Construcción colectiva El último film de Carmen Guarini se introduce en la acción de un grupo de vecinos de Almagro y Balvanera que lucha por conservar y honrar la memoria de los desaparecidos. Carmen Guarini, que asentó casi toda su obra en el ejercicio y los mecanismos selectivos de la memoria –desde Tinta roja y Jaime de Nevares, último viaje, pasando por H.I.J.O.S., el alma en dos, hasta Meykinof y Gorri–, una vez más aborda la temática del terrorismo de Estado, pero esta vez desde la iniciativa de un grupo de vecinos, Barrios por la Memoria, que desde hace unos años vienen interviniendo el espacio urbano con baldosas que recuerdan a los desaparecidos con nombre, apellido y si se conoce, la fecha en que fueron detenidos y luego asesinados por el aparato de terror que tenían montado los militares durante la dictadura. El objeto de interés del documental es entonces la acción concreta vecinal que lucha por conservar y honrar la memoria de los desaparecidos, pero Guarini complejiza la indagación sobre el tema por partida doble a partir de su experiencia como docente de un taller de documentales: por un lado lleva la cuestión a sus jóvenes alumnos que no vivieron la dictadura, pero además, los estudiantes son extranjeros, que en algunos casos no tienen registro de lo que pasó en la Argentina y otros, que vienen de países en donde los regímenes dictatoriales que sufrieron recién están empezando a ser abordados por la sociedad, como Chile, España y Brasil. Esta mirada generacional y si se quiere ajena, toma contacto con los vecinos que llevan adelante su labor en las calles y da como resultado el encuentro de otros significados y sentidos al ejercicio de la memoria. Las discusiones sobre cuál es el texto adecuado para cada baldosa, la participación en la elaboración del objeto en escuelas para que los chicos sean partícipes de la historia, los testimonios de vecinos y transeúntes en las veredas, todo eso está registrado en el film con los ojos "nuevos" de los jóvenes documentalistas extranjeros, que en el film completan el círculo cuando son filmados en pleno trabajo de campo. Es decir, la construcción de las baldosas va de la mano de la construcción colectiva de la memoria, y a la vez, se suman a la elaboración del documental, que por definición, es un documento para la posteridad. Inteligente, incisiva y a la vez profundamente reflexiva, el film de Guarini pone en tensión de qué manera se juega el ejercicio de la memoria en el día a día de una ciudad, una sociedad, que a veces tiende a negar el pasado y a veces, como lo que pasa con el trabajo de los vecinos de Balvanera y Almagro, recuerda de manera colectiva con la ambición de que el trabajo de concientización al alcance a todos.
Mucha más aventuras que catástrofe Una superproducción que no llega a la altura del excelente relato del film. Escrito en clave de crónica periodística, explica el origen de una pandemia a través de su héroe con momentos de efectiva tensión entre los espectadores. En el contexto del innegable revival de ese subgénero del cine de terror que son los zombies, con series como The Walking Dead, entre otras y libros como el manual The Zombie Survival Guide de Max Brooks –guionista de Saturday Night Live, hijo del gran Mel Brooks– al que le siguió Guerra Mundial Z. Una historia oral de la guerra zombi (editado en castellano), que no tardó nada en despertar el interés de la productora de Brad Pitt por llevar la historia al cine. El resultado es Guerra Mundial Z, una superproducción que hace, a medias, honor al excelente relato escrito en clave de investigación y crónica periodística que Brooks despliega a partir de un personaje central, el propio escritor, que recibe el encargo de las Naciones Unidas para que haga un relevamiento, que explore los cómo y los porqué del nacimiento de la pandemia que convirtió a los muertos en máquinas de matar seres humanos, que investigue cómo se hizo frente a la plaga asesina y qué enseñanzas quedarán luego de la guerra que exterminó a buena parte de la población del planeta. Lo que en el libro era pura ironía y bastante humor, una ficción para describir algunas de las problemáticas más acuciantes de la actualidad con o sin zombies, en el film dirigido por Marc Forster (007: Quantum of Solace, Más extraño que la ficción) se convierte en un muy buen trhiller-catástrofe en los primeros 40 minutos. Pero luego deviene en un film de aventuras que se apoya casi en su totalidad en Pitt en el rol de Gerry, un ex investigador de la ONU al que el brote del virus que transforma a la gente en salvajes depredadores lo sorprende junto a su familia. Pero teniendo en cuenta el camino elegido por el realizador para contar la historia, Gerry es casi un súper agente, que sabe leer las señales de catástrofe apenas se empiezan a enunciar y así, cuando logra poner a salvo a su familia, emprende la búsqueda del origen de todo para conseguir la manera de combatir la plaga. El viaje será por varias partes del mundo y el peso de la humanidad a punto de extinguirse recaerá sobre el héroe intuitivo, lógico, atlético y cerebral. Como producto separado del libro que le dio origen, Guerra Mundial Z no está nada mal, hay momentos de efectiva tensión que se sufren desde la butaca y la avalancha de zombies en ataque continuo, feroz e irracional, por momentos quita el aliento. Sin embargo, las connotaciones políticas y sociales apenas son rozadas por el film, más preocupado en mostrar en buena parte de su duración un vertiginoso timming para la acción que detenerse en consideraciones morales y el sentido de lo humano cuando todo se derrumba.
El terror está en los otros Ambientada en un pueblo dinamarqués en los setenta, la película de Thomas Vinterberg, uno de los sostenes del ruidoso Dogma 95 y autor de títulos como La celebración (1998), Todo por amor (2003) y más recientemente Submarino (2010), mantiene la mirada desencantada que desde siempre mostró el director danés sobre la condición humana. Y esta vez el centro del relato, que participó de la competencia oficial del Cannes del año pasado, es el abuso infantil, una problemática que rápidamente produce rechazo –Desapareció una noche, Hijos de la calle, El hombre del bosque o Río místico son algunos títulos que abordan la cuestión desde el centro o periféricamente– pero el verdadero tema de La cacería, la obsesión del realizador, es abordar la miserabilidad de sus personajes, atrapados en convenciones, miedos, ignorancia y paranoia, un abanico de enfermedades sociales que las instituciones no hacen más que potenciar. El film entonces presenta a Lucas (el formidable Mads Mikkelsen, villano de Casino Royale, el doctor Lecter de la serie Hannibal), un maestro de jardín de infantes que recién empieza a reponerse de un divorcio difícil y lucha para recobrar la relación con su hijo. Pero una niña, hija de un matrimonio amigo y su alumna en la guardería afirma que un día Lucas le mostró sus partes íntimas. De allí, el protagonista enfrenta la acusación, el rechazo de sus amigos y de todos sus vecinos, una pesadilla que parte de una declaración inocente que se asienta en la genuina fascinación que siente la niña por Lucas, para convertirse en una escalada asfixiante de terror y violencia de gente común sobre un hombre común, que no reacciona ni ante su propio derrumbe, como esperando que todo sea un malentendido. Para el final, cuando todo parece encontrar una cauce si no normal, al menos soportable, Vinterberg reserva una coda terrorífica, una lectura moral que no hace más que afirmar su poética del rechazo al mundo que le toca retratar.
Thriller, fantasía y amor en progreso Del mismo director de ¿A quién ama Gilbert Grape?, ahora llega una extraña combinación de estilo, donde nunca queda definida la línea argumental, y el resultado termina navegando en el limbo de los films inocuos. Hace casi 20 años, el director sueco Lasse Hallström asomó la cabeza y logró cierta exposición mundial con ¿A quién ama Gilbert Grape? , protagonizada por Johnny Depp y Leonardo DiCaprio. Y desde ese momento se instaló como un artesano de Hollywood, es decir, un tipo confiable para proyectos pensados por otros. Así se hizo cargo de producciones rutinarias como Chocolate, El poder del amor, Atando cabos y Querido John, un puñado de títulos que recorren ciertos caminos vinculados con el amor, un pasado más o menos turbio (¿cómo no?) y las segundas oportunidades. En ese sentido, los "temas" de Lasse están bien presentes en Un lugar donde refugiarse, un raro artefacto que mezcla el thriller, una historia de amor en progreso y si se quiere, hasta algo del género fantástico vía Osho. La película comienza con Katie (Julianne Hough), perseguida por un policía. La chica aparentemente cometió un asesinato o algo así, que se va revelando de a poco, a través de flashbacks que van completando el supuesto crimen a medida que avanza el relato. En la fuga, el micro en el que sacó un pasaje a cualquier parte se detiene en un paradisíaco pueblito costero y Katie decide que es un buen lugar para empezar una nueva vida. Allí, mientras que el inspector Tierney (David Lyons), en plan Samuel Gerard en El fugitivo, se obsesiona con la búsqueda, Katie se repone, consigue trabajo y establece una relación amorosa con Alex (Josh Duhamel) padre de dos hijos adorables y viudo reciente. Así como Tierney se va acercando a su presa y en el intento se entrega al alcohol y alguna conducta inapropiada, Katie mantiene su pasado oculto y comienza a creer que el pueblito es su lugar en el mundo. Junto a Alex y sus hijos, claro. Con una vuelta al final que en el público poco sensible puede hasta provocar una sonrisa socarrona, el último opus de Hallström nunca termina de decidirse por un género o al menos por una línea argumental definida y navega en el limbo de las películas inocuas, esas que son correctas pero definitivamente destinadas al lánguido olvido.
Retrato de una artista de mundo El documental dirigido por Rodrigo H. Vila cuenta con los testimonios de colegas y familiares de la cantora además de un invalorable material de archivo. Los hilos conductores son la voz de la propia tucumana y el relato de su hijo. A través de entrevistas a distintas figuras como Pablo Milanés, León Gieco, Milton Nascimento, David Byrne, Isabel Parra, Teresa Parodi, René Pérez y Víctor Heredia, entre muchos otros, la película de Rodrigo H. Vila deja en claro que el título del documental es un acierto y los testimonios afectuosos y llenos de respeto por Mercedes Sosa no hacen más que corroborarlo. Sin embargo, si el film se limitara a convocar a músicos de distintas latitudes para que hablen sobre la figura de la cantora, con un mayor o menor acierto a la hora de elegir a quién entrevistar, sería uno de los tantos documentales que se apoyan casi exclusivamente en una buena agenda de producción. Por el contrario, Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica consigue mucho más a la hora de concretar su aspiración de lograr un retrato completo de la tucumana. Uno de los aciertos definitivos de la puesta es que el relato tiene como hilo conductor la voz de la propia Mercedes. Se adivina un enorme trabajo de búsqueda de archivos, un recorrido que contó con el aporte invalorable de Fabián Matus. Y es Fabián quien entrevista a músicos, a sus tíos, a las amigas de su madre, a su psiquiatra, siempre con la voz y las imágenes de la "mami" contando en decenas de reportajes su infancia, los comienzos en la música, el nuevo cancionero, el compromiso político, el exilio, los amores contrariados, el alcoholismo, las pérdidas, la soledad. Desde su infancia en Tucumán con su padre trabajando en un ingenio por monedas, mientras que su madre la llevaba junto a sus hermanos al Parque 9 de Julio "para que no sintiéramos el olor a comida, porque a la noche nos moríamos de hambre", hasta el reconocimiento como artista del mundo, una voz atravesada por su tiempo, engrosada por las luchas, las causas justas, la apertura a nuevos sonidos, la enorme generosidad. Sin embargo, el documental no es una elegía a la figura de Mercedes, o sí, en tanto la retrata tan humana en sus momentos de gloria, pero también en sus inseguridades, en su timidez casi patológica, en sus momentos de quiebre cuando cuenta que Oscar Matus, el gran amor de su vida, la abandonó. O el exilio, luego de una carta-amenaza de la Triple A, una herida que llevó por el mundo y que nunca se cerró del todo. Es probable que en la fascinante vida de la artista haya material para muchas películas, pero no es errado conjeturar que lo que logran Matus y Vila en Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica se aproxime bastante a un retrato definitivo.
Un final de fiesta apocado La nueva entrega de esta saga no tiene el efecto de las anteriores, aunque conserva su incorrección. Pese a algunos momentos, queda en evidencia el agotamiento de la fórmula. La tercera y última parte de la saga comienza de manera inmejorable, con un montaje paralelo que muestra a Leslie Chow (el formidable Ken Jeong) escapando de una prisión de máxima seguridad de Bangkok mientras que Alan (Zach Galifianakis) pasea feliz con su auto por una carretera remolcando un trailer con su última adquisición, una jirafa –"siempre quise tener una"–. Lo que sigue es que Leslie logra salir de la cárcel por los desagües en medio de un motín y Alan provoca un accidente que involucra un puente, la cabeza de la jirafa, un choque masivo y por supuesto, Alan sin un rasguño y sin dimensionar las consecuencias de sus actos. El arranque es políticamente incorrecto pero absolutamente efectivo en el eje guarro que siempre tuvo la franquicia, pero se va diluyendo a medida que pasan los minutos, en un relato que tiene muchos buenos momentos pero que no alcanza la altura de las dos películas que la precedieron. Esta vez no hay una boda inminente, tampoco una salvaje despedida de soltero, los protagonistas no actúan bajo los efectos de alguna droga lisérgica y menos aun hay una reconstrucción de los hechos a través de fotos prohibidas. En su lugar hay una intervención a Alan, con familiares y sus amigos, Phil, Stu y Doug (Bradley Cooper, Ed Helms, Justin Bartha), para convencerlo de que debe internarse y recuperar la cordura. Un excusa para emprender un viaje, esta vez a una clínica, el viaje donde todo puede pasar, otro de los tips de la saga. Y lo que pasa es Marshall (John Goodman), que está buscando a Leslie desde que le robó algo más de 20 millones de dólares en oro. Los tipos comunes que siempre están en el lugar y el momento equivocado, son entonces los únicos que pueden encontrar a Leslie y para garantizar el trabajo, Marshall va a tener de rehén a Doug, custodiado por el Doug Negro –ahí se complica la historia para los que no vieron las películas anteriores, el chiste entre el Doug Negro y el otro remite al primer film–. Con el protagonismo de Leslie en primer plano y Alan secundándolo, ¿Qué pasó ayer? Parte 3 ya no es tan virulenta, los protagonistas están más domesticados y el encargo de entregar a Leslie y a su botín transita un camino sin sorpresas, salpicado aquí y allá por buenos gags, la aparición de personajes antiguos –como el mencionado Doug Negro o Jade (la gran Heather Graham), la prostituta de Las Vegas que se casaba con Stu– y otros como Marshall y Cassie (Melissa McCarthy) totalmente desaprovechados. En solitario y con algunos ajustes que borrarán las referencias de los títulos anteriores, la película sería una buena comedia desbordada, pero como parte de una saga original y efectiva, muestra el agotamiento de una fórmula y la melancolía de un final de fiesta apocado.
Una mirada de niñas en los años '60 La directora Sally Potter presenta una historia sobre la iniciación de dos chicas (Elle Fanning y Alice Englert) en plena época de la crisis de los misiles en Cuba. Una crítica a las consecuencias del amor libre en los más chicos. Ambientada en los comienzos de la década del '60 en Londres, la última película de la realizadora inglesa Sally Potter –que alcanzó una desmedida notoriedad por Orlando (1992)– es un relato sobre la iniciación de dos jóvenes en el mundo adulto, un futuro lleno de decisiones a tomar en el contexto de la Guerra Fría, más exactamente para la época de la crisis de los misiles en Cuba y la posibilidad de una escalada nuclear entre Estados Unidos y la desaparecida Unión Soviética. Esta amenaza, que a la distancia puede parecer exagerada pero que en ese momento era real, pauta la historia de Ginger (la extraordinaria Elle Fanning), que en plena adolescencia empieza a interesarse y a preocuparse por el estado del mundo mientras comparte sus días con Rosa (Alice Englert), su amiga inseparable con la cual vaga por la ciudad, incursiona en aventuras amorosas y se cuentan las miserias de su respectivas familias. Mientras que Ginger asiste al derrumbe del matrimonio de sus padres, Roland y Natalie (Alessandro Nivela y Christina Hendricks), Rosa fue criada solo por su madre cuando las abandonó su padre. Es decir que ambas chicas recorren la ciudad que está cruzada por la liberación de los años '60, y la historia demuestra que no fueron tan gloriosos para algunos. Es el contexto entonces lo que en cada minuto del film marca la conducta de los personajes, entre el crecimiento de las protagonistas, el "espíritu libre" de Roland que pronto seduce Rosa, sin reparar en el daño que le produce a su hija y al resto de su mundo afectivo –su ex esposa y los padrinos de Ginger, una pareja gay que comprende y apoya, interpretada por los sólidos Oliver Platt y Timothy Spall– y el compromiso con causas que exceden a los personajes de ese universo chico, casi provinciano, frente a la magnitud de los procesos históricos. Con más de un punto de referencia con Todos juntos, el film del sueco Lukas Moodysson que planteaba una mirada feroz y crítica sobre las consecuencias que producían en los niños el amor libre y el compromiso político de los mayores, Sally Potter construye un relato sereno que aunque se acelera al final en un crescendo dramático esperable, deja en claro que su apuesta está al servicio de pensar las razones y las conductas de sus criaturas, una mirada humanista que evita juzgar y por el contrario, se esfuerza por comprender.
Un realizador único e ineludible Por primera vez llega a la cartelera comercial argentina una película del director coreano Hong Sang-soo, cuyas obras se vieron siempre en el marco del Bafici. Un gran film. Probablemente la mayoría de los espectadores de cine no vieron jamás una película coreana. Sin embargo, desde hace unos años el cine hecho es ese pequeño país asiático es uno de los más vitales y originales del mundo. Y entre los directores más destacados, es ineludible la obra Hong Sang-soo –que se exhibió completa en la última edición del Bafici–, un realizador único que centra su trabajo en temas aparentemente menores, que ubica a sus personajes en intersecciones, tránsitos o paréntesis en el trabajo, entre dos amores, viajes cortos a lugares donde sus criaturas pierden el eje. En ese sentido, En otro país, penúltimo título de Hong, bien podría considerarse prototipíco dentro del la filmografía del director, con Isabel Huppert desdoblándose en tres Anas –una directora de cine, una empresaria, una mujer abandonada por su marido que la dejó por su amante coreana–, un personaje que se repite con variaciones en las distintas historias, un recurso habitual que aparece con frecuencia en el resto de los films del director surcoreano, al que suma uno más, la ubicación de la protagonista en una ciudad pequeña, extraña a su vida cotidiana. Las Anas, entonces, son una anomalía en tierras lejanas, tres francesas, tres mujeres occidentales que interactúan con la gente del pueblo, con pasos de comedia, momentos de profunda reflexión y el choque, leve pero presente, de dos culturas diferentes. Y es en ese limbo breve, de duración preestablecida, donde las tres se asoman a su verdadero naturaleza, un intersticio de lo que podrían ser. Según Hong Sang-soo, lo verdadero, los momentos determinantes de una vida surgen en aparentes tiempos muertos, de poca o nula trascendencia. Y En otro país, un extraordinaria comedia tragicómica, leve y feliz, es una prueba de este dogma.
Contra todos los males Mike Banning (Gerard Butler) es un agente del servicio secreto, encargado de la custodia del presidente de los Estados Unidos en un film con todos los chiches de los famosos tanques. A los pocos minutos del comienzo de Ataque a la Casa Blanca, es probable que el espectador asocie la espectacularidad de las escenas de acción a Duro de matar. Y si bien el recuerdo es correcto, la cuestión si la película de Antoine Fuqua (Los mejores de Brooklyn, Tirador, Lágrimas del sol, Día de entrenamiento) logra el nivel de efectividad que demostró la saga protagonizada por Bruce Willis. En el comienzo está Mike Banning (Gerard Butler), un agente del servicio secreto encargado de la custodia de Benjamin Asher (Aaron Eckhart), el presidente de los Estados Unidos. Pero en un accidente en una ruta resbaladiza por el hielo los intentos desesperados de Mike para salvar a la esposa del primer mandatario son inútiles y la mujer muere cuando el auto oficial se cae en un precipicio. El fortachón entonces es trasladado y languidece detrás de un escritorio hasta que por la ventana de su despacho, cercano a la Casa Blanca, observa que la residencia oficial está siendo atacada por tierra y aire. En paralelo, las noticias dan cuenta de que un comando norcoreano –el nuevo y temible enemigo de Occidente– atacó a sangre y fuego el lugar, tomó como rehén al presidente y mientras va ejecutando prisioneros, también va superando las defensas informáticas y se acerca al acceso del arsenal nuclear de la potencia del norte. Pero a no desesperar, ahí está Mike, con la testosterona a tope y dispuesto a hacer lo que sea necesario para salvar a su ex jefe, a su hijo que está escondido en algún lado de la casa y claro, al mundo libre de los villanos. Con un nivel de violencia inusitado, incluso por producciones similares, tal vez lo más rescatable y por qué no, divertido, sea el desparpajo y la falta de contención de la que hace gala la película de Faqua para desplegar una batería de patrioterismo berreta (con el combo infaltable de discurso motivador y fundante más las banderas estrelladas por doquier, por supuesto), con el axioma, también obsoleto, de que un hombre bien puede ser la reserva moral y el brazo armado necesario de una nación en peligro. El realizador, bien lejos de la sólida Día de entrenamiento, no duda en montar un espectáculo en base a efectos especiales, situaciones previsibles, frases cancheras del héroe en cuestión, moderado dramatismo y suspenso ídem, que da como resultado un producto vacío pero bastante entretenido. Como las decenas de películas de este tipo que fatigan las carteleras de todo el mundo año a año.
Entre el galán y el elegante mentiroso Héctor René Lavandera es un hombre común que algunas veces se enfurece cuando atiende su teléfono y comprueba una vez más que alguien confundió su número con el de una remisería. Pero por lo general, cuando se reitera el error, adopta una socarrona resignación filosófica, propia de René Lavand, un hombre extraordinario que tuvo que superar un accidente en su infancia, cuando perdió su mano izquierda, para convertirse en uno de los prestidigitadores más importantes del mundo, un oficio en retroceso pero al que está ligado para siempre. Sin embargo, la película de Néstor Frenkel (Amateur, Construcción de una ciudad, Buscando a Reynols) está bien lejos de convertirse en un documento sobre el hombre que enfrentó la adversidad, que se hizo solo porque "no había a quién copiar". Por el contrario, el relato está construido a partir de la seducción, el magnetismo de Lavand, una rara mezcla de eterno galán, filósofo de barrio, elegante manipulador, y por sobre todas las cosas, un adorable mentiroso. Lo que hace Frenkel ante tamaño personaje es arroparlo con sus mejores galas, una puesta al servicio del artista en su medio –una hermosa cabaña en Tandil atiborrada de objetos, recuerdos, un increíble archivo con sus presentaciones y claro, "el laboratorio", un impecable paño verde–, que lo alienta a que recite unos versos que funcionan como recursos distractivos para que las ilusiones lleguen a buen puerto y que despliegue su humor frente a casi todo, incluso frente a una doctora que confirma el diagnóstico sobre la artritis, que avanza irremediablemente. El resultado es que el histrionismo del personaje no llega nunca a agobiar, cada minuto del film sólo hace que la curiosidad por el protagonista se potencie y la película, elegante como el objeto de su interés, también se reserve un espacio para reflexionar sobre un oficio perdido frente a los actuales showman de la "magia", sobre una época perdida y sobre las marcas del paso del tiempo en un hombre extraordinario.