Un thriller político sin sorpresas El director Allen Hughes (El libro de los secretos, Desde el infierno) reunió un elenco con figuras como Mark Wahlberg, Russell Crowe y Catherine Zeta-Jones para desarrollar una historia que muestra las miserias del poder. Todos tienen algo que esconder pero la cuestión es qué hacen con ese secreto. Esa podría ser la síntesis reducidísima de Broken City. Una película que muestra las miserias del poder y de lo que está dispuesto a hacer un político para ganar una elección y mantenerse en su cargo, y a un investigador privado que tiene que cumplir con su trabajo y arrastra la culpa de un crimen que lo obligó a renunciar a la policía, para convertirse en un recopilador de pruebas de infidelidad y otros encargos por el estilo, mientras trata de mantenerse a flote y su pareja se va deshaciendo. El film comienza con un tiroteo que involucra al detective Billy Taggart (Mark Wahlberg), un cadáver en la calle, una revuelta por abuso policial, un juicio que lo exonera y el apriete del alcalde de Nueva York Nicholas Hostetler (Russell Crowe), para que renuncie a la fuerza y que todo quede en el olvido. Años después, el poder del alcalde es mucho mayor, pero se enfrenta a un político más joven, Jack Valliant (Barry Pepper), que puede desbancarlo de su sillón. En el medio de una campaña electoral cabeza a cabeza, Taggart recibe el llamado de Hostetler para que consiga pruebas de que su esposa Cathleen (Catherine Zeta-Jones), lo está engañando. La trama se completa con otro cadáver, la posibilidad de que el ex policía haya sido la pieza barata de un intrincado ajedrez político en donde el alcalde juega fuerte para ganar una elección, un gigantesco emprendimiento inmobiliario que sólo se puede concretar con gigantescos sobornos, y la convicción original de Billy Taggart, que sabe que inevitablemente va a tener que rendir cuentas en la justicia por un crimen del pasado. Más allá que la película dirigida por Allen Hughes (El libro de los secretos, Desde el infierno) ubica en el centro del relato a dos buenos intérpretes como Mark Wahlberg y Russell Crowe, que hacen lo suyo con oficio y convicción, no deja de ser un thriller político sin sorpresas, que tiene la mala suerte de ser contemporánea con las muy buenas producciones televisivas que abordan el tema del poder a cualquier precio y la política como una herramienta para el provecho personal. Vale como ejemplo la extraordinaria serie Boss –que retrata el día a día de un ficticio alcalde de Chicago interpretado por Kelsey Grammer: cualquier capítulo de sus dos temporadas tiene una mirada mucho más compleja y feroz sobre la política que el rutinario film de Hughes.
Siempre es difícil volver al barrio Esteban es Esteban pero su primo es Pipa. Esta manera de plantarse frente al mundo o mejor, de cómo los registra el universo en que se mueven estos dos treitañeros, es la primera diferencia que establece desde el vamos Villegas, ópera prima de Gonzalo Tobal, que juega con las similitudes y puntos en común entre los protagonistas para llegar a una síntesis que tiene que ver con el paso del tiempo y los lazos afectivos. Desde que Esteban y Pipa (gran trabajo de Esteban Lamothe y Esteban Bigliardi) se suben a un auto para volver al pueblo en donde nacieron convocados por la familia para el funeral del abuelo, la tensión entre ambos es indisimulable. Se adivina un pasado lleno de momentos compartidos y un punto de quiebre que seguramente tiene que ver con la mudanza de ambos a Buenos Aires. Mientras que Esteban es prolijo, correcto, tiene un empleo en una empresa y está a punto de casarse, Pipa no termina de hacer pie en la música, acaba de separarse de su banda y duda entre perseverar en la gran ciudad o volverse a Villegas para trabajar en el campo familiar. El relato entonces es el reencuentro de dos primos, amigos por sobre todas las cosas, a los que la vida los distanció, para volver al principio de todo, al refugio de la familia, a constatar que siempre van a ser diferentes pero mucho más parecidos de lo que ambos están dispuestos a admitir. Cálida, emocionante, pautada por el viaje primero y la estadía en el pueblo para el final, el film siempre encuentra el tono justo para contar lo que se propone, con una extraordinaria banda de sonido a cargo de Nacho Rodríguez (Onda Vaga), que es un hallazgo para acompañar la sensibilidad de la puesta que muestra a dos hombres a la hora de las definiciones.
Ante el final de la vida Finalmente llega la ganadora de la Palma de Oro en la última edición del festival de Cannes, y ahora favorita al Oscar en cinco categorías, incluyendo mejor película extranjera. Con el habitual rigor de toda su obra, pero ciertamente alejado del tono de sus films anteriores, Michael Haneke se interna en la intimidad de un matrimonio de ancianos en el último tramo de sus vidas, una relación amorosa de décadas que se mantiene hasta el final. La película –Palma de Oro del Festival de Cannes y gran favorita al Oscar a la mejor película extranjera–, filmada casi en su totalidad en un piso parisino, comienza con los bomberos entrando al departamento para descubrir el cadáver de una anciana. Inmediatamente, el relato es un largo flashback que muestra la vida de Anne (Emmanuelle Riva) y George (Jean-Louis Trintignant), profesores de música retirados, tan independientes como autosuficientes, que reciben las esporádicas visitas de su hija Eva (Isabelle Huppert), concurren a conciertos y si es necesario, cuentan con la ayuda de el matrimonio de caseros del edificio. Ese ritmo apacible se rompe cuando Anne comienza a mostrar los primeros signos de Alzheimer, que da paso el inevitable deterioro físico y mental hasta que ni siquiera puede hablar. Sin ninguna duda, Haneke es reconocido como uno de los grandes directores contemporáneos, responsable de obras extraordinarias como La cinta blanca, Caché: Escondido y La pianista, sólo para mencionar algunas, y una de sus características más distintivas de su trabajo es cierta frialdad y distancia para tratar los temas que lo obsesionan como la violencia, la indiferencia de la sociedad, el egoísmo y el dolor. Sin embargo, Amour es otra cosa. Si bien el director austríaco mantiene su mirada gélida al retratar un drama doméstico como es el deterioro de Anne, el relato, terrible, devastador y agobiante, tiene momentos luminosos y de una cotidianidad asombrosa, por supuesto, con una puesta sobria que no hace más que resaltar esas pequeñas chispas de felicidad de esa pareja de ancianos (extraordinarios Trintignant y la hermosa Riva), dispuesta primero a defender hasta el último momento su condición de individuos pensantes, dueños de su vida y sobre todo, a hacer valer su relación, un amor que no admite terceros, ni siquiera de su hija Eva. El personaje interpretado por Huppert, que apenas tiene unas pocas escenas, es clave en la historia, porque es el lazo afectivo con el exterior de esa casa, de esa relación de décadas, pero además –estamos hablando de Haneke, claro–, muestra la complejidad de las relaciones y entonces, Eva es la hija pero también es la persona delante de quien hay que reafirmar los principios, el de dos viejos y su derecho a decidir su destino, cómo y cuando quieran. Sin interferencias.
El primer traspié de un creador La nueva película de Israel Adrián Caetano cuenta con un elenco integrado por figuras femeninas como Florencia Raggi, Brenda Gandini, Liz Solari y Juana Viale. Varias de ellas interpretan distintas facetas de una disociación. La última película de Israel Adrián Caetano es un ejercicio visceral y ciertamente arriesgado de fusionar varios géneros, con una puesta en donde lo que más sobresale es la decisión del director de desdoblar el protagónico entre Florencia Raggi, Brenda Gandini, Liz Solari y María Duplaá, cuatro actrices para un personaje complejo –un recurso no del todo original, vale como ejemplo recordar la cercana I'm not there, de Todd Haynes– una disociación que se supone, da cuenta de los problemas de personalidad del personaje o si se quiere, cuál es la imagen que proyecta sobre sus víctimas. Porque Rosario es una asesina a sueldo, enfocada exclusivamente en hombres que maltratan a sus mujeres, con una justificación de génesis: la pérdida de un hijo. Entonces la asesina se convierte en el último recurso de las que sufren en silencio, las golpeadas y humilladas, las que no tienen a quién recurrir. Pero Rosario no es infalible y finalmente la detiene la policía. Después de una brutal sesión de tortura, es rescatada por María (Ana Celentano), una mujer que quiere convertir en un infierno la vida de su ex esposo Rodrigo (Rafael Ferro), que la abandonó por la joven y hermosa Angélica (Juana Viale), con la que espera un hijo. Difícil tarea la de dar cuenta de la trama de Mala, un culebrón consciente que se nutre de otros géneros para contar una historia de venganza –un tópico bastante presente en la filmografía de Caetano–, un experimento fallido que se deshilacha a medida que avanza, entre la violencia, la reivindicación de las mujeres, la necesidad de salvar el género masculino y una puesta confusa que no termina de ser coherente ni convincente. La mayoría de los creadores que realmente importan en algún momento de su carrera tuvieron un traspié y Caetano, uno de los directores más interesantes que surgieron en los últimos años en esta parte del mundo, acaba de tener el suyo.
Digno eslabón de una saga de 25 años Una vez más, Bruce Willis es John McClane, un teniente de la policía de Nueva York que resulta ser la persona indicada en el lugar y momento menos indicado. Ahora debe salvar a su hijo, acusado de asesinato en Rusia. El recurso simple y efectivo siempre fue el mismo: seguir al hombre indicado en los lugares y momentos incorrectos, esto es, mostrar al teniente John McClane (Bruce Willis) como un héroe a su pesar, un personaje dispuesto a hacer lo correcto por distintas causas bajo una idea rectora e inamovible de la justicia. Con el paso de los años, después de velar por la seguridad de su esposa Holly –primero en Los Angeles, después en el aeropuerto Dulles de Washington–, y de enfrentar la venganza del hermano del terrorista muerto en el famoso Nakatomi Plaza del comienzo de la saga, la franquicia volvió a la familia cuando McClane luchó como sólo él sabe hacerlo contra un hacker psicópata que tenía de rehén a su hija Lucy (Mary Elizabeth Winstead). Ahora, dentro de una lógica de hierro, el policía maltrecho y más viejo, va en ayuda de su otro retoño, Jack (Jai Courtney). El muchacho ya es un muchachón y después de meterse en varios líos, el bueno de John le perdió el rastro hasta que le informan que está detenido en Rusia, acusado de asesinato. Y ahí va el padre, con la comprensible recomendación de su hija Lucy de que averigüe qué pasó con Jack y que, sobre todo, no provoque un desastre internacional con su habitual manera de resolver los problemas. Por supuesto, lo sabe ella y lo sabe el público, es una advertencia inútil. Lo que sigue es un disparate mayúsculo, en donde Jack se revela para propios y extraños como un agente de la CIA infiltrado, que protege a Komarov (Sebastian Koch), un informante de los Estados Unidos, que va a revelar lo que sabe y así impedir el ascenso de un antiguo camarada, corrupto hasta la médula, que juega en las grandes ligas de la política rusa. Sin embargo, las intenciones de Komarov no son para nada transparentes y el nudo del asunto se encuentra en la tristemente célebre Chernobyl, que alberga el valioso arsenal nuclear de la ex Unión Soviética. El director John Moore (Max Payne, Tras líneas enemigas) hace lo que tiene que hacer y entonces Duro de matar: Un buen día para morir abandona cualquier pretensión seria, fuerza al máximo el verosímil, le dedica unas pocas líneas de diálogo al hijo rebelde –como para justificar el conflicto y dejar en claro que está hecho de la misma madera que el padre–, se concentra en algunas memorables escenas de acción, pero por sobre todo en McClane, un personaje inoxidable, el famoso hombre común enfrentado a circunstancias extraordinarias, de vuelta de todo capaz de mantener un diálogo recriminatorio con su hijo mientras dispara una gigantesca ametralladora y deslizar un resignado “Estoy de vacaciones”. Luego de seguir por un cuarto de siglo las aventuras de John McClane, la última entrega es un digno eslabón de una saga atiborrada de adorables lugares comunes. «
Un héroe herido y culposo La idea de la salvación, presente desde siempre en el cine, es la vara rectora de la vuelta de Robert Zemeckis –Forrest Gump, Volver al futuro y sus incursiones por la animación como Los fantasmas de Scrooge y El expreso polar–, con una película que demuestra que está en su mejor forma y que su mirada sigue siendo piadosa con sus criaturas, aunque las muestre desesperadas, confusas y hasta culpables. La idea de la salvación, presente desde siempre en el cine, es la vara rectora de la vuelta de Robert Zemeckis –Forrest Gump, Volver al futuro y sus incursiones por la animación como Los fantasmas de Scrooge y El expreso polar–, con una película que demuestra que está en su mejor forma y que su mirada sigue siendo piadosa con sus criaturas, aunque las muestre desesperadas, confusas y hasta culpables. El vuelo es la historia sobre Whip Whitaker (Denzel Washington, nominado al Oscar por su excelente trabajo), veterano piloto comercial, alcohólico y adicto a las drogas, una vida que podría dar paso a un conflicto lineal, esto es, cómo las miserias del ámbito privado funcionan como la preparación para la tragedia. Sin embargo, luego de un comienzo con el personaje en un festival de excesos, que da paso al estremecedor colapso de un avión de pasajeros en pleno vuelo y la maestría del piloto para evitar el accidente, el relato se complejizas y aborda cuestiones tales como el peso de la verdad, el juego entre los organismos de control, el sector privado y los sindicatos. Porque Whitaker es un héroe pero también es alcohólico y adicto, una combinación letal para el responsable de decenas de vidas. Mientras rehuye la atención de los medios, el protagonista sigue sin tener relación con su hijo, batalla con su ex esposa y parece dispuesto a tocar fondo aferrado a la euforia de las drogas suministradas por un excéntrico dealer (enorme John Goodmano) y el comienzo de una relación amorosa con una heroinómana (Kelly Reilly). Un héroe herido, que parece querer hundirse. Lo que hasta ese momento el film había presentado como una historia llena de meandros, barro, agachadas y contradicciones morales, que había logrado sortear las interpretaciones fáciles y de manual del cine mainstream, desemboca en un final aleccionador que no se corresponde con el resto del relato. El vuelo es una interesante película, que la mayoría de las veces arriesga y sorprende.
La esclavitud en clave de western La nueva película de Quentin Tarantino vuelve a poner al director en el eje de la polémica con fanáticos y detractores por igual. Humor y elementos de fábrica que no estorban la profunda reflexión sobre la dominación. Es un hecho que cada nueva obra de Quentin Tarantino es aprobada casi sin cuestionamientos por millones de fanáticos, también que mucha gente lo ama por alguna de sus películas pero tiene serias dudas con el resto de su filmografía y son muchos los que aborrecen su cine, lleno de citas, refundaciones y una desaforada cinefilia. Lo que es seguro es que casi ningún espectador permanece indiferente ante una nueva película del director estadounidense. Tomado apenas en serio durante muchos años, ninguneado por el prestigio, tachado de superficial, ratón de videoteca o buen entretenedor, Tarantino supo sacar provecho de las críticas y ganar popularidad a base de buen cine. Con Django sin cadenas vuelve a demostrarlo, qué duda cabe. Sin traicionarse, convencido del camino trazado desde siempre, Tarantino vuelve a una película de época, al cine de género y a hurgar en la historia para hacerla más justa. Django (Jamie Foxx) es negro, es esclavo, fue marcado a fuego en la cara cuando intentó huir de una plantación, fue torturado y separado de su esposa Broomhilda (Kerry Washington). Su suerte parece estar echada hasta que lo encuentra el doctor Schultz (Christoph Waltz), alemán de origen, dentista de profesión y cazador de recompensas por vocación. El cruce entre estos dos particulares personajes nace como unión comercial, se convierte rápidamente en una amistad asentada en el respeto mutuo y finalmente desemboca en la más estremecedora venganza contra las salvajes injusticias del salvaje y a la vez refinado sur esclavista de los Estados Unidos, representado por Calvin Candie (Leonardo DiCaprio), dueño y señor de la plantación de algodón Candie Land, que tiene a Stephen (extraordinario Samuel L. Jackson), negro y tan esclavista como su amo. Django sin cadenas entonces está asentada en el spaghetti western –incluye la breve aparición de Franco Nero, protagonista de Django, el mítico film de Sergio Corbucci–, pero en el camino que van recorriendo los protagonistas hacia el corazón del mal, la película va tomando elementos y fortaleciéndose con una indestructible historia de amor, una amistad que ignora los prejuicios y una sed de justicia que sortea cualquier período oscuro de la historia. Por supuesto, cada escena, cada fotograma tiene la impronta de Tarantino, con una puesta que incluye los famosos zoom del spaguetti, las legendarias trompetas del género, el humor sobre situaciones muy poco risibles –la escena de los integrantes del Ku Klux Klan y sus toscas capuchas es un buen ejemplo–, la inclusión de figuras semi olvidadas como Don Johnson y la violencia desatada. Una serie de elementos de fábrica que no estorban la profunda reflexión sobre la dominación, la barbarie y el racismo.
Una lucha contra el paso del tiempo Al Pacino, Christopher Walken y Alan Arkin, grandes actores de épocas mejores, protagonizan un film inofensivo, con una historia débil que apenas se sostiene por las actuaciones, algunos chistes y los momentos autoparódicos. A esta altura de sus trayectorias parece ser que a algunos actores no les queda otro camino que protegerse en la autoparodia. Fiera venganza del tiempo –los últimos films de Marlon Brando valen como ejemplo–, el sistema Hollywood deja lugar a esas leyendas solamente para que aborden papeles de compromiso, sólo redituables para su cuenta bancaria que terminará en manos de sus herederos. Tres tipos duros es una muestra de esta clase de cine y allí están Al Pacino, Christopher Walken y el más veterano Alan Arkin, acaso recordando mejores épocas y notables films donde ofrecieron su talento durante dos o tres décadas. La película de Fisher Stevens es inofensiva y no provoca molestia alguna debido a su perfil bajo y a su mínima historia que transcurre en pocas horas, donde Val (Pacino) sale de la cárcel y se reencuentra con Doc (Walken), quien tiene la misión de asesinarlo. En efecto, se está en el terreno de la buddy movie (casi) geriátrica, con algunos chistes felices y otros no tanto, con momentos autoparódicos que remiten a Scarface y Carlito’s Way de Brian De Palma y a El rey de Nueva York de Abel Ferrara, donde los personajes centrales ya están en época de retiro y necesitan consumir viagra para potenciar sus alicaídas destrezas sexuales. En esa debilidad argumental se debate el film, que sólo se sostiene por la dupla actoral (Walken más controlado que Pacino), ya que el tercero al que invoca la traducción del título original (el personaje de Alan Arkin), sólo tiene una intervención episódica, acaso el segmento más digno de una película inestable. En realidad, la estructura de Tres tipos duros es exclusivamente capitular, ya que el recorrido alter hour de Val y Doc se manifiesta a través del encuentro con personajes secundarios, en su mayoría mujeres. Por allí aparecen Lucy Punch (Conocerás al hombre de tus sueños) y Vanessa Ferlito (Death Proof, capítulo de Tarantino) en performances que requerían de mayor intensidad. Pero otra novedad –y acá retorna el recuerdo de un mejor cine del pasado– es la breve intervención de un tal Mark Margolis, como enemigo de Val y Doc y hace 30 años en la piel del siniestro personaje al que Tony Montana le volaba los sesos en Scarface! dentro de un auto. En Tres tipos duros se establece más de una vez la siguiente prédica: mascar chicle o patear culos. En la película hay demasiada goma de mascar y casi nada de lo segundo.
Un policial argentino y de hierro Ricardo Darín protagoniza este thriller psicológico dirigido por Hernán Goldfrid. Como un rompecabezas que se va armando, la película se construye entre la línea de investigación de un crimen y la rivalidad de dos personajes. Roberto Bermúdez (Ricardo Darín) está a cargo de un posgrado en la Facultad de Derecho. Una noche, mientras imparte una de sus legendarias clases aparece el cadáver de un chica en el estacionamiento de la universidad, justo debajo del aula donde se desarrolla el seminario. Las sospechas de Bermúdez, un desencantado abogado retirado, académico reconocido y bastante cínico, poco a poco se orientan hacia uno de sus alumnos, Gonzalo Ruiz Cordera (Alberto Ammann), el hijo de un viejo amigo, un brillante joven que vivió casi toda su vida en España y que inexplicablemente cruza el Atlántico para ser su alumno. Como un rompecabezas que empieza a ser cuidadosamente armado, la película se construye pieza por pieza entre la investigación informal que lleva adelante Bermúdez centrada en la convicción de que el asesino es Ruiz Cordera –las pruebas están ahí: una moneda, un cortapapeles, una cadenita con una mariposa– y la rivalidad instantánea entre dos mentes brillantes. Por supuesto, el thriller psicológico, pensado y repensado desde el guión (a cargo de Patricio Vega), incluye a una mujer, Laura Di Natale (Calu Rivero), hermana de la chica asesinada, probable próxima víctima y objeto del deseo de los dos abogados. El director Hernán Goldfrid ya había probado su eficacia en Música en espera (2009), una muy atendible comedia romántica con Natalia Oreiro y Diego Peretti donde también trabajó en tándem con Vega, y aquí regresa al formato industrial, con un elenco impecable encabezado por Darín, que una vez más demuestra su oficio y solvencia en la piel de un personaje atormentado, lleno de matices, que oscila entre la evidencia irrefutable de las pruebas que va recolectando para culpar a su antagonista y la paranoia lisa y llana, que hace suponer, en buena parte del relato, que la culpabilidad de Ruiz Cordera está decidida de antemano en la mente del veterano maestro. Con climas y situaciones que remiten directamente al cine de Alfred Hitchcock y sobre todo a Brian De Palma, tal vez lo único reprochable es que la película no deja demasiado espacio al espectador para que decida la línea a seguir, Goldfrid aplica a rajatabla el esquema de guión de hierro y como realizador toma la decisión de guiar emociones, especulaciones e hipótesis paralelas. De todas maneras el cuento funciona muy bien y confirma que los jóvenes realizadores también pueden hacer un cine industrial de calidad. «
Impactantes lugares comunes Regodeándose en el dolor, con imágenes explícitas, el director Bayona armó un film en torno al desastre que provocó un terremoto -y su tsunami- en 2004 en el Oceán Índico. El 26 de diciembre de 2004 se produjo un terremoto en el Océano Índico y el tsunami que originó con olas de 30 metros produjo alrededor de un cuarto de millón de víctimas fatales, principalmente en Indonesia y Tailandia, y en menor medida en Sri Lanka y la India. Lo imposible narra a través de una familia de vacaciones, la odisea de cada uno de los integrantes para sobrevivir en medio de uno de los desastres natural más importantes de la historia. Protagonizada por Ewan McGregor y Naomi Watts, con la dirección de la nueva estrella del cine español, el catalán Juan Antonio Bayona (El orfanato), la película tuvo su avant première en el último Festival de Cine de San Sebastián, y aún cuando se tuvo que parar la proyección porque varios espectadores se descompusieron, esto no impidió que con el estreno comercial se convirtiera en la película más vista en la historia del cine español. Porque más allá de la historia de valor, templanza y solidaridad, la intención manifiesta de Lo imposible es conmover y que cada uno de los espectadores viva en primera persona el dolor, cada una de las heridas y que sienta en cada uno de los 114 minutos que tiene el relato la magnitud de la tragedia y se pregunte cómo hubiera procedido en un escenario similar. Lo que les pasa a María (Naomi Watts), Henry (Ewan McGregor) y sus tres hijos, turistas en un exclusivo resort en las costas del Océano Índico en Tailandia, el relato que contiene su historia, se inscribe en lo que podría denominarse multigéneros, es decir, un poco de cine catástrofe –lo mejor del film, la ola gigante que avanza y traga todo a su paso–, el melodrama cuando no se sabe si la familia se va a reencontrar, el gore sin culpas (el cuerpo de Watts desgarrado es toda una experiencia) y el documental testimonial, es decir, la historia centrada en cuatro protagonistas para describir el drama de toda una región devastada. Es cierto que en la primera mitad Lo imposible exhibe un realismo que quita el aliento, que el interés por la suerte de la familia es genuino, pero en la segunda parte, la película cae en varios lugares comunes, se regodea con el dolor, muestra innecesariamente en las personas los golpes, tajos y miembros castigados, el impacto por sobre la narrativa con el estruendo musical de Fernando Velázquez para remarcar las emociones. En suma, un film impactante en el peor sentido del término, que se asienta sobre una historia real para sentirse libre de manipular sin ningún tipo de pudor.