Una "familia" de negocios Con un timming alejado de cualquier sutileza, la comedia protagonizada por Jason Sudeikis y Jennifer Aniston cuenta la odisea de un traficante y sus parientes inventados. Una historia para nada original, una sucesión interminable de gags, escenas basadas en el modelo del fenómeno de la saga ¿Qué pasó ayer? La enumeración, definitivamente negativa de algunos de los tips que en cualquier otro film serían lapidarios, en conjunto funcionan admirablemente bien en ¿Quién *&$%! son los Miller?, una película asombrosamente revulsiva y honesta, teniendo en cuenta los cánones calculadamente conservadores de Hollywood. El film de Rawson Marshall Thurber, director de la muy atendible Pelotas en juego, comienza con David Burke (Sudeikis), un traficante de marihuana al menudeo al que asalta una pandillita de jóvenes. El incidente lo enfrenta a su jefe Brad (Ed Helms), que para saldar la deuda lo obliga a hacer un viaje a México para traer una buena cantidad de "mercadería". Sin demasiadas luces, a David se le ocurre que la mejor manera de viajar es en familia, en una casa rodante. Y para eso contrata para que sea su "esposa" a su vecina Rose (Aniston), una stripper en decadencia, y como hijos recluta a otro vecino, el inocentón Kenny (Poulter) y a Casey (Roberts), una chica que vive en la calle. Completada la "familia" y después de un cambio de look en plan wasp (blanco, anglosajón y protestante), los Miller van en busca del cargamento, una aventura contada con todas las reglas de la comedia políticamente incorrecta, que entre sus muchos logros incluye muchas situaciones desopilantes y por supuesto, la oportunidad de mostrar a Jennifer Aniston en sus gloriosos 44 años y más sensual que nunca. Lo cierto es que el director decidió tomar un camino bien alejado de cualquier sutileza y se concentró en explotar a rajatabla los elementos con los que contaba, esto es, un elenco con figuras como Aniston y el oficio de Sudeikis, la tendencia televisiva de las series centradas en gente común que por diferentes circunstancias se involucra en el tráfico de drogas como medio de vida –Breaking Bad, Weeds–, el timming de Saturday Night Live y, claro, el final aparentemente inevitable que atraviesa en los últimos años a la comedia americana por más arriesgada que sea, esto es, el correcto encuadramiento moral, cuestión que a nadie se le ocurra acusar a la película de mensajes poco claros o apologías varias. En suma, más allá de un final aleccionador que desmiente el camino elegido para buena parte del relato, ¿Quién *&$%! son los Miller? es una buena comedia, con grandes momentos –el bebé-marihuana es desopilante–, liviana, sin grandes ambiciones y muy disfrutable.
La fantasía de ser otro La ópera prima de María Florencia Álvarez construye un relato de intriga sobre la figura de una joven que cambia su vida. Un film lleno de hallazgos, entre climas y silencios. En el comienzo, Analía cuenta sin demasiado entusiasmo que esa es su última entrega, que va a empezar a trabajar con su mamá. Esa es la única señal en la que muestra su descontento frente a su futuro próximo. Nada hace prever que el corto viaje que está por emprender a Buenos Aires para cumplir con el pedido de artesanías desde algún lugar del interior del país, se extenderá en una estancia prolongada en donde Analía cambiará su identidad para ser Habiba, adoptará otras costumbres y se convertirá al islamismo. La primera película de María Florencia Álvarez, que fue seleccionada para la sección Panorama del Festival de Berlín y formó parte de la Competencia Argentina del último Bafici, va construyendo un relato casi de intriga sobre la figura de esa joven de 20 años, en plena etapa de búsquedas, que por azar asiste a un velorio islámico y que poco a poco va dejándose envolver por costumbres, ritos religiosos y una visión de la vida completamente alejada de la realidad en donde creció. Con una cadencia serena en el relato, segura de los climas que quiere transmitir, la directora tiene varios aciertos en la puesta, en principio con la elección de Martina Juncadella (Abrir puertas y ventanas), que en un muy buen trabajo desde los silencios y una incertidumbre llena de certezas, compone a esa chica que cumple la fantasía de muchos de convertirse en otra persona, ser otro en un lugar diferente, empezar de cero. Pero sobre todo, lo que muestra en un segundo plano y sobre donde va dando los primeros pasos Analía, es a la comunidad musulmana, que en el mejor de los casos es mal conocida y carga con muchos preconceptos. A Alvarez le interesa explorar otros mundos y junto a la cámara de Julián Apezteguía se introduce en una mezquita, en los lazos solidarios de la comunidad musulmana, en eventos sociales y en la intimidad de otra joven que de alguna manera le sirve de guía a Hbbi, que ya eligió, que se enamora, que se anima, aunque sus decisiones tienen consecuencias que no puede manejar. Sin duda la búsqueda de la película es curiosa, abierta, límpida y aunque la línea del relato que tiene que ver con la gran ciudad para dar cuenta del extrañamiento por partida doble de la protagonista en Buenos Aires y luego convertida al islamismo, no aporta demasiado, pero a la hora del balance Habi, la extranjera es una película llena de hallazgos y de una madurez infrecuente para una ópera prima.
Más drama y moraleja que comedia El film de Marcos Carnevale encara la arriesgada propuesta de un romance entre los personajes interpretados por Julieta Díaz y un Guillermo Francella de 1,36 metros. Divertidos equívocos y un "mensaje" demasiado explícito. En principio hay que decir que la idea base de Corazón de León era ingeniosa y arriesgada, pero que mal llevada podía convertirse en una catástrofe. Dos profesionales, de igual condición social, ambos divorciados, se encuentran, se enamoran y si todo sale bien, tal vez tengan un futuro en común. La particularidad de esta relación es que el hombre mide apenas 1,36 centímetros, lo que convierte al romance en progreso en una lucha de ella contra los prejuicios, propios y extraños. Y a pesar de que Guillermo Francella hace lo suyo con eficacia componiendo a ese León Godoy arrollador, adorable, buena gente, y que todo el relato se asienta en su estatura reducida, la verdadera protagonista de la película es Julieta Díaz, como la abogada que primero se siente seducida por teléfono y luego, en el primer encuentro, intenta ocultar su sorpresa ante el galán enano. Después decide darle una oportunidad, vacila, no sabe si está preparada para afrontar las miradas burlonas y los comentarios en voz baja, para finalmente embarcarse en una historia con final feliz. Lo cierto es que se hacía difícil imaginar que el responsable de títulos como Viudas, Elsa & Fred y Anita tiene como punto de partida para su último trabajo los films de los hermanos Farrelly –y por qué no, algo de la extraordinaria El increíble hombre menguante, de Jack Arnold–, aunque claro, allí donde los Farrelly ubican en un plano de igualdad a las personas con capacidades diferentes y por lo tanto están sujetos a las mismas barbaridades que el resto de sus personajes, Marcos Carnevale va más en la dirección del drama con toques de comedia y hasta moraleja, sin la ferocidad a la que se anima la dupla estadounidense. Lo cierto es que Corazón de León tiene una primera parte sorprendente, llena de situaciones bien resueltas, equívocos divertidos –aunque el timing televisivo a veces es demasiado evidente– y una indudable química de los protagonistas, con un Francella seductor, simpático e irresistible, y Díaz mostrando todo un abanico de matices que dejan en claro las dudas, miedos e incertidumbres de su personaje. Pero más adelante, la película se siente obligada a explicitar los que ya estaba dicho y remarca innecesariamente el "mensaje", algo así como que todos somos iguales, hay que superar los prejuicios, que vivan las diferencias, etcétera. Corazón de León, entonces, es la mejor película de Carnevale, indudablemente tiene su sello y se ubica bastante más arriba que el resto de su obra. No oculta su ambición de entretener y dentro del cine industrial, es un producto más que digno.
De lumpen a catador Sobre las oportunidades, sobre la redención y la piedad se asienta el nuevo film de Ken Loach, que basó buena parte de su carrera en el realismo social. Pero el gran mérito de La parte de los ángeles es el tono del relato, alejado de la gravedad de muchos de los títulos del veterano realizador inglés, aunque sin dejar de marcar las injusticias y la falta de contención de los jóvenes de su país. A partir de Robbie (Paul Brannigan), un joven lumpen de la ciudad escocesa de Glasgow que intenta un cambio en su vida cuando nace su hijo, Loach hace un mapa de los desclasados del lugar, pero con una mirada siempre piadosa y hasta divertida de esos personajes patéticos y adorables. Criado en una ambiente violento, Robbie primero tiene que sortear el rechazo de la familia de la chica que lo ve como un perdedor y luego de un entorno marginal. Por un delito menor es condenado a trabajos comunitarios y allí encuentra a otros jóvenes que tienen historias parecidas pero sobre todo, allí está Harry (el extraordinario John Henshaw), el oficial a cargo de la custodia de los chicos, que le toma cariño al rebelde y confundido Robbie, y además lo introduce en el mundo del whisky. Inesperadamente el propio protagonista descubre que tiene un paladar privilegiado y que puede hacer una carrera como catador. Pero el pasado y las costumbres pesan de manera decisiva para los personajes de Loach, y si bien el grupito de perdedores accede al universo de botellas clasificadas, de coleccionistas dispuestos a pagar miles de libras por una botella de whisky especial, los muchachos van a hacer los suyo pero de manera noble, como el pasaje a otra vida. Desde su humanismo a rajatabla, Loach entiende a sus criaturas y decide que tienen derecho a algún tipo de revancha.
Todo por salvar a su hijo El dueño de una empresa de transportes está dispuesto a infiltrarse en el mundo de las drogas para librar a su hijo, encarcelado por su supuesta vinculación con el narcotráfico. La película tiene un centro desde donde parte la historia más que interesante. En la lucha contra las drogas –que por cierto se está perdiendo–, la justicia de los Estados Unidos "planta" cazabobos con pequeñas cantidades de estupefacientes para que principalmente los jóvenes se vean tentados y engrosen las estadísticas de detenidos por tráfico. Este es el relato que plantea el film –que se supone fue un caso real–, de Jason (Rafi Gavron), un chico de 18 años al que un amigo lo delata para conseguir una reducción de pena. Ya tras las rejas, al muchacho se le pide lo mismo pero él se niega a colaborar con un sistema injusto, por lo que se dispone a cumplir diez años de condena. Pero ahí aparece John (Dwayne "The Rock" Johnson), el próspero dueño de una empresa de transportes que está dispuesto a infiltrarse en el mundo de las drogas y conseguir las pruebas para incriminar a algún narco a cambio de que la despiadada fiscal Joanne Keeghan (Susan Sarandon) libere a su hijo. Después de algún intento que termina con John recibiendo una golpiza, a través de Daniel (Jon Bernthal), un ex delincuente que trabaja en su empresa, logra conectarse con un cártel de drogas y empieza una odisea para lograr el ansiado arresto. Más allá de la presencia de dos buenos actores como Susan Sarandon y Barry Pepper –aquí en plan de durísimo agente de la DEA–, el peso del relato se asienta en los anchísimos hombros del ex luchador de catch Dwayne Johnson, en un rol dramático que no está exclusivamente asentado en escenas de acción, que al actor de títulos como Rápido y furioso, Doom: la puerta del infierno o El rey Escorpión, le salen de taquito. Y si bien el musculoso Dwayne ya mostró su veta vulnerable y hasta divertida en comedias como Papá por sorpresa y Súper agente 86, el desafío actoral de El infiltrado es mucho mayor. Y hay que decir que The Rock sale bastante airoso como el padre dispuesto a todo por sacar a su hijo de la cárcel –y todo significa su matrimonio, su empresa y hasta su vida–, haciendo de mula para un temible cártel de drogas liderado por “El Topo” Pintera (Benjamin Bratt), que como prueba de lealtad, lo obliga a transportar varios millones de dólares sucios en uno de sus respetables camiones hasta México. El moderado atractivo del film es entonces el muy recorrido camino del hombre común enfrentado a circunstancias extraordinarias y totalmente ajenas a su vida como el delito, que tiene como condimento adicional ver a un actor de acción contenido, coqueteando con el melodrama y vulnerable como un personaje ordinario obligado a negociar en términos que desconoce con el sistema, aunque por supuesto, después se suelta y hace lo suyo. Lo de siempre.
Poesía en la prisión Siempre se afirma que un buen texto tiene la capacidad de transportar al lector a otras realidades, a otros mundos. La fuerza de la palabra escrita entonces como el pasaje a otras vidas posibles, adquiere una singular perspectiva desde el encierro de una cárcel y esa es la base sobre la que se asienta Lunas cautivas, una película de la documentalista Marcia Paradiso que explora las propiedades liberadoras del arte a partir del relato de un taller de poesía al que concurren algunas de las internas del penal de Ezeiza. Sin testimonios a cámara, sin historias de vida, la lente de Paradiso se incorpora a los talleres como una asistente más, va dando cuenta de los avances, la colaboración, las charlas de esas mujeres a las que se le adivinan vidas difíciles, registra el talento que surge de un verso, en una estrofa dolorosamente autorreferencial. Centrada en tres mujeres –Liliana que llega a publicar un libro, la española Majo que sólo quiere ver a sus hijos y Lidia, que tuvo a Abril en prisión–, la película es un inteligente y sensible fresco de esas protagonistas que están a punto de ser libres y a las que el afuera (como a muchas que todavía tienen que cumplir largas condenas) las llena de zozobra. El documental sugiere o al menos invita a pensar el destino de esos personajes, personas que se encontraron con un talento para escribir (que seguramente no sabían que tenían) y que en libertad será difícil de mantener. Todo eso está en Lunas cautivas, sin estridencias, sin acentuaciones innecesarias, para dar cuenta de que además de promesa, la libertad puede ser agobiante.
Cómo malgastar una buena idea La nueva comedia americana, con altas dosis de incorrección política, sucesión de momentos escatológicos e inolvidables, el cuerpo como campo de batalla donde se sufre el fracaso y un humanismo naif pero curiosamente contundente, desde hace un tiempo a esta parte viene sufriendo un desdibujamiento a partir de que sus elementos fundantes se trasvasaron en pequeñas dosis a todo el género, dando como resultados películas carentes de alma, calculadoras, que no logran la cohesión deseada. Este es el caso de Ladrona de identidades, dirigida Seth Gordon –responsable de la más que interesante Quiero matar a mi jefe–, que ubica a un hombre común, Sandy Bigelow, frente a su derrumbe financiero-social a partir de que alguien le roba su identidad y alegremente gasta a su nombre y hasta pone en riesgo su empleo. La responsable de la catástrofe es Diana (la extraordinaria Melissa McCarthy), que estafa, duplica tarjetas de crédito, consume a lo grande y tiene una vida intensa aunque bastante vacía. Y hacia ella va el hombre bueno, trabajador y un poco bobalicón, atravesando estados, enfrentándose a mundos que desconoce, dispuesto a desenmascararla y a lograr que le devuelva su ordenada vida. Lo cierto es que lo que arranca como una buena y feroz idea –el burgués asustado de siempre vs. la libertaria lumpen–, que podría haber ido a fondo y plantear ese choque entre dos maneras de ver el mundo, con el correr de los minutos se va transformando en un relato lacrimógeno sobre la falta de oportunidades, con dos personajes obligados a convivir por unos días y que como el manual del buen guión de Hollywood dicta, se terminan encariñando y, desde allí, encaran juntos un nuevo comienzo. Pero más allá de las convenciones de la historia, el error más grande de Ladrona de identidades es que desperdicia de manera inexplicable el timming para la comedia que siempre aporta Bateman y sobre todo, la impronta desquiciada de McCarthy (cómo olvidar a la histriónica Megan que compuso para Damas en guerra). Y eso es imperdonable. «
Campanella por otros medios Con gran expectativa, finalmente se produjo el estreno de la primera incursión del director de El secreto de sus ojos en el mundo de la animación en 3D. Y no defrauda. Amadeo es un chico apocado y tímido, mientras que Grosso es atlético y extrovertido. Y así como el primero concentra las características del antihéroe –aunque desde su aparente debilidad también representa los valores del barrio, que se supone abarcan desde la solidaridad hasta la nobleza de los personajes que hacen del mundo un lugar mejor–, su antagonista es la cara del capitalismo salvaje, triunfalista, que avanza sobre tradiciones y personas en pos de un progreso que sólo respeta las leyes del mercado. Bienvenidos al universo de Juan José Campanella en versión para niños, una superproducción animada en 3D que en definitiva es un eslabón más de la mirada que tiene sobre el mundo el director de Luna de Avellaneda, que –no está de más señalar– tiene muchos puntos en común con Metegol. Memorias de un wing derecho, un cuento de Roberto Fontanarrosa, fue el puntapié inicial para que Campanella junto a Eduardo Sacheri (el autor de la novela que luego se convirtió en El secreto de sus ojos) y Gastón Gorali llegaran a la historia ambientada en un pueblo con una plaza central y un bar enfrente con un metegol al fondo. Allí, Amadeo sirve las mesas y pule su habilidad para manejar esos jugadores que sólo se desplazan hacia los costados, hasta que llega el desafío de Grosso, un bravucón que pierde pero jura venganza. La revancha llega años más tarde, con Amadeo aparentemente detenido en el tiempo en ese bar centenario y Grosso convertido en el mejor jugador del mundo, que vuelve para mostrar sus logros y como cabeza de playa de una corporación que quiere construir un estadio gigantesco. El partido en donde se juega la dignidad de los habitantes del lugar y la posibilidad de que Amadeo conquiste a la muchachita del cuento, pone en un lado a un cura, un policía, un chorro, un demodé emo más la determinación de los muñequitos de plomo, frente a una escuadra aparentemente invencible liderada por Grosso. Hay varios guiños cinéfilos –2001: Odisea del espacio, el espíritu de los spaguetti western–, pero en la ambición de abarcar todo, también hay algunos momentos que refieren a la historia Argentina reciente, con un político que se fuga en helicóptero y algún diálogo que afirma el valor del voto popular, "aunque a veces se equivoque". La referencia obvia y también ineludible es la saga de Toy Story, pero también es para destacar que desde la argentinidad de los diálogos y el fútbol como marco, Metegol se anima a disputar a los públicos cautivos de Pixar o DreamWorks, con una película que más allá de los meandros de la comercialización y distribución, aspira a acceder a los mercados internacionales en pie de igualdad con los gigantes de la animación. Impecable en lo formal, con una historia sencilla pensada y repensada para el público infantil pero con muchos motivos de interés para los adultos, el universo campanelliano está tan presente en Metegol como en cualquiera de sus films anteriores. La animación es una herramienta más, vistosa, costosa, preciosa, para hablar de los temas que le interesan desde siempre.
Una receta algo repetida En los últimos años, la comida se convirtió en el nuevo fetiche para las clases más o menos acomodadas de todo el mundo. Libros de cocina que se convierten en best sellers, reality-shows y además, la avidez por descubrir nuevos sabores, desde lo étnico hasta los experimentos moleculares. Todo esto conforma un escenario ideal para el cine, con la cocina como escenario del drama, la invención, el romance y por qué no, para la obra suprema y efímera de un plato creado por los nuevos artistas del presente, que hacen lo suyo desde la ficción o el documental, en películas como Sin reservas, El Bulli: Cooking in Progress e incluso Ratatouille, solo para mencionar algunos títulos recientes. Y entonces llega El chef, cine industrial francés que intenta explotar el fenómeno con una comedia protagonizada por una estrella como Jean Reno, que compone a un cocinero obsesionado por las estrellas de la Guía Michelin –la mayor distinción del mundillo culinario– con todos los tips que se supone que debe tener un tirano de la cocina hecho y derecho. Lo acompaña Michaël Youn, como otro cocinero pero sin suerte, a punto de ser padre, que no logra retener un empleo a partir su obsesión por brindar a los comensales lo mejor en cada plato sin negociar sabores ni costos. No pasa casi nada antes de que ambos personajes se unan, conformando una pareja despareja de manual, que juntan fuerzas y talento contra el dueño del prestigioso restaurante que quiere desplazar al viejo cocinero por un chef moderno, arriesgado y sobre todo, a la moda. Y por supuesto, mientras que las ollas se calientan, mientras el milagro de la alquimia molecular logra un nuevo sabor y la ecuación "tradición vs. modernidad" encuentra un punto medio, los protagonistas van resolviendo sus vidas afectivas, dañadas por su obsesión culinaria. Todo esto da como resultado una comedia que en sus mejores momentos apenas logra el esbozo de una sonrisa, una película muy menor que apela a una comicidad rústica, de un cine viejo y sin ideas.
El personaje y sus creaciones El director de biografías de comediantes como W. C. Fields, Mort Sahl y Lenny Bruce, encaró ahora un film con testimonios de Sean Penn, John Cusack, Penélope Cruz y Naomi Watts. El punto de inflexión fue la escandalosa separación con Mia Farrow y la relación con la joven Soon Yi, hija adoptiva de la actriz de El bebé de Rosemary. A partir de allí, el nombre y la figura de Woody Allen recorrieron pasillos judiciales y revistas de espectáculos, dedicadas a investigar las idas y vueltas privadas del genio de Manhattan y Annie Hall. Allen habla de esto y de mucho más en el documental de Robert B. Weide, pero Mia Farrow no aparece en cámara y sí lo hacen más de veinte entrevistados que testimonian y articulan un discurso repleto de elogios para el personaje nacido Brooklyn. Woody Allen ya dirigió más de cuarenta películas, muy buenas, buenas, regulares, malas y muy malas, razón por la que Weide recorre con excesivo detalle semejante filmografía. El documental transmite una sensación ambigua. Por un lado, están las confesiones y los relatos de Allen a cámara, recordando sus inicios como escritor y guionista, además de su presencia en la televisión de los años '60, mostrada a través de fragmentos poco conocidos. Allí Woody Allen: el documental descansa en la novedad, en la génesis del futuro creador de un estilo propio, en el germen del amante de Nueva York. También, esa primera mitad del trabajo de Weide muestra a un Allen irónico con su infancia y adolescencia –aparece su hermana hablando de él–, su amistad con Tony Roberts (compinche en Manhattan y Annie Hall), su relación con Diane Keaton, su malestar cuando estudiaba, rechazando las imposiciones de profesores y maestros. Hasta allí, el documental –nada original desde sus decisiones estéticas–, aferrado a un concepto televisivo más que cinematográfico, recorre al creador desde el sarcasmo, el latiguillo mordaz al que Woody Allen apelaba en sus mejores creaciones desde los años '70 hasta Crímenes y pecados. Pero Weide da la impresión de que vio a las apuradas la obra del autor, ya que desde allí en adelante, el trabajo se sumerge en una rutina de testimonios y frases hechas (¿habrá algún documental de estas características en donde no aparezcan Sean Penn y Scorsese?), invadiendo el territorio de la obviedad y del manual para iniciados. Parece mentira, pero poco hay de Woody Allen y su manera de marcar a los actores y de su proceso creativo, más allá del lugar común al referir a su obsesión por el guión. En ese extenso segmento, el trabajo de Weide transparenta su pereza de mero formulario, elegíaco para su personaje, convencional en su propuesta, rutinario y poco más desde su merecida celebración.