Los refutadores de leyendas El nuevo film de Rodrigo Cortés, protagonizado por Robert De Niro, hace foco en personajes que pueblan el planeta estafando a la gente y en quienes intentan desenmascararlos. Allá por la década del setenta hizo su aparición en los medios de todo el mundo Uri Geller, un "mentalista" que tenía varias rutinas espectaculares bajo la manga, la principal consistía en doblar cucharitas con solo mirarlas fijamente. El chanta vivió de eso durante décadas y fueron varios los científicos que explicaban los trucos del israelí, pero no había caso, mucha gente estaba dispuesta a creer en los poderes de Geller más allá de las pruebas que afirmaban lo contrario. Desde ese lugar, es decir, desde la fascinante caterva de personajes que pueblan el planeta estafando a la gente haciéndoles creer que poseen cualidades inexistentes, junto a los racionales analistas que dedican su tiempo a demostrar, inútilmente, que se trata de trucos de feria, se asienta Luces rojas, de Rodrigo Cortés, el director que logró cierta fama con Enterrado, sí, ese ingenioso ejercicio cinematográfico que partía de la base de sostener un relato tenso y entretenido desde la premisa de que debía transcurrir por completo (casi), dentro de un ataúd. El realizador español entonces juega en su elemento natural para darle una vuelta de tuerca a lo inexplicable, con una historia que arranca con los físicos Margaret Matheson (Sigourney Weaver) y Tom Buckley (el supuestamente inquietante Cillian Murphy), dos científicos y profesores universitarios dispuestos a desenmascarar a todo tipo de personajes fraudulentos que mueven objetos, se comunican con el más allá, pueden predecir qué carta va a salir del mazo, y un largo etcétera variopinto. Y allí van los refutadores, recorriendo regiones, haciendo lo suyo mientras que el film se encarga de revelar el porqué la doctora Matheson se dedica a una actividad tan poco reconocida y Buckley la sigue con veneración, aunque de él se sepa poco. Justamente en este personaje estará centrado el nudo dramático del relato, que irá ganando fuerza a medida que el thriller paranormal avance hacia el gran elefante blanco de la pareja, Simon Silver (Robert De Niro), un mentalista al que nunca se le pudo probar nada, peligroso y siniestro, el mejor. Por supuesto, Buckley desoye las advertencias y al borde del fanatismo racionalista, se propone desenmascarar a Silver. Lo cierto es que el cometido primero de la película se cumple, con algunas dificultades, pero se cumple. De nada valen los aparatos electrónicos, las pruebas irrefutables de las estafas, de la manipulación que se hace desde los medios, hay mucha gente que prefiere creer –el segmento que protagoniza Leonardo Sbaraglia como un ex discípulo de Silver, va en ese sentido–. Pero no hay que olvidar que Cortés es un realizador ambicioso y que la complejización es su elemento distintivo, así que el film necesariamente tiene que dar algo más. Y el plus es la famosa vuelta de tuerca, el cálculo de la puesta con la revelación sobre el minuto final, que atenta sobre una película que hasta ese momento era correcta, entretenida y sin ambiciones desmedidas.
Amor en los años de fuego Desde la mirada de un niño se construye una historia centrada en el compromiso militante de un grupo de montoneros. La fuerza y las contradicciones de una generación. Una dolorosa discusión entre una hija y una madre, esas que sólo pueden mantener dos seres queridos a partir de un abismo generacional pero aun así sustentada desde el amor, es el núcleo central de Infancia clandestina, un film que no duda en internarse en la difícil cuestión entre el compromiso militante de centenares de jóvenes que decidieron construir una familia en medio del horror de la dictadura militar y el miedo de una abuela por la suerte de sus nietos en ese contexto de violencia. La película de Benjamín Ávila (Nietos. Identidad y memoria) es un viaje al pasado que exige contextualizar la época donde se desarrolló el peor período de la historia argentina. En ese sentido el relato parte de la mirada de Juan (Teo Gutiérrez Moreno), un niño que regresa al país junto a sus padres (Natalia Oreiro y César Troncoso) para sumarse a lo que se conoció como la "contraofensiva" ordenada por la cúpula montonera, que consideraba que las condiciones objetivas estaban dadas para retomar la lucha contra la dictadura. El ingreso a la Argentina se da por separado para cada uno de los integrantes de la familia, después de un exilio en Brasil y Cuba. Juan ingresa a la escuela con un nombre falso y una historia falsa y vive junto a sus padres y su tío (Ernesto Alterio) en la clandestinidad. Mientras que en la casa se suceden las reuniones con los restos diezmados de la organización armada, Juan se enamora de una compañera y en paralelo, llega su abuela (Cristina Banegas) para los festejos de su cumpleaños. Y es allí donde estalla en toda su dimensión trágica la contradicción de esa familia, que sostiene una aparente normalidad junto a sus convicciones revolucionarias en medio de la violencia del afuera. Desde el retorno a la democracia los años de la última dictadura fueron abordados por decenas de films, sin embargo lo que logra Nieto –desde su propia experiencia como hijo de una madre desaparecida– es darle a aquella época una dimensión absolutamente cercana, recreando un universo afectivo en medio del peligro, de la férrea disciplina militarizada de los militantes revolucionarios que también se jugaban a tener una familia y a disfrutar de la vida en medio del horror. La historia de Juan, que había aprendido que su cotidianidad era la de cualquier chico de su edad, con sus amigos y sus primeros amores, también estaba hecha del peligro, de saber cómo esconderse con su hermanita si su casa era tomada por la represión. El director pone en pantalla las contradicciones, la sensibilidad de una generación dispuesta a cambiar el mundo y, en definitiva, construye un retrato de época para entender que por aquellos años, la vida no se interrumpió.
Tiros, líos, narcos y marihuana La nueva película del director Oliver Stone es la adaptación de un best seller sobre la guerra por una porción del mercado entre los cárteles de la droga mexicanos en Baja California. Los usos, abusos y costumbres del capitalismo aplicados a las drogas –en este caso marihuana pero de la sofisticada: cultivo hidropónico, cruza de semillas de Afganistán, las mejores del mercado–, una mercancía como cualquier otra sujeta a la oferta y la demanda, y ahí está Oliver Stone, para desgranar sus intereses, esta vez desde la perspectiva del narcotráfico entre los Estados Unidos y México. Y aunque se sabe que Stone tiene una visión progresista del mundo –si hasta se internó en los meandros de la política latinoamericana celebrando a líderes de la región como Fidel, Hugo, Néstor y Cristina en Al sur de la frontera–, no dudó en adaptar para el cine Salvajes, el libro homónimo de Don Winslow, un best seller exploitation sobre el miedo al Sur. Es una historia reaccionaria que detrás del thriller asentado en la guerra por una porción del mercado entre los cárteles de la droga mexicanos y dos narcos californianos new age que destinan parte de sus ingresos a generar emprendimientos sustentables en el Tercer Mundo (¿?), se esconde la xenofobia y el terror de la América blanca a la invasión de los desarrapados y violentos latinos. La puesta, que desde el comienzo tiene el estilo Stone (edición rápida y saturada de información, violencia estilizada, música omnipresente), es el vehículo para el relato que cuenta el triángulo amoroso entre el budista Ben (Aaron Johnson), O (Blake Lively) y Chon (Taylor Kitsch), un ex Seal de la Armada estadounidense. Los tres se aman sin celos, cultivan la mejor marihuana, sobornan regularmente a la DEA a través de Dennis (John Travolta) y tratan de mantener el negocio sin recurrir a la violencia para que el emprendimiento se mantenga sin contratiempos. Hasta que la guerra entre narcos al otro lado del río Bravo llega a la soleada California. Allí esta La Madrina (Salma Hayek en plan culebrón de Televisa), despiadada ama y señora del cártel de Baja, en lucha constante con otro cártel de la zona que busca expandir su territorio de influencia con una avanzada sobre Gringolandia a cargo de Lado (Benicio Del Toro, en su versión latino-que-mete-miedo). Lo que sigue es una negociación, un secuestro como para que se cumplan los términos de esa negociación, algunos caminos alternativos para que la negociación no sea tan asimétrica, otro secuestro, decapitaciones, traiciones, y un doble final, como para que el espectador tenga la posibilidad de elegir un cierre cantado u otro más feliz, donde los tres protagonistas rubios y de buena dentadura puedan vivir su vida. Si después de todo son buena gente y no molestan a nadie. Un thriller rutinario, que supuestamente profundiza la visión sobre las prácticas del capitalismo, un lustroso packaging cinematográfico que envuelve el miedo del civilizado Norte frente a la barbarie del Sur.
Retrato de una familia para armar El director Gastón Solnicki armó un documental donde presenta la historia de sus padres y abuelos, abarcando el horror del exterminio nazi en la Segunda Guerra Mundial y más de 200 horas de filmaciones caseras. La voz en off de una anciana judía contando dolorosamente sus vivencias en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial sobre las imágenes de un paisaje blanco de un centro de esquí, y al final su hijo con su bisnieto en el mismo lugar, en una relación increíblemente afectuosa que permite al hombre contarle al niño que su padre se murió de tristeza, que sí, hay gente que se muere de tristeza. Y en el medio, cuatro generaciones retratadas con rigor, impudicia, humor, ferocidad y a la vez, mucho amor y comprensión. A partir de más de 200 horas de home-movies familiares, once años de una camarita encendida en cumpleaños, Bar Mitzvah, viajes a Miami, separaciones, visitas al médico, discusiones por plata, por vanalidades y por el pasado, Gastón Solnicki traza un retrato fantástico de su familia, un recorrido desde el exterminio nazi de muchos de sus integrantes a la situación acomodada en Argentina. La columna del relato se centra en la abuela del director, pero el planteo inicial se desbanda en una especie de caos cinematográfico controlado, donde la atención se concentra alternativamente en su propio padre, que parece sostener todos los conflictos familiares sobre sus hombros –en un momento se lo muestra encorvado y luego visitando a un traumatólogo–. La narración después se traslada a su hermana en pleno proceso de separación, salta a filmaciones caseras del clan en los bosques de Palermo hace varias décadas y continúa con una pelea sobre el valor de la palabra empeñada entre el miembro más chico de la familia y su padre. Así de impúdica es Papirosen, ganadora de la Competencia Argentina del BAFICI 2012, y así de valiente es la película de Solnicki, que tuvo que elegir en la mesa de edición qué contar y cómo. El resultado es un fresco extraordinario, visceral y honesto sobre la identidad, sobre su propia historia.
Desbocada pero honesta El pelado Jason Statham es el motor que propulsa esta película de género, con persecuciones y matanzas muy bien coreografiadas. Dentro de lo suyo, está bien resuelta. Desde hace unos años, el actor Jason Statham es el intérprete y la fuerza motora de muchas películas del cine de súper acción aggiornado a los tiempos que corren. Desde que Guy Ritchie lo puso en el centro de la escena con Juegos, trampas y dos armas humeantes y luego Snatch: cerdos y diamantes, el pelado se convirtió en un actor confiable del género que participó en varias sagas exitosas como El transportador, Crank y recientemente en Los indestructibles, además de títulos más endebles como El gran golpe, El mecánico o Carrera mortal. Este breve repaso de la carrera del ropero británico no hace más que confirmar su lugar de estrella de este tipo de producciones, el remplazo afinado y ciertamente mejor actor que dinosaurios como Jean-Claude Van Damme o Dolph Lundgren. Y ubicado en lo más alto de los thriller plagados de violencia, antihéroes y una particular moral, Statham ya logró que cada producción que lo tiene como protagonista sea su película, más allá del director de turno. En El código de miedo se trata de Boaz Yakin, que dirigió a Denzel Washington en Duelo de titanes, a Brittany Murphy en Pequeñas grandes amigas y fue guionista de El príncipe de Persia. Pero poco importa, se trata de una película del pelado. Aunque el film arranca con la historia de Mei, una niña china que es un genio en matemáticas y un prodigio de la memoria, que es secuestrada por la mafia de su país para utilizar sus talentos que permiten prescindir de las computadoras, muy pronto Luke Wright (Statham, claro) irrumpe en el relato y se convierte en el protector de Mei frente a la carnicería que se desata en Nueva York entre las mafias chinas, la rusa y la corrupta policía por el control de la niña y los secretos que guarda en su cabecita. Claro, como no podía ser de otra manera, Luke es un perdedor, un luchador de de artes marciales que dejó en coma a su oponente, lo que pone muy nervioso a los grandes apostadores (también rusos) que le hacen saber su mal humor de la manera más salvaje. Lo que sigue son persecuciones, matanzas muy bien coreografiadas en hoteles y calles de la ciudad, en una película de género que si bien en algunos momentos se detiene para reflexionar sobre el sinsentido del mundo, cumple con dignidad su cometido desde la violencia más desbocada pero honesta, sin pretender ser otra cosa que un producto de género bien resuelto.
Policial negro con cambio de identidad Protagonizada por Viggo Mortensen la ópera prima de Ana Piterbarg, con Sofía Gala, Daniel Fanego y Soledad Villamil narra la historia de un hombre que adopta la vida de su hermano gemelo para cambiar su destino. Viggo Mortensen, se sabe, el más argentino de los actores extranjeros, es el protagonista de Todos tenemos un plan. Este dato atraviesa el relato de la debutante Ana Piterbarg ya que, como espectador, es imposible abstraerse de la fascinación que produce una estrella internacional, que formó parte de producciones gigantescas como El señor de los anillos, Una historia violenta o Promesas del Este, sea protagonista de un film nacional. En ese sentido, la imponente presencia –que se multiplica al interpretar a dos hermanos gemelos– es un punto esencial de la estructura del film y a la vez, le juega en contra. En tanto, la puesta rigurosa se diluye al menos en la primera parte, al atraer irremediablemente la mirada sobre su trabajo en detrimento del resto de los elementos del universo que plantea el film. Se trata de un policial negro que se asienta en el cambio de identidad, signado por un origen que los hermanos arrastran toda su vida y del que no pueden desprenderse. Pedro vive sus días en el Tigre, sobrevive como apicultor ayudado por Rosa (la sorprendente Sofía Gala Castiglione, una de las interpretaciones más sólidas del relato) pero, además, es socio de Adrián (Daniel Fanego, el otro puntal de la película), con otros tipos de emprendimientos como el secuestro. A varios kilómetros de allí, pero no tanto, su hermano Agustín vive una vida de clase media acomodada como médico, pero en la ciudad la insatisfacción de su existencia se hace explícita cuando su esposa Claudia (Soledad Villamil) está a punto de adoptar un bebé. En ese punto de quiebre los hermanos se reencuentran después de muchos años y Agustín ve una oportunidad de empezar de nuevo y toma la identidad de Pedro. Así se traslada al delta, regresa a su lugar de origen para ser otro, su hermano. Para cambiar su destino. El momento en que el thriller comienza a desandar su trama coincide con la curiosidad saciada acerca de las capacidades de Mortensen de adaptarse a un film nacional. La película entra en una meseta donde cada una de las decisiones, ese viaje al territorio oscuro de delincuencia, las historias no resueltas de la juventud, un amor condenado desde el vamos y un entorno ahora sí, bien lejos de la previsibilidad urbana, se preanuncia en la gravedad de la puesta, por las metáforas simplistas del panal de abejas, por las referencias literarias y el énfasis en la música. Sin ser un producto fallido, pasadas las casi dos horas de la historia, el interés que despierta la película como elenco encabezado por Mortensen, la exquisita factura de la puesta y el soporte de una producción importante, queda la sensación ambivalente de haber asistido al nacimiento de una realizadora a tener en cuenta y a la vez, de la oportunidad perdida de concretar una gran opera prima.
Crear 1, 2, 3... mil Bourne El guionista y director de toda la saga creado por Robert Ludlum asume la dirección en esta nueva entrega que presenta a un nuevo héroe, a cargo de Jeremy Renner. Para los fanáticos de la saga Bourne, esta nueva perla del rosario sin duda era esperada con particular interés, en tanto las tres películas anteriores –Identidad desconocida (2002) La supremacía Bourne (2004) y Bourne: El ultimátum (2007)– se constituyeron en un verdadero fenómeno que combinaban taquilla con un genuino producto industrial digno, del que casi ningún espectador podría sentirse decepcionado. Al menos así lo demostró el éxito que tuvo cada una de las entregas. Lo cierto es que los productores hicieron una jugada más que arriesgada, frente a la negativa del director Paul Greengrass y del actor Matt Damon de continuar en el proyecto de la saga Bourne, y decidieron para la cuarta entrega de la franquicia sustituir al ya legendario agente Jason Bourne por el agente Aaron Cross, a cargo del actor Jeremy Renner (Vivir al límite, Atracción peligrosa, Los Vengadores). El planteo no deja de repetirse: un agente debe luchar contra sus jefes del Departamento de Defensa que han decidido desactivar un plan entrenamiento en que se encuentran cinco agentes alrededor del mundo. Uno a uno serán eliminados, hasta que casi por casualidad, Cross evita caer en la trampa. A partir de allí, el nuevo agente tendrá que armar el rompecabezas para poder comprender por qué sus jefes intentan sacárselo de encima y cuáles son sus verdaderas posibilidades de sobrevivir. La investigación lo llevará hasta a la joven científica Marta Shearing (Rachel Weisz), quien acaba de salvar su vida en un atentado donde murieron todos sus compañeros de laboratorio. Así, el despliegue conocido en los títulos anteriores de Bourne repite el esquema de las locaciones en varios continentes –con una facilidad que ya la quisiera Julian Assange, el perseguido creador de WikiLeaks–, mientras el agente y la bella científica se enfrentan al poder como pueden. En suma, la historia va degradándose al punto de volverse ramplona, con una serie de monumentales secuencia de persecuciones que desprecia a la inteligente saga en un film estereotipado, pura superficie, con una enmarañada trama que nunca encuentra un eje. En sus casi más de dos horas, El legado de Bourne confirma lo innecesario de su existencia, luego de las tres estupendas películas que la preceden.
Los sentidos de la representación El director polaco Lech Majewski se propuso recrear el proceso creativo del paisajista holandés Pieter Brueghel con su famosa obra El camino al calvario, realizada a mediados del siglo XVI, cuando estalló una rebelión en los Países Bajos. A mediado del siglo XVI estalló en los Países Bajos una rebelión que tenía como objetivo la independencia de la corona española. El proceso de liberación duró 80 años, hasta que finalmente el territorio que hoy comprende Bélgica y Luxemburgo se constituyó en un estado soberano. El contexto histórico es vital para comprender El molino y la cruz, que se asienta por completo en la famosa pintura El camino al calvario, del paisajista holandés Pieter Brueghel, que retrata la vida de los campesinos pero también incluye la denuncia de la cruenta ocupación de Flandes del imperio español a través de una lectura posible del Vía Crucis. La película del polaco Lech Majewski entonces tiene la ambición casi imposible de recrear el proceso creativo del artista al momento de encarar la concreción de la obra y en un juego de espejos donde el óleo tiene que superar la representación del cine, el director complejiza aun más el relato al combinar la pintura, los paisajes que inspiraron a Brueghel, a los actores que representan a los personajes incluidos en El camino al calvario y la dramaturgia que da cuenta del momento histórico. La magnitud del proyecto es apabullante, en el sentido que cada uno de los objetivos planteados por el realizador se cumplen con un rigor absoluto. La radicalidad de la propuesta, que apela al impacto sensorial –con algún punto de contacto con la hazaña de Sokurov en El arca rusa, que lograba el mismo efecto hipnótico–, también se asienta en la extraordinaria interpretación de Hauger como Brueghel y Rampling como la virgen María. El fuerte contenido religioso de la obra original se traslada a la pantalla a través de la hipótesis sobre la génesis de la pintura, tomando como base el centro de una tela de araña donde se ubica el tormento de Cristo y el pueblo alrededor –una estructura que se replica en la puesta del film–, observado por el encargado del molino, Dios, en definitiva, que desde el punto más alto de la aldea observa la vida que se desarrolla abajo junto a la creciente crueldad de los hombres. La propuesta es fascinante porque en cada toma y escena se plantea el problema de la representación, del exceso de trasladar la rugosidad, la intensidad, el mensaje de la obra de un artista interpelada cinco siglos después por otro, tan desmesurado y genial como su antecesor.
Buenas ideas sin construcción de lazos El último film de Subiela, con Daniel Fanego y Romina Ricci naufraga en la encarnación de los personajes. Eliseo Subiela ha tenido desde siempre una importante relación con la literatura e incluso algunos de sus films parecieran tener más vocación literaria que cinematográfica. Quizás desde esa condición, su más emblemático trabajo sea Últimas imágenes del naufragio (1989), donde juega nada menos que con el uso de la palabra. En Rehén de ilusiones, el director intenta meterse en la piel de un escritor, al que lo sorprende la aparición de una mujer misteriosa con un pasado por lo menos oscuro. En el inicio, Subiela aspira analizar por qué la gente escribe, pero ya se sabe, se escribe fundamentalmente para tener un lugar donde acomodar los fantasmas y las obsesiones, aunque hay otra razón, la locura, pero es un tanto más incómodo. Entonces, el relato se anima y prueba transitar ese desfiladero que separa la creación literaria de la alienación, pero con bastante poca suerte a la hora del equilibrio. En la soledad del escritor, su estudio se llena de sus personajes que llegan a reclamarle mejor suerte en sus novelas, le colman las manos de peticiones, pero cuando quiere leerlas, todas están en blanco. Eso es la literatura: buenas ideas que exigen esfuerzo y talento para construir un todo. El film tiene buenas ideas, pero falla a la hora de construir los lazos, con personajes que no llegan a encarnarse y que repiten un parlamento que no sienten. Un escritor aburrido cae en el juego perverso de una antigua discípula de una imprecisa carrera de Filosofía y Letras, obsesionada por él desde sus años de la universidad. La pasión se instala sin estaciones intermedias y de allí en más todo comienza a desdibujarse entre ficción y realidad, perdiéndose en los márgenes la historia, que ya corre desbocada, lo que da como resultado un film desprolijo, con un guión falto de relecturas. En suma, una película cargada que remite a un cine de otra época.
Sustos a mitad de camino Para empezar vale la pena aclarar que Terror en Chernobyl en realidad transcurre en una localidad cercana a la ciudad donde estaba ubicada la central nuclear que en 1986 tuvo una falla en su reactor y produjo lo que se considera el mayor desastre nuclear de la historia, con miles de personas afectadas por la radiación y un área devastada casi para siempre. Y abundando en las aclaraciones, hay que decir que Terror en Chernobyl tampoco es un film “de” terror, en el mejor de los casos, apenas incursiona en el género. Delimitado el espacio y el error conceptual del título con que se estrena en la Argentina, el film del debutante Bradley Parker –aunque en realidad esté detrás Oren Peli, el mismo de Actividad Paranormal y sus secuelas– tiene como único mérito ubicar a los protagonistas en una locación inusual para el género que dice transitar, con un grupo de jóvenes que contratan a un guía para visitar Pripyat, la ciudad donde residían los trabajadores de Chernobyl en plan de turismo de riesgo, teniendo en cuenta que la zona mantiene altos niveles de radiación y el paseo necesariamente debe ser corto. Por supuesto, la excursión pronto se complica, la camioneta que los transporta deja de funcionar y el largo etcétera incluye unas criaturas siniestras aunque apenas delineadas, gracias a una cámara nerviosa alla El Proyecto Blair Witch, para citar un título afín. Es decir, a la premisa típica de las películas de terror, esto es, la culpa de los protagonistas por su juventud, por arriesgarse, por ser irresponsables, aquí se le suma la cuestión moral de espiar un lugar atravesado por la tragedia y tomarlo como algo así como un parque temático sobre las consecuencias del desastre atómico sobre la vida de miles de personas. Un film correcto que podría haber sido mucho más interesante.