Una posible primera casa y la implosión de una pareja Un departamento, un barrio, el país, de lo particular a lo macro para contar el deseo, la incertidumbre y la violencia, el cansancio y la asfixia de una pareja joven que quiere comprar su primera casa. Un departamento, un barrio, el país, de lo particular a lo macro para contar el deseo, la incertidumbre y la violencia, el cansancio y la asfixia de una pareja joven que quiere comprar su primera casa. Pero la compra se posterga por 24 horas y los reproches que empiezan a cruzarse, las diferencias de clase entre ambos que estaban y queman, el contexto laboral, el sexo como arma, una pistola escondida, secretos, mentiras, calor y contradiciones que lastiman. Después de haber codirigido El Amor (primera parte), Juan Schnitman debuta en solitario con un film austero, que con sólo dos personajes, Lucía (formidable Pilar Gamboa) y Marcelo (Juan Barberini) traza un itinerario posible sobre el presente para observar la implosión de los protagonistas. Ahí están los Dardenne para contextualizar a una sociedad crispada, el afuera como amenaza y un adentro que no es un refugio y sí, Cassavettes como herramienta para contar el amor que se desintegra en pantalla. O no, porque Schnitman no juzga a sus criaturas, entonces tal vez se esté ante un mojón de la pareja que va a salir fortalecida pese a las heridas. Tensa, con muchos recursos narrativos y una cuidada puesta, El incendio es una gran carta de presentación del cineasta.
Un relato diluído en lineas narrativas En su primera experiencia como director, Russell Crowe arranca en tono de tragedia para luego embarcarse en una historia de aventuras y continuar con el género bélico. El film comienza en las trincheras otomanas, con los preparativos de la embestida final que en 1915 expulsaría definitivamente a británicos, franceses, neozelandeses y australianos de suelo turco y que se conoció como la batalla de Çanakkale Sava?lari. A partir de allí, la historia cambia de perspectiva y la sangrienta campaña pasa a ser Gallipoli, tal como se la conoció en Occidente y que para los australianos se convirtió en un hecho que marcó para siempre su historia por la magnitud de las pérdidas humanas. El relato luego se traslada al interior australiano cuatro años después del final de la guerra, a la granja de Connor (Crowe), que le promete a su esposa que traerá de vuelta los cuerpos de sus tres hijos, muertos en combate. Lo que sigue es el viaje de Connor a tierras extrañas, primero a Estambul, en donde conocerá a Ayshe (Kurylenko), a cargo del pequeño hotel donde se aloja y a su pequeño hijo Orhan (Georgiades), que espera que su padre vuelva de la guerra. Luego serán las dificultades para llegar a Gallipoli, donde ingleses y turcos trabajan en conjunto para enterrar los restos de los soldados muertos en batalla. Y desde allí, la esperanza de que uno de los hijos todavía esté con vida. Si Gallipoli se convirtió en un tema central en la historia de Australia, fue por Peter Weir que en 1981 con su film homónimo le dio la trascendencia que había tenido esa batalla olvidada. Y en su primera experiencia como director, Russell Crowe retoma el tema con un film que es casi como el manual de la ópera prima fallida, un relato en donde la indecisión a la hora de elegir una línea narrativa clara se combina con la estetización de la puesta, no sólo en en los grandiosos paisajes sino también en la reconstrucción del sangriento campo de batalla donde miles de hombres perdieron la vida. Así, mientras la historia avanza, el novel realizador empieza con la tragedia, después se embarca en una historia de aventuras, continúa con el género bélico a través de numerosos flashback que reconstruyen el paradero de los tres muchachos desaparecidos -el recurso también se aplica para mostrar la vida de los hermanos en la granja-, coquetea con los distintos puntos de vista en cuanto al conflicto, picotea en la cuestión del desguace del imperio otomano frente al poderío inglés, mientras crece la historia de amor con Ayshe (Kurylenko en versión exótica) y de paso se entretiene con las diferencias culturales entre oriente y occidente. Esta multiplicidad de intereses da como resultado una película mastodóntica, que en algunos momentos resulta entretenida pero que en su ambición de abarcarlo todo, termina por ser un muestrario de buenas intenciones.
Chicas comunes en versión verde oliva Bienvenida sorpresa proveniente del cine israelí, la opera prima de Talya Lavie elige un tono de comedia negra con dos amigas (Zohar y Daffi) que viven sus días laborales en la oficina de Recursos Humanos del ejército israelí ubicada en medio del desierto. La película se estructura en tres partes con indicadores temáticos (situaciones, hechos), pero con los mismos sujetos actuantes (personajes). La directora, por suerte, no se deja llevar por la caracterización de estereotipos de orden castrense, sino que su pareja central, más otras mujeres que trabajan en el lugar, padecen, lloran, sufren, se aburren y en pocos momentos se las ve felices frente a un cuadro de situación donde gobierna el machismo y el orden. En ese sentido, valiéndose de los ejes de una comedia clásica con dos amigas que se pelean y reconcilian en más de una oportunidad, el argumento de Motivación cero deja intuir una visión crítica de un sistema acomodado a un universo masculino donde las mujeres sólo sirven para limpiar los tachos de basura, sacar fotocopias, servir café y batir el récord en un juego de computadora sobre "campos minados". Mientras Daffi espera que la envíen a Tel Aviv y Zohar no encuentra nada interesante en el destacamento militar y así perder su virginidad, un par de personajes secundarios bordean el delirio, bien lejos del realismo que requerían ciertas escenas. Por ejemplo, la rubia Irena, quien sigue los pasos de Zohar como si estuviera poseída por el demonio, o la aplicada jefa, la robusta Rama, primero a puro reto y luego compasiva hacia su grupo de reclutas de escritorio. Allí, justamente, Motivación cero se robustece como una comedia poco común.
La barbarie de la civilización En 1896 Damiana era Kryygi, el nombre que habían elegido sus padres, habitantes de la selva paraguaya de la etnia Aché. La niña había vivido en esa comunidad apenas tres años hasta que unos colonos masacraron a todos los que conocía y se la llevaron, la bautizaron como Damiana y la prepararon para que preste servicio como sirvienta, aunque las pésimas condiciones a las que se la sometió hicieron que terminara internada en un psiquiátrico, en donde la llegaron a fotografiar desnuda para documentar un estudio racial, dos meses antes de que muriera por tuberculosis. Su cuerpo fue mutilado en pos de esos bárbaros intereses científicos y mientras que la cabeza fue enviada a un hospital universitario en Berlín, el resto quedó olvidado en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. El documentalista Alejandro Fernández Mouján (Los resistentes, Pulqui, un instante en la patria de la felicidad, Espejo para cuando me pruebe el smoking) realiza una exhaustiva investigación que como todo buen thriller, va revelando el crimen que lo ocupa, en este caso un hecho que sucedió hace más de un siglo pero que en el relato no pierde la magnitud del horror a la que fue sometida una niña y su pueblo por el hombre blanco. Con la voz del propio Mouján que va hilando la búsqueda pero que también transmite un genuino horror por lo sucedido, la película tiene como centro la foto de la cautiva, la inenarrable tristeza de su mirada y desde allí, con el testimonio de miembros de los Aché, de los antropólogos, o en el acto de devolución del cráneo de la chica, hasta el entierro en el lugar que fue su tierra –ahora cercada por los cultivos de soja y mostrando las pésimas condiciones en que vive su pueblo en el presente–-, la investigación intenta y consigue devolverle una porción de dignidad a Damiana, que nunca dejó de llamarse Kryygi.
Miseria de exportación En general, más temprano que tarde, surgen películas que superan a sus antecesoras al referir determinados temas de manera obscena, con destino for export e intenciones de agencia turística. Ciudad de Dios (2002) de Fernando Meirelles y Slumdong Millionaire (2008) de Danny Boyle, aclamadas y premiadas en festivales y hasta con un Oscar en el último caso, vendieron pobreza al por mayor convirtiéndose en dos acabados ejemplos de la pornomiseria en el cine. Pero el inglés Stephen Daldry (Billy Elliot, Las horas, El lector) con su cine circunspecto anclado en una estética "qualité", decidió viajar a Brasil para construir una historia que transcurre en favelas surcadas por ríos de violencia, policías herederos de Tropa de élite e iluminación y música acorde al videoclip "They Don 't Care About Us" con el recordado Michael Jackson bailando en medio de las favelas a todo color. Los protagonistas principales no son los malditos policías sino tres chicos (Rafael, Gardo, Rato) que al revolver desechos encuentran una cartera con dinero de un funcionario y una clave con destino bíblico que no dejará dormir a los políticos de turno. Alrededor de los tres amigos –más adelante se sumará una niña– se acomodan los bienpensantes y altruistas Julliard (Martin Sheen), un cura misionero en exceso caritativo, y la asistente Olivia (Rooney Mara), ambos abocados a disminuir el índice de pobreza mediante la palabra de Dios y algún sermón a destiempo que los involucrará en las idas y vueltas de los pequeños amigos. En fin, miseria de exportación, la palabra santa para neutralizar las carencias, una cámara ágil y gratuita, un montaje a puro corte que recuerda a Ciudad de Dios y una mirada sobre la pobreza que causa indignación y rechazo más que vergüenza ajena. Los últimos minutos de Trash (sí, pura basura) duplican las intenciones del inicio: la plata vuela por los aires, el bien triunfa sobre el mal, la política es una elección errónea y el cura y su asistente sonríen, tal vez, hasta el próximo caso de pornomiseria en imágenes.
Oscuras líneas paralela Son fantasmas o en todo caso, la historia de Juan (Carlos Belloso) y Juana (María Onetto) tiene cierta textura fantasmal, desde el momento en que se ingresa a ese micromundo de lo que fue un matrimonio, una relación de muchos años que llegó a su fin. Sin embargo, desde ese comienzo a mitad de la vida de los protagonistas, el relato se divide casi en partes iguales para seguir las rutinas de cada uno en solitario. Pero tampoco, porque tienen una vida juntos, entonces en ese nuevo comienzo que incluye mudanzas, otras voces y otros ámbitos, se siguen viendo, cruzando sus destinos porque aun sienten cariño el uno por el otro, son civilizados, de un buen pasar económico (ella conductora televisiva, él escritor), quieren lo mejor para el otro. Y siguen unidos por dos décadas de convivencia y Juana que retoma una activa vida social que incluye a un ex compañero de teatro y Juan que no, que no sale (salvo para ir al gimnasio en donde mira alternativamente a una atractiva mujer de su edad y a un joven musculoso en pleno ejercicio), que se aísla en su casa frente a la computadora entre las páginas pornográficas, el chat de citas y que siente celos mientras avanza su novela que tiene como centro su separación, su propia soledad y la mirada sobre su ex mujer se confunde la realidad con el texto que avanza, mientras la pulsión por una aventura sexual con alguien desconocido se hace urgente. La vida después es una película rara en el panorama del cine actual, en principio porque la puesta tiene una elegancia precisa –en parte por la fotografía de Jorge Dumitre– que complejiza el relato para reordenar los perfiles del principio que se desdibujan para sentar nuevos parámetros en una ambigüedad oscilante sobre Juan y Juana, en segundo lugar porque la percepción que tiene cada uno de los personajes sobre el otro da paso a una reconstrucción posible –tanto de parte de los protagonistas pero también como una tarea para los espectadores– en donde lo real va dando paso a un juego de otras realidades y por último, un especial y se podría arriesgar hasta obsesivo trabajo con la dirección de actores, en donde tanto Onetto como Belloso construyen un vínculo verosímil para ofrecer un contrapunto extraordinario.
La educación sentimental Daniel y Coco, padre e hijo, transcurren sus días en Choele Choel entre charlas, consejos y miradas. Mientras el chico espera que su madre lo busque, una joven ingresa a sus vidas. Coco (Lautaro Murray) disfruta del verano en contacto con la naturaleza, juega con un amigo en el río, hace los mandados, fuma sus primeros cigarrillos con gesto experto, es un chico como muchos otros en tránsito hacia la adolescencia. Pero mientras pasa los días en compañía de su papá Daniel (Leonardo Sbaraglia), con el que tiene charlas de padre e hijo y a veces de hombre a hombre –por ahí hay una chica que quiere ser la novia de Coco y el despertar sexual es tema de conversación–, el presente de Coco es inestable porque está esperando que su madre lo venga a buscar a Choele Choel para ir a vivir con ella a otra ciudad. Y para agregar una cuota de inquietud, Daniel ingresa a sus vidas a Kimey (Guadalupe Docampo), una chica joven a la que después de algún reparo acepta y con la que poco a poco y de manera confusa, empieza a fantasear con una posible relación. Este inesperado triángulo amoroso es el centro de Choele, primer largo de Juan Sasiaín solo, que había dirigido La tigra, Chaco junto a Federico Godfrid y donde la historia también se desarrollaba en un pueblo, con jóvenes contrariados por amores no consumados. La sensibilidad de la puesta se apoya en la mirada del chico sobre su entorno y los aprendizajes que va recorriendo en compañía de su padre –el modelo a seguir, en la vida y sobre todo en los recursos del amor–, los consejos cómplices del carnicero y el deseo, que lo impulsa a tomar decisiones deliciosamente torpes, inocentes y por eso mismo, genuinas e irrepetibles. Murray cumple con la regla no escrita de actor joven que resulta una revelación deslumbrante, Sbaraglia se luce como un padre cómplice mientras intenta ordenar su vida y se desgarra por dentro por la pronta partida de su hijo y Docampo compone desde un amplio abanico de recursos un personaje enamorado, joven, tierno y que entiende los conflictos del chico. Choele entonces tiene un tono intimista, se toma su tiempo para ir marcando los cambios sutiles y dramáticos del destino de los tres protagonistas y, sobre todo, no es condescendiente con sus criaturas que respiran una serena tensión, antes de que sus vidas cambien para siempre.
El básquet también existe Se tiende a pensar que el fútbol es el único deporte que verdaderamente apasiona a todos los habitantes del país, sin embargo el básquet tiene una legión de seguidores (principalmente fuera de la capital) que lo ubica en el segundo puesto en las preferencias de los argentinos. Esta adhesión, que tiene sus raíces en la década del '50 cuando el básquet nacional ganó el campeonato mundial, recién resurgió en los '80 con la Liga Nacional, creación esforzada, obsesiva y apasionada de León Najnudel, un entrenador con una visión del deporte que plantó las bases de lo que sería la irrepetible generación dorada que ganó casi todo en el mundo. Najnudel entonces es el personaje a tratar por el documental de José Glusman y lo hace de manera amorosa y nostálgica, entendiendo la importancia de un hombre que dedicó su vida a un objetivo y mientras iba creciendo como entrenador en el país y en el extranjero, se hacía sus escapadas al Harlem a la pesca de alguna promesa o era protagonista de la noche porteña, whisky en mano y el infaltable cigarrillo, discutiendo, evangelizando, argumentando la creación de una liga profesional, federal y sobre todo competitiva. A través de testimonios de especialistas como Paenza, Víctor Hugo Morales, figuras como Ginóbili o Nocioni, amigos, familiares y archivo, se configura el rompecabezas de la personalidad y la épica de un emprendedor, tan cabrón como amiguero, un personaje formidable, íntegro, de una época que ya no existe.
Tres historias dispares La carrera de Paul Haggis, guionista con una larga trayectoria en televisión y en el cine con títulos que van desde Million Dollar Baby, 007: Quantum of Solace y la remake de la italiana El último beso, como director tiene en su haber Vidas cruzadas, que mostraba varias historias ligadas por el racismo en la ciudad de Los Ángeles con la cual se alzó con el Oscar a la mejor película en 2005. Y si bien le siguió la atendible La conspiración, desde Vidas... pasaron casi diez años –en el medio quedó en el olvido la definitivamente olvidable Solo tres días– para que Haggis, tal vez en busca de viejas glorias, se decidiera a volver al formato coral con Amores infieles. Lo cierto es que Vidas cruzadas no era una maravilla aunque mantenía el timming y una sólida cohesión, pero no es el caso de su último opus, que tiene como eje tres relatos con protagonistas adultos que arrastran su infelicidad por el mundo como consecuencia de la pérdida de sus hijos, expuestos a una separación traumática, a la trata de personas o directamente, la ausencia sin consuelo. Así, Michael (Liam Neeson) es un escritor que huye de la tragedia refugiándose en amores pasajeros mientras espera en Paris a su amante Anna (Olivia Wilde), objeto de deseo pero sobre todo, material para su próxima novela al igual que su esposa Elaine (Kim Basinger), que sabe de sus manejos. En paralelo y como exige el formato, la volátil Julia (Mila Kunis) no consigue sostener un empleo mientras lucha por la tenencia de su hijo frente a su ex marido Rick (James Franco), un artista plástico exitoso que parece tener todo en orden, en tanto por Roma anda Scott (Adrien Brody), un comerciante textil que se fascina en un bar con Monika (Moran Atias) y sin demasiadas explicaciones, se involucra en el rescate del hijo de la mujer, secuestrado por una red de trata. Estas tres historias desarrolladas de manera dispar y en constante inestabilidad narrativa, tienen el tono grave y solemne de los realizadores que sienten que están abordando temas cruciales, pero el problema es que Paul Haggis no es un autor –aunque el concepto esté en crisis– sino que se trata de un artesano, un tipo confiable para la industria. Nada más.
Un relato signado por la duda y la inestabilidad constante A partir de un personaje que está atormentado se cuenta una historia fragmentada. La adaptación de la novela de Georges Simenon podría haber sido un thriller judicial, pero Mathieu Amalric (cuyo último trabajo detrás de cámara fue la deliciosa Tournée en 2010) se decide por un complejo puzzle, que comienza con una pareja en un momento casi de ensueño, imágenes fragmentadas de los cuerpos, música evocadora, el desenfreno y el diálogo entre amantes, para después mostrar a Julien (el propio Amalric) frente a la policía, perplejo, ausente frente a un interrogatorio que busca desentrañar un asesinato y el hombre que atina a decir una línea decisiva: "la vida es diferente cuando la vives que cuando la cuentas después". Ese es el punto central de La habitación azul; desde ese lugar el realizador –Astor de Plata al Mejor Director en la última edición del festival del Mar del Plata– se plantea cómo contar un crimen pero sobre todo la vida de un personaje atormentado, entonces la historia está fracturada con muchos flashback, sonidos que no se corresponden con el tiempo y el espacio que se desarrolla en la pantalla, imágenes superpuestas, diferentes perspectivas y sí, Hitchcock pero también la nouvelle vague revisitada. Y no es París ni ninguna otra metrópoli gigantesca, sino que se trata de una ciudad de provincias, un ambiente que oprime a los personajes, él como ejecutivo de una empresa agrícola, Esther (Stéphanie Cléau, coguionista del film y pareja del director) como farmacéutica. Las pruebas en el proceso judicial chocan con los recuerdos o lo que se ajusta a la visión de las cosas de Julien en relación a su amante, pero también a su vida familiar con Delphine (Léa Drucker), su hija, y el interrogante sobre su propia naturaleza, que niega una vida plena frente a la pulsión del sexo extraconyugal, o la infidelidad como vía de escape a esa felicidad estable que se le antoja una condena. La duda recorre todo el relato y refleja no solo la cuestión sobre quién cometió el crimen sino que sobre todo, da cuenta de la inestabilidad del acusado, el protagonista en el banquillo para rendir cuentas a la sociedad a través del sistema judicial y a su propio sistema de valores, puestos en crisis y a un paso del quiebre y la locura. La visión es unidireccional y está orientada pura y únicamente a bucear las razones, los deseos y la ambivalencia de Julien, y para eso la película exige un espectador activo y dispuesto a reconstruir toda la historia. Aunque el final llega abierto, demuestra que las conclusiones son apresuradas y se impone la revisión de todo lo visto.