Retrato de una sociedad en crisis Primera película que se estrena en Argentina de la experimentada realizadora Rakhshan Banietemad, quien viene rodando desde hace casi tres décadas, Relatos iraníes (ni ahí refiere al original pero la elección del título es acertada), cruza pequeñas historias donde la mujer es protagonista en medio de un país en crisis aferrado a sus códigos ancestrales y religiosos. La película empieza y termina con gente conversando en taxis (individuales o en grupos), motivo más que suficiente para reconocer a una forma narrativa ya construida hasta el hartazgo por Abbas Kiarostami y otros directores. Pero la mirada crítica de la realizadora bucea otros territorios: el rol secundario que ocupa la mujer, la inestabilidad económica de Irán, la burocracia estatal sumergida en un laberinto de complejidades, las idas y vueltas de un grupo de personajes aunados a un contexto político y social determinado. Sin la poética feroz y cálida de los films de Kiarostami ni recurriendo al bajo perfil teñido de sarcasmo de los títulos más reconocidos de Jafer Panahi, Relatos iraníes se presenta como un catálogo de temas y estilos que atañen al cine de aquel país en las últimas décadas. Esa idea unívoca de “cine iraní para iniciados” que impera en buena parte del desarrollo de las múltiples subtramas, encuentra un nuevo centro narrativo en la exposición de otro tema típico por esos territorios: el cine dentro del cine. En efecto, la película ingresa en ese marco ya explorado por Kiarostami y el resto apelando a las preguntas en voz del alta de un hipotético cineasta planteándose problemas estéticos y políticos que podrían llegar a impacientar a la teocracia gubernamental. En ese sentido, la directora Banietemad expresa con excesiva locuacidad su visión crítica del régimen y, claro está, el lugar que ella misma ocupa como mujer dentro de la sociedad. Allí, en lugar de recurrir a la sutileza y al interrogante con objetivos teóricos, el relato descansa en las características más transparentes del film de denuncia en su versión eufórica y legitimada para el mercado de festivales.
Marginales en sus propios universos Una sufrida madre y esposa se resiste a seguir ahogada por las costumbres de su comunidad. En paralelo, un hombre acaba de perder a su padre y se encuentra, desde siempre, sin rumbo. Hace menos de un año llegaba a la cartelera cinematográfica argentina la película israelí La esposa prometida, de Rama Burshtein, suerte de oportunidad iniciática para la mayoría de los espectadores de asomarse a la cotidianidad de los judíos ortodoxos, con una chica obligada a aceptar un casamiento arreglado –nada menos que con el ex esposo de su hermana fallecida-, en un enrarecido escenario donde la tradición y los intereses cruzados se exponían para tratar de entender a una comunidad. Quien daba vida a la heroína del film de Burshtein era Hadas Yaron, una extraordinaria actriz que también es la protagonista de Felix y Meira, aquí como una sufrida esposa y madre ahogada por las costumbres de jasidismo, que no se resigna a permanecer dentro de las fronteras de la tradición religiosa –por caso, aún con la advertencia de su marido, se empeña en escuchar música en su casa–, que le depara un futuro de muchos hijos y obediencia a la tradición. En paralelo, Felix (Martin Dubreuil) acaba de perder a su padre con el que tenía una relación difícil y se encuentra perdido desde siempre, sin rumbo. Ambos personajes son marginales dentro de sus pequeños universos y aunque los separan diferencias aparentemente insalvables, luego de un encuentro fortuito la resistencia de ella va claudicando y surge entre ambos una historia de amor. El director canadiense Maxime Giroux se propuso retratar a una colectividad que vive en Nueva York pero podría ser de cualquier parte, dadas las características de esa comunidad ultra ortodoxa en choque con el afuera -en este caso representado por Felix-. Pero si bien el relato va sumando datos hacia el interior de la vida de Meira, con sus deseos de libertad frente a la religión que define cada paso de los fieles, la puesta no estigmatiza ni condena ese entorno y en todo caso se define por la valentía de los protagonistas que hacia sí mismos y frente a la sociedades a las que dan cuenta, apuestan por la relación abandonando la comodidad de lo que se supone que debería ser un camino más o menos previsible. El andamiaje afectivo de la incipiente pareja, el marido traicionado que lucha para retener a su mujer y un hombre sin propósitos que encuentra en el amor un camino posible, todo está está contado con una austera sensibilidad, aunque en busca de una especie de agrio happy end, pierde el rumbo. Sin embargo, este final chapucero no desmerece el resto del film, que desde la honestidad, intenta contar una historia diferente.
Cruce de prejuicios entre comunidades La película, en el amplio sendero de la comedia, va por el camino seguro con un timing de humor que explora las diferencias. El lugar común del chico que conoce a la chica hizo funcionar al mundo desde sus comienzos y por supuesto, fue uno de los principales motores de la relativamente corta historia del cine en sus diferentes géneros, y es por eso mismo que con el correr del tiempo, al tópico hubo que encontrarle variantes para despertar el interés, especialmente cuando transita por el amplio sendero de la comedia. Pero Ocho apellidos vascos va por lo seguro, con un timing de humor que explora las diferencias en una pareja entre una vasca y un andaluz, definitivamente diferentes que buscarán con ahínco los puntos en común, porque quieren, porque ya están enamorados antes de empezar a intentar que la cosa funcione. La chica es Amaia (Clara Lago), vasca hasta la médula, plantada ante el altar y distanciada de su padre Koldo (el enorme Karra Elejalde), un pescador que vuelve de alta mar y que quiere conocer a su futuro yerno. Y la chica, incapaz de contarle la verdad, le presenta a Rafa (Dani Rovira), un andaluz que conoció en un viaje al que en un curso acelerado de nacionalismo vasco, convierte en su prometido. Desde allí todo es previsible y moderadamente simpático, con los hábitos culturales en fricción la comida, la indumentaria, los chistes sobre lo difíciles que son las vascas para el sexo, sin esquivar las cuestiones como el nacionalismo y hasta la organización ETA en clave ridícula. En un nivel primario el film del especialista en las comedias de enredos Emilio Martínez Lázaro (El otro lado de la cama, Los peores años de nuestra vida, Amo tu cama rica), funciona al explotar los clichés de los prejuicios entre dos comunidades bien diferentes y el recurso funciona en España se convirtió en un fenómeno, esas películasevento que hay que ver, alla Relatos salvajes aunque es cierto que el eje del relato puede trasladarse a cualquier país, al menos en estas playas la universalidad del conflicto tiene bastante de humor ramplón, sin matices, básico. Sobre todo cuando abandona las dosis de mordacidad del comienzo y se concentra en la historia de amor en progreso, para desbarrancar sin remedio en un final naif con resolución de telefilm.
Sencilla y disfrutable película de rock Guille (Santiago Pedrero) tiene una percepción de si mismo que lo hace sentir que no cambió, que sigue con ese espíritu adolescente que campeaba en sus canciones hace varios años y que ahora debe revisitar, a partir de que una compañía quiere editar un disco que grabó con su banda y que quedó ahí, olvidado en el tiempo. La música está ahí y solo queda comprobar si es verdad que sigue siendo aquel que compuso, disfrutó, sufrió y compartió momentos más o menos memorables y rutinas de la juventud con su amigo Nico (Ignacio Rogers), que desapareció tragado por el futuro. Rodada en 35 mm, con el glorioso empecinamiento de aferrarse a un formato en desuso en plena era digital, Ezequiel Acuña también está dispuesto a volver sobre los temas que ocuparon el resto de su obra, un puñado de películas –durante este mes el Malba exhibe Excursiones, Como un avión estrellado y Nadar solo- ubicadas en la adolescencia y centradas en jóvenes que viven con dolor ese período de la vida y a la vez, son concientes que probablemente sea el momento más luminoso de toda su existencia. La vida de alguien agrega una capa más a los protagonistas de siempre y sí, ahí está Pedrero, pieza ineludible del dispositivo cinematográfico de Acuña, para documentar el presente de esos treintañeros llenos de recuerdos, de sensación de pérdida y una nostalgia inexpugnable. Todo esto en medio de las decisiones del mundo adulto, frente a la comprobación de la madurez de los adolescentes en serio como el personaje de Ailín Salas, pieza del deseo, frágil y determinante para hacer avanzar el relato. Y por qué no, la sensación de que el director está listo para abordar otras historias pero porque quiere, no porque algunos reclamaban algún tipo de era de la madurez. Entonces la música de los uruguayos La foca va pautando el relato sereno y disfrutable, una sencilla película de rock que incluye las miserias de la industria y la inevitable separación de una banda prometedora. Y también, la probable despedida a algunas adorables obsesiones, pero antes la necesidad de establecer un diálogo con las películas anteriores, en una puesta sensible y a la vez precisa en el cometido de reflotar escenarios de playas desiertas, caminatas, casettes, toda clase de objetos y más que nunca la música y en particular el imaginario de la escena indie. Si se quiere, nostalgia alborozada, la voluntad de retener recuerdos y quién sabe, encarar una etapa con las cuentas en orden.
El infalible Hugh Grant en su mejor forma El actor hace lo que sabe hacer y para muchos es suficiente. Una historia de superación y segundas oportunidades sobre un guionista cuya suerte cambia al conocer a una mujer. Sin demasiada exposición, casi en silencio, desde hace varios años (y unos cuántos títulos) crece una legión de admiradores en todo el mundo que sin dudarlo, firmaría su incorporación a un hipotético club de admiradores de Hugh Grant. Desde Cuatro bodas y un funeral para acá -con mojones fundamentales como Letra y música, Notting Hill, Un gran chico y Realmente amor-, algo así como un "queremos tanto a Hugh" habilita y eleva a la categoría de ineludible cualquier trabajo del actor británico, que hay que decirlo, no importa qué características tenga el personaje que le caiga en suerte, siempre se las arregla para imponer su physique du rol de galán despistado, un poco chanta y un tanto perplejo, al que se le agrega ahora la condición de inmaduro crónico. Escribiendo de amor tiene a Grant como centro del relato para que haga lo que sabe de memoria, es decir, el realizador Marc Lawrence conoce muy bien al adorable Hugh -lo dirigió en Letra y música, ¿Y dónde están los Morgan? y Amor a segunda vista-, así que sin pudor, se asienta en el histrionismo del intérprete para que lleve adelante una livianita historia de superación y segundas oportunidades, en donde sin esfuerzo, personifica a Keith Michaels, un famoso guionista de Hollywood, ganador de un Oscar por una memorable película que todos recuerdan y que, por cierto, fue hace varios años. Sin trabajo y con el ánimo por el piso, acepta un puesto de profesor en una universidad bien lejos de Los Angeles. Convencido de que es incapaz de enseñar nada a nadie y menos en un taller de escritura creativa, el guionista que no quería ser maestro va llenando todos los casilleros de los errores posibles dentro de un ámbito universitario, desde acostarse con una alumna hasta emborracharse en una reunión de profesores y ponerse en contra a la eminencia docente del campus con chistes misóginos. Pero habrá un nuevo comienzo para Keith, que empieza a tomar forma a partir de la relación que establece con Holly (Marisa Tomei), una madre soltera que lo va a iniciar en las delicias de la madurez y con un poco de suerte, lo ayudará a superar su vacío existencial para volver a intentar tener una relación con su hijo al que no ve hace años. Escribiendo de amor tiene un puñado de aciertos pero el principal es un elenco con grandes actores como Allison Janney, J.K. Simmons y claro, Marisa Tomei -la hipótesis de un "queremos tanto a Marisa" no suena para nada descabellada- y si bien no es una gran película, tiene un factor irresistible: Hugh Grant. Para muchos, eso es más que suficiente.
Gran dupla en un guion de poca audacia Reese Witherspoon y Sofía Vergara se muestran opuestas y cómplices en esta comedia de enredos donde una oficial debe custodiar a la esposa de un traficante para que dé testimonio. En el cine desde siempre se trató de explotar la fórmula de los opuestos que se atraen, ya sea en el formato romántico, en el policial e incluso en el western, pero sin ninguna duda fue la comedia la que le sacó más provecho a la fórmula, a veces recurriendo al resto de los géneros para provocar situaciones graciosas. En ese sentido las llamadas buddy movies (películas centradas en una pareja o un grupo reducido de amigos) es un subgénero que recorrió un largo camino transitado principalmente por hombres hasta que desde hace poco tiempo, las mujeres comenzaron a ser protagonistas, como en las recientes Armadas y peligrosas, Damas en guerra y ahora, Dos locas en fuga. La película dirigida por la inocua Anne Fletcher (La propuesta, 27 bodas, Step Up) va por lo seguro y se autoimpone explotar hasta la nausea las diferencias sociales, de formación, de origen y claro, de femineidad entre la severa agente de policía Cooper (Reese Witherspoon) y Daniella (Sofía Vergara), a quien tiene que custodiar para que de testimonio ante la justicia de una red de narcotraficantes de la que también forma parte su marido arrepentido que va a declarar a cambio de una nueva identidad. Por supuesto, la comedia exige que las cosas salgan mal y es en ese contexto que las dos mujeres empiezan a interactuar, para comprobar casi de inmediato que son muy diferentes aunque claro, la adversidad va a acercarlas para hacerles comprender que no son tan opuestas. Más allá de la efectividad relativa de los gags que van desde el humor físico -un punto a favor de Witherspoon que no teme al ridículo y sale bastante bien parada-, pasando por una detallada explicación sobre la menstruación y cuestiones como la edad, la falta o el exceso de sex appeal entre la caucásica vs. la bomba latina, el relato oscila entre respetar las reglas del género y a la vez, intenta algunas variantes perfilando a Cooper con características como el orden, la masculinización y cierto comportamiento inocente, mientras Daniella se muestra más centrada, es hábil para sobrevivir y su aparente frivolidad es nada más que un recurso defensivo. Ideas viejas, torpe aggiornamiento, chispazos de las screwball comedy y si bien es cierto que el acento de la colombiana Vergara hablando en inglés ya probó ser graciosísimo en la serie Modern Family y efectivamente, Witherspoon puede reírse de si misma y es una buena comediante, queda la sensación de que se desperdició la química de una buena pareja en pantalla que podría haber dado para más si el relato hubiera sido un poco más audaz.
Relato que acumula tonos y géneros Como ocurriera en Operación monumento (2014), dirigida y protagonizada por George Clooney, el segundo largo de Simon Curtis también refiere al nazismo pero desde una óptica diferente, más relacionada al mundo artístico que al conflicto bélico. En efecto, si aquel discreto film reunía a un pelotón de soldados listos por recuperar pinturas hurtadas por los nazis, La dama de oro repara en un hecho real, aquel que tuvo como protagonista a María Altmann (Helen Mirren) dispuesta a enjuiciar al gobierno austríaco y así recuperar las obras robadas a su familia durante la Segunda Guerra. “Parece una trama de una película de James Bond con Sean Connery”, dice María Altmann en una definición casi perfecta para una película, que amenaza mucho más de aquello que concreta en cuanto a su sistema narrativo y cruces genéricos. El director Curtis, por un lado, no escamotea cierto costado prestigioso del argumento, ya que la obra hurtada refiere a Gustav Klimt, en tanto, el abogado de la protagonista se llama Randy Schoenberg (Ryan Reynolds), nieto del fundador de la música dodecafónica, Arnold Schönberg. En contraste a estas referencias exquisitas, la película propone un relato que acumula tonos y variables genéricas (comedia, drama, cine bélico) aunado a un ida y vuelta entre el pasado (con los nazis de protagonistas) y el presente (con los austríacos que niegan la devolución de la obra). Además, la historia suma algunos textos bien escritos para el lucimiento actoral y la repercusión inmediata en el espectador, sumada a la reconstrucción de época y al transparente humor muy al estilo británico que invade más de una escena. Sin embargo, cierta pereza del director, o en todo caso, la imposibilidad por ir más allá de lo que se establece en el guión no permite que la película levante demasiado vuelo. Pero Simon Curtis parece ser un tipo con suerte, ya que en su ópera prima, Mi semana con Marilyn (2011) contó con el apabullante protagónico de Michelle Williams, en tanto en La dama de oro, la performance de la gran Helen Mirren por momentos disimula el carácter híbrido e inestable de la historia. Sin ambas, las películas serían (casi) olvidables.
Un intenso lugar en el mundo La película del director argentino, Juan Martín Hsu, delinea un mapa de relaciones en donde el drama da paso al humor. Para muchos la feria La Salada, surgida en los noventa en plena crisis económica, es un espacio donde se comercia desde la ilegalidad, mientras que para otros es un fenómeno económico y social que hoy define los hábitos de consumo de buena parte de la población. Y está Juan Martín Hsu, un director argentino de origen chino que ve en ese espacio un territorio único para reflexionar en su opera prima sobre la multiculturalidad del presente que enriquece la identidad argentina. Ganadora de numerosos premios en distintos festivales del mundo, en buena parte del relato La Salada se instala entre la abigarrada feria llena de puestos, pasillos y recovecos, escenarios reales que parecen haber sido diseñados para contar tres historias que tienen como protagonistas a inmigrantes, un poco fuera de su eje en un lugar que todavía no les es propio pero luchando para salir adelante y encontrar su destino. Así, el insomne taiwanés Huang (Ignacio Huang, de Un cuento chino) hace copias truchas y aprende castellano con películas como Juan Moreira o Sábado y cuando se comunica telefónicamente con su madre escucha una y otra vez la pregunta de si ya tiene novia, entonces con su infinita tristeza (que recuerda a los personajes de Tsai Ming-liang) trata de satisfacer torpemente el reclamo materno. En paralelo, tampoco le son fáciles las cosas a Bruno, recién llegado desde Bolivia junto a su tío en busca de trabajo y con grandes dificultades de adaptación, hasta que encuentra la ayuda y la contención inesperada del coreano Kim (Chang Sun Kim, de Graduados y Los simuladores) que lo quiere como un hijo y sobre todo, no le trae los dolores de cabeza que Yun Jin, su verdadera hija, que empieza a dudar de el casamiento que arregló su conservador padre. Con una mirada que tiene tanto de ternura sobre sus personajes como curiosidad sobre su futuro, Hsu va delineando un mapa de relaciones en donde el drama da paso al humor de manera natural, sin remarcaciones innecesarias pero con observaciones precisas sobre cada diferencia cultural, sin olvidar cuestiones como los cruces generacionales, la cuestión social y si, una tímida pero evidente conclusión esperanzadora.
Las estrellas y sus complejas particularidades La película se asienta en las dos obsesiones de su director Oliver Assayas, el paso del tiempo y el cine. Juliette Binoche interpreta a una actriz que, a raíz de un episodio fortuito, comienza a reflexionar sobre su carrera y su futuro. Las horas del verano, Clean, Los destinos sentimentales e Irma Vep son sólo algunas de las películas de Olivier Assayas que abordan de manera directa o tangencial el paso del tiempo. El otro tema clave en la filmografía del director francés es su mirada sobre el cine, con Irma Vep como el ejemplo paradigmático. El otro lado del éxito se asienta en estas dos obsesiones a partir de la historia de María Enders (Juliette Binoche), una actriz madura que viaja a Suiza junto a su asistente Val (Kristen Stewart) al homenaje que se le hará a un importante realizador. En pleno traslado llega la noticia que el director murió, lo que provoca que la Enders (el trato está ligado a su celebridad, un guiño a la propia Binoche considerada la Gran Dama del cine francés) comience a reflexionar sobre su carrera y el futuro, lo que la lleva a un estado de incertidumbre que bordea el hastío, que se profundiza cuando le llega la propuesta de una obra de teatro basada en una película que interpretó cuando tenía apenas 18 años -y que la instaló como una de las grandes promesas de la interpretación-, en un rol que la enfrentaba con una mujer madura y que desencadenaba una tragedia. Pero la idea de los productores es que en la adaptación, María tome el papel de la mujer mayor, mientras que el de la chica está reservado para Jo-Ann Ellis (Chloe Grace Moretz), una actriz hollywoodense con una relación tormentosa con los medios. Ayudada por su secretaria Val, la protagonista avanza en los ensayos de la obra recluida en los Alpes suizos y así, se establece un interesante juego de espejos, primero en la relación entre ambas mujeres que se va profundizando en un camino en donde además de la atracción mutua se hace presente la diferencia de edad y la percepción que cada una de ellas tiene sobre el arte, la exposición pública y los medios. Pero además, Assayas confronta dos escuelas de actuación, de historia y de orígenes, en un duelo amable pero contundente Binoche vs. Stewart. Y para complejizar aun más el relato, suma a Moretz, que parece poder lidiar con su costado Lindsay Lohan y a la vez, certifica su talento frente a las cámaras. Como Enders, cuando tenía su edad. Si bien es cierto que la puesta algunas veces es demasiado autoconciente a la hora de parodiar y mostrar las agachadas, inseguridades y el negocio de ese pequeño universo, El otro lado del éxito es una película que transita la reflexión cerebral, trágica y a la vez divertida, pero también ensaya una idea sobre el mundo femenino desde la perspectiva de un intelectual, que una vez más, da cuenta de que posee la herramientas y la sensibilidad para hacerlo.
El final de una saga cultural global Unos 15 años después de su nacimiento, la serie de manga Naruto que luego fue adaptada al animé, vendió alrededor de 200 millones de copias en el mundo y dio origen a una franquicia que incluye novelas, videojuegos, series y películas. Superó ampliamente los límites de Japón para convertirse en un fenómenos cultural global. Este es el décimo y último film de la saga centrada en el joven Naruto Uzumaki, un protagonista tan despistado en cuestiones del amor como decidido y valiente a la hora de combatir el mal y demostrar que no es un ninja del montón dentro de su aldea. En el manga, Naruto compartía aventuras con Sasuke hasta que este partió hacia otras tierras y se convirtió en su enemigo. Luego de concluido el duelo entre ambos personajes, Naruto disfruta de un período de paz y de la admiración de los jóvenes de su pueblo, entre las que se cuenta Hinata, enamorada del héroe desde siempre y a la espera que se de cuenta de sus sentimientos. Pero además de la multitud de admiradoras que impide que la relación se produzca, la Luna se empieza a acercar a la Tierra por obra del villano Toneri, que para completar el cuadro adverso, secuestra a Hinata, lo que va a determinar que Naruto no sólo tenga que encontrar una salvación para el planeta, sino que lo hará descubrir que la chica es el amor de su vida. Más allá de los pormenores de la saga y que la lírica del film tenga que ver con el Japón –en donde interviene el shintoismo, los espíritus y una particular relación con la naturaleza–, sin renunciar a las batallas espectaculares propias de género con un antagonista de peso como Toneri, la película está centrada en el amor que se impone por sobre todo, un tema universal y entendible para todos los públicos, aunque hay que decir que el relato muchas veces puede resultar críptico para los no iniciados en el universo del manga. Lo cierto es que si bien no alcanza la profundidad y la poética de Se levanta el viento, la película con la que el maestro Hayao Miyazaki se despidió del cine, es casi un milagro que dos obras fundamentales de la animación japonesa lleguen en el mismo año a la atomizada cartelera cinematográfica argentina.