Un curioso guía en Atenas Después de ser el guionista de numerosas películas como La leyenda del samurái: 47 Ronin, Blancanieves y a leyenda del cazador y Drive, entre otras, Hossein Amini comienza su camino como director adaptando un libro de Patricia Highsmith –Hitchcock hizo lo propio con Extraños en un tren– que también que tiene una parte importante de los viejos relatos de aventuras, en donde los personajes se mueven en locaciones extraordinarias como el Partenón, la isla de Creta y la siempre misteriosa Estambul. La historia comienza luego de la Segunda Guerra Mundial, con Chester MacFarland (Viggo Mortensen) y su encantadora esposa Colette (Kirsten Dunst) de vacaciones en Atenas. Allí conocen al Rydal (Oscar Isaac, el protagonista de Balada de un hombre común, de los hermanos Coen), un joven guía turístico que ve en la pareja otro par de víctimas de sus pequeñas estafas que por lo general, son mujeres solas extasiadas con su encanto. Pero tal vez porque hasta hace poco estaba peleando contra los alemanes, tal vez porque oculta algo, la mirada de Chester es inquieta y si bien acepta la sugerencia de su esposa para contratar a Rydal como guía, el próspero hombre de negocios que maneja inversiones de otros se mantiene tenso y expectante. Y mientras la atracción del muchacho y Colette se siente en el aire, el pasado le llega a Chester en forma de detective privado para reclamarle algunas malas decisiones, lo que va a precipitar un crimen (después vendrá otro), la huida de Atenas y un triángulo amoroso que se va desarrollando en varias ciudades mientras la policía les pisa los talones. Un thriller romántico tan correcto como inocuo, a pesar del buen trabajo del elenco (en especial de Isaac) y una correcta puesta en escena.
Alto en el cielo del adiós El último film de Miyazaki narra la historia de un soñador que termina sirviendo a la industria bélica. A los 73 años, el cineasta se despide con un relato personal como su obra. En la década del treinta el joven ingeniero aeronáutico japonés Jiro Horikoshi diseñó para la compañía Mitsubishi un avión muy avanzado para la época, que fue el antecedente del famoso caza de combate Zero, con el que por unos decisivos años el imperio japonés obtuvo la supremacía aérea en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. La vida de Horikoshi, un artesano que no solo vio cómo su trabajo se utilizaba para fines bélicos sino que comprobó que sus aviones se convertían en la mortaja para cientos de pilotos kamikazes –y lo lamentó el resto de su vida escribiendo en contra de la guerra–, se acopla de manera ideal a la poética del Miyazaki, un realizador que desde los míticos estudios de animación Ghibli creó películas extraordinarias como Ponyo y el secreto de la sirenita, El increíble castillo vagabundo, El viaje de Chihiro, La princesa Mononoke, Porco Rosso y Mi vecino Totoro y dio cuenta de una inagotable capacidad de plasmar un universo lírico sofisticado, inteligente y sobre todo conmovedor. Como punto final de su legado, la historia de un soñador que terminó sirviendo a la industria armamentista –acaso los estudios de Albert Einstein que posibilitaron la creación de la bomba atómica funcionan como un eco paradigmático– es el vehículo perfecto para dar cuenta de su mirada sobre el arte, en donde inevitablemente conviven y se retro alimentan la fascinación por la fragilidad de la belleza y el pacifismo, dos ejes por donde transcurrió toda su obra, marcando el camino correcto desde su concepción humanista y a la vez, dando cuenta con cierta amargura del estado del mundo. Esta tensión se manifiesta de manera notable en Se levanta el viento, en donde el protagonista sueña con volar pero a partir de una visión reducida, redirige su deseo a la construcción de bellas naves aladas que después se convertirán en herramientas de destrucción bélica. Así, en el retrato de la tradición y de una cultura milenaria que en la primera mitad del siglo XX fricciona con la modernidad que ya ganó la batalla, se desarrolla el último film del maestro Miyazaki. Un relato crepuscular y amargo de su historia personal ligada al tiempo colectivo del que le tocó ser parte –desde las dramáticas imágenes de un terremoto en Tokio al diálogo sin esperanzas entre Jiro y el admirado ingeniero Caproni sobre un cementerio de aviones Zero destrozados en combate–, 73 años de vida, un retiro anunciado que esta vez parece que va en serio y la mirada definitivamente sombría respecto al futuro.
Adam Sandler a reglamento El comediante interpreta a un zapatero a cargo del negocio familiar que rescata un artefacto rudimentario que cambiará la vida de quienes den con el talle de calzado adecuado. Para bien en algunos casos, para mal en otros, desde hace unos cuantos años las películas protagonizadas por Adam Sandler son "una de Adam Sandler". Si a principios de los noventa se destacó en Saturday Night Live, cuando saltó al cine, el actor neoyorquino fue construyendo una carrera irregular con títulos discutidos pero de indudable eficacia en la taquilla como Un papá genial, Little Nicky, La herencia de Mr Deeds, Yo los declaro marido y Larry, con otros supuestamente más valorados pero definitivamente menos exitosos como Embriagado de amor, Hazme reír o Como si fuera la primera vez. En tus zapatos es otra película de la estrella Adam Sandler y no importa demasiado si detrás de cámara está Thomas McCarthy, un director que con Visita inesperada, Ganamos todos y Vías cruzadas demostró que lo suyo son las historias chiquitas, con hombres ordinarios y el relato sentido. Por ahí va En tus zapatos, al menos su primera parte, con Max Simkin (Sandler), un zapatero que heredó el oficio de su padre que a la vez fue cedido por su abuelo inmigrante, un tipo común que mantiene su negocio sin expectativas, viviendo con su madre senil, solitario y sin sueños. Y un día –el click, la circunstancia extraordinaria–, una máquina se rompe y debe bajar al sótano y rescatar un aparato rudimentario, centenario pero efectivo. De ahí a comprobar que los zapatos arreglados con el viejo artefacto se convierten en mágicos y la posibilidad de vivir otras vidas está a un paso, siempre y cuando la talla coincida con su pie y puedan calzarse cómodamente. Pero claro, es una de Sandler y si al principio se mostraba una galería de personajes, ricos en su diversidad barrial y resistentes a la ferocidad capitalista de las corporaciones y la modernidad, después la película empieza a desvariar entre los juegos de equívocos, el costado dramático de un padre ausente (Dustin Hoffman) que explica el comportamiento entre retraído y huraño del protagonista y un desenlace a los ponchazos, que combina todos los elementos en el aire con la importancia del legado, lo sobrenatural, el happy end que incluye la posibilidad del amor con una luchadora que encarna las valores en vías de extinción. Y el elemento central, decisivo de una puesta errática, con algunos aciertos pero que en general vaga sin decidirse por la comedia, el drama o lo fantástico es un Adam Sandler que hace lo suyo a reglamento, como si el George Simmons que interpretó en la ya mencionada Hazme reír, le hubiera inoculado su falta de entusiasmo y hasta su hastío.
Laberintos de la burocracia La película rusa que compitió con Relatos salvajes en los Oscar sigue el recorrido de un hombre y su familia en la lucha cotidiana contra las fuerzas públicas que lo exceden. Hace menos de dos meses Leviatán competía por el Oscar a la Mejor película hablada en idioma extranjero contra Relatos salvajes de Damián Szifron y si bien la polaca Ida se alzó finalmente con la estatuilla, al film de Andréi Zviágintsev (Elena, El regreso) le sobraban méritos para ganar la categoría. Esto, a partir de una historia chiquita, centrada en un hombre común, de provincias, que debe luchar contra el aparato estatal y un gigantesco entramado de corrupción, complicidades y miserias que, claro, en Occidente muchos vieron como una alegoría del estado actual de las cosas de Rusia y el omnipresente poder de Vladimir Putin. Leviatán, entonces, y más allá del tratado escrito por Thomas Hobbes y las connotaciones bíblicas, es un monstruo despersonalizado de muchas cabezas, aunque desde la visión del relato en principio tiene el rostro del alcalde del pueblo Vadim Shelevyat (Roman Madyanov), que quiere expropiar la casa del mecánico Kolya (Aleksey Serebryakov) para realizar un emprendimiento inmobiliario y va a utilizar todos los medios a su alcance –el sistema judicial, la policía, la intimidación física, el ahogo financiero de su víctima– para lograr su objetivo. Kolya apenas se tiene a sí mismo y a la furia que le provoca la situación injusta que le toca vivir acompañado por su joven esposa Lilya (Elena Lyadova) y su hijo adolescente Roma (Sergey Pokhodaev), hasta que llega de Moscú su amigo Dimitri, un abogado que hará lo posible para que reciba una cifra justa por su propiedad, aunque también se convertirá en un elemento más de la tragedia en progreso que le toca protagonizar a la víctima. Suerte de recorrido kafkiano por los laberintos de la burocracia y de los manejos del poder absoluto, Leviatán se propone y consigue seguir el vía crucis de un trabajador frente a las fuerzas que lo exceden, donde el Estado, la iglesia ortodoxa rusa y una sociedad en descomposición que llegó al capitalismo sin escalas, funcionan como dique inexpugnable para una mínima idea de la justicia. Y uno de los elementos fundamentales de la puesta –además del rigor para documentar un recorrido por las miserias de un pueblo perdido que bien puede tomarse como muestrario de algo más grande–, de alguna manera se podría sintetizar en el término ruso "nitchevo", que refleja el profundo fatalismo eslavo que inunda todo el relato y le da un carácter sombrío, asfixiante, pero también lúcidamente reflexivo, con personajes complejos en su supuesta simplicidad, que atraviesan la pantalla con un sentido de lo real que cada vez es más difícil encontrar en el cine del presente.
Hablar sobre la desolación. En 2012 Christian Petzold ganó el Oso de Plata al mejor director en el Festival de Berlín por Bárbara, un film que hurgaba en la vida durante la Guerra Fría. Con Ave Fénix retrocede un poco más en el tiempo para centrar su mirada en el Holocausto, y en un matrimonio quebrado por acontecimientos que los exceden. Nelly (Nina Hoss) es una cantante que fue enviada a Auschwitz y que milagrosamente escapa de la muerte, aunque regresa a Berlín con su rostro desfigurado. Acompañada por su amiga Lene (Nina Kunzedorf), Nelly le pide a un cirujano que reconstruya su cara exactamente igual a como era antes y así, inicia la búsqueda de su marido Johnny (Ronald Zehrfeld), al que finalmente encuentra, sólo para enfrentarse a la desolación de que el antiguo pianista ya no la reconoce. Para Johnny, Nelly es una persona que con la ayuda del maquillaje, el vestuario correcto, se puede convertir en la que él cree, su esposa muerta y así acceder a una cuantiosa herencia. Entonces Nelly se entrega a Johnny para transformarse nuevamente en Nelly y así poder recuperar el pasado perdido, mientras su amiga Lene insiste en sus planes para que ambas se asienten en el naciente estado de Israel hasta que acepta su derrota al comprobar que la transformación de Nelly se lleva adelante. Con una precisión y un distanciamiento notables del melodrama que desarrolla, el film se asienta en el eco fantástico de la inolvidable Vértigo de Alfred Hitchcock, pero este diálogo es un recurso para hablar de la desolación y la voluntad inaudita por volver a un estado de normalidad fricciona de manera definitiva con la miseria, el miedo y la traición que pesa sobre los protagonistas.
La vida fuera de la cancha Tan calentón como rústico, tal como se suele decir en el lenguaje futbolero cuando un jugador suple su falta de virtuosismo con la pierna fuerte, El Patón Bonassiolle (Esteban Lamothe) tiene ocho fechas por delante por una expulsión y es en ese momento de inactividad que puede pensar y llegar a la conclusión de que se impone el retiro. Con 35 años y una vida deportiva forjada en Remedios de Escalada, el capitán del equipo de la C debe entonces enfrentar su futuro, su falta de preparación y claro, lo que será la vida sin el vestuario, los sábados sin partido, el reconocimiento o las puteadas de la tribuna y del barrio. El fútbol. Desde allí, acompañado por la fe y el amor sin dobleces de su esposa Ale (Julieta Zylberberg, pareja de Lamothe en la vida real), El Patón irá desandando los pasos hacia el momento de colgar los botines con dudas existenciales, que incluyen desde la necesidad de terminar la secundaria hasta la elección de una actividad comercial a una edad en que la vida adulta está encaminada. Premio Mejor Director de Largometraje Argentino en la última edición del Festival de Mar del Plata, Adrián Biniez se aleja del registro cuasi contemplativo y de largos silencios de su anterior film Gigante y explora las posibilidades del costumbrismo, quitándole su carga negativa –desde ya no es la serie televisiva R.R.D.T. llevada al cine–, desarmando el género para mostrar una realidad sencilla. Así, se mete de lleno en el Conurbano pero sin la carga de sordidez habitual, sino desde la perspectiva de dos jóvenes que quieren salir adelante, con sus conflictos cotidianos que se superan sobre la marcha con amor y mucho humor en un gran trabajo de la pareja protagónica. El mundillo del fútbol del ascenso en toda su gloria de cabotaje en un registro cálido para personajes sin demasiada presencia en el cine argentino. Biniez mira y cuenta, no subraya, muestra una linda historia de amor, la zozobra por el mañana y la pasión por el fútbol. Se podría apostar que la mayoría de los espectadores va a querer que al Patón y a Ale les vaya bien, se lo merecen.
Crónica de un niño casi solo. El gurí es Gonzalo (Maximiliano García) y el paisaje de la película se ubica en Entre Ríos. Pocos personajes, satelitales e importantes alrededor del niño protagonista, pero también otros ausentes, construidos desde el fuera de campo. La mamá de Gonzalo no está pero se habla de ella; Gonzalo busca afecto y cariño junto a su hermano bebé y por eso se cruza azarosamente con una viajante que espera el arreglo de su coche (Sofía Gala Castiglione) y busca protección en un comerciante (Luppi) y en un matrimonio de duelo (Araóz y Hornos). También aparecerá el personaje que juega Belén Blanco, fundamental para ir desovillando la historia de El gurí, la nueva película de Sergio Mazza, director de Gallero, Amarillo y Graba. La construcción narrativa tiene similitudes con los films anteriores del director –un tono pausado y una inclinación por los tiempos muertos sin caer en excesos, pero ahora Mazza recurre a un uso contemplativo de la cámara, bien diferente a aquella agitada y en constante movimiento de Graba. Pero más allá de cuestiones formales, el modo en que el director mira al conflicto y a sus personajes permite una empatía que hasta ahora no tenían sus películas. No sólo porque se trate de la historia de un chico que vive su pre etapa de orfandad, sino por la manera en que el realizador construye diálogos y pequeñas situaciones que autorizan la emoción del espectador. Sin recurrir a golpes bajos, la historia de Gonzalo y los otros personajes adyacentes, con el concreto espacio off que señala la orfandad y la búsqueda de un lugar en el mundo, conforman un conjunto de insinuaciones dramáticas, palabras justas y necesarias y una mirada sobre la niñez que remite a algunos momentos del cine de Celina Murga, una directora no casualmente nacida en Entre Ríos. Si el protagónico de Maximiliano García transmite una serie importante de matices, los secundarios de Luppi, Araóz, Castiglione y la breve aparición de Belén Blanco también resultan puntos a favor de una película muy particular, no sólo por el tema que toca sino por el tratamiento específico elegido por su director.
Cuando el cerebro se apaga Julianne Moore interpreta a una lingüista que a los 50 empieza a sufrir un tipo de Alzheimer que, de a poco, la hará perder sus recuerdos. Por este film la actriz ganó el Oscar. Un pequeño olvido, la mente en blanco por unos segundos, la palabra que no viene a la memoria en el momento indicado, son algunas de las alertas que se van enhebrando en la percepción de Alice Howland, una experta en lingüística de 50 años, que rápidamente toma nota de los síntomas y decide hacerse una serie de estudios, que determinan que padece un tipo de Alzheimer temprano y de carácter exponencial. Hay dos cuestiones que determinan en interés de Siempre Alice, en principio la dificultad que implica para el cine abordar historias que tienen como centro del relato a enfermedades terminales o degenerativas, teniendo en cuenta que aun en las mejores intenciones, este tipo de obras muchas veces se convierten en lacrimógenos repasos por el deterioro y, en paralelo, se recurre al conmovedor camino de la superación personal. El otro factor determinante en la puesta es Julianne Moore, una de las mejores actrices de su generación –su ductilidad abarca títulos tan disímiles como Vidas cruzadas, Juegos de placer, El gran Lebowski o Magnolia–, al parecer, dueña de un gigante abanico de posibilidades interpretativas que se arriesga con un territorio frágil que en cualquier momento podría significa caer en la trampa de la sobreactuación. Los directores Richard Glatzer y Wash Westmoreland abordan estos dos elementos de la puesta convencidos que uno (la enfermedad en la pantalla) deberá tener un tratamiento cuidadoso que esquive los golpes bajos, en tanto el otro (el factor Moore), la capacidad de la actriz para demostrar el desamparo, el desdibujamiento de su ser, será la principal arma para contrarrestar el primero. Pero la película no se plantea como un largo rodeo para abordar el nudo central del relato. Apenas transcurridos unos minutos donde se da un pantallazo a la feliz vida de Alice, como profesional distinguida y reconocida en su campo, un marido amoroso (buen trabajo de Alec Baldwin) y tres hijas en donde se destaca la relación tensa con Lydia (Kristen Stewart cada vez más precisa), y desde allí el diagnóstico, los extravíos, la cuestión del tiempo vivido y el que resta, que se va desdibujando a medida que la cruel enfermedad avanza y va borrando recuerdos, rostros, saberes y la tremenda confirmación que el cerebro se va apagando. Por esta interpretación Julianne Moore ganó con justicia el Oscar a la mejor actriz, pero más allá de su formidable tour de force, la película cumple con las exigencias que se autoimpone con inteligencia y la sensibilidad justa.
Comedia de ladrones y amoríos. Protagonizada por Will Smith la película está en la línea de las clásicas historias de estafadores, pero se inclina por priorizar una endeble relación sentimental entre los protagonistas. Parte de la trama fue filmada en Buenos Aires. La belleza del timo, el componente artístico de un fraude bien planeado, la simple eficacia del cuento del tío, el engaño como una de las artes más sofisticadas, son los componentes que nutren a las películas que se centran en la estafa, uno de los subgéneros del thriller, desde El golpe (George Roy Hill), pasando por la trilogía de Ocean's Eleven y Ambiciones prohibidas (Stephen Frears), hasta la reciente La gran estafa americana (David O. Russell). Focus. Maestros de la estafa no es la excepción y los directores Glenn Ficarra y John Requa (Loco y estúpido amor, Una pareja despareja), van por lo seguro, con Will Smith como Nicky, un estafador con mucha experiencia encima que un día elude con elegancia el chapucero intento de Jess (como en El lobo de Wall Street, otra vez Margot Robbie en plan femme fatal) de quedarse con su billetera. Sin embargo, Nicky ve el potencial de la chica y la entrena para el profesionalismo, comenzando una relación maestro-alumna, en donde los yeites del oficio se despliegan con bastante acierto y relucientes recursos en un juego del Super Bowl en Nueva Orleans –el punto interesante es que el núcleo del negocio es el mayoreo, prescindiendo del transitadísimo gran robo definitivo–, aunque claro, para el público argentino es inevitable que surja la comparación de la contundencia del famoso travelling de Nueve reinas, en donde se enumeraba la división de los "oficios" de la calle: descuidistas, culateros, abanicadores, gallos ciegos, biromistas, mecheras, garfios, pungas, boqueteros, escruchantes… Lo cierto es que la película abandona esta línea del relato, o en todo caso la deprecia, jerarquizando la relación amorosa en progreso de la pareja protagónica, como si el innegable atractivo de Smith y Robbie fuera más importante que la historia, aún cuando la química entre ambos actores nunca llega a dispararse del todo. Así, después de un paréntesis de tres años en la pareja, la acción se traslada a una Buenos Aires de postal y muestra a los personajes más duros, con Jess como ¿novia? de Garriga, el dueño de una escudería de autos de carrera (Rodrigo Santoro) y Nicky haciendo lo suyo, ambos más mentirosos que nunca, jugando al engaño, mintiendo y sobre todo, mintiéndose, un camino predecible con poco de la entretenida liviandad de la primera parte. Comedia de ladrones, drama de amantes, la mezcla de géneros no siempre da como resultado el equilibrio necesario y Focus es la muestra de que las indecisiones y los guiones desflecados, más allá de algunos aciertos, terminan por condenar el resultado final.
El movimiento se demuestra andando. La legalmente rubia Reese Witherspoon fue nominada al Oscar por este papel protagónico en un film basado en un libro autobiográfico que adaptó el famoso Nick Hornby. Una historia de búsqueda interior a través de un viaje. Parece que al director canadiense Jean-Marc Vallé le interesan los cuerpos en movimiento, en tensión permanente, agitados y decididos a cumplir con sus objetivos. Primero fue el personaje de Matthew McConaughey en Dallas Buyers Club (o El club de los deshauciados), con su prédica personal destinada a desnudar a las corporaciones que manejan los medicamentos. Ese cuerpo enfermo, presentado desde las características de un perdedor nato que afrontará batallas públicas y privadas, se extiende al de Cheryl Strayed, quien emprende un extenso viaje desde California hasta Oregon, unos 1800 kilométros a pie, como una manera de encontrarse con sí misma y así limpiar un pasado corroído por la heroína, un divorcio y la cruel muerte de su madre. Basada en el libro escrito por la misma Strayed, quien describe cada una las particularidades de la travesía, Alma salvaje explora de manera periférica a las míticas road movies (en este caso, a plena caminata) con el peligro que acarrea insinuar a un personaje que se cura, redime y autodescubre por primera vez como si se tratara de un texto o manual de autoayuda. Hay un punto donde la película invita al enigma antes que a la certeza y es que las escenas en donde Strayed se fusiona con la imponencia del paisaje, nunca utilizado como postal turística, construyen un verosímil que elige la contemplación, el interrogante antes que la respuesta, la duda en lugar de la afirmación absoluta. Los flashbacks que narran la conflictiva relación de la protagonista y su madre (la gran Laura Dern) también concretan sus inmediatos propósitos: emocionar sin golpes bajos, sin lágrimas fáciles. Sin embargo, el film tiene un tono elevado con envase de estética new-age que convierte a la trama en un refugio frágil para una lectura feminista sin retorno. No sólo debido a que los hombres que aparecen jamás conforman identidades como personajes, sino porque el entramado de situaciones los expulsa sin explicación alguna. Alma salvaje es una película extraña. Correcta en su embrionaria exposición y medianamente creíble por las decisiones que toma una mujer en situaciones límites, pero excedida en la construcción de un imaginario social que pide a gritos cuerpos perfectos, runnings interminables y nada de vicios. Ocurre que Vallé no es Herzog, y por lo tanto la aventura deja lugar al rostro de osito de peluche de Reese Witherspoon, una buena actriz, comprometida con su papel, sucia y desprolija por fuera pero ideal y resuelta con tal de licuar un mundo de agua mineral y sin tóxicos cercanos.