Nada interesante para ofrecer El film cuenta a grandes rasgos la historia de dos viejos y siniestros combatientes hermanados por sus atrocidades. Un intento fallido de continuación de Contracara. Tiempo de caza comienza con una explicación sobre lo que fue la guerra en Bosnia y las matanzas étnicas. Enseguida se muestra a una patrulla descubriendo en un tren que estaba a punto de ser quemado los cadáveres de cientos de personas desnutridas que atiborran los vagones de la formación y luego la cámara registra la ejecución mediante un tiro en la nuca a los responsables de la masacre. De ese pasado devastador escapa Benjamin Ford (Robert De Niro), recluido en una cabaña en la montaña y jubilado de las fuerzas de la OTAN, el organismo internacional que intervino en el conflicto entre Bosnia y Serbia en 1995. Pero se sabe, lo hecho, hecho está, el que las hace, las paga y así, entonces el pasado que siempre vuelve esta vez tiene el cuerpo y la voz de Emil Kovac (John Travolta, en plan eslavo, acento gutural inolvidable y un cabello y barba renegridos para la caricatura), un muchachote grande, de vacaciones, que primero se gana la confianza de Benjamín para luego mostrar su verdadera identidad como un ex combatiente serbio de un grupo paramilitar que busca saldar cuentas con el ex coronel y de paso aliviar un poco su atormentada alma de genocida. Lo que sigue es un juego del gato y el ratón ejecutado con arco y flechas –como para dar cuenta de que los contendientes conservan algo de nobleza y claro, son cazadores después de todo–, torturas varias, largas parrafadas sobre el sinsentido de la guerra, la responsabilidad, los demonios que acechan en la noche, el sentido mismo de la vida, la religión claro y el dolor que se infligen ambos para expiar sus culpas. Dos viejos y siniestros combatientes en suma, que se encuentran en un campo de batalla para ellos solitos, hermanados por sus atrocidades pero en el fondo con mucho material como para empezar de nuevo. El proyecto que nació como una suerte de continuación de Contracara, el extraordinario film de John Woo de 1997, fue derivando a otra cosa (esta cosa dirigida por Mark Steven Johnson, responsable de las mediocres Ghost Rider y Daredevil), con De Niro en el papel que estaba reservado para Nicolas Cage. Quién sabe qué hubiera sido de Tiempo de caza si se hubiera reeditado el memorable enfrentamiento Travolta vs. Cage, pero en honor a la nostalgia, seguramente hubiera sido una película mucho más interesante.
El relato de una protesta Sandra Gugliotta estaba trabajando dentro del colegio Nicolás Avellaneda en un documental sobre la cuestión de género en la educación, cuando se produjeron las tomas estudiantiles en las escuelas secundarias porteñas en 2010. En ese momento y como testigo privilegiada del fenómeno, la directora decidió cambiar el eje de su relato para concentrarse la lucha de los chicos por mejorar las condiciones edilicias de los colegios, además de denunciar el estado de crisis de la educación en el distrito más rico del país. Tomando como protagonistas principales a algunos de estudiantes que participaron de las medidas de fuerza –sin dejar de lado a otros que estaban presentes pero obligados por las circunstancias–, La toma es una apasionante radiografía de la composición político-social de la población de un colegio, que bien puede ser tomada como una representación bastante fidedigna del resto de la Ciudad de Buenos Aires. En ese sentido, el documental elige un relato en donde ante cada tema, grupo, medida, personaje o discusión se contrapone casi siempre un argumento diferente, una facción distinta, un accionar contrario y un villano o héroe según corresponda. Este mecanismo de polos opuestos da como resultado una tensión extraordinaria al relato, donde los líderes de la protesta lucen apasionados y su accionar en la vida real es tan empático como conmovedor. Esos chicos, de apenas 15 o 16 años se enfrentan a aparatos políticos, a los medios que los demonizan casi en cadena, avanzan y retroceden en decisiones, aciertan, confrontan aun con las autoridades que fomentan su capacidad de pensar, se equivocan, hacen política, se escinden, se preocupan por su futuro, reflexionan sobre los chicos que vendrán, todo esto desde un accionar conmovedor que la puesta y las decisiones de Gugliotta en la sala de edición transmiten desde una película auténtica y noble.
Con amor de hermano Caito es Luis, tiene casi 30 años y a diferencia de su hermano, el actor Guillermo Pfening, es un chico común que vive en un pueblo donde todos lo conocen y sostiene una luminosa sonrisa casi siempre, aun cuando las fuerzas lo abandonan o cuando se somete a la terapia de recuperación por la distrofia muscular que le diagnosticaron de niño, cuando fue evidente que no podía correr o subir una escalera como sus amigos. Primero Pfening filmó un corto con su hermano que ganó un premio en Francia, y ese fue el germen del largo, rodado desde una asombrosa libertad creativa. Caito cuenta los preparativos, ensayos y búsqueda de personajes de lo que va a ser una ficción protagonizada por Luis, que lo mostrará enamorado de una prostituta y la relación afectiva que mantiene con una niña maltratada de la que de alguna manera se convertirá en un papá. Además muestra a la familia Pfening, a su kinesióloga, a la mujer que trabaja en la casa, sus amigos, recorre a través de fotos los días de la infancia de los hermanos, las vacaciones en el mar. Y después sí, la ficción que se entrelaza sin dificultad con lo anterior y Caito que se enamora, se emborracha, es rechazado, cuida de esa niña, tiene sexo, escapa, logra concretar todos sus deseos. En su debut como director, Pfening se arriesga a contar sus afectos más cercanos con una auténtica curiosidad por la experimentación y sobre todo con el amor que tiene por su hermano, que le permite evitar cualquier golpe bajo. Complejizando el relato al mostrar el proceso creativo, la intimidad familiar y la historia de amor en la ficción, Pfening da cuenta de un todo de manera excepcional y con una puesta difícil que no elude la emotividad.
Jugadas poco novedosas El tercer film de Brad Furman se mete en el universo de las apuestas con dos protagonistas de lujo, Justin Timberlake y Ben Affleck, jugando al maestro y al alumno. Richie Furst (Justin Timberlake) forma parte de la élite que asiste a la universidad estadounidense de Princeton, pero el muchacho tiene su lado oscuro y un día pierde el dinero de su matrícula en un juego de póker online. Convencido de que fue estafado, y perdido por perdido, Richie viaja a Puerto Rico, donde está asentado el centro mundial de apuestas en la Web, sin un plan demasiado claro pero dispuesto a reclamarle lo suyo a Ivan "El Mago de Oz" Block (Ben Affleck), dueño del portal de apuestas. El estudiante, apenas llega, se ve deslumbrado por el paraíso de lujo, chicas y poder en el que vive Ivan y pronto, no sólo recupera su dinero, sino que acepta ser algo así como el discípulo del mandamás global de las apuestas a un clic, convirtiéndose rápidamente en su mano derecha. Tercer largo de Brad Furman, un director de la industria que cumplió con lo justo en Venganza sin tregua (2007) y Culpable o inocente (2011), aquí pone piloto automático para cumplir con un thriller no demasiado inspirado sobre el universo de las apuestas –ahora mucho más rentable gracias a la globalización vía Internet–, que tiene como centro la vieja fórmula del maestro y el alumno que se sacan chispas hasta que el benjamín da el paso inevitable para superar a su mentor y luego, convertirse en su peor adversario. Las alternativas del juego por dinero siempre fueron una cantera para extraer todo tipo de material cinematográfico como El golpe, Apuesta final, La casa del juego o Dos por el dinero, sólo por nombrar un puñado de títulos. Lo cierto es que la película de Furman cumple apenas con lo mínimo, con una historia muy transitada entre dos generaciones, dos maneras de ver el mundo, una chica que se disputan ambos (Gemma Arterton, muy desaprovechada), en un thriller sin garra que anuncia cada una de sus jugadas –por si fuera poco, con una irritante voz en off–, la cuestión moral entre hacer o no lo correcto, y la atracción de dos estrellas como Timberlake aquí flojito, como sin convicción en el protagónico, y Affleck, que sin ser un gran intérprete, está bastante convincente como el expatriado y cínico empresario de las apuestas enterrado en una lujosa jaula de cristal en el sudoroso Caribe. Apuesta máxima es un producto que, además de no aportar nada novedoso al género, tampoco se preocupa en tomar lo mejor de las películas que abordaron el tema del juego, dando como resultado un relato simplón y moderadamente entretenido.
Chocando, sufriendo y compartiendo Tres años después de su primer cortometraje, el actor Martín Piroyansky acaba de estrenar su primera película como director. Es una historia de amor filmada con talento y sensibilidad, también con buenas actuaciones. El actor Martín Piroyansky debuta como director y guionista con una comedia romántica, un tanto desprolija pero vital, acerca de una pareja de argentinos residentes hace apenas unos meses en Nueva York. Es una deliciosa historia de amor enmarcada en una ciudad mostrada con todos los elementos del imaginario joven de la clase media porteña con posibilidades ciertas de visitarla en algún momento de sus vidas. Y si bien es cierto que Piroyansky hace un recorte casi publicitario de las locaciones –el departamento de la pareja, el trabajo de ella, el metro (no subte), el vestuario cool y así–, también tiene claro lo que quiere contar. Esto es, una historia chiquita, con una pareja que se ama y a la vez va madurando en un entorno que no es el suyo pero que por educación, ganas de conocer el mundo y una clara aspiración cosmopolita, será uno de sus lugares afectivos por el resto de sus vidas. Y en la pantalla ambos, Valeria (Carla Quevedo, gran futuro en el cine) y Pablo (Abril Sosa), hermosos, llenos de vida, un poquito trágicos, amándose desparejamente. Ella, adorable asistiendo a las clases de actuación, adorable como recepcionista en un restaurant y también cuando es rechazada en un casting, adorable soportando la bohemia de él, la falta de compromiso, su veta autodestructiva. Y el amor que tambalea, un tercero que aparece, Ben (Burns), tan neoyorquino, tan Ben, tan poco Pablo. La frescura y también por lo que puede ser atacado el film de Piroyansky es que apuesta por un relato de actores, con la ambición de meterse en esa pequeña historia de amor desde la intimidad sin tener en cuenta otros elementos de la puesta, como un acabado final de los personajes o una cámara un tanto inestable. Sin embargo, todo lo que se puede cuestionar desaparece por el talento y la sensibilidad del director para retratar a sus criaturas amándose, chocando, sufriendo y compartiendo la felicidad de estar juntos. Dos o ambos parece ser la clave, juntos es cuando la película parece que todo lo puede. Abril en Nueva York entonces es el prometedor debut de un director joven, con una mirada propia y afectiva del universo que le interesa contar, una claridad que algunos realizadores alcanzan después de varios intentos. O nunca.
Las mejores intenciones En el comienzo, todo parece indicar que el universo de Manso Vital (Hugo Varela), es reducidísimo, con un entono de unos pocos amigos, una vecina que le cocina y su oficio de relojero, que ejerce desde su casa. Sólo hay un motor y podría decirse, la razón de esa vida gris, anónima, y es el deseo de poder adoptar un hijo. Un proyecto que primero tuvo con su esposa y que continúa solo, 12 años después de enviudar. La burocracia con su lógica imperturbable y muchas veces absurda impide que el protagonista logre su cometido hasta que un día, en paralelo al anuncio de que padece una enfermedad terminal, Manso recibe a un niño de unos diez años (Conrado Valenzuela), que llega inesperadamente y en el peor momento. Esa voluntad férrea que Manso había demostrado por más de una década, entonces se desmorona y da paso a la desesperación por ese niño desvalido que pronto se va a quedar sin su padre adoptivo. La distancia que empieza a poner en esa relación naciente, la decisión de devolver al chico y el aparato del Estado impasible ante el drama, se reflejan con minuciosidad, pero el abanico de registros que se despliegan durante la casi hora y media del film, hacen que nunca se llegue a una fluidez narrativa. La alegoría sobre una Argentina trabada, incomprensible y en especial el tema de la adopción, en el relato de Maiocco (Sólo gente, Gracias por los servicios) se monta en la metáfora pesimista, con algunos elementos de sinsentido nacional tratados con un humor un tanto obsoleto, en una película inscripta en ese cine con algunas ideas interesantes que no llegan a encajar en la puesta.
Amigas son las amigas Sandra Bullock y la comediante Melissa McCarthy (famosa por la serie Mike & Molly) llevan adelante una comedia de enredos, no exenta de algunos guiños escatológicos. Las llamadas "buddy movies", esas películas centrados en una pareja compinche, generalmente con personajes opuestos pero milagrosamente complementarios, históricamente fueron protagonizados por los hombres, aunque haya excepciones como la extraordinaria Una eva y dos adanes de Billy Wilder o más recientes como La boda de mi mejor amiga Paul Feig y La cosa más dulce de Roger Kumble. Inscripta en ese subgénero y con la pizca de escatología que se extiende desde la nueva comedia americana al resto, Chicas armadas y peligrosos se asienta en dos actrices singulares como Sandra Bullock y sobre todo Melissa McCarthy, una de esas actrices que parece nacida para la comedia. Las chicas no pueden ser más diferentes. Mientras que Ashburn (Bullock) concentra toda su vida en su trabajo como una eficiente agente del FBI que sin embargo no logra un merecido ascenso por su incapacidad de relacionarse con sus compañeros, Mullins (McCarthy) también está bastante sola y sin contacto con el resto de los policías de Boston, a los que insulta y desprecia. Por un caso, la inevitable cuestión de las jurisdicciones entre el buró de investigaciones y los locales, hace que las mujeres empiecen con el pie izquierdo, aunque por supuesto, con el correr de los minutos y los gags más o menos resueltos, nace el respeto profesional, luego las confesiones y el verdadero afecto que se convierte en amistad para toda la vida. Una "buddy movie" con todas las de la ley. Pero algunos buenos momentos de comedia, la química y el oficio de las protagonistas –aunque hay que decir que Bullock sobreactúa bastante la rigidez de su personaje– no son suficientes y la propuesta se va deshilachando a medida que ante cada diferencia surge el momento del entendimiento. Frente a cada momento físico hay una pausa para que el público se ria con (¿o de?) Melissa McCarthy, y algunas situaciones demasiado vistas y la búsqueda del efecto de escenas ya transitadas pero que se supone, en manos de las mujeres pueden provocar una sonrisa. Y aunque la comparación es odiosa y hasta injusta, es como si desde el principio el plan del director Paul Feig fue ubicar a dos actrices en un plan al estilo de Jerry Lewis y Dean Martin para ver qué pasaba.
Simpatía por el demonio La nueva película de Lucía Puenzo (XXY, El niño pez) aborda el tema de los ex jerarcas nazis refugiados en Argentina. Es original, atrapante, y con un alto nivel de producción. Desde hace décadas, la presencia y la ayuda que se les brindó a los ex jerarcas nazis refugiados en la Argentina es un tema solapado e insuficientemente investigado. En el caso del cine, estuvo presente en varios documentales –como Pacto de silencio de Carlos Echevarría, sobre el refugio y la asistencia que encontró al criminal de guerra Erich Priebke en Bariloche–, pero la red de complicidades que encontraron los alemanes en el país casi no fue abordada en la ficción. Wakolda, la novela de Lucía Puenzo, está centrada directamente en la cuestión, y la propia escritora y realizadora consideró que el material podía ser llevado al cine. El resultado es una película atrapante, con un alto nivel de producción y una puesta en escena clásica, una narración que explicita las simpatías y la admiración de buena parte de la comunidad barilochense (otra vez la ciudad rionegrina) con la causa nazi y en este caso con el médico Josef Mengele, uno de los sostenes de nazismo, el principal responsable de la limpieza étnica y de los atroces experimentos en los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial. El film de Puenzo (XXY y El niño pez), comienza con el encuentro de Mengele (Alex Brendemühl) con una pareja: Enzo (Diego Peretti) y Eva (Natalia Oreiro), padres de Lilith (Florencia Bado), que tiene 12 años pero aparenta varios menos por problemas de crecimiento. Mientras que la familia se prepara para abrir una hostería en las orillas del lago Nahuel Huapi que recibieron como herencia, el interés del médico alemán por la niña y por Eva –que está embarazada– va creciendo. Madre e hija están fascinadas por el seductor extranjero, en tanto Enzo intuye que el visitante esconde algo siniestro. Mengele es recibido como una personalidad por la comunidad alemana y continúa con los experimentos que había emprendido en la década del '40, primero con la pequeña Lilith y luego pone su atención en Eva, que está a punto de parir mellizos. Wakolda, entonces, es ambiciosa: en poco más de 90 minutos cuenta una recorrido posible de Mengele en la Argentina, aborda el abierto sostén que tuvo el "Angel de la Muerte" en Bariloche, con epicentro en una escuela alemana abiertamente simpatizante del nacionalsocialismo, muestra el papel de los cazadores de criminales de guerra –Elena Roger interpreta a la conexión local de la Mossad– y también se ocupa del despertar sexual de una niña, entre otras varias subtramas que encuentran su desenlace de manera apretada pero precisa, en un trhriller apasionante y complejo.
Matrimonio en crisis en el Caribe Martina Gusmán y Santi Millán interpretan a una pareja que regentea un hotel en Isla Margarita en medio de problemas. El personaje de Nicolás Cabré terminará por desestabilizar la escena en este film pasatista y olvidable. Las películas Metegol, Corazón de León, Vino para robar, a las que se agregó hace apenas una semana Séptimo, lograron una buena respuesta del público y en general fueron acompañadas por la crítica. Este buen momento de varias producciones interesantes podría hacer pensar que el cine industrial argentino encontró un estándar digno, capaz de convocar espectadores a las salas con propuestas que en mayor o menor medida tienen muchos elementos para destacar. Sin embargo el otro cine, el que convoca a estrellas, el que cuenta con un nivel de recursos importantes pero que también es chapucero, apurado y olvidable, siempre está al acecho. Este es el caso de Sólo para dos, una coproducción entre Argentina, España y Venezuela dirigida por Roberto Santiago, una comedia que remite a la picaresca nacional de los ochenta, con un desarrollo que en el mejor de los casos es inocuo y que a duras penas logra arrancar una sonrisa, a fuerza de subrayados y transitadísimo costumbrismo. Valentina (Martina Gusmán) y Gonzalo (Santi Millán) son un matrimonio desgastado, dueño de un complejo de cabañas especial para parejas en la Isla Margarita, y por supuesto, el acento está puesto en la paradoja de que mientras la relación se derrumba, deben dar los servicios en un lugar diseñado para que los enamorados visitantes encuentren su nidito de amor en el Caribe. El disparador de la crisis y también el que viene a orientar el relato es Mitch (Nicolás Cabré), un joven supuestamente irresistible, que llega solo al lugar después de haberse peleado con su mujer en su noche de bodas. Rápidamente Mitch se convierte en el involuntario terror de los maridos y el polo de atracción de las mujeres, cualquiera sea su estado civil, para que la película ensaye algunos gags que definitivamente son poco efectivos, con mujeres hermosas, maridos idiotas y María Nela Sinisterra (Corazón de León) que parece que fue incluida en el relato sólo para que pasee su belleza por el set. Y mientras el elenco español parece rescatado del túnel del tiempo de esas comedias de hace treinta años que asolaron a la madre patria y también hicieron lo suyo por estas playas, la parte argentina no queda mucho mejor parada. Nicolás Cabré está bien lejos de Atraco, donde hizo un buen trabajo junto a Guillermo Francella, y aquí en cambio parece recuperar buena parte de los tics que incorporó durante su exitosa carrera televisiva, mientras que la talentosa Martina Gusmán (Elefante blanco, Carancho, Leonera), parece esperar inútilmente durante toda la película una línea de diálogo o alguna escena medianamente rescatable.
Un nuevo conflicto en la Casa Blanca A menos de cuatro meses del estreno de un film similar con Gerard Butler y Morgan Freeman, ahora llega otro atentado a la residencia del presidente de los Estados Unidos, con el ascendente Channing Tatum y Jamie Foxx. Cualquiera que preste un poco de atención a la ficha técnica de la película y cuente con un mínimo de memoria cinéfila, notará que Roland Emmerich tiene una particular inclinación por las destrucciones terminales y nuevos comienzos a partir de algún cataclismo (Día de independencia, El día después de mañana). Entonces, ¿qué mejor elección que el director alemán cooptado por Hollywood para que se haga cargo de una película centrada en la toma a sangre y fuego de un grupo paramilitar a la Casa Blanca, en un capítulo más del corazón simbólico del imperio sometido a un ataque despiadado para controlar su poderoso arsenal nuclear? Allí gobierna los destinos del mundo el presidente Sawyer (Jamie Foxx), convenientemente negro según la rabiosa actualidad, dispuesto a retirar sus tropas de Oriente Medio y llegar definitivamente a un acuerdo de paz. Pero en el riñón mismo del servicio secreto hay un halcón que no está dispuesto a que esto suceda, un poco por una triste pérdida y otro tanto por su desaforado patriotismo. El héroe del relato, en este caso involuntario, está a cargo de Cale (Channing Tatum, la estrella del momento), un muchacho tan buenazo como abatido por no haber podido entrar al servicio secreto y que justo en el momento del asalto se encuentra en la magna residencia con su hija para hacer un recorrido por los pasillos del poder. De vuelta al principio y siguiendo con la hipótesis de que el posible espectador cuente con una módica reserva de memoria, hace menos de cuatro meses se estrenó en el país Ataque a la Casa Blanca, un film de Antoine Fuqua con Gerard Butler, Aaron Eckhart y Morgan Freeman, donde la amenaza era un comando norcoreano, el nuevo y temible enemigo de Occidente. La cita por obvia no deja de ser cierta, porque las similitudes entre ambos títulos es evidente, pero hay que decir que aunque El ataque cuenta con estrellas más cotizadas y un director que se supone es un especialista en el género de acción, la reciente película de Faqua es más osada, menos seria y más desprejuiciada en el camino del rompan todo. El ataque tiene momentos entretenidos, los efectos son muchos pero no tanto para abrumar, la niñita introduce en la acción el papel de los medios en la era de Youtube y el cuentito se esfuerza en mostrar a Foxx lejos de ser un héroe de acción, para ubicarlo como un político que depende de su ocasional guardián para sobrevivir. Es decir, unos poquísimos elementos para diferenciarse de la nutrida lista de films del mismo tipo, destinados al consumo rápido y sin mayores consecuencias para el espectador. Aun cuando cuente con una memoria de elefante.