Atractiva por donde se la mire Rich Moore, el realizador de grandes episodios de Los Simpson, Futurama y El crítico, armó una película de animación donde el protagonista es el personaje de un videojuego. Para bien y para mal, el trabajo ordena al mundo y en buena parte de las sociedades las personas son a partir de la posición que ocupan laboralmente. Esta extrema simplificación bien puede ser el punto de partida que llevó a Rich Moore a elaborar una historia basada en la tarea diaria, repetitiva y sin mayores incentivos, trasladada al universo de los videojuegos, donde los superhéroes, villanos y personajes de reparto cumplen una tarea con horarios definidos, obligaciones –en la línea de Monsters Inc.– y unos pocos momentos de genuina satisfacción. Como en la vida real. Rich Moore, responsable de algunos de los episodios más logrados de Los Simpson, Futurama y El crítico, pone como centro del relato a Ralph, un personaje adorable, feo, un tanto bestial, pero capaz de reflexionar sobre su existencia –un poco a la manera de los personajes de Toy Story y la zozobra sobre el futuro cuando su dueño crezca–, y el agobio de formar parte de una línea laboral donde su papel se limita desde hace 30 años a destruir para que la gloria se la lleve el ñoño de Félix, que repara el desastre, logra el reconocimiento de sus pares y cuando se termina la jornada, tiene una activa vida social. Moore explota inteligentemente la nostalgia partiendo desde un recorrido por buena parte de los videojuegos de las últimas décadas (es imperdible la sesión de terapia con varios personajes más o menos obsoletos de distintas épocas), pero por sobre todo, nunca deja de aportarle un perfil humano a cada una de sus criaturas. Ralph (con la voz del gran John C. Reilly), discriminado, olvidado, apartado por sus compañeros, que adoptan en su vida las actitudes clasistas del videojuego que los contiene, finalmente se harta y decide ser un superhéroe en otro juego y así obtener el reconocimiento que busca desde siempre. Ayudado por Vanella (con la voz de la siempre brillante Sarah Silverman), que también carga con lo suyo en cuanto a postergaciones, el grandote recorre nuevos mundos, se convierte en un fugitivo y recorre la infancia, la adolescencia y el presente de unos cuantos a través del 3D, sabiamente utilizado, en un vertiginoso raid reivindicativo, donde la nobleza de los personajes se pone a prueba una y otra vez y todos salen indemnes de la prueba. Atractiva por donde se la mire, la película tiene varias capas de lectura pero es fundamental el aporte de un elenco extraordinario. Es cierto, ante la insistencia de los chicos de ver el primer tanque animado de 2013 se puede optar por la versión doblada, pero vale la pena buscar en la cartelera el film con las voces originales.
Un thriller sobre hermanos en armas Con guión escrito por el célebre músico Nick Cave, y basado en el libro autobiográfico de Matt Bondurant, el director John Hillcoat retrata de manera oscura y violenta al mundo de la Gran Depresión y la Ley Seca en los EE UU. Casi al final de uno de los períodos más violentos de los Estados Unidos, donde como consecuencia de la llamada Ley Seca que prohibía la producción y comercialización de alcohol se libraba una feroz guerra entre bandas para dominar el lucrativo negocio del contrabando de whisky y la corrupción se había extendido por todo el país, los hermanos Bondurant dominaban el negocio en Virginia, con la certeza de que su carácter indomable los hacía invencibles. El cambio comienza a producirse con la llegada desde Chicago del nuevo y siniestro ayudante especial Charlie Rakes (Guy Pearce), que viene a organizar la red de tributos para el fiscal de la región, y la aparición de una chica (Jessica Chastain), desamparada, que busca trabajo lejos de la ciudad, donde es evidente que la pasó muy mal. Con la Gran Depresión como fondo inminente, el film dirigido por John Hillcoat con guión del músico Nick Cave –ya habían trabajado juntos en la adaptación del famoso libro de Cormac McCarthy, La carretera, además de Propuesta de muerte y Ghosts... of the Civil Dead–, es la transposición del libro autobiográfico de Matt Bondurant, The Wettest County in the World, sobre su familia en el período de la prohibición. Oscuro, violento y si se quiere épico, el thriller de Hillcoat-Cave es el relato del fin de una época centrado en Forrest (Tom Hardy) y Howard (Jason Clarke), Jack (Shia LaBeouf), un duro clan familiar –como todos en las montañas–, donde Forrest maneja el negocio con mano de hierro, Howard es la mano ejecutora cuando las cosas se ponen difíciles y Jack, el menor, intenta lograr su lugar en el mundo entre sus hermanos. Con la irrupción en el relato del malvado oficial Rakes (un policía villano al borde de la caricatura), la estructura familiar empieza a moverse, principalmente con Jack que aspira a tener más protagonismo, mientras que su hermano mayor comienza una relación con la pelirroja desvalida. Más allá de los lugares comunes y las referencias inevitables a películas como Bonnie & Clyde, El enemigo público y una estética que remite directamente a Entre dos fuegos, de Walter Hill con Bruce Willis, Los ilegales es un gran film, entretenido, con actuaciones sobresalientes y una gloriosa banda de sonido, que trabaja sobre la convicción de que bien resuelto, un thriller con aires de western siempre vale la pena. «
Semana despareja a orillas del Malecón La película consta de siete cortos dirigidos por siete cineastas de distintas partes del mundo. El resultado es algo irregular, aunque permite ver algunas postales de la capital cubana, pasadas por las experiencias de sus autores. Siete miradas para una ciudad es demasiado poco para captar su esencia y por el contrario, cinematográficamente hablando, siete cortometrajes pueden ser demasiados para una película que en el resultado final, inevitablemente va a conformar un mosaico desparejo. El corto de Benicio Del Toro abre la propuesta, con un actor estadounidense que guiado por un taxista-ingeniero –abordando el problema de los profesionales que abandonan su oficio para trabajar en la industria turística– conoce la noche de la ciudad y termina con un travesti. Le sigue el argentino Pablo Trapero, que aborda el micromundo de los festivales de manera tangencial con Emir Kusturica como protagonista, invitado por el Festival de Cine de La Habana para recibir un premio a su trayectoria, un galardón que al director servio le importa poco, obsesionado por participar en una Jam Session junto a, otra vez, un taxista, que también es trompetista. Tal vez el corto más divertido del conjunto. Sin lugar a dudas el trabajo de Julio Medem es el más flojo, con un triángulo amoroso entre una joven cantante tironeada entre la propuesta de un productor español para probar suerte en Europa y su novio beisbolista, que perdió su oportunidad de ser profesional en el exterior. Casi un compendio de todos los clichés posibles. Distintos son los casos de Suleiman y Gaspar Noé, el primero con el propio realizador de Intervención divina como observador mudo de la revolución socialista en la isla, un desconcierto lleno de humor y perplejidad ante una realidad ajena, en tanto Noé, también sin palabras, se interna en un ritual para exorcizar los demonios de una adolescente que tuvo una relación lésbica con una chica extranjera. Juan Carlos Tabío, el único director cubano, habla de la miseria y las estrategias de supervivencia de una psicóloga –y su marido, un ex militar–, que prepara tortas para poder llegar a fin de mes, además de dar consejos en televisión para llevar una vida sin estrés. Para el final, el francés Laurent Cantet aborda con respeto el sincretismo religioso de las clases populares, con una anciana que convence a todo su edificio que la debe ayudar a organizar una fiesta en honor a la Virgen María, que se le presentó en sueños y le pidió que construya un altar en el medio de su living. La reunión de varios realizadores de todas partes del mundo no conforma una oda a la ciudad caribeña, más bien, la ambición desmedida de 7 días en La Habana intenta algo así como descubrir la idiosincrasia cubana pasada por la propia experiencia de cada uno de los cineastas. Y el resultado es irregular.
El registro de una pesada herencia Contado en primera persona, el documental narra los caminos que tuvo que recorrer Daniele Incalcaterra para devolver una enorme porción de terreno de los pueblos originarios. El intento de cierre de un conflicto. Veinte años después de su muerte, mi padre sigue envenenándome la vida." La declaración del comienzo de El impenetrable corresponde a Daniele Incalcaterra (Fasinpat. Fábrica sin patrón, Contr@site, Tierra de Avellaneda), director del film e hijo de Ángel Incalcaterra, un diplomático italiano que durante la dictadura de Alfredo Stroessner compró a precio vil 5000 hectáreas de tierra en el Chaco paraguayo. El documental es entonces el registro de la odisea de Incalcaterra de devolver esa enorme porción de terreno a los pueblos originarios, pero además, la constatación de que las herencias no sólo comprenden aspectos materiales, sino que, por sobre todo, son un fuerte legado moral. Incluido en la Competencia Oficial del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata que finalizó el domingo pasado y ganador del premio del público, El impenetrable es un documental contado en primera persona sobre la intención de ceder esas tierras, pero pronto se convierte ahí, sobre el terreno, en un registro de la corrupción, el poder de los latifundistas, las empresas petroleras y los intereses cruzados para que la donación no se produzca. Acompañado por Jota, un ornitólogo que conoce la región como pocos, Incalcaterra intenta llegar a sus tierras, echarle un vistazo. Nunca lo logra. Lo primero que constata es que los caminos de acceso a la propiedad están cerrados: guardias armados y tranqueras con candado tienen una contundencia real por sobre cualquier título de propiedad. Lo que sigue es un recorrido por los laberintos de la justicia, por los registros catastrales antiguos, actuales, falsificaciones, ventas dobles, una tarea detectivesca que le da al relato un ritmo de amarga película de aventuras sobre el estado de un país o al menos de una región, dominada por el poder de las corporaciones. Pero además, la película siempre sostiene la carga del propio Incalcaterra sobre quién fue su padre. Sin dar detalles sobre el pasado familiar, su pelea para primero donar las tierras a sus habitantes y luego decidiéndose por la creación de Arcadia, una reserva natural –el ex presidente Fernando Lugo firma el decreto–, el cansancio, el rictus amargo que muestra en pantalla el protagonista-director, es en definitiva el intento de desprenderse o al menos dar un cierre a una relación conflictiva, qué sin dudas, lo persigue desde hace décadas.
Quisiera que me recuerden El film se estrena a dos años de la muerte del mandatario y hace un rescate de su vida desde una mirada convencida con el proyecto kirchnerista. Una película política. Néstor Kirchner murió el 27 de octubre de 2010 y lo que pasó dos días después, cuando miles de personas fueron a despedirlo, para muchos fue una sorpresa, en tanto las expresiones genuinas de dolor del pueblo (no confundir con la "gente"), daban cuenta de la magnitud de su figura. Y fue en ese momento trágico cuando se empezó a gestar Néstor Kirchner, la película. El film de Paula de Luque se estrena a dos años de la muerte del ex primer mandatario y si bien el tiempo acotado entre la tragedia y el documental no tiene la necesaria distancia histórica, el film se trata de otra cosa. Porque la película es la mirada de una directora convencida de la transformación del país que comenzó en 2003, cuando la Argentina transitaba una crisis que parecía terminal, definitiva. Y si De Luque (Juan y Eva, El vestido) traza una elegía sobre Kirchner, un homenaje, un registro de sus convicciones, emociones, de su propio lugar como cineasta frente al proceso histórico que protagonizó el ex presidente, cada momento reflejado en la pantalla es una declaración honesta de la intención del relato, tan cariñosa como respetuosa de esa figura desgarbada que llegó al poder dispuesta a cambiar el rumbo de la historia. Ahora bien, cientos de veces, en este curioso oficio, este cronista le pidió honestidad a diferentes películas, a realizadores que hicieron del cálculo una metodología. Pues bien, el film de De Luque es transparente en contar lo que quiso contar, por lo que como periodista y crítico se impone dejar en claro desde qué lugar se escribe este texto. En un momento donde la polarización se traslada a cada uno de los rincones de la vida cotidiana, donde el modelo kirchnerista se enfrenta al mayor y más formidable poder económico, mediático y cultural de la historia argentina, para dejarlo absolutamente claro, este cronista se ubica de este lado. El de los buenos. Entonces, delimitadas claramente las responsabilidades y las posiciones, hay que decir que las decisiones formales que la realizadora tomó para plasmar la película se asientan principalmente en tres ejes. Por un lado, a varias personas, seres anónimos que fueron rozados por Kirchner y cambiaron su vida para siempre, por el otro, el material de archivo (audios, videos y fotos inéditas que incluyen el período cuando Kirchner fue intendente de Río Gallegos y luego gobernador de Santa Cruz). Y por último, los testimonios de su madre, María Juana, sus hermanas, Alicia y María Cristina, y el relato que hace su hijo Máximo sobre su padre. Con estos materiales De Luque traza el itinerario de una vida desde la admiración y el sentimiento, le escapa al esperable tono épico y hace una puesta que no renuncia a los hitos de la gestión de Kirchner –la cumbre donde se plantó frente al ALCA, la decisión de hacerle frente al FMI, el histórico "Proceda" cuando hizo descolgar los cuadros de los dictadores Jorge Rafael Videla y de Roberto Bignone del Colegio Militar–, pero además, da cuenta del amor entre Néstor y Cristina y en ambos, como emergentes de una generación que entendió que la política era el único instrumento para cambiar el estado de las cosas. Néstor Kirchner, la película no es aséptica, nadie lo esperaba, es una película política (todas lo son, claro) y su mayor virtud es que tiene conciencia del lugar desde donde habla, un espacio de convicción y honestidad.
En busca de aquel pasado perdido Una trama contada con recursos mínimos marca el regreso de Carlos Sorín a la Patagonia. Desde allí muestra el vínculo entre un padre y su hija. Un intento desesperado de un hombre que busca recuperar su propia historia. Carlos Sorín vuelve a la Patagonia, ese territorio inmenso y abierto que fue el escenario de varias de sus películas –El perro (2004), Historias mínimas (2002), Eterna sonrisa de New Jersey (1989), La película del rey (1986)– y el regreso se da con Días de pesca, acaso su película más sutil y a la vez la más íntima, un relato centrado en las elecciones de una vida, en el paso del tiempo y el camino a seguir en el último tramo de la existencia de un hombre golpeado que quiere hacer lo correcto. Protagonizada por Alejandro Awada que acompaña de manera inigualable el ascetismo de la puesta, la película que fue parte de la Competencia Oficial del Festival de San Sebastián, cuenta el viaje de Marco a la ciudad santacruceña de Puerto Deseado con el objetivo de aprender el difícil arte de pescar un tiburón, una excusa para reencontrarse con su hija Ana (Victoria Almeida). El protagonista acaba de dejar el alcohol y el film deja en claro que la adicción causó estragos en su vida, el más tangible es el alejamiento de Ana, a la que no ve desde hace años. Días de pesca entonces se entrelaza con La ventana (2009) –antes de El gato desaparece (2011), ese interesante experimento sobre el género policial– en tanto ambas películas hablan sobre la toma de conciencia de un final próximo. Tal como lo confesó el propio realizador, La ventana fue su manera de exorcizar la muerte de su padre con una elegía sobre un anciano en sus últimos días, mientras que en Días de pesca, el protagonista encara la edad de las definiciones tratando de saldar un pasado plagado de errores. Sutil, despojada y compleja por lo que exige al espectador una inmersión en una historia contada con recursos mínimos, el último opus de Sorín utiliza de manera consciente el escenario patagónico como el marco casi ideal para que Alejandro intente reconstruir el pasado. Sin embargo, el film es una reflexión amarga sobre ese intento desesperado. Alejandro deambula por ese territorio ajeno con una aparente tranquilidad que esconde un cúmulo de emociones reconcentradas y mientras averigua el paradero de Ana se topa con diferentes personajes del lugar –los famosos no actores de Sorín–, es amable con todos pero el drama está ahí, no desaparece por más que el doloroso encuentro finalmente se produzca. El final es abierto y las especulaciones esperanzadas sobre un relación padre e hija en el futuro llevan las de perder
El capitalismo a través de un cristal La película guionada y dirigida por Cronenberg muestra el derrumbe del sistema económico en los Estados Unidos a través de la mirada de un financista rico. Robert Pattinson logra un gran trabajo en el rol protagónico. Eric Parker tiene 28 años, es obscenamente rico y necesita un corte de pelo. Antes de partir hacia la peluquería que está del otro lado de la Manhattan, escucha de su guardaespaldas que el viaje va a ser largo y difícil porque hay muchas vallas y calles cortadas porque el presidente está en la ciudad. "Sólo por curiosidad ¿de qué presidente me hablás?", pregunta Parker, "El de los Estados Unidos", responde divertido el custodio ante la incredulidad del joven financista millonario, que con su interrogante da a entender que le resulta incomprensible que el mundo persista en mantener esa figura definitivamente obsoleta. Cosmopolis es la adaptación de la novela homónima de Don DeLillo que David Cronenberg dirigió y también guionó para hablar del capitalismo desde uno de sus artífices, un genio de las finanzas, vacío, desconectado con el mundo –o mejor, conectado a las cifras del mundo, el mundo en cifras a través de una pantalla–, que decide hundir su fortuna, hundirse, apostando contra la subida de la moneda china, el yuan. La limusina parte y con ella va Eric Parker (Robert Pattinson, hierático, inasible, perfecto en su rol), rodeado de cuero, pantallas, lujo reluciente pero instantáneamente decadente. Parker va en busca de un poco de verdad a una peluquería de barrio, pero en el camino recibe a asesores, a un médico que le revisa la próstata, tiene sexo, baja del suntuoso auto, habla con su esposa, persigue a su esposa, sigue su ruta, se ve rodeado por una manifestación de anarquistas que protestan por el estado de las cosas. Un derrumbe que Parker, con sus números, su frialdad, ayudó a desencadenar, pero Parker, responsable de la desesperación de millones, necesita un corte de pelo y encontrar algo real. Cronenberg hace una puesta alucinada y asfixiante para el viaje del protagonista, un mundo visto casi siempre desde los cristales de una limusina, un sistema que se derrumba pero que no, si no es Parker será otro el que tome su lugar. A su manera, también él es un dinosaurio, un hombre joven que un día araña la reflexión –"Siempre fui el más joven de todos los que estaban a mi alrededor y eso comenzó a cambiar"– y eso lo convierte en un objeto descartable. Y él lo sabe. La epifanía de Parker, nunca explícita, pero consecuente con sus actos, con su inmolación, se define en los mercados asiáticos y tiene su broche final en una habitación hedionda, cara a cara con su némesis, Benno Levin (Paul Giamatti), un hombrecito insignificante, un desecho del sistema que frente a Parker ensayará un acto trascendente aunque falso. Parker, con su corte de pelo a medias lo sabe y no puede ocultar su decepción.
Uso y abuso de la diferencia Will Ferrell y Zach Galifianakis interpretan a dos políticos en plena campaña electoral en este film de diseño, dirigido por Jay Roach. Humor algo irreverente sin muchas sorpresas. Era solo cuestión de tiempo para que a alguien se le ocurriera que era una buena idea juntar al gran Will Ferrell y al no menos importante Zach Galifianakis. Efectivamente, a priori, la combinación entre el humor explosivo del gigante de la comedia americana y la manera aniñada del actor de apellido difícil ya tenía medio camino recorrido al éxito. Solo se debía encontrar un buen guión y un director capaz de llevar adelante el proyecto y el resultado estaba garantizado. Pero en el cine la matemática suele ser una ciencia inexacta y las fórmulas infalibles no siempre dan el resultado esperado. Locos por los votos, de Jay Roach, que ya demostró su efectividad en la trilogía de Austin Powers y de los últimos dos films sobre la familia Fockers, se asienta en en carisma indiscutido de los protagonistas y los deja hacer como dos candidatos dispuestos a cualquier cosa para ganar una elección. Así, Farrel es Cam Brady, un diputado que aspira confiado a ganar por quinta vez un asiento en el Congreso –con buena parte de los excesos que el imaginario popular le atribuye a los políticos demócratas–, mientras que Zach Galifianakis es Marty Huggins, un apocado hombrecito que transcurre su vida a la sombra de un poderosos padre y que de golpe, aun con su inexperiencia política, se convierte en el elegido del Partido Republicano para enfrentar al experimentado Brady. En un segundo plano, la elección está manejada por dos empresarios (John Lithgow y Dan Aykroyd), que pretenden que el distrito se convierta en una factoría para sus productos, con mano de obra barata made in China. Por supuesto, la película hace uso y abuso de las diferencias entre ambos candidatos (y entre dos estilos de actuación) que en principio resultan divertidas. Como no podía ser de otra manera, hay varios momentos decididamente incorrectos como manda el género en estos últimos años, con su cuota de escatología o el maltrato a bebés y a perros por igual, es decir, la combinación que se supone, dará como resultado una buena comedia. Sin embargo, ahí cuando el relato se interna en la mugre de una campaña política, en los límites que están dispuestos a traspasar los candidatos para resultar elegidos, en el accionar de los lobbistas, en la publicidad negativa, en los operadores mercenarios, la película se queda a medio camino y para el final reserva una redención elemental que desmiente el accionar de los personajes hasta ese momento. Una película calculada, de diseño, donde efectivamente, casi nada está muy mal pero que tampoco se eleva por encima de la media adocenada que cada semana puebla la cartelera.
La necesidad de sentirse diferente En el primer film de ficción de Diego y Pablo Levy, Alan Sabbagh interpreta a Mariano, un treintañero que planea una estafa junto a su cuñado para salir de esa rutina de ser normal y corriente. Una vida en tono de comedia. Mariano tiene un trabajo, una novia con la que va a casarse, un departamentito mínimo, es decir, Mariano tiene una vida normal, la de tantos treitañeros de clase media porteña. Sin embargo, Mariano es diferente, porque Mariano tiene un auto de colección, un hermoso Siam Di Tella que adora. Este rasgo distintivo del protagonista hace suponer que detrás de esa existencia, común, similar a muchas otras, oculta a alguien extraordinario, con ambiciones y un particular modo de ver el mundo en donde los atajos son una alternativa válida. Así, junto a su cuñado, idea una estafa a través de la compra de electrodomésticos con su tarjeta de crédito. Tal como lo indica el tono de la puesta, rápidamente las cosas se van a complicar y Mariano va a tener que hacer desaparecer su auto para justificar el robo del plástico en cuestión. Luego del simpático documental Novias – Madrinas – 15 años, que abordaba la cotidianidad de una sedería en el barrio de Once, Diego y Pablo Levy presentan su primera ficción, una comedia que tiene muchas virtudes, tal vez la principal es que pone en el centro del relato a un personaje que se piensa distinto pero que en realidad es común, reconocible y universal, tanto para los espectadores de una gran ciudad como Buenos Aires, como en cualquier parte del mundo. La anécdota mínima que da pie al comienzo a la película podría agotarse de manera casi inmediata, pero el guión –escrito por los hermanos Levy junto a Marcelo Panozzo–, se abre y complejiza a la manera de las estructuras dramáticas que plantea en sus historias Judd Apatow (Hazme reír, Ligeramente embarazada, Virgen a los 40), en donde la comedia es la excusa para contar una vida, con personajes secundarios cuidadosamente delineados, como el delicioso linyera que ocupa el auto abandonado (uno de los "protagonistas" de Novias...), el cuñado (Pablo Levy) o el investigador de la compañía de seguros (un sorprendente Campi). Por supuesto, se hace muy difícil pensar la efectividad de Masterplan sin el lugar que ocupa Alan Sabbagh, que compone a ese Mariano tenso, paranoico y contradictorio, tan humano en su intento de hacer algo diferente, tan patético en su error, en la innecesaria ambición de meterse en un fraude, chiquito, pero para el cual no está preparado en lo más mínimo y que amenaza con destruir los que se supone que es una existencia anónima, razonablemente feliz y sin demasiado para destacar.
Particular visión de mundo El último film de Wes Anderson es una nueva prueba de su talento para recrear universos y personajes sin edad. La historia de un amor simple y hermoso para mirar de cerca. Apenas transcurridos unos minutos de Un reino bajo la Luna, cuando ya se establecieron los parámetros del relato –año 1965, una isla, una rígida tropa de boy scout, un no menos rígido y hastiado matrimonio, un chico con problemas, todos con problemas–, Sam y Suzy se ven, se encuentran. Poco importa que a la chica la rodeen sus compañeras (no confundir con amigas), que él esté solo (siempre lo está), el mundo desaparece, son sólo ellos dos. Con apenas 12 años ya están enamorados para siempre. Mientras que una tormenta, la que llega puntual, la que siempre causa inundaciones, va avanzando, la película desgrana su sistema de observación: planos fijos, colores que se destacan dentro del apagado entorno emocional de los personajes. Walt y Laura, los padres de Suzy (Bill Murray, Frances McDormand) ya no se hablan, sus disciplinados hermanos escuchan en un disco cómo se arma una orquesta sinfónica en un escenario que es casi una casa de muñecas, el increíblemente melancólico sheriff (Bruce Willis) cuida a la comunidad y sostiene un romance con Laura, mientras que Sam toma la decisión de salirse de la tropa, escapar del liderazgo de Ward (Edward Norton) hacia la libertad. Con Suzy, claro. En esas islas, donde el mundo parece ajeno, la fuga de los dos chicos se funde con la tormenta, la anunciada, la que viene a resquebrajar el diseño social anquilosado. La visión de Anderson se abre a la conclusión fácil del pesimismo, pero no, el director texano ofrece para la última parte una salida tierna, lúcida e ideal para sus criaturas que merecen un destino mejor. Pasó ya una década desde el estreno de Los excéntricos Tenenbaum y acaso la formidable película sobre una familia de genios fue el punto más alto, la confirmación lógica, de todo el talento que hasta el momento venía demostrando Wes Anderson, primero con Buscando el crimen (Bottle Rocket, 1996) y luego con Tres son multitud (Rushmore, 1998). Los tres títulos mostraban un universo propio, férreo en sus reglas autoimpuestas, donde el descubrimiento era la columna vertebral de cada uno de los relatos, que sorprendían a los espectadores pero por sobre todo, con su artificio extremo, calculado, milimétrico, también parecía sorprender al propio realizador, una operación que le imprimía a cada una de las historias una encantadora voluntad de inocencia, aun cuando fuera estudiada. La visión del mundo de Anderson no cambió y tampoco sus puestas autosuficientes y si bien su universo también contiene a los adultos -Vida acuática (2004), Viaje a Darjeeling (2007)–, pero es en ese espacio difuso entre la niñez y la adolescencia, a veces extendida en personajes que se niegan a crecer, donde se siente más cómodo y donde su mirada se hace más amplia. Y Un reino bajo la Luna, con su sofisticada simplicidad, es la prueba más contundente y hermosa.