Para disfrutar plenamente otro gran acierto del cine animado Uno no puede estar muy seguro del lugar que ocuparán las obras de arte en la historia a los efectos de su análisis. Al ser contemporáneas a nosotros es difícil tener un concepto abarcador de una época. Sería como hacer una suerte de futurología fútil, pues serán las generaciones venideras las pasibles de clasificar este presente. Lo que sí podemos tener es un antes y un después claramente marcado en el género de animación, y eso ocurrió en 1995 cuando se estrenó “Toy store”. Aunque haya un puñado de antecedentes, esa obra maestra cambió para siempre la mirada, la estética, la profundidad de los guiones y hasta las tendencias de un público que de ahí a esta parte y hacia adelante, difícilmente será capaz de aceptar otra estética diferente de las tres dimensiones que desterraron prácticamente todo lo anterior. Ya casi nadie piensa en hacer cortos animados como los de los ’40 ó ’50 de Warner, o los clásicos de Disney. Hay excepciones por supuesto. pero para un cine cercano al de autor y muchas veces lejos de estar apuntado a los chicos. En esa estética, se volvió fundamental contar con guiones e ideas que atrajesen al mismo tiempo a los niños y a los adultos. A unos, por la forma, y a otros, por el contenido. La vara está alta, pero por suerte “La vida secreta de tus mascotas” logra salir más que airosa y destacarse como uno de los estrenos que seguramente tendrá candidatura al Oscar 2017. El armado de los primeros siete u ocho minutos es de colección y muy cercano a “Toy Store”. Nueva York, montaje de varios dueños de casa despidiéndose de sus mascotas. Perros, gatos, peces, pájaros, etc. En esa compaginación brillante se instala la idea rápidamente. ¿Qué hacen los animales domésticos cuando los humanos se van? De ahí pasamos a una impronta de relato costumbrista mientras se van presentando los personajes: Max (Louis C.K., doblado por Andrés López), el protagonista, tiene por vecinos a Gidget (Jenny Slate doblada por Mónica Huarte), Chloe (Lake Bell doblada por Ana María Simon), Mel (Bobby Moynihan doblado por Jesús Guzmán) y Buddy (Hannibal Buress doblado por Chumel Torres). Cada uno con su idiosincrasia conforma este pequeño universo en la gran ciudad. La trama gira cuando Duke (Eric Stonestreet doblado por Campi), un perro inmenso en estado de abandono adoptado por la dueña para darle un compañero a Max. Los celos harán que ambos, enfrentados, se pierdan en la calle y deban aunar fuerzas para tratar de volver a casa convirtiendo a “La vida secreta de las mascotas” en una potencial “buddy movie”. Ya de por sí venía funcionando bien la idea de un guión que intenta avisar que las mascotas sufren ante la ausencia de atención, pero a partir del punto de giro de la trama todo se sublima al descubrir que en el submundo, debajo de las calles de la ciudad, hay un grupo enorme de animales unidos por el resentimiento que les provocó el hecho de haber sido abandonados, y en causa común para vengarse de los humanos. Su líder es Snowball (Kevin Hart doblado por Eugenio Derbez), un conejito blanco, con ínfulas mafiosas, pero extremadamente divertido. En estos dos ámbitos se cuenta una rivalidad impuesta por las circunstancias, pero subyacente en el texto cinematográfico, porque en definitiva son dos tribus separadas socialmente por tener o no tener correa. Más allá de esto, los directores Chris Renaud y Yarrow Cheney se despachan con una gran diferencia estética que incluso podría leerse como diferencia de clases. Los protegidos y los desprotegidos. Los marginales del sistema y los que pertenecen al mismo de manera inconsciente e ignorante de la realidad que viven otros pares. Uno podría admitir, tal vez, que “La vida secreta de las mascotas” no se propone deliberadamente esta profundidad, pero estar, está. Gags de todo tipo salpican de humor una película eminentemente de aventuras, bien montada y con ritmo sostenido, incluso en las transiciones. Obviamente hay personajes queribles que quedan flotando con la sensación a secuela. Eso se verá en el futuro. Por ahora es disfrutar de otro gran acierto del cine animado.
Steven Spielberg. El gran mago. El creador de universos de fantasía está de vuelta. Uno no puede sino inclinarse ante el poder creativo del artista. ¿Por qué poner a quien hemos admirado por décadas en la picota del análisis a ultranza? Supongamos que tomamos la filmografía completa de Steven Spielberg como director y elegimos un costado común a la mayoría de sus personajes principales. Supongamos la rebeldía como nexo. La de los dinosaurios a la tecnología, la de un ictiólogo al turismo, la de un enamorado a la muerte, la de un robot a la inteligencia humana, la de un arqueólogo a la historia, la de un extraterrestre a su curiosidad. o la de un presidente a los mandatos económicos… Encajaría perfecto un gigante de cuentos rebelado a tener que comerse a los chicos. Precisamente sobre éste libro escrito por Roald Dahl (el mismo de “Matilda” y “Charlie y la fábrica de chocolate”) se basa la última producción de uno de los grandes realizadores de todos los tiempos. De acuerdo a lo leído en el libro, “El buen amigo gigante” es la historia de BAG (Michael Rylance, ganador del Oscar a mejor actor de reparto este año por “Puente de espías”), un gigante cazador de sueños que se entretiene repartiéndolos entre los chicos para hacerlos felices mientras duermen. Al ser descubierto una noche por una niña residente en un orfanato, la historia da un giro y Sophie (Ruby Barnhill) es llevada a la tierra de los gigantes. Más precisamente nueve gigantes que sí cumplen con los mandatos de cuentos infantiles y son carnívoros con nombres pintorescos. Si hubiese que buscar una fibra más íntima del relato hablamos de dos seres que se juntan bajo el mismo padecimiento de habitar un mundo que no los comprende, los excluye y por oposición no los incluye. De alguna manera, la necesidad los une. Es extraño ver una fantasía del director de “Lincoln” (2012) que prescinde del factor de la intriga. De la generación de expectativa en el espectador: “Tiburón” (1975), “Jurassic Park” (1993), “E.T.” (1982). Todos sabíamos que íbamos a ver un alien, un escualo o un dinosaurio. El punto era cómo llegábamos a ese momento. Con su habitual habilidad narrativa podían ser varios los minutos hasta que aparecía el elemento fantástico o catalizador de la acción dramática y mientras tanto, entre la falta de conciencia del peligro acechante y la dosificación de la información, la ansiedad iba in crescendo y nunca la obra entera dejaba de lado su costado reflexivo. BAG aparece en los primeros cinco minutos muy bien construidos. Luego, habrá unos cuarenta de presentación del personaje y de diálogos que intentan, desde una postura casi naif, que el gigante y la niña se entiendan, se lleven bien. Hay dos inconvenientes en el guión. El primero, es una llamativa ausencia de conflicto. Ella podría quedarse a vivir allí o él devolverla y nada cambiaría demasiado. Esta ausencia está potenciada por una sensación de indecisión. ¿Quién protagoniza esta película? Es más, desde su forma, ¿a qué público están apuntando? En el libro está claro, aquí no tanto. Más allá del deslumbrante universo estético propuesto por el habitual equipo de Spielberg, incluyendo a John Williams en la música, Michael Kahn en la edición, y la estupenda fotografía de Janusz Kaminski, “El buen amigo gigante” tarda en despegar por las razones expuestas anteriormente. Se hace larga. O al menos, desde lo que su apellido genera, uno no está acostumbrado a este tipo de pulso narrativo. En connotación con ese ritmo están los trabajos del elenco. Hay un registro casi teatral en el timing de los diálogos. Como si estuviese filmada en la década del 40, o al menos ese parece ser el tipo de registro buscado, tal vez por la enorme cantidad de horas en las cuales tanto Mark Rylance como Ruby Barnhill habrán tenido que convivir con el croma y con la dirección de miradas, más que con el vínculo actoral. En la última media hora, es decir toda la secuencia del palacio real, aparece el punto máximo de combinación de fantasía, humor y acción en dosis tan distintas a los minutos previos que hasta podría ser un mediometraje en sí mismo. La magia sigue intacta. Algo errática tal vez, pero es Steven Spielberg. Siempre queda algo.
Y sí. Los que vimos “Cazafantasmas” (Iván Reitman, 1984), en (por ejemplo) el ya desaparecido Atlas Lavalle, hace como 32 años, está claro que andamos con cierta impronta nostálgica por estos días, cada vez que pasamos por alguno de los cientos de lugares poblados con afiches de una de las realizaciones más icónicas y representativas de esa década y, por cierto, mirando sobre el rabillo del ojo ante un relanzamiento que involucra a Paul Feig como director y a su habitual elenco de comedias sobre “mujeres que son amigas”. “Cazafantasmas” versión 2016 tiene absolutamente todos, pero todos, los guiños posibles a su predecesora. No hay prácticamente nada dejado fuera de la ecuación. Desde la forma de llegar al clásico logo, a la oficina en la cual finalmente el equipo se instala. La estructura del guión, respecto del escrito hace décadas por Harold Ramis y Dan Aykroyd es básicamente la misma. Científicas abocadas a la investigación sobre lo paranormal que no son aceptadas como académicas en la/s universidades por considerarlas un fraude, finalmente logran probar que sus investigaciones tenían su razón ser a juzgar por la cantidad de fantasmas que van apareciendo en la ciudad de Nueva York. Una introducción en la cual se cambia la biblioteca por una vieja mansión para hacer aparecer el primer fantasma nos instala directamente en la propuesta narrativa, estética y conceptual, ante la cual estamos sentados: Esta nueva saga se va a aferrar fiel y consistentemente a la original. Los elementos de las escenas, los diálogos y el vínculo entre personajes sera como ver un collage entre las dos anteriores y la actual. Tal vez para asegurar que los nostálgicos se vuelquen masivamente al cine, y de paso tener un sólido punto de partida si quisieran seguir la fiesta con una segunda parte. Podría ser pasible de falta de originalidad, pero cuando vemos los créditos rezando “basada en “Ghostbusters” escrita por Iván Reitman en 1984”, queda claro que esa autoconciencia fue la primera y única intención de éste estreno. Apuntando directo a la memoria, veremos cameos de Dan Aykroyd, Bill Murray, Sigourney Waver, Janine Melnitz, Ernie Hudson, y hasta Harold Ramis está presente en forma de busto de bronce como sincero homenaje. También la vieja oficina alquilada en su momento por los tres pioneros de la saga, el logo con el fantasmita atravesando la señal de “prohibido”, y por supuesto el hit “Ghostbusters” en su versión original, y en otras tres variantes de distinto gusto. Más allá de la copia del guión y de mantener todo el esquema anterior, hay dos o tres hallazgos para observar porque son los que sostienen la película: La química entre las cuatro actrices y los gags, en especial cuando contratan a Kevin (Chris Hemsworth, haciendo de perfecto idiota, pero lindo). El resto es algo más flojo, como la endeble construcción del villano, por ejemplo, merced a que Katie Dippold y Paul Feig parecieron más ocupados en cómo hacer entrar todo el universo de personajes (hasta el fantasma come-salchichas aparece), que en la creación de un buen antagonista. “Cazafantasmas” tiene al final, final, una razón para creer en una posible secuela que seguramente merecerá que se toque el timbre del recreo para poder tomársela en serio. Mientras tanto habrá buena dosis de carcarajadas, pero claro, éste director se especializa en eso.
“12 Horas para sobrevivir: El año de las elecciones” es, a esta altura, una insólita secuencia de películas bajo un género común, acción, pero con alguna bajada de línea de ribetes inusitados para el cine de Hollywood por la dualidad ideológica del planteo. Las tres empiezan con un juego de incomodidad social, como si estuviésemos en presencia de relatos estacionales que retratan el nivel de violencia y rabia interna del ser humano de hoy, en una sociedad norteamericana que en pleno siglo XXI sigue amparándose en la primera enmienda para justificar la compra, portación, y uso de armas por parte de cualquier ciudadano que tenga dinero suficiente para hacerlo. ¿Y cómo se logra el éxito del negocio? Sembrando en constante miedo interno. Bombardeando a través de los medios con noticias sobre el salir a defender la democracia, o de prevención frente al cuco nuevo que en cualquier momento los puede atacar. Japoneses, coreanos, mexicanos, alemanes, árabes, extraterrestres… a todo le tienen miedo, entonces porque sacar una enmienda que “me permite defenderme del futuro invasor”. En el imaginario de esta saga el enemigo es claramente interno. Estamos en un futuro cercano en el cual el gobierno instaló un día del año en el cual desde las 00:00, y durante toda la noche, están permitidos todos los crímenes: Robo, asesinato, y violaciones incluidos. ¿El objetivo político? Bajar la tasa de crímenes en el país y “terminar con la pobreza”. Esta es la parte “incorrecta” del planteo en el discurso. La tercera parte corregirá todo porque este año el “enemigo”, de lo que ellos llaman el “día de la depuración”, es una senadora y futura candidata a presidente quien se opone tajantemente a esta política, luego de haber visto morir a su familia en forma despiadada y cruel unos años atrás. Un custodio estará a cargo del operativo durante la tristemente célebre noche de matanza. Por supuesto que a esta tercera parte no le faltan golpes de efecto, una tensión construida a partir de la instalación de la información al espectador en el mismo comienzo, y el armado de dos o tres personajes de esos con los cuales uno se encariña, pero sabe que no todos van a llegar al fotograma final previo a los créditos. El futuro no es prometedor en esta trilogía sobre todo cuando el juego se abre hacia el exterior. Ahora hay turistas de la depuración que llegan de todas partes del mundo para descargar ¿tensiones? ¿lo que supuestamente no puede hacerse en sus países?, "Aguante Estados Unidos" parece decir alguno de los recién llegados. todas las lecturas que se puedan hacer de esta secuencia estarán bien. El juego se abre aún más (perdón por lo de juego). Reirse para no llorar. Definitivamente 12 Horas para sobrevivir: El año de las elecciones, como entretenimiento, es un poco más optimista.
Tal vez no haga falta comentario alguno sobre la calidad de esta quinta parte de la saga animada sobre la era glacial (signo definitivo del destino de los dinosaurios), aunque en esta última parte de la prehistoria los animales se parezcan bastante más a los actuales. Hay un tema económico insoslayable para establecer “La era del hielo: choque de mundos” como ícono cultural por estas latitudes. La anterior, la cuarta entrega, es la más taquillera de todos los tiempos en nuestro país con más de 4.300.000 espectadores con lo cual, desde el punto de vista icónico, no hay mucho argumento. Tampoco lo hay en el guión propiamente dicho. Alejándose del árbol para ver el bosque, uno puede resumir que esta es la historia de una ardilla neurótica que, por afán de conservar una bellota como alimento, se mete en una nave que accidentalmente pone en funcionamiento con trayectoria hacia el espacio causando en éste varios “big bangs”, que incluyen el acomodamiento del sistema solar y el desprendimiento de un meteorito cuyo recorrido apunta directo hacia la Tierra. También podría resumirse en la gesta de varios animales amigos de la prehistoria que al ver un meteorito acercarse al planeta deciden hacer lo posible para evitar el choque y así seguir vivos un rato más. En esta dualidad de puntos de vista narrativos se encuentra la falla principal del guión, porque “La era del hielo: choque de mundos” por primera vez en cinco entregas no se decide qué historia contar al darle la misma importancia dramática a lo que ocurre, tanto en el espacio como en suelo propio. En todas las anteriores, Scrat (Chris Wedge), la sufrida ardilla hambrienta, era un gag lateral a la estructura argumental que, en el mejor de los casos, ofrecía un pincel más sutil como factor influyente en el destino de los personajes principales. Lo escrito por Michael Berg, Yoni Brenner, Aubrey Solomon y Michael J. Wilson somete al espectador a una sensación de estar esperando que el argumento avance según lo que ocurra en la nave torpe e involuntariamente manejada por Scrat. Así, hay pasajes que alargan en demasía lo que debería ser una simple anécdota, como por ejemplo toda la secuencia del encuentro con un conjunto de animales hippies protectores de una suerte de fuente de la juventud. Por cierto esta idea de un limbo del paso del tiempo, que hubiese sido el mejor anclaje para la moraleja, termina siendo una excusa para trazar una simbología superflua sobre la meditación y otras yerbas. Desde la dirección de Mike Thurmeier y Galen T. Chu resulta insólito que Buck (Simon Pegg, doblado brillantemente por Óscar Flores), presentado en el episodio anterior, termine siendo el sostén humorístico e incluso el personaje más interesante de todos. Hay cierto desparpajo en su impronta que descoloca al resto. Estamos hablando de un personaje que entra en la mitad de la película, pero termina opacando a quienes deberían ser los protagonistas exclusivos, basándonos en lo que vimos desde el nacimiento de la saga hasta hoy. Manny (Ray Romano, doblado por Jesús Ochoa); Sid (John Leguizamo, doblado por Carlos Espejel) y Diego (Denis Leary, doblado por Sebastián Llapur), quedan casi como testigos ocasionales de los acontecimientos. Extraña también una tendencia a subrayar con texto lo que claramente se ve en imágenes y en las expresiones, como si hubiese cierta falta de confianza en la inteligencia del espectador, o peor aún, falta de poder de síntesis porque en ésta quinta entrega hay dos cosas que sobran: minutos varios (hay como 20 de más, y se nota) y personajes. Aquí sobran animales, y eso que hablamos de una época en la que escaseaban bastante. De todos modos, no faltan buenos momentos de humor junto una prodigiosa realización visual y sonora que ya es característica de Blue Sky Studios. Seguramente el humor físico será el más apreciado por los fanáticos y por la legión de nuevos espectadores que ya deben saberse las cuatro anteriores de memoria. “La era del hielo” ha dejado mucho en el camino en pos de la venta de entradas. Se ha perdido esto de la ayuda mutua entre especies distintas, la búsqueda de equilibrio entre el instinto y la inteligencia, o el sentido solidario. Es más, aquí casi no hay intención de mensaje porque tanto el texto como el subtexto de hecho no se lo proponen. Hablar de defraude todavía, pero está claro que en este largo camino se han perdido la mayoría de las virtudes genuinas propuestas al comienzo. “La era del hielo: choque de mundos” será el comienzo, tal vez, del dominio de Scrat con película propia, pero habrá que escribir muy bien en el futuro. Hay mucho para contar todavía, y hasta para profundizar sobre otras temáticas. Eso, claro, si se quiere hacer mejor cine además de sumar público.
Impecable realización de un director sensible, con una actriz de otra galaxia En el cine hay papeles que están hechos a medida, pero también hay personajes construidos para un determinado intérprete. Pese a haber visto y aplaudido “Marguerite” (Xavier Giannoli, 2015), cuyo argumento se basaba precisamente en la historia de Florence Jenkins, esta historia biográfica sobre una mujer de la alta sociedad que tenía una voz horrible y era protegida del “qué dirán” por su marido, vuelve a cobrar vida de la mano de Stephen Frears y de la única actriz de habla inglesa que la podría haber interpretado: Meryl Streep. “Florence: La “mejor” peor de todas”, al igual que su antecesora, es una historia sobre la hipocresía. La estrenada el año pasado utilizaba mejor ésta temática que en éste caso porque el director inglés elige correr el eje hacia la relación entre la protagonista y su marido, interpretado muy bien por Hugo Grant. Esos momentos entre ellos dos trazan preciosos instantes sobre una pareja que se sostiene por lo incondicional de uno hacia el otro, pero tiene grietas que ya no se pueden arreglar. Por eso, él tiene una amante, y ella, una clara determinación para salir del círculo cerrado y construido para evitar la exposición pública, en los cuales la sociedad tenía actitudes incriminatorias para con cualquiera que quedase expuesto al escándalo. El trabajo de Meryl Streep está ya en otra galaxia. Su forma de hablar, de caminar, de reírse, la transformación que logra entre uno y otro, el detalle y la minuciosidad con la cual se ocupa de sus criaturas, la convierte en una de las más grandes de todos los tiempos, sino en la más. Pero esto se puede lograr también por la estupenda dirección de actores de Stephen Frears, un hombre que siempre logra grandes actuaciones en sus películas, recordemos sino “Relaciones peligrosas” (1988) o “Héroe accidental” (1991). “Florence: La “mejor” peor de todas” no es la excepción, porque además de la actriz, hay estupendos trabajos de Hugo Grant, Rebecca Ferguson y Simon Helberg, todos dosificados y equilibrados para que los buenos registros no se escapen del cuento que quiere ser contado. La historia tiene el mismo disparador: La mejor-peor cantante de la historia quiere cantar en el Carnegie Hall, frente a una audiencia masiva y desconocida, provocando un descalabro en el circo armado alrededor de una pretendida admiración por su inexistente talento. El director cuida mucho todos los detalles pero en especial, el de entender que esta comedia funciona siempre, y cuando su forma no sea la de burlarse del personaje central, sino de entenderlo, comprenderlo, compadecerlo incluso, y dejar que lo insólito de la situación sea el generador de los gags.
Lucha de titanes: una tierna caricia a los ídolos de la infancia No se puede sino agradecer cuando uno se encuentra con documentales de este tipo. Argentina ya es un bastión latinoamericano en cuanto al nivel de producción en el género y se hace cada vez mejor. A priori pareciera ser que “Agárrese como pueda” es un recorrido gigantesco, minucioso y detallado, por la historia del catch en la Argentina, que va desde el gran “Hombre Montaña” que junto a otros hombres robustos y macizos estuvo en los inicios, pasando por Martin Karadagián hasta llegar a nuestros días. Para los que no nos perdíamos una sola emisión de “Titanes en el ring” es como incorporar a lo que ya sabíamos en esa época, todo la historia que queríamos saber y no se podía contar. Hay tanto amor, cariño y nostalgia por parte de sus directores Claudio Celada, Nicolás Bratosevich y Javier Romero que se hace evidente la honda preocupación por ir hacia atrás en el tiempo, la enorme cantidad de horas y horas de investigación, el trabajo de compilación del material de archivo y la triste decisión de tener que dejar cosas afuera. Sin toda esta pasión por la temática abordada en “Agárrese como pueda” directamente no habría película. Hay dos ideas centrales que prevalecen aquí. La primera, es colocar a esta disciplina en el lugar que claramente se merece. El catch, más allá de sus orígenes en la Grecia y la Roma antiguas, es una combinación de teatro, clown, circo propiamente dicho, danza y todas las variables de grotesco exacerbado para lograr los puntos dramáticos de cada pelea. Una clara forma de arte hecha entretenimiento. La segunda, es poder darles a los hombres y mujeres que se dedicaron a esto, y llegaron a construir un imperio del espectáculo, un lugar de pertenencia muy cercano a la gloria, construida a base de exponer el cuerpo hecho personaje. En este sentido hay una forma de reivindicación que se transforma en dignidad a través del texto cinematográfico. Eso que ocurría con “El luchador” (Darren Aronofsky, 2008), interpretado por Mickey Rourke, ocurre aquí también subiendo a los que todavía están y a los héroes de ayer a un emotivo pedestal. De narración tradicional, mezclando entrevistas con material de archivo, “Agárrese como pueda” es una invitación a recorrer mucho más que la historia del catch, porque la utilización de la música (esos tangos están tan bien puestos), la compaginación y la información nos lleva a un viaje al pasado, para que estas generaciones sepan de los códigos de otros tiempos en una Buenos Aires prostibularia, arrabalera, y definitivamente barroca. El Luna Park sin techo, el Babilonia (“en el Babilonia está la paponia” ¿se acuerda?), y el Parque Retiro son algunos de los lugares que también brillan en la memoria. Celada, Bratosevich y Romero logran lo que se proponen: una caricia a los ídolos de la infancia de millones, por un lado, y hacer una muy buena película sobre ello, por el otro. En ambos casos el objetivo está cumplido.
Lograda comedia para presentar a dos nuevos personajes Suele relacionarse el término “refrito” con algo negativo. En términos culinarios sería como volver a poner, en aceite hirviendo, una milanesa que ya ha sido cocida, o lo que es peor, usar el mismo líquido todo el tiempo para cocinar las siguientes lo cual le dará un gusto indudablemente rancio. Habremos de hacer una merecida excepción con éste estreno porque justamente del “refrito” es de lo que se ríe “Dos tipos peligrosos”. El chiste de la traducción contradictoria del título original (“los buenos tipos”) corre por cuenta de nuestro país. Con mucho ingenio, y hasta con una nostálgica mirada a la ficción televisiva de los años ‘70, hay material para entrar al cine y salir con una buena sonrisa. “Buddie movie” es el término que define una peli sobre dos personajes, en principio antagónicos, pero que después terminan queriéndose. Por ahí queda alguna olvidada en este análisis preliminar, pero acaso estamos frente al mejor ejemplo desde “Arma mortal” (Richard Donner, 1986) a esta parte. Aquí se cuenta la historia de cómo Jack (Russell Crowe) y Holland (Ryan Goslin) terminarán trabajando juntos a pesar de cada uno al principio y luego en equipo. El primero es tosco, con poca capacidad de razonamiento pero incorruptible a fuerza de piñas. El otro va tratando de sobrevivir como detective tomando casos insólitos, casi aprovechándose de la vehemencia de alguna anciana. Claro, ambos se mueven en el sub mundo de Los Angeles, y lo hacen porque es el contexto post Vietnam que alguna vez deparó la mayor estadística de crímenes en esos años. Hasta aquí es bien conocido el argumento. Se vio una y mil veces, pero la insistencia tiene que ver con la siempre vigente posibilidad de hacerlo mejor. Estamos frente a una fina mixtura pop entre la comedia de enredos, el policial propiamente dicho, y hasta con un costado melodramático en la relación padre-hija. Sin dudas el homenaje más potente es a la serie “Starsky y Hutch” (1975-1979) la cual es parodiada desde la forma de hablar, de correr y de pegar piñas, hasta la capacidad deductiva para resolver los casos. Es más, si juntáramos la soberbia “Boogie nights: noches de placer” (Paul Thomas Anderson, 1997) con “Vicio propio” (2014) del mismo realizador, y un par de discos de Frank Zappa y Kool the Gang tendríamos un mosaico interesante para cualquiera con la intención de conocer la cultura del esos años. El director amaga con algo interesante en los primeros cinco minutos. Una posibilidad de construcción de personaje que luego es desterrada (admiración icónica en la niñez para luego trabajar sobre ese factor) a favor de otro tipo de relato, y sin embargo esto no quita un comienzo bárbaro. No en vano hablábamos de “Arma mortal” (y también podría citarse la fenomenal “48 horas” (Walter Hill, 1982), cuyo comienzo tiene un par de puntos de conexión con éste estreno. En aquella, veíamos una modelo (volcada a la industria porno) semidesnuda y drogada en un lujoso apartamento, piso 20. La niña, presa de su estado, se tira y aterriza en el techo de un auto (escena memorable). Aquí también la pornografía ocupa su lugar. Vemos un niño levantarse a la noche en su casa, en los suburbios, y tomar una revista cuya modelo de tapa termina “aterrizando” con su auto, atravesando su hogar en dos, sólo para terminar aparentemente muerta y desnuda en el patio ante la mirada incrédula del niño. Así decide el director irrumpir en la mente del espectador quien comenzará con las primeras de muchas sonrisas que obtendrá a lo largo del metraje. La presentación de la dupla protagónica también tiene su montaje paralelo, para luego ir hacia el punto de giro que clasificaría como policial propiamente dicho. Vestuario, dirección de arte y ni hablar de la acertadísima supervisión de la banda de sonido, completan un combo notablemente respetuoso de la idea de contextualización y caracterización de un proyecto. Más allá de todo este armado, está claro que Shane Black ama reírse como director, y por carácter transitivo ama hacer reír. Desde la secuencia inicial hasta una suerte de homenaje a aquél corto de “La Pantera Rosa” en el cual muerta de hambre perseguía una moneda que nunca podía alcanzar (acá como si fuera un beso al cine es persiguiendo una torta de película), el director nunca abandona el concepto humorístico otorgándole buenos diálogos, timing y dinámica narrativa cuando el guión lo requiere. No es casualidad, créame. Estamos hablando justamente del guionista de otras “buddie movies” como la citada saga con Mel Gibson y Danny Glover, además de la brillante “El último gran héroe” (John McTiernan, 1993), o “El último boy scout” (Tony Scott, 1991). Conoce muy bien el paño en el que juega y esta vez (tanto tiempo después) vuelve a armar un libreto que divierte mucho. Parece irónico hablar de frescura en una producción cuyo tiempo transcurre casi cuarenta años atrás. Dan ganas de ver más. Dan ganas de ver otro caso llevado a cabo por estos dos personajes. Se divirtieron mucho en el rodaje. Se nota. Se agradece. Y se pide volverlos a ver.
Está claro que poner a consideración un comentario sobre “Día de la independencia: Contraataque” está más cerca de una anécdota sobre su estreno que de un análisis profundo, porque simplemente es otra franquicia (se planea una tercera) que cobra justificación sólo a partir de la calculadora. Roland Emmerich se inscribe dentro de la gama de directores serviles al espectáculo visual pochoclero de estos últimos 20 años. Una mixtura entre M. Night Shyamalan, por la rara capacidad de instalar una media hora inicial tremenda para luego desbarrancarse, y Michael Bay, por la soberbia dedicación a los efectos visuales en desmedro de la solidez del guión. Más que una secuela apoyada en la construcción de un universo propio, y a la vez útil en el disparador de historias paralelas de las cuales se puedan nutrir las siguientes entregas, ete estreno ampara su existencia en la repetición, casi a rajatabla, del argumento de 1996. Una invasión extraterrestre que pone en jaque a la humanidad la cual debe aunar esfuerzos para repeler un ataque masivo y despiadado. ¿Vueltas de tuerca? Ninguna. Sólo el contexto político marcado por un mundo en paz (luego del lío anterior), pero que se arma con la tecnología dejada en el suelo por los invasores por si acaso vuelven. Y sí, vuelven. El guión cambia la impronta de los personajes como si fuese una formación de fútbol en la cual el 10 juega de 5, el 2 de 9, y el arquero de 5. Sin Will Smith es difícil sostener el humor que aparece en cuentagotas, salvo que se tenga muy fresca la primera y las referencias estén a flor de piel. Sí es cierto que el prodigio de los efectos especiales tiene momentos que dejan la boca abierta. Rompen todo lo que se ve en la pantalla, y hasta parece que los cascotes están ahí para pegarle al espectador. “Día de la independencia: Contraataque” es casi una remake de notable factura técnica que se da lugar para versionar la original con formato pop. Hay que estar listos para saberse espectadores de una cultura pop evasiva de ideas pero llena de espejitos de colores. Tal vez el mejor consejo para los nuevos asistentes sería evitar ver la de hace 20 años como para poder llevarse algo más de este entretenimiento.
Almodóvar, un creador que inventa y se reinventa a sí mismo Pensar que cuando seamos viejos les podremos contar a los nietos que uno fue contemporáneo de Pedro Almodóvar. Que uno vio toda su filmografía en el cine en tiempos de su estreno. Si el melodrama en el séptimo arte tiene un bastión del cual sostenerse, éste está plasmado a la perfección como sub género por el gran director español. El hombre que inventa y se reinventa a sí mismo como cronista de su tiempo. Desde esos conflictivos mediados de los ’80. en los cuales la sociedad parecía acelerarse imbuida en la imposición de la cultura pop, a esta década de reciclaje, el responsable de varios de los mejores retratos de la histeria del hombre logra con “Julieta” una prefecta dosis de equilibrio que da paso a un análisis aún mucho más profundo. Sería injusto para el espectador hacer una sinopsis del argumento de éste estreno, pues no habría forma decir que no atente contra la sorpresa. No de la historia a descubrir, sino de la enorme posibilidad de decodificarla a partir de la forma. Sí podemos decir que una vez más la relación madre-hija está presente (a partir de entender el pasado) y que, en todo caso, agregar otro eslabón a la gigantesca cadena de personajes que conforman el universo almodovariano. Parece ilógico relacionar “Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón”(1980), con “Tacones lejanos” (1991) y “Los amantes pasajeros” (2013), y sin embargo esos abismos existentes entre unas y otras, pertenecen lujosamente a una manera de hacer y decir cine que sólo unos pocos privilegiados han creado a lo largo de los años. ¿Y por qué citamos su primer título? Habrá que descubrirlo en la franja de años en las cuales se desarrolla la historia como guiño fenomenal que hasta se da el lujo magistral de anclar un ratito en “¡Atame!” (1991), como para trazar boyas temporales. El guión aborda nuevamente temáticas como la carencia de afecto, el dolor frente a las ausencias, y el oscuro transitar de “lo no dicho”, como eje central del distanciamiento afectivo. Él (visto desde lejos) es como un flipper cuya bola va rebotando contra las elpisis y contra elipsis que se ejecutan mágicamente, entregando cada una la dosis justa de información para que el espectador vaya armando su propio espejo. El rubro inherente a guión las actuaciones tiene uno de los puntos mas altos de la historia del director. Pocos pueden tener a dos actrices de formación y registros distintos como Emma Suarez y Adriana Ugarte, componiendo a un mismo personaje, y a la vez amalgamadas por una dirección que las acerque tanto. “Julieta” es, además, una muestra concreta de sublime dirección de arte (¡el manejo de los colores!!!), pulsión dramática y un montaje exquisito sin el cual, claramente sería un producto menor. Pedro Alomdóvar estuvo, y está, a la vanguardia. Marca tendencia como realizador, pero sin perder la oportunidad de mostrarle a la sociedad las miserias del comportamiento humano yuxtaponiendo la imagen por sobre los conceptos. Puede ser tan oscuro como tierno y en esa búsqueda de equilibrio encontramos la fragilidad emocional del ser humano, la comprensión de lo enfermizo en las relaciones familiares y un cine sincero, honesto y sublime.