¿Se muere el terror? Buen ejemplo de un cine de terror que apuesta cada vez más a sobresaltar sin cuidar sus historias. Evolución versus creación, ciencia versus religión y en el medio, Resucitados, un thriller que da miedo, ya diremos por qué. En sintonía con la decadencia argumental del cine de terror, la película de David Gelb, cuyo título original The Lazarus Effect plantea un enredo con el personaje bíblico y una historia híper transitada. Un equipo de investigadores jóvenes idea un suero para resucitar a los muertos mediante la estimulación neuronal. Prueban con un perro, y funciona, pero con efectos secundarios violentos e impredecibles. Inicialmente, el grupo liderado por la bellísima Zoe (Olivia Wilde) y su pareja Frank (Mark Duplass) tiene buenas intenciones. Es decir, no juegan a ser dios, sino que intentan prolongar los procedimientos de salvataje, de reanimación. Pero cruzan la raya, y mientras debaten cómo seguir sus experimentos, aflora una disputa banal sobre el origen de la vida. Un debate tocado de manera superflua que desvía la atención y el suspenso. Todo avanzará rápidamente cuando la universidad para la que trabajan clausure y confisque sus hallazgos. Tendrán que volver al laboratorio de manera clandestina para recrear el experimento y así demostrar que fueron ellos y no otros los que encontraron la fórmula de la resurrección. Trabajan y se filman de noche cuando Zoe muere electrocutada. Lo demás es previsible. Frank la va a resucitar, pero la Zoe que vuelve a la vida parece otra, acosada por su pasado, y por una ebullición neuronal que le da superpoderes. Entonces comienza una cacería entre luces que se apagan y puertas que se clausuran de manera forzada. Sí, hay momentos de suspenso, y los actores están a la altura, pero su psicología es absurda, indescifrable. Encima hay que aguantar la transformación de la bella Zoe. Sacrilegio. Y la pretensión de la trama, el debate ético y hasta una satanización de los laboratorios. Y un final acelerado innecesariamente para resolver un planteo débil. Demasiados enredos sobre una irónica obviedad. ¿El cine de terror se muere? Se necesita más que un suero neuronal para revivirlo.
Sobre el olvido y el recuerdo El documental trata sobre la invasión de los marines estadounidenses a Panamá, en 1989. Con premeditado desconcierto Invasión, el documental del panameño Abner Benaim, invita a un buen número de entrevistados casuales y otros partícipes directos, a recordar la trágica irrupción de los marines estadounidenses en su país en diciembre de 1989. Testimonios, memoria distante en algunos casos, del bombardeo e invasión que derrocó al gobierno de facto del General Noriega y que provocó, como se ve, reacciones diversas. Resistencia, saqueos, fiesta y muerte. Decenas de panameños desfilan frente a un micrófono, contando su recuerdo de esa Navidad confusa que acabó con la rendición de Noriega. Pocos tienen claro por qué se hizo la invasión, y mucho menos por qué el operativo se llamó Causa Justa. Se preguntan si para tumbar a Noriega era necesario destruir un país, claro. “Sentía náuseas por la dictadura, y náuseas por el gobierno estadounidense que hizo posible esa dictadura”, dice un entrevistado. En lugar de recurrir al archivo, Benaim apuestas por representaciones actuales de aquellos hechos, suerte de intervenciones callejeras en las que pobladores espontáneos pueden tirarse en la calle para simular aquellas muertes. Benaim recorre los lugares clave y pregunta. Pero también busca testimonios de peso. Como el de Roberto Mano de piedra Durán, que, borracho, tomó una ametralladora para defender a Noriega. Es tal el desconcierto y la desmemoria de lo que ocurrió que ni siquiera existe un cálculo de los muertos. Las cifras van desde la centena a los 7.000. La mayoría, víctimas colaterales, según la jerga estadounidense. Definen a Noriega como el Saddam Hussein tropical. Y hay realidad y ficción en el relato, que es puro recuerdo, voces contando su parte de la historia, remoción necesaria de una mancha silenciada, con indiferencia, oportunismo, excepción y muerte. ¿Quién se acuerda de la invasión? ¿Quién promueve el olvido?
Usted preguntará por qué corremos. Pese a ser una historia contada ya de mil maneras, “McFarland” emociona e interpela desde otro lugar. Correr ya está de moda, pero ojalá sea más que una moda esta avanzada del cine sobre historias que, por fin, dejan de estigmatizar a los latinos estadounidenses respetando su realidad. McFarland: sin límites, cuyo título original (McFarland, USA) era necesario respetar, logra algo de esto sin ser un tratado social ni una bajada de línea, lo que le da más méritos todavía. Es un cruce de mundos la película de Niki Caro. El profesor John White (Kevin Costner) está peleado con los jóvenes alumnos de su país, con su cultura. Despedido de varios puestos, recala con su familia en McFarland, California, un pueblito olvidado donde estudian los hijos de inmigrantes mexicanos, definidos como invisibles. Recolectores agrícolas que trabajan de sol a sol mientras van al secundario. Huyendo de los gringos, con su simbólico apellido, White tendrá su experiencia latina. En esa mezcla, que a veces tropieza, es cierto, con algunos estereotipos, está el fuerte de la película. White no deja de ser un gringo, pero escucha, y se conmueve con estos jóvenes invisibilizados. Y juntos avanzan en un relato colectivo, aprendiendo a correr en un equipo de cross country, que podría ser cualquier equipo. Hace rato que los estadounidenses vienen debatiendo el fin del sueño americano. Romper esa etiqueta, tiene que ver con la economía pero también con la cultura del consumo superfluo a la que han sometido, con gusto, a sus nuevas generaciones. En ese sentido, la película podría llamarse, también, McFarland: Baires. Corren y corren los chicos, empujados por la cultura del trabajo y el esfuerzo, y los dramas familiares y la necesidad de ser visibles, y corren contra la corrosión del carácter de las sociedades modernas. Siguiendo el título original del filme, podríamos pensar que son más USA que la otra USA, porque persiguen un sueño con esfuerzo, como dirían nuestros abuelos inmigrantes. Por suerte éstas son segundas lecturas, y la película se queda allí, en McFarland, con una historia emotiva, épica, que dicen fue real, allá, en 1987. Irrepetible. ¿Motivos para correr a verla? Kevin Costner, la historia y la inevitable reflexión. ¿Por qué correr? ¿Por qué motivo deberíamos correr?
El filme sigue a dos hermanos (Erica Rivas y Juan Minujin) que discuten su propia historia familiar. Si Jazmín Stuart moldea su búsqueda creativa con la intensidad honesta de los dos hermanos que protagonizan su Pistas para volver a casa, queremos más de ella. En ésta, su segunda película, la actriz, guionista y directora aborda, de manera a veces desordenada, y con alguna exageración simbólica, una historia profundamente emotiva, un viaje que todos deberíamos recorrer más allá de la comodidad del lugar que ocupemos. No en el sentido de road movie, que también lo es, sino en esa necesidad azarosa, tal vez, de discutir con uno mismo su propia historia familiar. Aquí son historias de nostalgia, soledad, misterio y humor las que conviven en este viaje de conversión personal sin distinción de clases al que ayudan mucho los protagonistas, Dina (Erica Rivas) y Pascual (Juan Minujin). Son hermanos anestesiados en sus mundos, apartados de su letargo por el accidente rutero de su padre (Hugo Arana). Dina sigue siendo una acomplejada chupacirios que vive sola y trabaja en una lavandería; Pascual, el padre abandonado por su ex que se quedó sin trabajo y le paga en especias a una vecina para que cuide a sus hijos. Pero su tediosa rutina se rompe con el accidente que les ofrece una oportunidad. Allí arranca el viaje, una historia familiar y un largo diálogo entre hermanos a bordo de una impredecible Break Renault 12. Maneja Dina, Pascual nunca aprendió. Los hermanos encontrarán pronto que las lagunas en la memoria de su padre se espejan de otro modo en ellos y que el tesoro enterrado que saldrán a buscar, es eso, una búsqueda metafórica y no tanto. Construyen y a la vez reconstruyen un mapa. La película es universal en esos aspectos. “Inventás cosas y te las terminás creyendo”, se dicen. Y discuten, con ellos mismos, la historia propia que los moldeó. Creer en el delirio del padre, desenterrar el recuerdo de su madre para enfrentar una historia de abandono. Dos preguntas necesarias, qué pasó y qué nos pasó, hechas en la mitad de la vida. Necesarias aunque no tengan respuesta, aunque no siempre aparezcan tesoros.
Un thriller vegano. Con un tema polémico pare el país más carnívoro del planeta construye un thriller lejos del panfleto. Naturaleza muerta tiene un doble mensaje, pero su logro es que nos centremos en uno solo. Si la opera prima de Gabriel Grieco apunta sus cañones marketineros definiendo el filme como un thriller vegano, finalmente gana el thriller. Y se agradece. En ese sentido, la primera escena es de temer. Una joven hacendada, en su casa adornada con animales embalsamados, pincha un jugoso chorizo que reacciona y le mancha la ropa. Mientras se va a cambiar desparramando belleza advierte una presencia extraña. Sale a la galería, encuentra un plato lleno de gusanos y grita. Primeros planos, huida y desaparición en un paradisíaco e infernal pueblo del norte. De allí saltamos a Buenos Aires, donde a Jazmín (Luz Cipriota), una ávida notera de TV, es enviada contra su deseo a cubrir un tema menor, según ella. “El efecto que causa la mierda de las vacas en el planeta”. Obvio, saltará rápido a la misteriosa desaparición de personas en este pueblo agrícola-ganadero asediado también por Dan (Amin Yoma), un curioso vegano que recorre el mundo con razones para dejar de comer carne. Y están los Cotonese, la familia ganadera cuya hija desapareció. “No son buenos vecinos, cazan, y se fotografían con animales degollados”, dirán por allí. En ese contexto de veganos que azuzan discursos como si estuvieran haciendo la revolución, se suceden más y más muertes. Y la notera linda que quiere llegar a conductora sobrelleva el miedo en pos de su objetivo, desentrañar el misterioso origen de estas muertes. Misterioso escenario de muerte, sangre e imágenes crudas en el que es difícil empatizar con cualquier personaje y en el que todo se filma. ¿Qué pasa en el cine de terror que casi todos apelan al metalenguaje de las camaritas? Hay escenas sobreactuadas, otras bizarras, un guión enredado y ciertos asuntos previsibles, pero también hay riesgo, y en el contexto del thriller local, un riesgo necesario. ¿Los veganos? Dejan su mensaje, pero no pierden su estigma fundamentalista. Pero ojo, ya están por todos lados, y tal vez vuelvan para vengarse.
Del under porteño Si Dios hubiese sido una banda famosa, éste sería un documental trascendental. Como no lo fue, Escuchar a Dios, el filme de Mariano Báez, es el rescate de este original grupo del under porteño y, a la par, una reivindicación de una posición frente a la vida, la música y, aunque para algunos suene exagerado, el arte. El reflejo de un tiempo en la poesía conurbana. La duda planteada en los por qué unos llegan y otros no, y qué significa llegar, cuestionando el canon impuesto con cierta factura casera y estética de VHS. A través de los testimonios de fans, de críticos, de imágenes de archivo y largas entrevistas a los tres integrantes del grupo, el autor construye un rompecabezas de Dios, que existió entre 1992 y 2001, que dejó un cassette en vivo grabado en 1995 y un CD de estudio finalizado a los tumbos en el ocaso de la banda. Intentaremos no encasillar a Dios. El documental no lo hace, aunque no desconoce su ascendencia punk, y su referencia en el vacío cultural, existencial y político que reinó durante el menemato. Una batería, un bajo y una voz, garantizado libre de guitarras, conformaban el ceremonial trío de Pedro Amodio (voz), Javiel Aldan (batería) y Tomás Notcheff (bajo), que hoy viven desperdigados por España, Alemania y la Argentina, pero siguen fieles a la música distinta que siempre reivindicaron. Los tres recuperan aquellos años de descontrol creativo con nostalgia y cierta distancia. Y con disparadores polémicos. “En el mundo, el arte y la música están hechos, por lo general, por gente que tiene guita. Por eso es tan superfluo”, dirán. No es que se sientan virtuosos, si hasta coinciden en que eran malos. Pero no importaba, contaban una Buenos Aires, aprendían a no copiar, y a transformar las influencias del contexto en su vocabulario. Tocaban como vivían, y como eran. Documento de una banda, una época y una manera de actuar.
Derrotero de un autor. Recupera la mística de Néstor Sánchez, un escritor olvidado cuyo retrato acompaña a sus libros. “No tengo nada que ver con ustedes, que son todos unos capitalistas”, les gritó Néstor Sánchez a sus amigos y editores en Barcelona, España. Y no lo vieron más. El testimonio del escritor español Emilio Sánchez Ortiz pinta el desenlace temprano del autor argentino, cuya literatura espejó su vida. El respeto sin concesiones a semejante evidencia es el gran mérito de Se acabó la épica, el documental de Matilde Michanie que recupera del olvido, en sintonía con varias publicaciones recientes, al autor de Nosotros dos, el misterioso Néstor Sánchez que vivió entre 1935 y 2003. Amigo de Julio Cortázar, fue escritor, traductor, místico y vagabundo. Ese derrotero es el que sigue la documentalista por el mundo geográfico, pero sobre todo por el angustioso mundo interior del autor. Empezando acá, en la Argentina, con su hijo Claudio, su hermano Carlos, su analista en los últimos días, un traductor de Gallimard y la venezolana Teresa Wangeman, última compañera. Entonces Buenos Aires, Caracas, Barcelona, París y Nueva York, donde deambuló hasta quedar exhausto, de donde lo rescató una carta fría enviada a su hijo, que lo buscó por años, y que hoy lo llama maestro y padre. “El abrazo sirve para arrugarse la ropa”, le escribió entonces Néstor, que hace rato usaba distanciarse de todo el mundo. Deambulaba Néstor, escuchaba voces, bebía copiosamente, y se buscaba siempre. Primero, quizá en su escritura; más tarde, en estos periplos de consciente precariedad. Bailaba el tango y amaba el jazz, y profesaba el Cuarto Camino, la doctrina esotérica de su guía espiritual, George Gurdjieff. Pero cerró los caminos a su literatura, y cuando dejó de escribir, se esfumó. Ocurrió en los setenta, en la mitad de su vida. Lo que siguió fue desgarro, abandono. El documental de Mechanie lo transmite. Claro que es una historia para determinado público, como su escritura. Están los mojones biográficos, su barrio, familia, la incógnita de su hijita muerta en España apenas cumplido el año, sus libros, los que escribió y los que no; su libertad para cuestionarlo todo, empezando por él mismo. Si fue o no un autor del boom, si fue o no un gran escritor, es otra historia. Zafa del juicio Mechanie, hace suyo el relato, el misterio y la poesía que reclamaba este documental.
Carne podrida. Joaquín Furriel es un carnicero que comete un crimen en esta fuerte película basada en una historia real. Nadie puede negar que El Patrón: Radiografía de un crimen, la primera ficción de Sebastián Schindel (Mundo Alas), sea una película interpeladora. Mucho menos cuando sabemos que se basa en una silenciosa y silenciada historia real. Una macabra pero repetida historia de la esclavitud moderna en América latina, el continente más desigual. ¿Hasta dónde es posible explotar a un hombre? Esa pregunta acompasa el derrotero del filme, que no es otro que el de Hermógenes Salvidar, un joven santiagueño que llega a Buenos Aires desde los obrajes de su provincia y consigue un empleo de carnicero bajo las órdenes de un siniestro patrón. Así empieza el filme, con Hermógenes detenido, a punto de ser condenado a cadena perpetua por un crimen que cometió. La mirada está puesta en la Justicia, en los azares y codicias de un mundo de intereses y formalidades deshumanizados. Y en la injusticia de afuera, por eso Schindel va y viene con sucesivos flashbacks a la miserable historia de este personaje encarnado por Joaquín Furriel en una llamativa transformación física, de oficio y lingüística que lo convierten en este santiagueño apocado y sumiso, caracterización de la que en conjunto sale bien parado. La mirada está puesta en el criminal aprendizaje de Hermógenes, sumergido en el oscuro negocio de su patrón, su dueño (Luis Ziembrowski), dueño también de varias carnicerías de barrio, un estafador humillante que le enseña las artes de vender carne podrida tras el mostrador. Una historia impactante que podría ser parte de un guión vegano, un submundo descripto con la certera información de un documentalista, Schindel, que espantará a más de uno. Los trucos más viles del carnicero, justo en éste, el país de las vacas. Pero hay una historia mayor. Las nuevas formas de esclavitud, que pueden ocurrir en una carnicería, en un taller textil, o en el medio del campo. Vieja historia apuntada aquí por protagonistas de fuste. Guillermo Pfening, haciendo de abogado; Germán De Silva, de instructor de carniceros truchos; Mónica Lairana, de esposa de Hermógenes. Es cierto, le faltan matices a estos personajes, que son cien por ciento sumisos, o viles, o comprometidos. Y el desenlace de la historia está, quizá, muy anunciado. Pero son denuncias necesarias, invisibles por repetición. Hablamos de la esclavitud, de la bronca acumulada, no de las carnicerías. Aunque si va a comer un asado, vea El patrón otro día.
El terror en su laberinto. El género viene de mal en peor. El protagonista, un hombre que cae en desgracia, poseído. A juzgar por los últimos estrenos, el cine de terror, y sobre todo sus seguidores, están en problemas. Invocando al demonio, opera prima de David Jung, no escapa a esa inercia, como tampoco lo hizo Ouija, por citar los últimos desembarcos en la pantalla local. Guiones inconexos, escenas atadas con alambre y la ausencia de un hilo conductor son tan sólo algunos de los padeceres de este inverosímil entramado de autoflagelación. Michael King, el protagonista, no tiene la culpa, con semejante línea argumental, apenas si puede representar a este intrépido conejillo de indias, fiel al documentalismo en las buenas y en las malas, que intenta endemoniarse para demostrar en carne propia la inexistencia de un más allá sobrenatural. La película empieza en el mundo feliz de Michael, que expone frente a su cámara de video el deseo de Año Nuevo: filmar un documental y mostrarle al mundo lo maravillosa que es su familia. Pero su esposa muere repentinamente y su película se volverá thriller, una ciega búsqueda del demonio contada en primera persona sin un porqué. Michael, el descreído, entrevista a espiritistas estereotipados. Prueba varias fórmulas, algunas tan bizarras que hasta le piden su semen para atraer al demonio, y ya no sabemos si fueron todas o una la que le dio resultado. Al fin, está poseído. El y la película. Y pese a que intente desandar su inexplicable camino, recurriendo incluso a terapias más tradicionales, no habrá vuelta atrás. Elli, su pequeña hija, lo verá como un monstruo y un peligro, visión que difícilmente se traslade a los espectadores. No por los efectos técnicos y de sonido, que le dan algún mérito al filme. Cuesta involucrarse con la transformación que sufre el personaje, y mucho más ponerse en la piel de los protagonistas, que entran y salen de campo de manera forzada. La película no construye vínculos y así imposibilita, al fin, habitar la piel de los personajes en riesgo, clave de cualquier thriller. Excesiva cámara nocturna, infrarroja, cortes abruptos e interferencias de señal, en esta historia de transformación, casi un unipersonal que se responde sólo a la pregunta del atribulado Michael. Creer o no creer. El cine de terror, en su laberinto. En deuda con un público diezmado pero fiel.
Espectros y brujas Ambientado en el Siglo XVIII, el filme del director ruso Sergei Bodrov, resulta ser un buen inicio para una saga fantástica. El cine, como la literatura fantástica, ha ganado un lugar que le era esquivo antes de que JRR Tolkien fuese guionado y llevado a la pantalla por Peter Jackson. Un masivo lugar de público joven. En ese andarivel entra El séptimo hijo, la película que dirige el ruso Sergei Bodrov y que está pensada desde el inicio como una saga medieval que pronto veremos crecer. Siguiendo la trilogía escrita por el británico Joseph Delaney, titulada El último aprendiz, la historia transcurre en el siglo XVIII, y viene de un tiempo inmemorial, del origen de la Inquisición en Inglaterra. La caza de brujas en el sentido más literal de la palabra. Ya lo dijimos. Es una historia para un público joven pero con una lectura política detrás, lo que de alguna manera equilibra ciertas flaquezas argumentales del guión. Hay una venganza en ciernes de las brujas sojuzgadas y un espectro llamado a detenerlas, para siempre, por cuestiones personales, históricas y porque la curia le entrega un buen dinero a cambio de cada uno de sus exorcismos. Pero el Maestro Gregory (Jeff Bridges) tiene a la par otra misión, instruir a su sucesor o compañero en las artes de la magia y la lucha, para combatir el mal que viene del más allá, determinado a dominar el mundo en unos pocos días. Ese aprendiz debe ser el séptimo hijo de un séptimo hijo, condiciones que reúne el joven Thomas (Ben Barnes), sucesor de otros tantos séptimos que quedaron en el camino. Sepultados. Vencidos. Pero Thomas posee además otras virtudes de cuna, que ya descubrirán en la película, y que lo convierten en un crítico de los métodos e ideas de su mentor, y por lo tanto de su tiempo. Efectivamente, saldrá a cazar a la bruja líder, la poderosa Mother Malkin (Julianne Moore) pero se dejará seducir por otra bruja, la bellísima Alice (Alicia Vikander). No todas las brujas son malas, y si lo son, parecen tener motivos en la hoguera que las quemó, para explicar sus maldades. Otra hubiese sido la historia sin la satánica inquisición. Tenemos a un aprendiz de espectro algo díscolo, a su instructor, y a las brujas lideradas por Malkin. Un ejército de seres espectrales de diversa calaña y poderes. Y una tecnológica capacidad para pasar de ser las más horrendas bestias del mundo animal, a lo que alguna vez fueron, mujeres y hombres castigados por h o por b. Sí, la película tiene inconvenientes con la presentación desordenada de algunos de sus protagonistas, que irrumpen de manera forzada en la historia. Aún así, por influjo de las actuaciones y la segundas lecturas del filme, consigue su propósito de iniciar una saga fantástica, paso necesario para convertir este éxito literario en un relato fílmico del que ojalá sigan participando Bridges y Moore. Inicio con más futuro que presente, y brujas que se quieren vengar. POR QUE SI: Buenas actuaciones, efectos especiales, ritmo y una historia medieval con crítica política.