En su propio laberinto El cine, la literatura y la mismísima realidad se han encargado de contar no pocas veces la historia que nos trae Arrebato, la nueva película de Sandra Gugliotta (Las vidas posibles). El filme se adentra en el mundo privado de Luis Vega (Pablo Echarri), un escritor de policiales y profesor de literatura que enreda su vida con los hechos de su futura novela. Deberá narrar un crimen pasional en Buenos Aires, un crimen que tendrá implicancias personales. Arrebato es un thriller al que le falta misterio. Desde el comienzo plantea un juego entre ficción y realidad demasiado anunciado. “Lo que fue dicho se transforma en verdadero”, les dicta Vega a sus alumnos en la primera escena, un discurso que será dado por verdad. Un guiño al poder del relato. Vega, el personaje de Echarri, copa la pantalla (Es inevitable vincularlo con su omnipresencia mediática de los últimos días). Por suerte no es un héroe setentista, sino un escritor que construye bien sus paranoias, pero que resulta poco verosímil en demasiados aspectos, desde su estándar de vida de escritor a su relación con el editor (Claudio Tolcachir). Quizás el papel más destacado sea el de Antonópulos, que hace de Carla, la mujer del escritor. Y luego está Leticia Bredice, que hace de... Bredice, conformando el triángulo que motoriza la historia. Ella es la mujer de un tal Grotzki, cuya muerte ocupa las páginas de los medios, y se encarga de revelarle la trama de ese asesinato a Vega, que entrará en crisis con semejante materia prima. También somos testigos de amores clandestinos y citas sexuales vía chat. Pero el eje está en los desencuentros entre Vega y Carla, anticipados por el caso Grotzki, escrito a la par. La espiral de celos que invade al novelista, sus paranoias de escritor, y una conexión entre realidad y ficción que falla por exceso. Conexión que por otra parte arrastra una larga historia, la del escritor sospechado de cometer un crimen revelado en sus libros. El mismísimo Conan Doyle, por nombrar un autor de policiales, sufrió esa clase se persecución. ¿Más actual? Busquen en Google al polaco Krystian Bala, autor de best sellers condenado a 25 años de prisión por un caso de asesinato que él mismo noveló. Pero Arrebato es ficción, thriller psicológico, una historia de celos y un policial a la deriva y en su propio laberinto.
Publicada en la edición impresa.
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Dinos, y códigos entre padres e hijos “¿Quién te va a creer que un dinosaurio adopte a tres chicos?”, preguntó mi hija de siete años cuando le conté el argumento de la película. Podría haber esbozado la leyenda de Rómulo y Remo, pero la asimétrica comparación me detuvo allí. El caso es que Dinosaurios es, obviamente, una película de dinosaurios. Pero también es, o al menos lo intenta, un fresco sobre las reglas y códigos entre padres e hijos. Digamos que plantea una cierta necesidad de romper algunas rigideces culturales, ruptura que choca con el conservador desarrollo del filme desde el punto de vista cinematográfico, donde la historia transcurre sin riesgos. Su argumento llano, por más que los hechos se desencadenen por accidente, que tres chicos viajen a través del tiempo 65 millones de años al pasado, es de una simpleza casi contraproducente. Ernie, un niño aventurero y desobediente, su hermana Julia, que lo vigila y sigue para acusarlo con su mamá -la esquemática Sue-, y su mejor amigo Max llegan al taller del Dr. Santiago, el papá de Max, un científico cuyos inventos nunca funcionan. Viven en Terra Dino, un pueblo antiguamente habitado por dinosaurios, donde todo hace referencia a ellos. Y por azar, una expresión del azar más burdo, ponen en marcha una máquina del tiempo que los deja cara a cara con a una tirannosaurius rex llamada Tyra y su divertido hijo Dodger (el personaje más logrado). Allí tendrán que luchar contra los Sarcos, los feroces sarcosuchus que ya avizoran el peligro de extinción, y también deberán pelear para volver al presente. Para ello tendrán la ayuda de Sue y el Dr. Santiago, que desarman sus estereotipados personajes con el correr de la historia. El, un científico fracasado y panzón pero ultrarrelajado en la relación con su hijo, ella una madre sobreprotectora, de cuerpo tallado, enarbolando los éxitos que obtiene haciendo cumplir sus castigos a los chicos. Si van al cine verán una de dinosaurios, bien animada, con voces de famosos que se pierden en el doblaje y un tímido mensaje sobre el costo de desobedecer reglas u obedecerlas ciegamente. A la calificación no le hagan caso, los chicos tienen aquí la última palabra.
Como un ensayo La realización de Víctor Kesselman, más que un filme, es un personal ensayo cinematográfico. Los riesgos que asume Víctor Kesselman, el director de Aprox, con este híbrido experimental que resulta su película, podrían disminuirse fácilmente poniéndole el rótulo de ensayo. Ni documental ni ficción, tal vez sea éste un personal ensayo cinematográfico, pero su ambigüedad, cruce de sátira y lenguaje científico, definitivamente le juega en contra. En su opera prima, este publicista y músico que se dio el lujo de cantar a Ramón Ayala en el documental de Marcos López, se propone recorrer y analizar diversas situaciones cotidianas basándose, a veces de manera paródica, en el estudio del lenguaje del cuerpo, en las disputas de poder canalizadas a través de los gestos y movimientos. El epicentro de la acción es una agencia de publicidad, pero suma historias paralelas. No por casualidad el filme arranca citando a Lie to Me, la serie en la que Tim Roth las juega de psiquiatra experto para desentrañar los engaños más importantes del mundo. Al contrario de la serie estadounidense, aquí los engaños se juegan en escenas cotidianas. La competencia laboral en extremo, las mentiras inocuas, el flirteo sexual como llave de poder absoluto. Reconozcámosle a Kesselman su mirada personal. Ese punto, y quizá la identificación de los espectadores con algunas de las escenas son el salvoconducto de Aprox. “Cada idiota ejerce su cuota de poder sobre nosotros”, exagera el filme. Pero a su vez deja en evidencia las miserias humanas. Los vicios, giros comunicativos, observados desde lo que no se verbaliza. Vivezas, estrategias de sometimiento, recursos retóricos para controlar al otro. Un teatro de idiotas. ¿Kesselman podría convertirse en un autor de manifiestos, al estilo Lars Von Trier y su dogma? Se distancia del cine oficial, nos enrostra la idiotez. Pero sus personajes no fingen para librarse de las ataduras. Las ponen en práctica en el cine también.
La lucha por la integración El documental de Ada Frontini toma la historia de un amaestra especial y sus alumnos, en Córdoba. Hace 25 años nacía en Bell Ville, Córdoba, una escuela particular. Nacía es un decir, ya que Alejandra, su actual directora y docente, la fundó a pulmón en el garaje de su casa. Escuela de sordos, el documental de Ada Frontini, cuenta esa historia, pero sin fechas, datos duros ni registros lacrimógenos. Lo hace a través de la cotidianeidad de sus protagonistas, la maestra, sus alumnos y Juan, un referente de la comunidad sorda. Sin ser un registro de denuncia, la película expone la lucha diaria por la integración de los sordos. Las charlas en lenguaje de señas (en la ficha técnica, la película dice idioma español y Lengua de Señas Argentina) apuntan a contar, nombrar, adjetivizar. Un alumno aprende a leer, otro a enviar mensajitos por celular. Y Alejandra, heroína silenciosa, apuntala aquí y allá, con los recursos que tiene. Al mismo tiempo hay discusiones sobre los beneficios de los implantes y debates sobre si existe o no la tonada en el lenguaje de señas. Alejandra admite que muchas veces tiene que inventar señas para palabras que desconoce, y que así los lenguajes se diferencian de un lugar a otro. No es una proclama, pero pide una ley que unifique y dignifique el Lenguaje de señas en la Argentina. El relato de Frontini es austero y bien personal, como la vida misma de sus protagonistas. Impacta y moviliza desde su atmósfera. Podría apostar a los golpes bajos, en cambio elige contar y exprimir a fondo el código cinematográfico. De manera contextual, elíptica, construye un camino profundo desde las escenas del silencio, un desafío perfectamente interpretado por Martín Sappia, sonidista del filme. Con todo, el mayor mérito de Frontini es universalizar una historia desde su experiencia, su mirada. Tender puentes entre los mundos de Alejandra, sus alumnos, ella misma y los espectadores. Buen augurio para su primer largometraje documental. Y una buena historia mínima la de esta maestra seguida en sus rutinas silenciosas, con palabras no dichas sobre la sensibilidad humana, sobre lo que significa ser sordo en un pueblo y acceder a esos diálogos que abren mundos.
Con las mejores intenciones Una toma de rehenes desencadena el drama, y el thriller, en este filme con Nacho Gadano, opera prima de Nicolás Lidijover. Por azar, por destino o por obra de esas infinitas causalidades que no alcanzaremos a entender, como decía Borges, hasta el robo más tímido puede complicarse de la manera menos esperada. Hasta el argumento más trillado puede jalonarse con salidas insólitas. Eso es lo que ocurre en Tiro de gracia, opera prima de Nicolás Lidijover, cuando Jesús (Nicolás Goldschmidt) entra al local de una farmacia porteña para comprar leche para su hijo. Casi sin querer el lugar se convierte en escenario de una curiosa toma de rehenes, donde clientes, empleados y el forzado ladrón cruzan sus historias y miserias con la inoperancia policial y el cinismo mediático. Con mejores intenciones que resultados el director interviene la línea argumental de la película, cuestionando, denunciando una situación social desde el guión y desde la estética del filme.Apela, por un lado, al recurso de las cámaras de seguridad con escenas que avanzan y retroceden, porque Tiro de gracia es un canto al flashback. Y sitúa al espectador en el lugar del televidente fisgón, dispuesto al frívolo (mas no gratuito) consumo de sangre en la pantalla. Lo que la película gana en sorpresa y cuestionamientos sociales, lo pierde en la profundidad de la historia, presentando al asaltante como víctima, un chico de la Villa 31 que perdió el trabajo y que sólo quiere alimentar a su familia. Sobra información de ese afuera cuando el mayor mérito está en la atmósfera que se logra en la farmacia. Con actuaciones aceptables, como la de Nacho Gadano, Marcelo, el encargado del local, que busca convencer a Jesús y sufre los embates de sus clientes. Una apuesta conceptual, un intercambio de roles entre víctimas y victimarios con el que Lidijover busca generar preguntas, exponiendo prejuicios y quiebres sociales desmoralizantes. Habla de una sociedad agonizante que, como cierto periodismo, ¿merece un tiro de gracia?
Sobre la amiga de Simone de Beauvoir Emmanuelle Devos compone notablemente a Violette Leduc, amiga de Simone de Beauvoir. Sépalo, lector, la mejor manera de ir a ver Violette es despojado de información. Así el filme del francés Martin Provost fascina, revelando la historia de una escritora olvidada en el atrapante contexto de la París de posguerra. Hablamos de Violette Leduc (Emmanuelle Devos), protagonista de está película literaria, histórica y reivindicatoria, una figura a quien la escritura le dio lo que su sociedad y su entorno familiar le negaron: vida. Siempre se sintió bastarda, fea, torturada por sus limitaciones existenciales, y ofreció una extraña rebelión contra su soledad opresiva. Pero impulsada primero por Maurice Sachs y luego y definitivamente por su amiga Simone de Beauvoir (Sandrine Kiberlain), escribió y publicó sus tormentos. El peso insoportable de una vida convertido en palabras, en libros, aunque Violette no quiera contar sino vivir. Aunque demore en descubrir que la liberación está en su pluma, que su lugar en el mundo está dentro de ella. Prevert logra transmitir esa angustia, y también auscultar al mundillo literario francés que fue vanguardia en el siglo XX. ¿Qué es más revolucionaria, la intelectualizada escritura de Simone o la prosa lésbica de Violette? ¿Qué tan libres literariamente son Albert Camus, Gallimard y la mayoría de los íconos franceses? Leduc les habla del aborto, bisexualidad, de experiencias de niña y salvo Simone, quizá Sartre, nadie soporta que una mujer hable, y escriba, abiertamente de su sexualidad. "Me están mutilando", dice Violette cuando Gallimard recorta las escenas lésbicas de su libro Ravages. Está a punto de abandonar la escritura, que sería abandonar su vida. De Beauvoir la alienta a seguir, viendo en ella otra clase de liberación, distinta a la suya. Entre sus escrituras hay abismos, pero hay puntos de contacto en la liberación femenina. "El segundo sexo es igual al primero", se dicen. Pero no, todavía no. Ya veremos cómo Camus se queja porque Leduc "ridiculiza a los hombres franceses". A través de la pesada atmósfera de su cine, Prevert cuestiona la liberación real de los franceses, libertad e igualdad que todavía se discuten en el siglo XXI. Y rescata el paso tortuoso de Violette hacia la redención, hacia la salvación que no es otra que la escritura. Ese es el tema, más allá de las diferencias entre hombres y mujeres, de la soledad, la hipocresía, más allá de que poéticamente Violette simbolice la lucha por la liberación de la mujer en hechos y palabras, que aquí son lo mismo.
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