Qué futuro nos espera En el mundo de El dador de recuerdos no existen la envidia, ni el odio ni la violencia, tampoco las emociones. Sus ciudadanos habitan un futuro postapocalíptico, una distopía encarnada en un sistema totalitario con buenas intenciones y pésimos resultados. Un mundo en blanco y negro, sin recuerdos, sin memoria. Es una historia de ciencia ficción, el desarme intencional de una utopía. La película de Phillip Noyce, adaptación de un best seller noventoso escrito por Lois Lowry, una aclamada novela juvenil, es pariente temático de títulos como Divergente y The Matrix, e incluso de historias como 1984, de George Orwell. Las utopías desarmadas. Una simplificación a lo más elemental de las relaciones humanas, por supuesto, con la ideología solapada en tomas y escenas varias. Aún así, la historia va, porque transporta a un viejo debate, encarado por la ciencia ficción pero también por la política. Y allí, en ese mundo perfectamente anodino, un mundo en blanco y negro, aparece la magia de El dador de recuerdos, que es primero Jeff Bridges, y luego su discípulo con nombre de profeta, Jonas (Brenton Thwaites). Allí está el guiño adolescente de la película. Jonas es un joven con un don, y su mentor empieza a alimentarlo con recuerdos del mundo, belleza y tragedia. Hay, por qué no, una metáfora sobre los descubrimientos adolescentes a los que tanto viene apelando Hollywood, también una historia de amor, sentimiento inexistente en este lugar sin recuerdos, sin libertad, historia ni memoria. El problema, como siempre, es quién nos cuenta esa historia. Recuerdos y emociones que aquí son la llave para salvar al mundo en colores. No por casualidad, y esto lo ha escrito muy bien Nicky Woolf en The Guardian, el Tea Party ha celebrado públicamente algunos conceptos de esta película. Véanla y lo entenderán. Debajo de este título religioso, hay una trama de ciencia ficción bien contada, con algunos clichés tecnócratas y una Meryl Streep que, incluso en holograma, cautiva. No hay futuro sin pasado. Pero el pasado también se construye. No es sólo el hermoso recuerdo de una sonata o un beso.
Devuelvan los peces El reclamo de las comunidades Wichí y Weenhayek, por el Pilcomayo. Es una historia de frontera y un reflejo de las atrocidades del ninguneo cultural a los pueblos originarios. De allí que resulte imposible valorar a Uahat. El Padre río negado para sus hijos, el documental de Julián Borrell, Franco González y Demián Santander, sólo desde el prisma cinematográfico. Porque claro, lo que cuenta la película, el reclamo de las comunidades Wichí y Weenhayek en la triple frontera de Argentina, Bolivia y Paraguay para que les devuelvan los peces a su río Pilcomayo, es un relato necesario y ausente. Apocado en los medios, silenciado en la distancia de las grandes urbes y los recurrentes temas citadinos, Uahat plantea un conflicto político, evidenciado en cortes de ruta y burocráticas reuniones, pero sobre todo refleja las dificultades eternas para mentener viva la cultura e idiosincracia de las comunidades que se quedaron sin sábalos, pueblos de origen cazador, recolector, pescador que en las defensa de sus derechos defienden su vida. Su historia. Todo lo contrario hizo el el Proyecto Pantalón, obra de ingeniería hídrica que en los ‘90 desvió artificialmente el río Pilcomayo sin contemplar a los pobladores. A la vista están sus consecuencias. Y eso es lo que buscan revertir. Pero hay desmontes, petroleras y un río vacío, un brazo seco. Y un pueblo que rompió el silencio.
¿Quién no ha tenido un mal día? Más allá de la exageración innecesaria de su insistente título, que sólo escribiremos una vez y por obligación, Alexander y un día terrible, horrible, malo...¡Muy malo! sale bien parada de la mayoría de sus desafíos. Dentro y fuera. La película que Miguel Arteta dirige en este nuevo estreno de Disney cuenta dos días en la vida de Alexander (Ed Oxenbould), la víspera y el día de su cumpleaños número 12, marcados por una mala racha, una sucesión de pequeñas grandes desgracias que por momentos parecen contextuales en este argumento de tono familiar. Si nos reímos más o menos, no debería importar. Sí, en cambio, esta posibilidad de desdramatizar con humor un tema complejo, el sufrimiento de Alexander por una supuesta y circunstancial impopularidad. Y la reacción de los Cooper, su familia, frente a ese día malo, que pronto les volverá a ellos como un boomerang. Más allá de los gags, el vértigo y las exageraciones propias de este tipo de películas, el filme de Arteta ofrece un punto de vista interesante, superador por momentos del mero entretenimiento. Se apoya en la mirada de un chico, Alexander, que resulta ser el tipo más maduro de la familia. Y que por supuesto tiene un hermano mayor que lo ningunea, uno menor que se lleva toda la atención y una hermana que está en la suya. Sus padres (buenas actuaciones de Steve Carell y Jennifer Garner) hacen malabares entre la atención de sus hijos y la tortuosa vida laboral. Nada que el espectador no sepa. Pero el tema quizá sea la edad de Alexander, la preadolescencia, cuando los golpes duelen, donde una sucesión de “días malos”, para él o para su familia, puede moldear personalidades. El dilema es cómo superarlos sin sufrir, porque ya sabemos, más adelante, la impopularidad, las marcas de los piolas del grado suelen revertirse. ¿A dónde van a parar los vivos de la secundaria en su vida laboral? Pero ese es otro tema. Si la película desdramatiza no vamos a imponerle otro tono desde estas líneas. Es una comedia, entretenimiento apuntado a la familia, con chistes viejos y otros mejores, y con sublecturas de manual familiar contra las malas rachas.
El filme muestra tensión entre la forma y el modo, y todo queda librada a interpretaciones. Hace calor. Mucho. Mariano nada en la pileta de su casa. Corta el pasto. Va al cuartito de las herramientas y encuentra un revólver. Se pega dos tiros. Sobrevive. Así arranca Dos disparos, la nueva película del escritor y cineasta Martín Rejtman (Silvia Prieto, Los guantes mágicos). Dicen que es una comedia, una comedia dramática al fin, pero esa escena inicial condicionará todo el resto de la trama, una trama inusual, difícil de definir. O sea que sólo usted, espectador, podrá ponerle el género a esta película. Y Rejtman le pedirá todavía más. Porque así como sobrevive Mariano, también se mantiene viva esa imagen incierta de un chico jalando del gatillo, inexpresivo, casi con naturalidad pegándose dos tiros. Naturalmente asistimos a las repercusiones del caso en la familia de Mariano (Rafael Federman), quien pronto se mudará a vivir con su hermano invitado por su madre. No es una historia con desarrollo, nudo y desenlace. No veremos una trama que nos haga olvidar el impacto inicial. ¿O sí? Dos disparos se parece mucho a un juego de tensión entre los hechos y la forma de contarlos, entre los diálogos y el lugar de los hablantes. Si no fuera porque su director lo negaría, tal vez podríamos hablar de un manifiesto contra la sobreactuación y contra las historias cerradas. Aquí no cierra nada. Todo lo contrario. En la película conviven varias subtramas y sobre todo un tono, marcado por el ritmo y la cadencia narrativa que siempre están puestos por encima de los hechos, aunque no se note. Pasan las cosas que pasan. Mariano y su cuarteto de flautas, el hermano que flirtea con una chica que está de novia pero que lleva años rompiendo con su pareja, su madre que sale de vacaciones con dos desconocidas. Allí sí nacen las situaciones de comedia, un humor ácido representado en actuaciones y diálogos que no se asumen graciosos. Ya lo dijimos, naturales. Una estructura exquisita de desvíos y situaciones que se van por las ramas cosidas por el tono del relato, de los relatos. Ocurren hechos concretos, pero su significado, su mensaje, queda abierto a la interpretación del espectador. Situaciones que se suceden, que toman la posta, como en toda familia. Podemos buscar símbolos, mensajes o frescos de una realidad social. Pero Rejtman no baja línea, no intenta marcar la cancha, sino todo lo contrario, la deja libre. Y ese es su desafío, nuestro desafío.
La edad de la inocencia Colmenas, abejas, campo. Lucía salta a la pileta. Nada. Se sumerge y enajena su entorno. Entramos en este día de verano, en un lugar que sabemos es Almafuerte, Córdoba, pueblo chico con tonada. Allí viven dos hermanas, Lucía (Melissa Romero) y Elena (Florencia Dacall). Actúan adolescentes con una soltura atrapante. Y siguen caminos distintos. “Sos una amarga, Lucía”, ataca Elena. “Vos sos una caprichosa”, retruca la hermana en este mundo de puertas abiertas a los vecinos, de ropa comprada en Miami, de miradas adolescentes, el que eligió María Inés Barrionuevo para contar su historia. La situó en el comienzo del fin del alfonsinismo, en un día tórrido que augura tormenta, o lluvia refrescante. Y dejó fuera de campo a los adultos la directora, eludidos de esta mirada del mundo. ¿Qué quiere decirnos Barrionuevo con el título? ¿Qué todo en ese instante de la vida es inverosímil, incipiente? Mientras se va armando, la película desgrana cotidianidad, diálogos banales de chicos que descubren el sexo, o que están a punto de hacerlo mientras se van descubriendo ellos mismos. “Sos virgen y besás mal”, se chicanean. Lucía estudia para entrar a Arquitectura, quiere volar del pueblo. Elena es más chica y está enyesada, las pequeñas historias del lugar parecen sentarle mejor. Son distintas. Y hay una tercera en discordia, Ana (Sol Zavala) que tampoco encaja en el pueblo, y aunque es compañera de Elena se va acercando a Lucía. Allí las hermanas se separan. Dos travesías de un día. Lucía maneja su camioneta hacia el campo, donde hay otras historias, y un aire de western. Elena le pide a su médico que la deje acompañarlo, y también sale en auto, con muletas en un raid iniciático. Dos recorridos, divisiones. Como en esa etapa de la vida. Las chicas que estuvieron con chicos y las que no. Los pobres y los ricos en el campo. Los que les gusta el helado y los que no. Datos nimios para una historia íntima y sensual, pero sin estridencias. Un pueblo, abejas, calor, agua refrescante y tormentosa en los estertores de la inocencia adolescente.
La lucha de ser padres El documental muestra la descomposición social de muchas familias. La polémica que antecedió al documental Borrando a papá es tan merecida como necesaria. La argentina Sandra Fernández Ferreira y Ginger Gentile, cineasta e historiadora neoyorquina separada de su padre durante seis años por un conflicto familiar judicializado codirigen la película. ¿Dos mujeres hablando sobre un drama de hombres? No. Esa sería una visión sesgada. Hablan de un problema general, la obstrucción de vínculos familiares en la Argentina: la lucha de padres por ser padres. Denuncian la mirada prejuiciosa de algunos “especialistas”, pero también el negocio que hay detrás de estas causas que llevan años. Dicen y demuestran que en la Argentina no existe la tenencia compartida, que en la mayoría de los casos el juez otorga la tenencia de los hijos a la madre. Y aparecen padres contando su historia, su ausencia, en tonos desgarradores. Recurren incluso a la non sancta cámara oculta para ejemplificar arbitrariedades. Jueces que desatienden su ley, policías que exponen a los chicos a tomar decisiones que no les corresponden, expertos en violencia familiar que consideran sólo a la mujer como víctima. Para ellos, los hombres no son objeto de violencia de género. Y por eso el documental los cuestiona. Cuestiona el nivel de los analistas, la preparación de los funcionarios, de la policía, y muestra la descomposición social de muchísimas familias. Conclusiones obvias: la igualdad de género no existe. Sobran negocios y prejuicios.
Entre la paranoia y el misterio El filme va armándose como un rompecabezas en base a los giros del guión, que desnuda la psicología de los personajes. Buen sexo, diálogos ácidos y vocación por el riesgo. Parecen ser la pareja perfecta. Pero de pronto se preguntan ¿qué nos hemos hecho? Eso ocurre al inicio del filme y en el quinto aniversario de su boda, ya mudados de la contenedora Nueva York a la sórdida Misuri. Y ya es tarde, porque Nick Dunne (Ben Affleck) descubre que su esposa Amy (Rosamund Pike) ha desaparecido. Así empieza Perdida, la nueva película de David Fincher (Red Social, La chica del dragón tatuado). Basada en el best seller homónimo de Gillian Flynn que ella misma adaptó para la nueva película y que vendió 6 millones de ejemplares, Perdida va armándose como un rompecabezas en base a los giros del guión. Y también en base a los puntos de vista. Es una historia de puntos de vista. El de Nick, el de Amy, el de la policía, todos bien desarrollados, con actuaciones secundarias a la altura de un filme que aprovecha cada uno de sus elementos narrativos. Una historia a veces forzada, exagerada, que reduce la condición humana al carácter de simulacro. El amor que no funciona más allá de las apariencias. Por eso esta oscura psicología de un matrimonio en el que al principio abruman los diálogos perfectos, la ironía, la superficialidad disfrazada de intimidad. No parece ella la clase de chica que va a huir, ni él el marido atormentado por su desaparición. Están corridos sus personajes, pero van encontrando su eje con el correr de las escenas. Un mundo de mentiras en el que todos estamos invitados a interpretar, a desnudar la psicología de los personajes. ¿Quiénes y cómo son estos dos supuestos misántropos que se muestran diferentes a todo mientras van sembrando pistas de sus propias miserias? Paranoia y misterio. Perdida es también un manual sobre la reacción de los medios y su manipulación permanente. La sorprendente Amy, que tuvo su profesión armada y digitada por sus padres, la de la escritora precoz que no fue, y la de Nick, un periodista indefinible, que se encuentra a él mismo con el correr de los minutos, los 149 minutos que dura el filme. “La identidad es algo cada vez más escurridizo”, ha dicho Affleck para explicar a su personaje. E invita a reflexionar: ¿Cuánto nos conocemos? ¿Quiénes somos en verdad? Y como en todo buen thriller, hay condimentos varios. Misterios que vamos desentrañando junto a Nick, que va desarmando su drama generacional junto a los espectadores, la naturalización de los simulacros. Una historia sobre la manipulación de los propios sentimientos, una clase de amor cada vez más frecuente.
Vientos muy arremolinados Si le gustan las películas catástrofe, En el tornado vale el precio de la entrada sólo por los efectos especiales que, combinados con su sonido envolvente, despeinan a cualquiera. Ahora bien, después de estas merecidas loas a dos aspectos técnicos fundamentales, pondremos en la otra vereda a los guionistas del filme. John Swetnam y Simon Beaufoy, despreocupados por inventar una narrativa a la altura de la tragedia, caen en el folletín barato, escenas intencionalmente bizarras y la más absoluta previsibilidad. Un paupérrimo costado humano para este "fenómeno natural", una sucesión de tornados trágicos que azotan el pequeño pueblo de Silverton. Encima, la historia que aquí nos cuenta Steven Quale (Destino final 5) remite inevitablemente a Twister, la película con Helen Hunt y Bill Paxton. ¿Hace falta decir cuál gana? ¿Podría haber hecho Quale algo mejor con esta historia? Poco probable, el libro es abrumadoramente inverosímil, tal vez de manera intencional. En este cruce de historias con la gran tormenta, por supuesto están los cazatornados, la versión profesional de ellos, con grandes equipos, cámaras y un líder deshumanizado (Matt Walsh) por su obsesión de filmar la tormenta enfrentado con la meteoróloga del grupo (Sarah Wayne Callies). También están los inconscientes pueblerinos de siempre que sueñan con ser estrellas de YouTube y graban con teléfonos celulares mientras se clavan una birra tras otra. Y la historia principal, la de la familia desencontrada en plena catástrofe. Con la levedad del caso, las actuaciones salen airosas. Todo lo malo ha sido dicho en las líneas anteriores. No hay una historia humana a la altura de esta catástrofe, pero aún así la película es entretenida. Una clásica oferta pochoclera de ésas que hay que ver en el cine. Hasta es posible rescatar cierto humor en la obviedad de algunas salidas. El tornado está bien mostrado y, de tan impactante, lo demás tal vez no importe. La catástrofe es totalmente verosímil.
Como una fuerte autocrítica De a poco, la autocrítica se ha vuelto una sana costumbre en la comunidad judía argentina. Aunque sería injusto reducir Malka, una chica de Zwi Migdal a esta tendencia, no podemos dejar de advertir el hecho, desde Jacobo Timerman a Shlomo Slutzky, que en Sin Punto y Aparte aborda entre otros temas el papel de los dirigentes argentinos durante la última dictadura. Pero ésa es otra historia, acá nos ocupamos del documental de Walter Tejblum, quien comete algunos excesos propios de un Michael Moore de estas pampas, mientras desgrana su investigación sobre Malka. ¿Quién fue Malka? Una inmigrante que llegó a nuestro país en los años ‘20, traída por la tristemente célebre Zwi Migdal, la organización judía que explotó a miles de mujeres de su colectividad como prostitutas. Tejblum sigue el camino de Malka, que lo lleva a Tucumán, donde muere asesinada el 21 de octubre de 1957. Con material de archivo y entrevistas a viejos referentes de la kehilá, Tejblum intenta develar un caso con connotaciones éticas y mucho misterio. Tres años antes de su muerte, Malka, que regenteaba prostíbulos tucumanos, llega a un acuerdo con los líderes de la comunidad. Les dejará todos sus bienes, y 4 millones de pesos de ahorros, si la sepultan en el cementerio judío. ¿Fue Malka parte de la Zwi Migdal? ¿Los fueron algunos de los miembros de aquélla comunidad? ¿Por qué no hay una sola placa con su nombre, siendo que les dejó una fortuna? Prostitución, prejuicios y un asesinato no resuelto en una historia tapada por la propia colectividad. “Por más que seas un transgresor eres parte de nuestro pueblo”, dice uno de los entrevistados. ¿Aplicable al caso de Malka sólo porque les dejó su dinero?
El pueblo Wichí que resiste “Dame tus hijos, Rosa”, se dicen los chicos de la comunidad mientras juegan al Tunteyh. Y pronto sabremos que en esa práctica ancestral se esconde mucho más que un desafío infantil. Que allí anida un grito desesperado por la supervivencia de una cultura, la de este pueblo Wichí que resiste como puede la entrega de sus hijos, de su cultura. Tunteyh o el rumor de las piedras, el documental de Marina Rubino está contado desde adentro. La directora es alguien que escucha primero, para después sí contar y mostrar. Celebramos ese lugar tan distinto a otros. En paralelo y en contraste, vemos el derrotero de un pueblo saqueado, contaminado, privado de mantener sus costumbres, incluso las alimentarias. Todo acompasado por ese juego, transmitido de generación en generación, como su idioma, que también peligra. Pasado y presente. Vemos a los pescadores en el Pilcomayo buscando peces que se acaban, a los recolectores persiguiendo el chaguar que escasea y al joven Jairo, que trabaja como maestro bilingüe en la escuela, hablándonos de su cosmovisión, una palabra cuyo significado desconocía, pero le costó nada aprender. Es una película de contraste, dijimos. De los ancestros, los antiguos, con estos niños que rezan el Padre nuestro, o le cantan a la bandera de un patria que no incluyó su historia. “Salve Argentina, bandera azul y blanca”. Por eso celebran vivir lejos de la ciudad, porque allí la tradición oral y su lengua madre sobreviven, como sobrevive la leyenda de Tokjuaj en un Pilcomayo amenazado. Quieren saber si el agua todavía sirve, si también los está matando, y mientras tanto un niño nace, y los chicos siguen arrojando piedras al aire, en este juego para ampliar la familia. La cotidianidad de un pueblo, los Nop op wet. “Dame tus hijos, Rosa”, dicen ellos, que todavía escuchan el rumor de las piedras.