Fútbol y amistad, para reír y llorar Cuesta afirmar que Papeles en el viento sea una película futbolera casi como cuesta afirmar que el filme de Juan Taratuto sea un drama o una comedia a secas. Sí es evidente, a veces demasiado evidente, que busca emocionar y hacer reír al mismo tiempo, apelando a sentimientos presentes en casi todos los mortales: el amor, la amistad, la nostalgia, y la pasión futbolera. Pero en el terreno de las emociones, queda en off side varias veces, en el límite de la sensiblería, salvado apenas por el oficio de los actores, los diegos y los pablos: Torres, Peretti, Rago y Echarri. El propio argumento motiva excesos y estereotipos. Rondando los 40, el Mono (Diego Torres), uno de cuatro amigos de la infancia fanáticos del Rojo de Avellaneda muere de cáncer. A los otros tres les queda su legado: una hija sin herencia con una madre bien jodida y un jugador de fútbol que alguna vez fue promesa, que le costó 300 mil dólares, y que ahora transpira por el sánguche y la coca en los áridos campos del Argentino A, en Santiago del Estero. Allí el juego táctico se desdibuja. Tienen un objetivo tan loable como rebuscado los amigos, vender al jugador para recuperar la guita y así “comprar” y compartir la patria potestad de Guadalupe, la hija del Mono. Guadalupe pasa rápido al banco y no aparece hasta el final del filme, pero entonces vamos conociendo a estos personajes bien argentinos. El Ruso (Pablo Rago) es el romántico del grupo, Fernando (Diego Peretti) un hermano fiel y decidido y Mauricio (Pablo Echarri, que no es Macri) un abogado jodido, bien jodido, pero el único de Independiente en la vida real. Como está el fútbol de por medio, la película se permite una buena dosis de machismo y también algunos chivos, como el de una marca sueca de automóviles, que aparece en versiones y colores varios. Son los autos del negocio del fútbol, sobre el que Eduardo Sacheri (autor de la novela) y por añadidura Taratuto, ofrecen una mirada crítica. Gran ejemplo el de Rabinovich, digno ejemplar del más perverso periodista deportivo, bastante parecido a uno que anda suelto por allí todavía, disfrazando negocios de información. Ironía, cinismo, negocios y deporte al día. Se destacan diálogos acertados, humor y mensajes para delanteros fracasados. El Ruso descubre en la play que un jugador se puede transformar y convence a su representado de jugar de 6. “Vos le pegás a todo, pero no metés una, como delantero la tenés que embocar en un arco de siete metros, como defensor tenés 50 metros para revolearla”. Enseñanzas en boca del actor que se come la cancha, Rago. Los flashbacks con el Mono exudan dramatismo, las historias dentro de la historia confunden el rumbo, pero cuando el combo funciona el libro se vuelve película y da para reir y llorar, seas del club que seas. Una vez que el tiempo horade la memoria, recordaremos a Papeles como una película de Independiente. ¿Es eso bueno o malo? PORQUE SI: Pese a algunos baches y abuso de estereotipos, la sensación final es pura sonrisa emotiva.
La venganza es el motor Keanu Reeves y un buen regreso al cine de acción. Sin control, que merece más el título original de John Wick, el personaje de Keanu Reeves, es una película para fanáticos. Del actor y del cine de acción. Y especialmente atractiva para aquéllos seguidores de esta clase de westerns del siglo XXI que eluden todo pecado de inverosimilitud con una tradición fílmica que todo lo permite y lo perdona. Visto así, la del inoxidable Keanu, que ya pasa los 50 años, es una buena película con una historia conocida y largos minutos de tiros y persecuciones: es la historia del asesino, sicario, o pistolero que se retira y que vuelve al ruedo por una motivación personal. No hay misterio. John Wick se convierte en una máquina de matar recargada porque acaba de perder a su mujer, que lo llevó al "lado bueno" de la vida. Y porque Iossef, el hijo de un veterano mafioso ruso, el hijo tonto que ningún gángster quiere tener, no tiene mejor idea que invadir la tristeza de John, robarle su auto y matarle a Daisy, la perrita que su esposa le envió de regalo antes de morir y que llegó vía delivery después de los funerales. Todo en sus propias narices. Trocó en odio la pena de John. Operó la transformación que convierte a la película en una cacería, en el regreso del temible Boogyman. "Es un maldito nadie", sobrará Iossef a su padre cuando este le pregunte si sabe con quién se metió. "Ese maldito nadie es John Wick", contestará el padre, que alguna vez lo tuvo como sicario a su servicio, que ahora sabe que el mundo se le vendrá encima, y que pondrá precio a su cabeza. El mundo es Nueva York, Brooklyn, un hotel art decó, una iglesia ortodoxa, una discoteca top, donde transcurren largas y sangrientas batallas. John, que conoció la vida de otro lado, volvió a cruzar de vereda, y es la pesadilla de los rusos, que podrían ser chinos, pero aquí son coproductores. Un buen regreso para el cine de acción que pese a sus evidentes muestras de marketing multicultural, sus pasajes pochocleros y sus argumentos gastados, seduce con ritmo, piruetas, códigos rotos y la venganza como motor. BUENA. Reeves, el elenco, el ritmo y las batallas del filme honran a un género que necesita recuperar su mística.
¿Sangre o crianza? El significado de la paternidad es el centro de esta historia sobre bebés intercambiados al nacer. El famoso refrán de tal palo tal astilla, que se usa por igual de manera positiva o negativa para referirse a la herencia entre padres e hijos, ha sido ampliamente cuestionado por la ciencia. También sobran ejemplos desde el cine. Pero aquí, estamos frente a un especialista en construir y deconstruir historias familiares, el director japonés Hirikazu Koreeda, que en De tal padre, tal hijo recupera varios de sus temas predilectos. Sangre o crianza, perspectivas adultas e infantiles para dramas de familias. Con belleza, nostalgia y un profundo entramado social de personajes bien definidos, arriesga incluso un mensaje de transformación optimista para nada artificioso. La transformación de un padre que, sacudido por la inverosímil situación que le toca vivir, descubre su capacidad de amar. La historia comienza con la familia de Ryota Nonomiya, un exitoso arquitecto, nuevo rico obsesionado con el trabajo que busca despertar en su hijo de seis años el espíritu de ganador que corre por sus venas. Su mundo va a derrumbarse. Pronto sabrá que el niño no es su hijo biológico, que hubo un intercambio de bebés y que el suyo fue entragado a otra familia. Una familia de provincia, pobre, con otros valores, con la que deberán acordar cómo intercambiar a sus respectivos hijos sanguíneos. Leyes, afectos, y discusiones familiares crecen en un drama que es despedida. Koreeda explora, sin dar respuestas, el significado de la paternidad, la ambigüedad de un vínculo y el peso impuesto por nuestras culturas e historia personal. A la vez, nos introduce en las distintas relaciones entre padres e hijos, la que pueden e intentan construir unos, la que reclaman o necesitan los otros, los hijos. Nada menos. "Ahora todo tiene sentido", balbuceó como primera reacción el arquitecto al enterarse de que su hijo no era su hijo. Y esa palabra, el sentido que el protagonista cree entender, es lo que realmente está en juego en toda la película. Un sentido que se irá trastocando, con padres que ya han formado su carácter y con niños que son maleables todavía, pero dueños de una mirada y una perspectiva intuitiva y afectuosa que el director asume y traduce de manera magistral. Del centro a la periferia, de la desazón a la curiosidad. Reflexión y dudas sobre un vínculo acosado por el riesgo de desconexión. Sangre y crianza, en un contexto generacional. MUY BUENA. El director lograr contar una historia profunda y emotiva mientras dispara preguntas para todos.
Las sanas ambiciones Documental sobre la vida interior de un grupo de actores de la comunidad sorda. Los muchachos del grupo Extranjero lo lograron. Están en el cine. Y están con su obra de teatro. Gracias a ellos y al periodista y realizador Marcos Martínez, timón de Sordo, la película que se sumerge en la vida interna de un grupo de actores de la comunidad mientras produce un hecho artístico. "Quiero algo grande, quiero vivir de esto y quiero que este grupo de teatro sea conocido", dice uno de los protagonistas. La tarea no es sencilla. A la par de Marisa, la intérprete del grupo, trabajan el guión, el casting, la puesta, mientras cuentan su propia historia. La de este grupo Extranjero, cuyo no nombre no es casual. Remite a ellos, a los que no distinguimos por sus rasgos físicos, pero sí por su lengua de señas, su forma de comunicarse. "Hablamos raro, parece que viniéramos de otro país", dicen. Y hacen. Juegan con la magia del cine, que les permite aparecer hablando y escuchando. Chocan contra los conflictos sociales, los egos, las disputas internas. Son un grupo de artistas y mientras explican sus ambiciones lidian con ellas. El relato transita sus intimidades, su vida cotidiana. Muestra cómo interactúan socialmente, explora la lengua de señas como otro idioma, y descubre cómo ellos buscan sacarle el jugo a la estética de esta herramienta, aplicada a la actuación. Entonces lo que vemos es una doble vertiente de conflictos, los propios de una experiencia artística, y los intrínsecos a la comunidad sorda, que debe sortear las barreras y prejuicios familiares y sociales, frente una situación crítica, como puede ser el deseo de cantar. ¿Qué es y qué no una burla, qué es discriminación? Protagonistas que hace rato asumieron que son sordos van gestando su obra y su vida. Es un ensayo y mucho más, de jóvenes que pretenden ser actores. Y que luchan por sus sueños, como este, que empiezan a cumplir. BUENA. Un grupo de artistas que mientras explica sus ambiciones va lidiando con ellas.
Espíritus del más allá Otra producción de Hollywood para adolescentes, un inexplicable imán que Hollywood viene explotando con resultados dispares, pero con cierta garantía en la taquilla. Hay películas malas o regulares, como el caso de Ouija que, curiosamente, tienen el éxito asegurado. Por méritos propios, sí, pero la mayoría de ellos ajenos al engranaje cinematográfico y cada vez más intrínsecos a su desgastada industria. El suspenso, los juegos, los espíritus, un más allá insondable y la muerte espejada en la candidez adolescente, factores todos sustentados por una narración apenas discreta, son un curioso e inexplicable imán que Hollywood viene explotando con resultados dispares, pero con cierta garantía en la taquilla. ¿Apelación fantasmagórica al marketing? Algo de eso hay en este thriller sobrenatural, en el que un grupo de amigos, muy funcionales por cierto a la mega compañía de juguetes Hasbro y a su famoso tablero Ouija, el entretenimiento que permitiría entablar contacto con los espíritus de los muertos, despiertan a oscuros y antiguos fantasmas cuando rompen las reglas del juego (acá se conoce más el de la Copa). “No le pidas respuestas a los muertos”, aconsejará la abuela de Elaine (Olivia Cooke), la protagonista del filme, en una sentencia casi bíblica. Pero los jóvenes, por naturaleza, desafían. Todavía resulta curioso ver cómo el mundo paranormal más antiguo se cruza con las camaritas, los teléfonos y las redes tecnológicas de nuestros días. Cómo estas viejas y gastadas historias cautivan a un público que se renueva. Y miren que la lista es larga: De Poltergeist a Jumanji; de Actividad paranormal a Insidious. Clásicos y no tanto. ¿Esta es la forma en la que el cine convoca a sus propios espíritus? Hay cabos sueltos, un director debutante (Stiles White), personajes clave que surgen de la nada, y fórmulas de manual. Eso sí, muy acertada la convocatoria del actor Daren Kagasoff como Trevor, la argentinización lingüística del miedo. Después, las preguntas de siempre: ¿Creemos lo que queremos creer? ¿Vemos lo que queremos ver? Cuestionamientos para los que hay más de una respuesta. Incluso del cine, que necesita historias también para el terror.
Raras ancianas de pueblo Con algunos ajustes en el guión y los diálogos la película lograría ponerse a la altura de la atmósfera que genera, su mayor logro. “Ramírez, el campo es nuestro”, se escucha en off en la primera escena. Y aparece una pala ensangrentada. Y la presencia intimidante de tres mujeres mayores, que en otro ámbito provocarían, tal vez, ternura o compasión. Viven en el campo, manejan una Chevrolet Apache, hablan de comidas, se clavan uno que otro licor por las noches pero no tienen plata ni para hacer servilletas mientras aspiran a mantener cierto aire aristocrático. Las tres mujeres son el motor de Flores de ruina, la nueva película que los prolíficos Julio Midú y Fabio Junco, a través de su elogiable Fundación Cine con Vecinos, traen a las salas. La confirmación de una manera de hacer cine que ya lleva 25 largometrajes nacidos de su lugar en el mundo, Saladillo. Volvamos a la película, una comedia negra que apuesta a la bien lograda atmósfera que generan estas tres veteranas de armas tomar (Nélida Augustoni, René Regina y la actriz Ellen Wolf). Habitantes de un pueblo conmocionado por la apertura de El cacharro, un garito donde pasa de todo, ellas están a la altura de las circunstancias. Andan a los tiros, en este páramo que cambió mucho, donde proliferan los ajustes de cuentas, y donde indefectiblemente se toparán con el malandra más buscado del lugar. Juegos de intrigas, necesidades mutuas, apariencias que engañan, en una trama donde hay muertes, mucha pala y entierros al por mayor para guardar las apariencias. Sin cuestionar el dignísimo trabajo de los vecinos, por momentos hay giros previsibles en el guión y algunos diálogos inconsistentes. Esto se explica por el modo de trabajo de los directores / guionistas, que por lo general liberan a estos actores no actores para que armen los diálogos con sus propias palabras. La espontaneidad gana en frescura, pero a veces atenta contra la solidez narrativa. Y en el caso de Flores de ruina, se produce una excesiva teatralización de algunas escenas, que por otro lado es clave para la atmósfera que busca transmitir la película. El avance formidable en la calidad fílmica de Midú y Juncos, a esta altura de su carrera, amerita estas exigencias. Más allá de esta historia encerrada que confirma el dicho de pueblo chico infierno grande y nos recuerda que la ancianidad no siempre es sinónimo de ternura.
Las ironías de un juego Encadena una sucesión de hechos fortuitos combinando humor negro, miserias humanas y metáforas sociales que todos entendemos. Craig está de racha. Mala racha. Escritor frustrado, empleado en un taller, padre de familia en plena crisis económica tiene que juntar 4.800 dólares para salvar su casa y acaba de perder el trabajo. No parece un tipo con iniciativa y escasean las oportunidades. Pero el azar quiere que mientras bebe una cerveza en un bar la vida le ofrezca un giro. Un giro curioso por cierto. Un giro que el director, E. L. Katz, resuelve con humor oscuro y juegos violentos, que operan también como metáfora de un mundo perverso, en el que unos viven la fiesta y otros sufren necesidades y tentaciones. Algo de esto ocurre en Apuestas perversas, un thriller en el que los protagonistas van definiendo sus roles y subiendo el tono como en un juego, con mucho de azar, pero también de destino cantado. Volvamos al bar. Craig ahoga tímidamente sus penas, y allí se encuentra con Vince, un viejo conocido con quien comparte sus pesares. Cuando vuelve del baño, su amigo se ha sentado con una pareja curiosa. Y junto a ellos arrancan una noche infernal. Adictos al juego, la pareja del sibarita Colin y la bella Violet, apuesta por todo. Ostentan grandes sumas de dinero, y pronto suman a su jueguito a los amigos Craig y Vince, un par de perdedores que no tienen donde caerse muertos. Arranca una caravana festiva, trágica y cómica, con escenas fuertes y morbosas, con el dinero como zanahoria. Mucho dinero para que cumplan ciertas “proezas”, algunas tontas, otras muy pesadas. Una noche delirante. Pasan del bar a un club de strippers y de allí a la mansión de la estrafalaria pareja. Craig quiere volver a casa, pero no puede, Vince quiere ganar dinero, y allí están los dos, presos de su condición. Como en la vida, la enigmática pareja se aprovecha de estos dos perdedores, espejándoles sus miserias. Arman su fiesta, su reality en vivo y en directo, sin reglas, sin límite, con ironías malditas de gente que se vende, se distorsiona o se descubre en una situación límite que es ficticia pero es real.
La mirada impiadosa Para escribir sobre el cine de José Celestino Campusano, para juzgar sus películas, hace falta sopesar una cantidad de factores que exceden largamente los estrictamente cinematográficos. Ese ya es un logro para el director, rival empedernido del canon, militante del cine regional y comunitario. Dicho esto, vamos a El Perro Molina, su quinta película, la más profesional de todas. Es un policial, una historia de amor y una muestra del cambio generacional y los códigos en el mundo del hampa rural, conurbano. Antonio Molina (Daniel Quaranta) es un delincuente ya hecho con cierta fama y prestigio. Un hombre que vuelve al pueblo y que ya no podrá escapar de los dramas locales: sicarios desenfrenados, el conflicto conyugal del comisario, un digno representante de lo peor de la bonaerense, abandonado por su esposa (Florencia Bobadilla), que elige castigarlo volviéndose prostituta. Sicarios, putas y policías, vistos sin compasión ni corrección política. Pasamos de la corrupta comisaría al burdel. Pero en ese mundo de miserias y venganzas, también afloran historias de amor, y un rumbo que se adivina trágico. Son historias reales las que cuenta Campusano, surgidas de anécdotas que le contaron o que él mismo vivió, historias de la periferia sin intermediarios. Esa es la base de su cine, una mirada descarnada y autocrítica de sus propias problemáticas, sin edulcorante, impiadosas, como dice él. Mostrar más e interpretar menos. Cuenta con buenas actuaciones y otras que no tanto, pero hay que saber que es un cine hecho mayormente por actores no actores. También es cierto que hay inconvenientes con algunos diálogos, y escenas algo trilladas, pero está en un momento de transición Cine Bruto, la productora de Campusano, que sigue profesionalizado sus filmes. El mundo más trash de Vikingo o de Fantasmas de la ruta, permitía disimular, tapar, falencias narrativas. Ahora Campusano se enfrenta a un dilema, contar sus historias con menor austeridad. ¿Le alcanzará con ser fiel a él mismo? Ya dio una buena señal, asumir el riesgo. "A aquéllos que nos sigan por precarios, les digo que hagan su propia película", arreció hace unos días. Y eso también es tener códigos.
Crónica de una muerte anunciada Un hombre le avisa a un cura que lo matará en una semana. Historia con humor ácido y varios interrogantes. En un pequeño pueblo irlandés, en el confesionario de una iglesia, el cura escucha a uno de sus habituales parroquianos. Este le revela un secreto que jamás contó. De niño era abusado por un sacerdote, semana tras semana durante años y años. Y por ello ha madurado una decisión. Matar. Matar a un cura. Pero no al cura pedófilo, que ya ha muerto, sino a quien lo escucha, al padre James (extraordinaria actuación de Brendan Gleeson) un buen tipo que no sabe cómo tomarse la amenaza de este hombre misterioso que le dará una semana para poner sus cosas en orden, antes de la planeada ejecución. Así comienza Calvario, la inquietante e hilarante historia que dirige John Michael McDonagh. Siete días en un pueblo infernal, un lugar en el que la espiritualidad de sus pobladores se mide a cuentagotas, donde la iglesia podría encontrar pecados capitales en cada uno de sus habitantes, donde ningún sermón produce el eco que se espera. Hay sorpresa también en el calvario, y ese es otro mérito del filme. De a ratos la película parece una suerte de Trainspotting rural o Los siete pecados capitales, contado todo con humor ácido, humor necesario pero nunca forzado. Fluyen las miserias humanas insertas en paisajes majestuosos. Hombres de negocios que no creen en nada, asesinos, alcohólicos, drogadictos, taxi boys, adúlteros, víctimas y victimarios todos, deshumanizados al punto de volver letra vana una charla cualquiera. Así y todo hay profundidad en la historia, y preguntas. Sobre el rol de la religión, en muchos lugares sentenciada a muerte, como James. Sobre las relaciones humanas, ya dijiimos, cada vez más deshumanizadas. Y allí está James, reconstruyendo la relación con su hija, asumiendo su papel de guía espiritual a veces con convicción, a veces por inercia. Tratando él de conectar con la gente, y de transitar su propio calvario, día a día hasta el próximo domingo, cuando supuestamente morirá. ¿Por qué este hombre bueno pagará por los crímenes de la iglesia? ¿Por qué la historia del cura pedófilo queda subsumida en este pequeño infierno irlandés? ¿Por qué las palabras conectar y perdonar son claves en este cuento y en el mundo de hoy? ¿Por qué podemos reírnos de todo esto? Es una historia ancestral, mirada cínica de un calvario global, que curiosamente tienen lugar en un pequeño pueblo, en un país, Irlanda, cuya historia de luchas religiosas y políticas no pasará desapercibida. Un hombre sentenciado, como todos lo hombres, que mira su mundo con los ojos de un final anticipado, adelantado por un accidente con causa y consecuencias que hay que asumir. O no.
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