a su rescate y a entender algo más de aquel drama. Son dos historias entonces. Una actual, en el eterno exilio español. “¿Quién es Diana, papá?”, le pregunta Mario a Miguel, y arranca esa búsqueda, que también es un recorrido y reinvención de una relación dañada por la tragedia, pero con un trasfondo de amor escondido tras las limitaciones y la belleza del caso. Otra el pasado, contextualizado en Buenos Aires, en la incipiente organización de Montoneros, en la creciente ferocidad de la Triple A, en las huelgas obreras con un Miguel joven (Chino Darín) y Diana, su hermosa compañera, que pasan de pintar paredes con “la sangre derramada no será negociada” a tomar las armas casi por inercia. Presente y pasado, España y Argentina, memoria y olvido. A Pasaje de vida le va mucho mejor allá, en el viejo continente, con actuaciones más sólidas y vínculos más creíbles. Acá, en los setenta, le pasa lo que a la mayoría de las películas que intentan escenificar esa época. El peso de la historia es tan grande que corporizarlo roza el pecado. Ya hablar de un thriller setentista es prácticamente una banalización. Y ni hablar del contenido político. La película baja línea en algunos puntos bien polémicos en los setenta, como el paso a la clandestinidad, las diferencias entre los militantes de base y la conducción de Montoneros y también la decisión de pasar a la lucha armada, una vez asumida Isabel. “Lo que perdimos con la política, no lo vamos a ganar con las armas”, dice con escasa convicción el joven Miguel. Por suerte, el filme no se adentra en la ciénaga setentista, y sólo cuenta una historia familiar marcada por aquella otra historia, demasiado pesada y esquiva para gran parte de la cinematografía argentina. Historias de amor cruzadas en el tiempo y la distancia que desembocan en una, la de padre e hijo en este caso.
Una profanación y la ciencia El documental sigue el derrotero del cadáver de una aborigen, que era objeto de estudio aún antes de morir. ¿Dónde empieza esta historia? ¿En el genocidio perpetuado por la colonia?¿En esa matanza de aborígenes en territorio ancestral Aché, en Paraguay? ¿En la naturalización de la supremacía cultural de Occidente? Damiana Kryygi, el documental de Alejandro Fernández Mouján, es película y es símbolo de una humillación que persiste. Sigue el rastro de Damiana, cruel representación de esta historia. Y tiene una foto como origen, tomada una fría mañana de 1907, con Damiana obligada a posar desnuda para los estudios del antropólogo alemán Robert Lehmann Nitsche. Tenía 14 años, y estaba ya recluida en el hospital Melchor Romero, despojada de su historia, convertida en objeto de estudio. Tomada de rehén en el medio de la selva, con su madre asesinada a machetazos, tuvo destinos varios, hasta su muerte, ocurrida dos meses después de la foto en cuestión. Mouján propone con acierto varios caminos a seguir. El de la investigación antropológica con datos impactantes. Muerta Damiana, llevaron su cuerpo al Museo de La Plata, separaron su cabeza y la enviaron a Berlín. Profanación y ciencia, lo que llaman un caso de museo. El de la bestialidad de la colonia, que diezmó a los guayaquíes como a tantas otras tribus, en cacerías mortales, esclavización, chicos cambiados por ganado, siembra directa. Y el de una actualidad de restitución tardía, una lucha que continúa con rituales y memoria en parajes hoy cubiertos por el agua o las plantaciones de soja. Varias ópticas para recuperar una historia, aunque los antropólogos los sigan estudiando, y todavía hoy vengan a medir sus cabezas. ¿Quién dicta esos cánones de estudio? Una foto, unos cuantos huesos, un cráneo sobre un escritorio en Berlín con un científico alemán contando su derrotero. Y exquisitas imágenes de la selva, los pozos, las chozas y los rostros marcados por la barbarie real. Violencia inclasificable la de la matanza y la del despojo cultural, de este antiguo pueblo nómade de cazadores en Paraguay, en la historia, la sangre y los ojos de Damiana, que todos deberíamos mirar.
Del otro lado... La falta de riesgo de esta remake se compensa con un ritmo, suspenso y actuaciones bien trabajadas. Pasaron 33 años desde la primera versión de Poltergeist, juegos diabólicos, que ahora llega actualizada de la mano de Gil Kenan. Versión contemporánea de aquel éxito comercial, lo primero que motiva es la eterna discusión sobre las razones extracomerciales de toda remake. Otro tema. Vayamos a la película. Los Bowen, una familia tipo del siglo XXI, se mudan a los suburbios acorralados por la crisis. Eric está desempleado y Amy, su mujer, es una escritora frustrada que trabaja en casa. Tienen tres chicos, Kendra, la adolescente conectada al mundo a través de su telefonito, Griffin, un niño temeroso pero perceptivo, y Madison, la temeraria y extrovertida pequeñita de la casa. Esta Poltergeist podría ser un drama típico de la familia venida a menos por el desempleo, o las dificultades de comunicación entre padres e hijos, pero aquí el drama de la vida cotidiana es sepultado por otro mayor, la aparición de fuerzas sobrenaturales. Conocemos la historia, conocemos la casa, e igual nos vamos a asustar. Pero la agresividad sobrenatural pierde impacto frente a la naturalización de la agresión real, con otras raíces. Kenan, y casi todos los directores del género, salvan el problema a través de la identificación con la vulnerabilidad de sus protagonistas. Adolescentes o niños, abiertos a nuevas experiencias, con padres enceguecidos hasta que arranca la tragedia: la más pequeña de la casa es secuestrada y la familia, junto a un equipo de parapsicólogos y un presentador de TV deberán urdir un plan para rescatarla. Un placar claustrofóbico y tenebroso, un ático infernal y pantallas que transmiten el más allá diseñan este mapa hogareño del terror. Cambia la tele por el plasma, el tubo por el celular. Allí esta la niña de espaldas al TV con sus palmas sobre la pantalla charlando con los espíritus. Profesionalización del suspenso. Médiums, y cierta redención para espíritus olvidados.