Boxing Club comienza con el final de una pelea, para enseguida meterse en el gimnasio El Ferroviario que el gremio La Fraternidad tiene en el subsuelo de la estación Constitución, y en el final regresa al ring, en una pelea donde se condensa en un boxeador todo el sacrificio que implica llegar a plantarse frente a otro contrincante sobre el cuadrilátero. Cada uno de los momentos del documental de Víctor Cruz (el mismo de El perseguidor y La noche de las cámaras desiertas) parece ser el intento de encontrar una respuesta a una hipotética pregunta seminal: ¿qué hace que un hombre quiera ser boxeador? Y de este interrogante se desprende el siguiente: ¿cómo es el día a día de estos seres, la mayoría anónimos? Sin poner el acento en declaraciones devastadoras pero tampoco adornando la puesta, Cruz registra con un ojo atento y la sensibilidad necesaria la transpiración, el esfuerzo, los errores y las correcciones, la voz del entrenador y la atención de los deportistas, la voluntad y las conversaciones casuales –desde el extraordinario análisis que un púgil hace para otro de la película El Padrino hasta la charla casual sobre cómo engañar al estómago con unos fideos–, conformando un universo desconocido, donde dentro de las paredes de un gimnasio se forman personalidades, se confiesan privaciones, se revelan las internas entre las federaciones y sobre todo da cuenta que la materia prima de ese mundo masculino y en buena parte cerrado, se nutre de protagonistas humildes, parcos y llenos de carencias, y por esa misma razón cada entrenamiento, cada pelea, es una epopeya admirable.
Superhéroe latino, disparate simpático Nuevamente protagonizada por Danny Trejo, el director Robert Rodríguez vuelve a retomar la historia y personajes de la saga post-trailer de Grindhouse. En esta oportunidad, este James Bond latino lucha contra Voz (Mel Gibson). Primero fue la presentación del personaje, un ex agente federal mexicano al que le asesinan su esposa y su hijo. El hombrón, interpretado por el inescrutable Danny Trejo, entonces fue cumpliendo su venganza y en el camino, regado por la sangre de políticos mesiánicos y policías corruptos, involuntariamente se convirtió en Machete, símbolo de los desarrapados, los espaldas mojadas que en algún momento cruzaron el Río Bravo en busca de un futuro mejor y se convirtieron en mano de obra barata para los gringos. Si en la primera parte de la saga Robert Rodríguez forzaba al máximo el verosímil y resolvía con éxito el trámite de instalar a un cuasi súperhéroe latino, testeado el entusiasmo que despertó el mix de géneros que van desde el gore, pasando por el western y hasta un poco de cine-denuncia, el director que también puede general éxitos de la industria como Miniespías, se lanza de cabeza a un delirio relativamente gracioso, donde el espectador de cierta amplitud de miras va a preguntarse cuál es el techo de semejante despropósito. Porque hay un poco de todo, hay que reconocerlo. Vísceras que sirven como sogas amarradas a los rotores de un helicóptero, armas filosas de la nueva generación, clones letales, un arca de Noé, una Miss Texas como agente encubierta y hasta Charlie Sheen como presidente de la nación más poderosa del planeta. Y Machete, que dobla la apuesta y se convierte en algo así como un James Bond latino, que debe luchar contra Voz (Mel Gibson desatado) y su maquiavélico plan para destruir al mundo, escapar al espacio para volver con algunos elegidos y empezar de cero. Por supuesto que Machete sigue conservando esas características viriles y tan de cómic que lo hacen un personaje fascinante –hay que decirlo, casi exclusivamente por el hierático Danny Trejo–, pero sin embargo, a pesar de que el chiste de Sheen como presidente funcione, y si bien Sofía Vergara como enloquecida mastica-hombres es eficaz, la película no termina de cerrar como es debido. De la irreverencia con sustento de la primera película, apoyada en todo un pasado de un extraordinario cine exploitation de los años '60 hasta entrados los años '80, se pasó a los chistes sin alma, a la cinefilia calculada y el efecto sorpresa buscado con desesperación. No es que el film sea malo, porque si bien entretiene y en algunos tramos es francamente ingenioso, en conjunto no pasa de ser un disparate simpático.
Espías en thriller perezoso La nueva película del director Robert Luketic (el mismo de Legalmente rubia) cuenta con buenas actuaciones de figuras como Harrison Ford, Gary Oldman y Liam Hemsworth. Una falta, si quiere menor, convierte al joven Adam Cassidy (Liam Hemsworth) en un peón en la lucha por el poder entre dos pesos pesados de la industria tecnológica: Nicolas Wyatt (Gary Oldman) y Jock Goddard (Harrison Ford). Wyatt es el presidente y fundador de Wyatt Corporation, que luego de descubrir un pequeño desliz de Adam, lo extorsiona con mandarlo a la cárcel y dejar sin seguro médico a su padre enfermo si no accede a infiltrarse como un alto ejecutivo en Eikon, la empresa de Goddard –su rival, ex amigo y maestro–, para acceder a su nuevo proyecto, un teléfono que revolucionará el mundo de las comunicaciones. Así, el muchacho estrena departamento con todo el aparataje high tech de un alto ejecutivo del rubro tecnología, ropa cool y un historial apropiado para ser creíble ante los ojos del temible Goddard. Y como prueba de amor y valía, le ofrece un revolucionario sistema de GPS, cuestión que el cuento sea convincente y el empresario le abra el corazón y sus secretos industriales. Al igual que en Pelotón –sólo para citar un título con rumbo parecido–, el protagonista se juega el alma en cada acto, en cada decisión, entre dos personajes seductores y hábiles en lo suyo. Pero a diferencia del film de Oliver Stone, donde el ying y el yang se resolvía entre un lado más o menos bueno (Elias-Dafoe) y el otro definitivamente malo (Barnes-Berenger), Paranoia presenta a dos oponentes que cristalizan el decálogo capitalista, claramente desinteresados de cualquier alma débil y concentrados en hundir al oponente para seguir acumulando riqueza. Pero más allá del costado ideológico y del aggiornamento al estado actual de las cosas, la película de Robert Luketic (Legalmente rubia, 21: Blackjack) es un thriller perezoso que se asienta en una historia de espionaje corporativo muchas veces vista, para que supuestamente se luzcan dos intérpretes fuertes como Gary Oldman y Harrison Ford, un duelo anunciado desde el principio que llega al esperado enfrentamiento face to face recién al final, mientras el galán Liam Hemsworth (Los mercenarios 2, Los juegos del hambre) hace los mandados, le pone garra y cuerpo trabajado a su conflictivo personaje que asciende, se enamora, traiciona, duda y finalmente hace lo correcto, solo para inmolarse y que salgan a la luz los jueguitos de espías de los verdaderos y cretinos protagonistas.
Tensión en su medida justa El thriller de Denis Villeneuve construye una puesta asfixiante centrada en un drama. El miedo final, ese que llega disparado por una noticia o un caso más o menos cercano y que hacen que la mayoría de los espectadores, sobre todo los padres, realicen esa llamada que no estaba prevista o que se asomen a donde juegan o estudian los hijos para comprobar que si, todo está bien. Sobre la desaparición de dos nenas está centrada La sospecha, un thriller psicológico en la línea de varios otros títulos que en los últimos años abordan la misma temática. En la víspera de Acción de Gracias, Keller Dover (Hugh Jackman) y su esposa Grace (Maria Bello) pasan el feriado con una pareja amiga, mientras las niñas juegan en la calle del barrio. Las nenas no vuelven y mientras pasan las horas, el miedo se convierte en pánico, interviene el detective Loki (Jake Gyllenhaal), que rápidamente llega a la conclusión que el principal sospechoso es Alex Jones (Paul Dano en otro personaje border y van…), estacionado en su casa rodante cerca de donde se supone que desaparecieron las nenas. Pero Alex tiene problemas mentales, vive con su anciana tía (Melissa Leo extraordinaria como siempre) y por falta de pruebas contundentes queda libre. A partir de allí, el franco-canadiense Denis Villeneuve, que con Incendies fue nominado al Oscar en la categoría Mejor Película Extranjera, trabaja sobre la vieja idea de la justicia por mano propia, de lo que es capaz Keller para encontrar a su hija mientras su mujer se hunde en la depresión y no es capaz de salir de la cama. Oscura y opresiva, La sospecha va construyendo un relato con un guión preciso y una puesta asfixiante, tal vez demasiado planificada pero que sin embargo perfila bien a los personajes, con más de un punto de contacto con films como Zodíaco o Seven, ambos de David Fincher. Pero mientras que el realizador estadounidense logra una tensión precisa a partir de la síntesis, Villeneuve alarga y complejiza el relato innecesariamente, confundiendo gravedad con nervio narrativo.
Vida y muerte de la militancia Ana es una ex guerrillera y militante de la izquierda brasileña de los años '70 y '80. Pero Ana está agonizando en un sanatorio, en el siglo XXI, razón por la cual sus compañeros de combate se reúnen en actitud de espera. Pero también hay jóvenes, que representan otro mundo y otra clase de acción, motivo por el que la película construye un ida y vuelta generacional. En realidad, la estructura caleidoscópica de Memorias cruzadas es una elección narrativa recurrente de la realizadora Lucia Murat, tal como se expresara en la premiada Casi hermanos (2006). Los personajes no son los mismos de antes, el tiempo transcurrió modificando conceptos en algunos y hasta legitimando a algún otro, como se observa en el actual ministro, ex combatiente contra las dictaduras de antaño. La mirada de Murat invade la nostalgia a través del tono susurrante y las expresiones por un mundo al que se intentó modificar dentro o fuera de lo legal. En algún punto, la película escarba en aquellos años de agitaciones políticas, golpes de Estado y radicalización ideológica de la juventud, articulando un discurso donde se permite la confrontación de ideas, acaso el ocasional arrepentimiento, tal vez la melancolía por haber intentado un cambio, que en muchas ocasiones terminó en la frustración y la muerte. La estructura de relato, por su parte, convoca al rompecabezas, con imágenes de archivo, escenas donde la militancia descansa en la playa y una actualidad donde se intenta ubicar aquella historia ya en un mundo diferente. En ese puzzle ideológico, la película entrega sus buenos y discretos momentos; por un lado, Memorias cruzadas logra fusionar aquel pasado y los nuevos tiempos con suma inteligencia; por el otro, el film se esfuerza de manera denodada por salir de cierto esquema teatral y televisivo que neutraliza sus logros en los aspectos técnicos, en especial, con el uso de una luz mortecina que rodea a los personajes esperando los informes médicos sobre la protagonista. El resultado final será Ana a través de una foto y unas imágenes en blanco y negro, recordando aquella utopía y esa genuina militancia.
Con un teclado y banda ancha Desde siempre, la necesidad de atraer gente a las salas llevó a los tiburones de Hollywood a estar atentos a la más rabiosa actualidad para transformar en películas las historias que circulan masivamente. Sólo para dar un par de ejemplos, Hitchcock adaptaba novelitas baratas que se consumían como pan caliente, y más acá en el tiempo Red social hizo lo suyo con Facebook y un estudiante que se convirtió en millonario y se quedó sin amigos. El quinto poder, entonces, se sube a la fenomenal repercusión que tuvieron las revelaciones del sitio WikiLeaks sobre masacres varias, corrupción y sobre todo la manipulación de los gobiernos más poderosos del planeta. La película toma dos caminos predecibles: por un lado la guerra de guerrillas que encaró desde el principio el fundador del sitio con un teclado y banda ancha contra los poderes de turno, y por el otro la paranoia y megalomanía de un personaje tan fascinante como odioso. Pero además, el film de Bill Condon (responsable de la saga Crepúsculo) agrega otro elemento, la sociedad y amistad entre Assange (Cumberbatch) y Domscheit-Berg (Brühl), una relación maestro-alumno o si se quiere, mesías-creyente, que termina mal como era de suponerse. Demasiados hilos de relato en una madeja por momentos frenética, entretenida pero que inevitablemente se enreda en estilos narrativos y la ambición de dar un mensaje, que es algo así como que la información que circula no puede ser procesada por los medios tradicionales, que para eso está la fenomenal Internet, pero que al final de la jornada es difícil hacerle daño en serio al poder.
Una familia en tensión Por la trágica historia que arrastra desde pequeño en una hacienda algodonera del Sur de los Estados Unidos, donde su madre fue violada y su padre asesinado cuando intentó protestar por el abuso, Cecil Gaines (Forest Whitaker) es un hombre con miedo, que aprendió a ocultar sus opiniones, sus emociones y hasta sus movimientos para encajar y llevar una vida más o menos normal en un sistema injusto que lo supera. Así, luego de pasar sus primeros años como campesino, se convirtió en un eficiente "negro de casa", luego se perfeccionó en un lujoso hotel para dar el salto y convertirse en mayordomo de la Casa Blanca durante 29 años y siete administraciones. El film de Lee Daniels (Preciosa) tiene una narración clásica, donde la evolución de su protagonista es el vehículo para retratar un período de la historia en la lucha por los derechos civiles de los negros, que de alguna manera culminó con la llegada de Obama al poder. Eisenhower (Williams), Kennedy (James Marsden), Johnson (Liev Schreiber), Nixon (John Cusack) y Reagan (Alan Rickman), cada uno de los presidentes es atendido con eficacia por Cecil, que mientras tanto forma una familia con Gloria (extraordinaria Winfrey) y dos hijos que se ven envueltos por la historia: uno que dedica su vida a la lucha por la igualdad y el otro que se alista para luchar en Vietnam. La tensión del afuera que se traslada a una familia de clase media. Entretenida, previsible, con un gran elenco que en general hace lo suyo con oficio –salvo Cusack y Rickman, totalmente fuera de registro–, El mayordomo tiene además un tema sensible, por lo que la sospecha de ser un producto diseñado para agradar a la academia en los próximos Oscar no es para nada descabellada.
Una narración desaforada La nueva producción del talentoso director Alex de la Iglesia parte de un insólito robo en Madrid y desemboca en el alocado viaje de los ladrones hacia la frontera con Francia. El asalto a un local de empeños en la populosa Puerta del Sol madrileña, a cargo de un Cristo plateado (con cruz y todo), Bob Esponja y un soldadito íntegramente verde, es sin duda una de las escenas del año (de acción y de las otras), a partir de la violencia, la ironía y la mirada sobre el estado de las cosas de una empobrecida España según Álex de la Iglesia, gran director contemporáneo y desaforado contador de historias, que como le sucede casi siempre, tiene un comienzo memorable y a medida que avanza el relato se va enredando en los excesos, aplastando todo lo construido hasta el momento. El robo perpetrado por un grupo de perdedores disfrazados de estatuas vivientes está encabezado por José (Hugo Silva), desesperado por conseguir la custodia compartida de su hijo –que también participa del atraco disparando cual Oaki ibérico–, acompañado por Tony (Mario Casas), un relaciones públicas desocupado. En la huida se le suma forzosamente Manuel (Jaime Ordóñez), el conductor del taxi que toman los ladrones. A medida que los hombres desandan el camino hacia la frontera con Francia, se van contando sus penas y llegan a la obvia conclusión de que la culpa de cada uno de los males de este mundo se deben a las mujeres. Pero el botín tiene lo suyo: 25 mil alianzas de oro, vendidas, empeñadas por la miseria, el desamor o el odio de parejas que no llegaron a nada. Y la carga negativa de la bolsa se comprueba cuando en el raid los fugitivos a llegan a Zugarramurdi, un pueblo donde se chamuscaron varias supuestas brujas durante la inquisición. Y mientras la ex mujer de José los persigue para recuperar a su hijo ayudada por una pareja de penosos detectives, los fugitivos caen en las garras de esa comunidad matriarcal que lideran Graciana, Eva y Maritxu (desquiciadas madre, hija y abuela interpretadas por Carmen Maura, Carolina Bang y Terele Pávez), un poco como para que paguen por la estupidez y la crueldad de los hombres desde el principio de los tiempos, y otro poco como material de ofrenda a la diosa que va a inclinar la balanza para que las mujeres vuelvan a dominar al mundo. El director vasco, una vez más, no puede frenar a tiempo y todo el humor negro, un elenco fantástico y sobre todo una historia llena de aciertos, en el último tercio de la película abandona cualquier autocontrol y se lanza al frenesí de la acumulación de ideas, al placer (el suyo) de la narración desbocada y a un final apoteótico e incomprensible, casi escindido del resto de la película.
Corredores famosos como rock stars La nueva película del director Ron Howard (Cocoon, Una mente brillante, El código Da Vinci) se sumerge de lleno en el mundo de las carreras de Fórmula 1 durante los años '70, retratando el histórico duelo Hunt vs. Lauda. No importa que el espectador sea indiferente al deporte, porque cualquiera sabe que una buena película centrada en alguna disciplina como el fútbol, carrera de embolsados, críquet, pesca con mosca o cualquier otra, bien llevada ofrece una carga dramática ideal para el cine. Y si se le agrega el condimento de la rivalidad de dos personajes fuertes (un elemento casi indispensable para el buen desarrollo del cuentito), los elementos que ofrece el relato pueden ser irresistibles, aun para los que ni se mosquean ante cualquier justa deportiva. Rush. Pasión y gloria cumple todos estos requisitos, y –por si fuera poco– tiene una tensión extraordinaria que le imprime Ron Howard a la historia. Ahí está la rivalidad que alcanzó la categoría de leyenda entre el robot Niki Lauda ganando casi todos los grandes premios mientras el hedonista James Hunt le mordía el alerón a la espera de su gran oportunidad en la legendaria Fórmula 1 de la década del setenta. Para esa época, la categoría había alcanzado un estatus nuevo, pleno de glamour, millones en danza, pilotos que eran tan famosos como un rock star, siempre sonrientes, con una bella mujer tomada de la cintura y una infaltable copa en la mano. El director de Apolo 13 y El código Da Vinci recrea al detalle esos años, pero su mayor acierto es presentar a los dos corredores como dos personajes definitivamente opuestos pero necesariamente complementarios. El film cuenta el duelo entre Lauda y Hunt (Chris Hemsworth) desde los comienzos en la Fórmula 3, cuando ya se perfilaba que cada uno representaba dos maneras de mirar al mundo, con Lauda (Daniel Brühl) como el deportista frío y calculador, el futuro en números, –costos, beneficios y la reducción de la emoción del riesgo a su mínima expresión–, mientras que el desaforado Hunt, puro talento intuitivo, sin saberlo representaba el pasado, un mundo que se estaba retirando para dar paso al negocio desapasionado. Una especie de western fordiano (por caso, Un tiro en la noche), balanceándose entre dos personajes en tensión ante un nuevo mundo. Howard, con la colaboración del guionista ganador del Oscar Peter Morgan (con quien ya había trabajado en Frost versus Nixon), registra la velocidad, el miedo, los entretelones del negocio y llega al accidente del circuito alemán de Nürburgring, en donde Lauda quedó desfigurado –justo al piloto austríaco que era un obsesivo de la seguridad– y abrió la posibilidad para que Hunt se convirtiera en campeón. Una tragedia en toda su dimensión cinematográfica, clásica, atrapante y conmovedora.
Más que una comedia triste En la primera escena, Trent (Steve Carrel) le pregunta con voz nasal a Duncan, el hijo de su novia Pam (Toni Collette) con cuántos puntos se calificaría. El tipo insiste y finalmente el muchacho contesta con un desganado "seis", a lo que rápido, el padrastro en progreso retruca: "Yo creo que apenas un tres". El comienzo dispara dos preguntas: primero, si Carrel va a poder sostener durante casi dos horas ese personaje despreciable que despierta aversión desde el primer minuto, y el otro interrogante es si las vacaciones que acaba de empezar esa familia ensamblada van a ser tan horribles como parece. La respuesta es afirmativa para ambos casos. Nat Faxon y Jim Rash, ganadores del Oscar por el guión de Los descendientes (de Alexander Payne) se animan a la dirección con una película de actores, inscripta en la mejor tradición del cine independiente norteamericano, con una comedia triste que pone en el centro del relato a un adolescente solitario, con un padre ausente, una madre que intenta reconstruir su vida con un canalla (adivinen quién) y una hermana apenas mayor que lo ve como una carga. A decir verdad, parece que todos lo perciben de la misma manera. Es cierto que el film recorre cada uno de los puntos dramáticos que se supone significarán dolor para el muchacho, crecimiento y el descubrimiento de que dispone de una reserva de coraje. Que la llegada al mundo adulto sea con el menor daño. Pero el camino que plantea la puesta es lo suficientemente sofisticado como para que parezca simple que Duncan encuentre en ese mundo hostil y para colmo con esa alegría falsa del infierno de las vacaciones familiares una figura paterna, simpática, un poco inmadura y definitivamente noble como Owen (el enorme Sam Rockwell), o que haya una importante cantidad de personajes que van a jugar un papel decisivo en la madurez del muchacho, que va conformando su visión del mundo. Así, su carácter se va formando mientras observa y choca con el manipulador Trent, se revela por las humillaciones que recibe su madre, aunque en el fondo la entienda, comprueba que algunos utilizan el alcohol para disimular su soledad e intuye que tiene que superar alguna prueba ridícula para crecer. Rigurosa, amable y también, conmovedora, Un camino hacia mí es casi un milagro en la cartelera.