Las libertades des-parejas Con identidad, expone y desnuda un conflicto de pareja naturalizado pero interpelador. Con cierto tono intelectualoide, y varios interrogantes sobre las relaciones humanas, A la sombra de las mujeres es una mirada ácida de un personal conflicto de pareja. Apelando al blanco y negro, con una estructura simple y un puñado de personajes, Philippe Garrel dirige una trama íntima, gris, a veces abúlica, sobre el conflicto casi en sordina que transitan Pierre (Stanislas Merhar) y Manon (Clotilde Courau), un joven matrimonio de documentalistas dominado por la inercia argumental. Su rutina amorosa, espejo de la laboral, apenas les alcanza para sobrevivir. Su vida de amateurismo podría ser un ejemplo de resistencia, pero es sólo el camino que pueden llevar. Y ese rumbo se enturbia cuando Pierre conoce a Elisabeth, una joven becaria que pronto se convierte en su amante. Entonces asoma un juego de desconfianzas, traiciones y vínculos pobres que el director transmite bien, apelando a la psicología, al carácter corroído y a la indolencia de los personajes. Sobre todo de Pierre, que es juzgado por una voz en off que redunda con sus acciones, un curioso metarrelato que a veces se vuelve demasiado explicativo. Es fácil que tomemos partido por Manon en esa atmósfera de maltrato verbal, de insensibilidad y de culpas compartidas. La pequeña historia sobre la liberación de París que graban en su documental, anodina y heroica a la vez, acompaña el derrotero de los personajes, y contribuye a despertar interrogantes. ¿Qué es el amor, qué es sentir amor, qué es dar amor? ¿Qué es real y qué ficción en una relación de pareja?¿Qué somos y qué podemos ser? Los diálogos, el trato cotidiano, el comportamiento corporal, con muy buenos protagónicos, mantienen viva esta historia pequeña, pero universal, que incluye y diferencia las actitudes, las marcas culturales (casi naturales) que influyen y determinan a hombres y mujeres en una relación de pareja todavía en el siglo XXI. El castigo a Pierre, a su arrogancia, ayuda al retrato. Un frío abordaje sobre el temor a la soledad y la glorificación de la independencia, de siempre difícil equilibrio.
Visiones realistas o casa embrujada Relato simple y líneal, con un trasfondo paranormal, plantea dudas y dramas humanos. Era de esperar que entre los 13 estrenos de esta semana el cine de terror tuviera al menos un representante. No es la gran obra, pero Yo vi al diablo, la película de Kevin Greutert (editor de El juego del miedo) está un escalón por encima de la malaria creativa y realizativa que acecha al género últimamente. Primero, una apreciación sobre el título. ¿No era mejor traducir “Visions” que mentar al diablo? ¿Acá, si no está Mefisto el cine de terror no vende? Conclusiones al margen, la historia que nos trae Greutert desarrolla un argumento simple, con varios de los lugares comunes del género, pero aún así alcanza buenos momentos y hasta emplea la inteligencia para resolver algunas escenas. Hace un año Eveleigh protagonizó un accidente con víctimas fatales, y sufre un estrés postraumático que le provoca pesadillas. Espera un hijo con David, que la lleva a vivir a un viejo viñedo, una casa en medio de la nada que se vuelve un actor principal. Allí comienzan sus aterradoras alucinaciones, que sólo ella ve. La preocupación y desconfianza de su marido son el punto de vista que propone la película, alternando con el de la propia Evy en un thriller que cruza una tibia investigación, sucesos paranormales y realidades trágicas. En el que el espectador, juez del éxito del filme, también debe elegir qué creer. Y en estos coqueteos con sucesos sobrenaturales, creer o no puede ser una pregunta tan superficial como necesaria. Aquí, al menos, hay una historia detrás.
El amor en el vértigo En tres actos, y con un tono crítico y emotivo a la vez, ofrece un retrato familiar marcado por el cambio de época. Es puro vértigo esta historia familiar a la luz del pasado, presente y futuro de la China capitalista. Un relato lineal efectivo. Pero el gran logro del director Jia Zhangke en Lejos de ella fluye a través de las emociones y los vínculos, las consecuencias humanas de esa inercia económica exterior. A finales de 1999, en el alba del siglo XXI, la adorable Tao canta y enamora en los festejos de fin de año. Por ella “mueren” sus dos amigos de siempre, Zang, un flamante integrante de la elite económica y Lianzi, un esforzado trabajador en las minas de carbón. Resultado horrible para una vieja lucha de clases, batalla desigual por la jovencita china. Contra el espectador, contra ella misma quizá, pero muy a favor de la película, Tao se decide por ese engreído joven de la elite, a quien ella misma le sugiere “que el dinero se le subió a la cabeza”. Solución al primer conflicto.Las lecturas políticas, económicas y culturales que afloran en Lejos de ella, narrada en tres capítulos (1999-2014 y 2025), marcan todas los efectos del avance del capitalismo salvaje en el país más populoso del mundo, pero adelante hay una historia de familia bien contada, con emoción, profundidad y personajes humanos. Diálogos chispeantes durante la juventud, preocupados en la adultez y mucho más amargos en el futurista final de la película, ayudan a trazar un compás que también está definido por el formato y el color de las imágenes, que en 1999 arrancan en un 4:3 para estirarse hacia las apaisadas pantallas de la actualidad. A la vez, el color se va apagando, y las calles vaciando de gente. También la música juega un rol fundamental, entre la tradición del cantonés, y la resignificación de Go West, el tema de Pet Shop Boys que atraviesa la vida de Tao. Nada es casual. ¿Y el pasado? Aparece a cuentagotas a través de algunas tradiciones sin referencias ideológicas a los años comunistas, pero con cierta nostalgia jamás declarada. “Zang ha crecido, es todo un capitalista”, es una definición y metáfora de la segunda parte. Luego el olvido intencional. Y la memoria que fluye en una canción o en un viaje, preguntas sobre qué es la libertad, y conclusiones penosas, pero esperanzadoras. “El tiempo no cambia todo”, admiten estos seres arrastrados por la corriente imparable. Hay también un elogio de la lentitud, herramienta de disfrute. Pero prima una sensación, ver pasar los años junto a ellos, con sus puntos de vista, sentir y pensar un mundo global a través de su historia.
Pelea de interiores Una historia pequeña sobre un gran drama que desnuda sus intenciones con honestidad brutal. Los contrastes, las contradicciones poderosísimas que pone en evidencia Mandarinas son obra del cine, pero provienen de la dura realidad, catalizada aquí por la aguda sensibilidad del director georgiano Zaza Urushadze. Inmerso en un conflicto político interminable, eligió una salida, una proclama pacifista profundamente humana para contar su mundo, para desarmar desde las relaciones humanas las motivaciones salvajes de una guerra que lo toca de cerca. Su historia se sitúa en tiempos de la disgregación soviética, en la región caucásica. Los estonios habían vivido allí por más de cien años, pero en 1992 estalló un conflicto armado entre Georgia y Abjasia, y los estonios, acosados por la guerra, debieron volver a su tierra natal. En esos pueblos vacíos, Ivo y Margus decidieron quedarse. Resisitir pacíficamente continuando sus labores de carpintero y granjero. La vida cotidiana en medio de la guerra, en una provincia georgiana que busca la independencia, en la que convivieron estonios, georgianos, chechenos, rusos. Urushadze construye su propio mundo y drama en el interior de una casa, en una vieja plantación de cítricos. Ese contraste, ese dilema moral es el que relata Mandarinas. Película rupturista y valiente desde el comienzo, tiene como protagonista a Ivo. Ayuda a su amigo Margus con la última cosecha de mandarinas antes de partir, cuando dos soldados rivales, el mercenario checheno Ahmed y el georgiano Niko resultan heridos frenta a su casa. Ivo decide cuidarlos, tenerlos juntos en su casa, trazando una frontera a la guerra de afuera. Aunque se quieren matar, confía en los dos. “Aún quedan personas de palabra”, dice. Y en esa casa hay otra oportunidad para abordar el conflicto. Contrastes, entre el afuera y el adentro, entre las bombas y el diálogo, entre la ceguera y la comprensión de una historia simple, vieja e irresuelta. Un puñado de personajes, un paisaje rural, una casa sin tiempo, y silencios con más peso que los diálogos en un filme cuya intencionalidad manifiesta se apoya en una trama discreta, pero de gran honestidad.
El fin de la inocencia Más allá de los aciertos y errores, aborda con decisión y personalidad un tema complejo. Es un juego riesgoso el que propone La niña de tacones amarillos. Por lo que ocurre en la historia que cuenta, pero también por la apuesta de María Luján Loioco en ésta, su opera prima. Metáfora, quizá demasiado explícita, del descubrir del mundo por parte una jovencita de pueblo, la película nos invita a identificarnos con la historia de Isabel (Mercedes Burgos), una quinceañera ávida, curiosa, inquieta, que recorre su propia cotidianeidad con ansiedad imparable. Reflejada en sus deseos más primarios: ciudad, perfumes, zapatos que no puede tener. Pero pronto Isabel descubrirá nuevas herramientas para permitirse soñar. La construcción de un hotel spa en el pueblo incorpora actores inesperados a su mundo, nuevos estímulos devenidos de un choque cultural acotado. Isabel siente el poder de su belleza, es la chica linda del pueblo, objeto de deseo para un grupo de trabajadores que transpiran machismo. Isabel está dispuesta a explorar ese mundo, esa nueva frontera que la muestra poderosa y en riesgo a la vez. Aquí el filme choca con la versión estereotipada de personajes y situaciones previsibles que se repiten, diálogos que no alcanzan la naturalidad que exige la trama. En el trasfondo asoma ese momento bisagra, situación que Isabel enfrenta por inercia, por necesidad, incluso por deseo, y que puede cambiarle la vida, marcarla temprano en ese pueblo chico del que quisiera escapar. Y está el choque cultural, presente incluso en un juego con la música, con las letras de cumbia, otra clase de inseguridad. Machismo, conservadurismo, deseo, ambición, abuso. Son varias las perspectivas para seguir esta historia. Loioco construye para el personaje un andamiaje, un juego de seducción y miedos que justifican la apuesta.
La memoria y la venganza Mirada actual y disruptiva para un thriller con la memoria y el dolor del genocidio como trasfondo. Recuerdos secretos es una película que puede leerse en varios planos. Uno más llano, la narración lineal del filme, con esa historia de dos viejitos organizados para cazar a un nazi. Y uno múltiple y cautivante, que resulta de ese juego que Atom Egoyan, el director, y el mismísimo guión de Benjamin August, le proponen al espectador. Pensar y pensarse desde la memoria de un hecho criminal atroz, perpetrado en la Alemania nazi. “Solamente tú puedes reconocer al hombre que asesinó a nuestras familias”, dice Max (Martin Landau) a Zev (Christopher Plummer). Son los últimos sobrevivientes de Auschwitz y Max dirige a Zev en una misión para matar a un nazi responsable del genocidio que se escondió en Norteamérica. Si ya es inverosímil que dos octogenarios urdan un plan de estas características, resulta más increíble todavía cuando vemos que Zev ha perdido su memoria por completo, y día tras día debe recordar su misión. Pero es parte del juego ese inverosímil, un juego arriesgado que involucra y manipula también al espectador. La de Egoyan entonces, es sin duda una mirada novedosa sobre el tema de la memoria, la venganza, la verdad y la justicia. Por eso su elección de no recurrir a los flashbacks típicos de las películas sobre el Holocausto. Por eso Zev va sembrando pistas sobre el pasado, y por eso Egoyan apuesta a simbolizar varios niveles de traumas para guiar esta historia misteriosa de principio a fin, que se convierte en una pieza novedosa e interpeladora, una continuidad auspiciosa para viejos títulos del director, como El dulce porvenir, o en menor grado Ararat. ¿Se puede juzgar una película por el impacto que produce? ¿ Y por la profundidad de las preguntas que plantea? Esa es otra discusión, que sin embargo atañe a Recuerdos secretos, un thriller bien actuado, actual, sobre un tema pesado, con algunos flancos débiles, pero con el propósito cumplido a la hora de involucrar al espectador. Un búsqueda para acercarse a los propios traumas, a los efectos residuales, pero siempre dolorosos de la historia. Colectiva o personal.
El drama de arrodillarse Varias veces contada, esta relación de pareja enfermiza se vuelve creíble gracias a las actuaciones. Primera escena. La familia esquiando en la nieve. Una caída que no vemos, la de Marie, a quien apodan Tony (Emmanuelle Bercot). Un diagónstico. Rotura de ligamentos. Y Tony que encara una dura rehabilitación en una clínica con vista al mar, pero recluida. Así comienza Mon Roi, de la francesa Maiween Le Besco, película sobre una enfermiza relación de pareja, sobre el apego a un vínculo contra todas las evidencias, sobre la consciente ceguera de un amor. Una historia conocida, mil veces contada. Por eso el desafío es doble. Y descansa exclusiva e intencionalmente en las actuaciones de los protagonistas. Tony y Georgio (Vincent Cassel) llevan diez años juntos, a los tumbos, en un vínculo tempestuoso, que ahora ella puede mirar en retrospectiva. Cuidada por los médicos, junto a sus impolutos compañeros de rehabilitación, comienza la reconstrucción de ese pasado ardiente y doloroso. Una sucesión de flashbacks, una historia de amor sufrida, vista desde otro lugar. ¿Por qué depende de las actuaciones el filme? Porque el argumento es demasiado explícito, tanto que adjudica esa rotura de ligamentos al sufrimiento de Tony, al sometimiento a su pareja. Arrodillarse, doblegarse, someterse, sí, como resultado de un conflicto emocional. La explicación piscológica parece banal para asumir la violencia y el desprecio de Georgio, que es puro narcisismo, pero sobre todo el sometimiento desesperante de Tony. En esa difícil tarea de reconstrucción contamos con Bercot y Cassel (ella obtuvo el premio a mejor actriz en Cannes por este papel). Actuaciones amparadas por una serie de historias colaterales, andamiaje necesario para un conflicto duro, ese amor que Tony se obliga a mantener con Georgio, un tipo despreciable que también puede ser encantador. El trabajo corporal de Bercot, la natural repulsión que provoca Georgio, más una sucesión de hechos trágicamente familiares vistos en perspectiva, consiguen involucrar al espectador, hacerlo caminar por esa cornisa, por ese riesgo que significó entregarse por completo a alguien sabiendo que ahí nomás estaba el precipicio. Narcisismo, brevedad de los buenos momentos, inercia de un vínculo, la inteligencia y la evidencia sometidas a la pasión y a la necesidad, todo está concentrado en esa caída, amarga confirmación del sometimiento y la doblegación.
Hacia el policial bíblico Interesante cambio de perspectiva para un relato épico que se queda a mitad de camino por no asumir los propios riesgos de su cambio de foco. Buscar la verdad nunca es fácil. Y menos en estos tiempos en los que cualquier absolutismo, sea político o religioso, carga con varios siglos de experiencia en contra. Pero ese es sólo uno de los problemas de La resurrección de Cristo, una película bíblica contada desde otra perspectiva. ¿Es la historia de la resurrección o el encuentro con la verdad del bueno de Clavius lo que pretenden contarnos? Referencias bíblicas mediante, que cada espectador lo interprete. Jesús ya está en la cruz, pero Poncio Pilato sigue nervioso, y a toda costa le exige a su tribuno Clavius (Joseph Fiennes) que se asegure de que el hijo de José ha muerto, y que, de alguna manera, le garantice que no va a resucitar. Una misión difícil a la luz de las escrituras. Entonces lo que vemos es la épica historia bíblica de la resurrección contada por Clavius, un poderoso centurión romano, y su edecán Lucius (Tom Felton), que hacen de detectives en Jerusalén, tratando de acallar y desentrañar los rumores que siguen a la crucificixión. Pero al mismo tiempo trantando de encontrarse ellos con la verdad. Pero Clavius sigue órdenes, y revuelve fosas y da vuelta cuerpos putrefactos buscando a Cristo, muerto o resucitado, y en esa misión se cruza con María Magdalena, con Bartolomé y con varios apóstoles. Kevin Reynolds asume un desafío, incorparar una trama de ficción y proyectar la mirada de un romano para contar la resurrección. Pero lucha contra una historia conocida, entonces tiene ya un condicionante, que sólo podría salvarse con unas subtramas poderosas y unos personajes profundos, cuyos conflictos internos superen lo que ya todos sabemos. Y eso no ocurre. No hay riesgo. Quizá por propia decisión del director, que elige la épica, la verdad absoluta por sobre la contradicción humana. Lo cierto es que ni los soldados romanos, ni los seguidores de Jesús responden al estereotipo cinematográfico que de ellos conocemos. Las actuaciones no acompañan. Tampoco los diálogos son todo lo absolutistas que podríamos imaginar sobre aquél cruce de conciencias. Hay espacio para la duda. Pero una duda insulsa. Y aunque allí estén las tribulaciones de Clavius a su personaje le falta compañía y profundidad para hacernos creer en la trama de este policial con resultado cantado.
Seis personajes en San Fermín Ensayo experimental. Dos guionistas y seis directores para varios dramas que confluyen en San Fermín. “Todos buscamos un lugar donde encontrarnos”, dice el lema de Blue Lips. Tal vez haya algo de verdad en ese eslogan cursi, y es bien cierto que la película hace honor a esa búsqueda. El filme, historias cruzadas que nacen en Buenos Aires, Pamplona, Matera, Oahu, Los Angeles y Río de Janeiro y desembocan todas en San Fermín, va de menor a mayor. Trastabilla al comienzo con abordajes fragmentarios, escenas vacías de personalidad y actuaciones desdibujadas. Se parece mucho a un trabajo por encargo, a promo de los sanfermines redentores de almas perdidas. Si no huimos de la sala en los primeros 30 minutos, Blue Lips tiene algo para contar. Incluso más allá de sus seis historias insulsas. Una ensalada en la que se mezclan Oliver (Avi Rothman), periodista estadounidense a punto de casarse; Malena (Malena Sánchez), argentina enferma que busca amor con desesperación; Guido (Dudu Azevedo), futbolista brasileño que no puede afrontar su retiro; Vittorio (Simone Càstano), fotógrafo italiano incapaz de superar una tragedia familiar; Sagrario (Mariana Cordero), atrapada por su pasado en la mismísima Pamplona; y Kalani (Keona Cross), hawaiana que huye de su isla buscando nuevas experiencias. Todos confluyen en San Fermín, no preguntemos cómo. Pero una vez que estamos en esa celebración bien mostrada vemos que ese lugar podría no existir. Que es una metáfora. Que los protagonistas podrían enfrentar sus problemas en un no lugar, incluso. Necesitan un sacudón, un tiempo para la libertad, la reflexión, la redención, la honestidad. Entonces cabe un elogio para los seis directores que logran ensamblar estas historias, que ganan calidez y cercanía mientras avanza la película. Amor y desamor, éxito y fracaso, soledad en medio del ruido y la histeria. Sensaciones contradictorias para un filme que en los papeles y en parte de su desarrollo hace agua por varios flancos. Y que se va ablandando junto a las actuaciones y los diálogos hasta alcanzar un clima agradable, hasta encontrar su tempo y melodía interior.
Otra clase de pobreza Pese a las buenas intenciones, a la película le cuesta zafar de los estereotipos que intenta mostrar. Fragmentaria, como el drama social que denuncia, Internet Junkie sublima varias de las preocupaciones sobre el proceso de socialización que se da en y por la red. Ese recorte, tan subjetivo como las experiencias que elige mostrar Alexander Katzowicz, asume por momentos un tono de denuncia al servicio de una ficción con altibajos, con historias conectadas, atadas con alambre, en busca de un fin que excede a la película. En Buenos Aries un coronel vela sus armas para seducir mujeres por Internet. A la vez, cultiva un vínculo por chat con un joven de Tel Aviv mantenido por sus padres, a quienes desprecia desde la “sabiduría del Tai Chi” que mama en YouTube. En México una madre y dos hijos viven una aislada adicción a la red, que los relaciona por un lado con una de las historias del coronel, y por otro con una chica argentina que se gana la vida desnudándose frente a su webcam. Auriculares, pantallas, teclados y camaritas dominan este entrecruzamiento, el mundo representado en la película (viejo, por cierto). La peor cara de un tiempo con sujetos despersonalizados, privados de su propia experiencia, aunque escuchen música clásica y se regalen libros de Van Gogh. Y esa despersonalización es también el problema de esta película, que convierte a sus personajes en perfiles, en casos de estudio exentos de profundidad. Katzowicz hace un recorte sobre el sexo, el amor, la enajenación y la superficialidad de las relaciones humanas sin grandes hallazgos. Funciona más la advertencia que la narración, apocalíptica por cierto, sobre una crisis de la experiencia, de la palabra, de los vínculos que se reconoce con facilidad. Pero adjudicarle todo a Internet es la salida fácil. Claro que su película es interpeladora, porque esos rasgos acechan, preocupan. Un cambio cultural sin sociedad, sólo individuos para quienes nada es suficientemente importante. Y una confusión enorme sobre lo real y lo virtual que lejos está de saldarse.