Lo que nos queda Cuenta la historia de una pareja y asume ambos puntos de vista desde una cena vital. Tema eterno el de la pareja en crisis. Y a la vez inagotable. Espejo generacional también, Nessuno si salva da solo (Nadie se salva solo), la última película del italiano Sergio Castellitto abreva de esa fuente, y juega con un formato típico, varias veces visitado, que le permite manejar la intensidad y las emociones que necesita su historia, o toda historia de amor. Su trama es el vínculo entre Delia (Jasmine Trinca) y Gaetano (Riccardo Scamarcio), que ya separados se juntan a cenar para definir las vacaciones con sus dos hijos. En una atmósfera de ruptura, asoma su carácter opuesto. Entre pases de factura y viejas broncas, comienzan a contarnos los altibajos de su amor en crisis. El recurso de la película tampoco es nuevo. Volvemos a esa cena, a ese diálogo, tras cuidados flashbacks, significativos retratos del deseo, los proyectos, los hijos, la rutina, el desamor. Etapas de un rumbo en declive. Y lo que logra Castellitto es que volvamos a esa mesa buscando una respuesta, una nueva subtrama para seguir con el repaso, con esa noche que puede ser una nueva oportunidad. ¿Quién quiere una nueva oportunidad? Castellitto no inventa nada, pero hace crecer su drama de manera natural. Y ya lo dice el título de su película, que también es el de la novela de su esposa en la vida real, Margaret Mazzanttini: nadie se salva solo. Los debates que propone son universales, y a la vez pertenecen sólo a Delia y a Gaetano. La juventud y la madurez, si es que ese salto existe en el mundo actual, el deseo rayano en la locura, la felicidad real, no la declamada, sabiendo, como dice uno de los protagonistas, “que somos la generación de la remake, que no inventamos nada”. Diálogos trabajados pero naturales, una inercia que cualquiera puede reconocer, estados de ánimo devenidos de la pareja, o de los miedos por los hijos son parte de esta larga discusión, puesta en la mitad de dos vidas, o de cuatro si sumamos a los hijos. ¿Qué es lo contrario de salvarse? ¿Fracasar? Nadie se salva solo, ¿no? La duda existencial atraviesa la película, pero bien a la italiana. Con el deseo y las emociones exteriorizadas en cada acción. Y con el espejo del futuro en la mesa de al lado. Una historia de amor en muchas, y otras tantas preguntas. ¿Cuánto hay que soportar o resistir por amor, o por lo que queda de un amor?
Una familia muy normal Sin el efecto sorpresa de la primera entrega, se las ingenia para sostener el interés por la familia. Casi de manera natural, como si se tratara sólo del paso del tiempo, Mi gran boda griega 2 va al reencuentro de la familia Portokalos, un clan muy particular que basó su éxito en la capacidad de sorpresa y la frescura del filme que le dio origen a principios de la década pasada. Tratándose de una segunda parte, resulta imposible que tal impacto se repita, el desafío pasa entonces por volver atractivo el devenir de personajes que pertenecen al mundo del cine. Y el principal pecado es la exageración, característica de muchas de estas segundas partes que buscan atrapar al espectador por algún lado. Aquí, Ian y Toula, la pareja protagonista del primer filme, ceden espacio a la historia de los padres de Toula, pero principalmente a Paris, la hija que intenta abrirse camino en un mundo cada vez más diverso, presa de un juego de identidades culturales. Como se mantiene gran parte del elenco de la versión original, lo que vemos se parece mucho a una serie. La novedad es el cruce generacional que propone la película, una nueva ensalada griega. Por supuesto que Ian y Toula siguen juntos, tratando de reencauzar su amor adormecido bajo la burocracia cotidiana. Ella jamás pudo despegarse de su familia. Sigue encerrada en el restaurante de sus padres, con su matrimonio vuelto un hecho rutinario. Paris, a punto de entrar en la universidad, lucha a diario contra un embarazoso acoso familiar. Hay tironeos, cansancio, vínculos horadados y chistes repetidos hasta el cansancio. Hasta que un hecho casual despierta la helenidad contenida. Los padres de Toula descubren que su certificado de matrimonio no tiene validez y no les queda otra que volver a casarse. Nueva boda y viejos problemas. Dijimos que hay un exceso de gags, que a pesar de los años, muchos de los chistes parecen reiterativos, y que ese es el costo de volver a poner en circulación, en pantalla, a unos personajes que funcionaron bien, pero que necesitan más riesgo. Lo mucho de Alejandro Magno, Sócrates y fonética griega, la nada de la actualidad acuciante de ese país, sumido en una crisis que el filme esquiva por completo es casi una metáfora de lo que ocurre en la película, que vive demasiado de su propio pasado. Aún así, en la lectura general, la película logra ese equilibrio medido entre una risa por evocación y una sensibilidad acotada que le permite mantener el clima y la calidez de aquélla experiencia inicial. Amparada principalmente en los protagonistas, que asumen la continuidad de sus roles. Otra vez se luce Nia Vardalos, muy bien secundada, que además es la autora del guión. Y ayuda la incorporación de Paris, aunque sea una salida de manual, que propone un cruce generacional, una mirada distinta de las tradiciones, de la familia. Siempre desde el amor a la griega.
Gente de barrio, a vuelo de pájaro Su retrato honesto y querible se vuelve cansino y reiterativo más allá de los límites. Angelita, la doctora marca el debut como directora de cine de la reconocida actriz, autora y directora teatral Helena Tritek. Es una historia de observación la suya, ambientada en Berazategui, con personajes que entran y salen en una trama indefinida pero transparente, con cierto aire costumbrista. Un filme que se permite libertades, como el “tratado sobre pájaros” con el que Norma Aleandro atraviesa toda la película, y que le apunta directamente a un público maduro, en algunos momentos apelando visiblemente a la identificación. Arriesga un punto de vista Tritek, y no está mal. Todo en la película gira alrededor de Angelita (Ana María Picchio), una enfermera madura cuya vida se divide entre el trabajo y las preocupaciones por Iván, su indolente hijo veinteañero (Chino Darín). Hace guardias en un hospital público del barrio, y durante el día visita pacientes mayores a domicilio, con quienes entabla relaciones amistosas, protectoras, de vecina. “Tengo muchos viejitos”, dirá esta mujer solitaria. La película logra un clima, pero su rumbo es precisamente la falta de rumbo, el deambular por estas historias de la tercera edad puestas en contraste con las del hijo de Angelita (se destaca el personaje de Hugo Arana). Puntos de encuentro y desencuentro se suceden en este filme que además recurre a esa suerte de tratado de los pájaros puesto en boca de Norma Aleandro, que habla del cortejo de las golondrinas, y que es sólo una de las patas animales mascota que se permite Tritek para enfrentar la soledad (pájaros, peces y perros cumplen funciones similares). ¿Vejez nostálgica en el conurbano, llamado a las nuevas generaciones para que vivan? La voz de Tritek surge de la soledad, del desgaste de los vínculos, que horadan su propia película, incluso en una Navidad que apenas deja rastros.
¿Ves lo que yo veo? En su afán por lo experimental, renuncia a un hilo narrativo que atrape al espectador. Henry mueve la cabeza y la cámara se mueve con él, incrustada en sus ojos. Ese es el primer experimento de Hardcore: misión extrema, la violenta opera prima del ruso Ilya Naishuller. El mismo director caracteriza su trabajo como un filme rodado “íntegramente en primera persona”. Es decir que todos vemos lo que Henry ve, pero jamás lo vemos a él. Henry mismo es un experimento, suerte de cyborg recién resucitado, con su memoria anulada es incapaz de articular palabra: su batalla comienza justo cuando están por instalarle la voz. Así transcurrirá ese día frenético para Henry en Moscú, tratando de salvar a la mujer que se identificó como su esposa, y que es perseguida, como él, por Akan, un rubio tirano con poderes telequinéticos que quiere conformar un ejército de cyborgs para dominar el mundo. Vemos todo desde la perspectiva de Henry, en un filme que apuesta a la forma, a los efectos y la violencia, por sobre cualquier intento narrativo. La forma es la narración en esta película donde cuesta distinguir amigos de enemigos. Podríamos exagerar que se trata de La naranja mecánica del siglo XXI, pero no están ni Anthony Burgess ni Stanley Kubrick, claro. Está Henry, y su historia fragmentaria, su estética de videojuego y su capacidad para matar en una película que apenas construye vínculos, del ambiente siempre difuso, atado a la necesidad de la violencia, un videojuego con el que no podemos interactuar. ¿Este es el mundo en 3D al que tanto le teme el cine? ¿Qué haremos con tanta perspectiva y cámaras testigo? Hardcore no da respiro. Y es cierto que experimenta, y que a partir de estos experimentos se abre un panorama amplio para la narración, pero falla justamente allí, en esa vieja fórmula del cine, la de contarnos una historia al menos para entretener.
Cae en su trampa Con altos y bajos, descansa demasiado en diálogos y enredos que le restan claridad. Quizá sea porque esperamos más y más de Alejandro Agresti que la manera de mirar su obra es siempre exigente. Excesivamente exigente. El responsable no es otro que él mismo, artesano de obras exitosas en filmes diversos, como Valentín o El acto en cuestión, contador de historias personalísimas más allá del género. Es por eso que Mecánica popular, su último trabajo, tiene de antemano la vara bien alta. Y Agresti asume ese riesgo sin titubeos, para desanudar una trama encerrada, muy hablada, que por momentos se vuelve tan claustrofóbica como algunos de sus personajes. Ya volveremos sobre el punto, pero en principio notamos que el filme cae en su propia trampa, una trampa retórica que se contrapone con una idea central de la película. Si lo popular seduce, derrota, a un forzado mundo intelectualizado, a los protagonistas de ese mundo que sucumben frente a la evidencia de una vida menos enroscada, el filme es pura evidencia de esa falta de practicidad. Agresti cuenta una historia sencilla, que se dispara en devaneos varios. Transcurre en una noche, en una editorial, y está, como dijimos, muy atada a los diálogos. Mario Zavadikner (Awada) es un editor de libros desencantado. Va a suicidarse. Está lo suficientemente borracho y decidido para hacerlo. Pero entra en escena Silvia Beltrán (Glezer), una joven escritora que lo amenaza con matarse si él no lee su novela. Todo ocurre en tiempo real, con algunos flashbacks que amplían el contexto, ambientado en los años setenta. Y se superponen varios temas a ese central de la relación que comienzan el editor y la escritora. El mundillo interno de una editorial, los mandatos del mercado, los criterios y los prejuicios, las respuestas de manual y, por supuesto, lo popular siempre subestimado. Punto que es encarnado por el sereno de la editorial (Contreras), que sube y baja a las oficinas con los puños cargados de verdades, y esa famosa revista Mecánica popular, que es pura seducción y comprensión para estos intelectuales caídos en desgracia. Agresti, que armó un buen elenco a la altura de su pretensiones (Diego Peretti y Romina Ricci se suman a los nombrados), es un enemigo declarado del minimalismo. Fiel a su instinto, otra vez redobla la apuesta, y sabemos, ese no siempre es un punto a favor.
Para creer que la vida es bella Por la fidelidad de la historia y la profundidad de los personajes se convierte en un drama poderoso. Contra los prejuicios propios, contra la posibilidad de creer o no, Milagros del cielo es una película firme, que sale indemne de cualquier dictamen malicioso precisamente porque no esconde nada. Cuenta, retrata, ambienta y refleja la historia de una familia texana muy creyente, los Beam, atenida a un caso real que es libro y película, el de Anna, una niña con una enfermedad mortal cuyo destino cambia cuando sufre un accidente. (El título del filme ya adelanta el desenlace, y puede permitírselo porque la vida interior de la película es superadora del desenlace). Sin duda, a Patricia Riggen, la directora, que insiste con esto de adaptar “historias verdaderas”, le sientan mejor los climas familiares sobre aquellas tramas que merecen ciertas lecturas políticas o sociales, como Los 33, su película sobre los mineros chilenos. Aquí, más allá de las diferencias sociales, de los temas religiosos que circundan a Milagros..., domina un drama familiar profundo. Y se apoya en grandes actuaciones como la de Jennifer Garner, en el papel de Christy Beam, una madre devota cuyo mundo tambalea cuando su hija Anna (la sorprendente Kylie Rogers) se enferma. Libra múltiples batalla Christy, por la salud de su hija y las debilidades del sistema de salud, por sus creencias, por su vínculos con la comunidad. Y anima una trama desgarradora que trata de evitar los golpes bajos, y que va construyendo personajes adorables, como el médico que termina tratando a Anne, una perspectiva proclive a la empatía. Es cierto, tal vez resulte redundante el paseo por los hallazgos de buena gente al que recurre la película, pero termina siendo un buen ejercicio. De autoayuda casi. También es un clásico del cine y de las religiones recurrir a la sabiduría científica para darle vueltas a un misterio. “Sólo hay dos formas de vivir tu vida. Una es como si nada fuera un milagro. La otra es como si todo fuera un milagro”, dicen citando a Albert Einstein. Por más bien contada que esté, una historia con mensaje o moraleja suele ser un fracaso cantado, pero aquí, “milagrosamente”, funciona.
Con ritmo interior Música, ritmo y movimiento en una historia íntima que enseña y aprende mientras avanza. En su documental simple, sutil y emotivo, Iván Gergolet nos permite ser aprendices, testigos del maravilloso mundo de María Fux durante 76 minutos. Danzar con María se titula la obra, y cuenta, mostrando la particular historia de esta bailarina, coreógrafa y danzaterapeuta argentina de 94 años, hija de rusos judíos expulsados de los pogroms de Odessa, que siempre supo cuál era su camino. Gergolet logra, ayudado por la personalidad y la sabiduría de su personaje, algo que la misma María les propone a sus alumnos: dejar crecer el ritmo interior. Las clases en su estudio de la Avenida Callao, los testimonios de su alumnas, su historia personal, construyen un entramado en el que la música y el movimiento, generan escenas de una sensibilidad profunda, dejando adivinar historias varias dentro de la gran historia. Sí, el documental también es una buena terapia. Para todos. Bailarines sordos, con síndrome de Down, con problemas de movilidad, diversos, liberados en el mundo de María, en su filosofía, la del ritmo, el movimiento, tocados todos por el amor, por la melodía que conmueve sus cuerpos. El espectador encuentra aquí nuevos sentidos. Es el mérito de la película, que deja fluir en imágenes, movimiento y sonido el mundo que nos descubre María.
Reinterpretando un clásico Película para adolescentes, es secuela y precuela esta historia épica que suma personajes a “Blancanieves y el cazador” en una fórmula demasiado visible. El cazador y la reina del hielo es una versión extrema de la mutación narrativa de los cuentos infantiles. Amparado en una marca, Blancanieves, en símbolos universales como el poderoso espejo y personajes como la reina malvada, aquella vieja historia de la tradición oral que hicieron famosa los hermanos Grimm, se convierte bajo la dirección de Cedric Nicolas Troyan en una trama nueva, un filme de acción con grandes batallas y efectos especiales para un público global. Es secuela y es precuela esta historia que excede en el tiempo y suma personajes a su antecesora Blancanieves y el cazador. Forma parte de la catarata de adaptaciones y reinterpretaciones de clásicos infantiles reinventados para adolescentes que parece recién comenzar, y que tiene casi siempre detrás al productor Joe Roth (Maléfica, Alicia... de Burton). Aquí, la malvada Reina Ravenna vuelve a ser Charlize Theron, aunque todavía no sabe que será derrotada por Blancanieves. Y aparece en escena su hermana Freya (Emily Blunt), que sufre la peor tragedia, pero descubre sus poderes, la posiblidad de dominar el hielo, y el mundo. Y entonces huye del reino. Por décadas se recluye en un remoto palacio invernal en el que convierte niños en guerreros cazadores. Allí está prohibido el amor, pero sus soldados más valientes, Eric (Chris Hemsworth) y Sara (Jessica Chastain) desafían la norma. Y animan una historia nueva, enlazada con la película anterior y con la parafernalia de símbolos que confluye exagerada aquí: enanos, reinas y guerreros, la lucha por el espejo mágico, la (im)posibilidad de renunciar al amor, la maldad de dos hermanas poderosas, la belleza como sinónimo de poder. Fórmulas demasiado visibles para esta historia épica que apenas funciona por el cuento en el que se inspira, la acción y protagonistas que piden a gritos personalidad.
Camino a la gloria Talento, dedicación y magia de una gran deportista argentina, desde una perspectiva única y emotiva La sensible transmisión de épica, emoción y frescura que logra Lucha, jugando con lo imposible, emana naturalmente de su protagonista. Para propios y extraños al contexto del hockey, el documental de Ana Quiroga abre un mundo apasionante. Cuenta, centrándose única y felizmente en la faceta deportiva, una historia de amor y de entrega, la de Luciana Aymar, dicen, la mejor jugadora de la historia. De factura tradicional, el documental tiene como primer acierto la decisión de salir a filmar el que sería el último Mundial de Aymar, en La Haya, 2014. Y desde esa perspectiva, desde el anunciado final de una historia grande (un punto de partida común a varios documentales del género), vemos cómo se fue construyendo la carrera deportiva de una mujer que fue cuatro veces medallista olímpica, doble campeona mundial, a quien eligieron nada menos que ocho veces como la mejor jugadora del mundo, y lo vemos todo desde la emoción de la despedida. Más allá del paso por sus clubes de la infancia, el Fisherton y el Jockey de Rosario, hay muy poca vida íntima, familiar, y es otro acierto, que todo se reduzca al hockey, que es su vida, sutilmente homenajeado como deporte de equipo a través de esta historia personal y coral a la vez, con sus compañeras de siempre contribuyendo al retrato. Si las imágenes nos sumergen desde el comienzo entre jugadas mágicas que deslumbran a cualquier ignoto, en una sumatoria de proezas increíbles que incluyen su impronta pegada al nacimiento de Las Leonas, una selección que convirtió al hockey en un deporte popular (o casi) en nuestro país, esa decisión de empezar por el final tiene en el azar un aliciente más. Luciana se lesiona en su último Mundial, y el conflicto emocional que le plantea ese hecho se convierte en un drama psicológico propio de un ficción, pero absolutamente real para la película. Vimos su sacrificio, gozamos con su talento y con todos los logros del equipo, pero ahora una imagen fría como la de una conferencia de prensa puede desatar una crisis. La enorme batalla de una jugadora que dejó todo por el deporte que ama durante más de 20 años, brota espasmódica, con un sentimiento de pérdida desgarrador. De allí también surgen las preguntas, comunes a todos aquéllos que entregan todo y que un buen día deben volver a luchar, volver a empezar.
Apocalipsis en el sótano El clima agobiante y asfixiante que logra un director debutante se combina con el thriller psicológico. Thriller psicológico, drama pos apocalíptico, juego de desconfianzas con personajes al límite. Avenida Cloverfield 10, opera prima de Dan Trachtenberg, es todo eso. Y lo es de un modo inusual. Su suspenso, enigma y dudas se apoyan en actuaciones que tocan el límite de lo interpretativo, en escenas de un misterio claustrofóbico que convierten a ese búnker en un espacio de videogame en el que buscamos salidas. Desnudemos la trama, para saber de qué hablamos. Cuando Michelle (Mary Elizabeth Winstead) despierta tras sufrir un accidente con su auto teme haber sido secuestrada. Lo evidencia su grillete, su teléfono sin señal, y sus heridas curadas de manera casera. Entonces aparece en escena Howard (John Goodman), su captor, que construyó es refugio subterráneo para sobrevivir al apocalipsis. Dice ser un ex marine que llevaba años preparando su búnker para un momento como este, en el que un terrible ataque de “rusos o alienígenas” con armas químicas acabara con toda posibilidad de vida. Michelle sólo quiere escapar. Pero la trama va dando giros, y un tercer protagonista entra en escena, el bueno de Emmet (John Gallagher Jr.), crédulo de la historia de Howard. A partir de allí vemos a tres personas encerradas en un sótano, actores de un juego que jaquea la noción de verdad, de confianza y del propio razonamiento. Pistas reales y actitudinales hacen que la intriga crezca en ese encierro con reglas propias. La conexión evidente y buscada que esta historia tiene con la exitosa Cloverfield (2008) es también un juego (J.J. Abrams produjo ambas). Este es un personalísimo ensayo de la asfixia, con logrados planos de interiores, luces mortecinas y parpadeantes, pero sobre todo ingenio, para hacer del thriller un juego que lleva al espectador a cuestionarse su lugar tanto como el de los protagonistas. Quizá lo más débil esté en ciertos diálogos exageradamente epifánicos, que apelan a ese momento de revelaciones inconsistentes. Pero prima la sorpresa, la intriga y el goce que provocan Goodman y Winstead poseídos por su papel.