Algún día entenderá Hollywood que ya son los inventores del millón de maneras de hacer plata con la industria cinematográfica a fuerza de miles de ideas a lo largo de los años, razón por la cual sería interesante que hagan una lista de las 50 ó 60 películas que deben quedar como están: Puras, inmaculadas, preciosas, magistrales, intocables. A las obras maestras (masterpiece, como a ellos les gusta denominar) se las llama así porque justamente son concebidas en un tiempo y una forma únicas e irrepetibles. En el caso del cine no necesitan más que ser proyectadas una y mil veces, e inequívocamente pasarse de boca en boca, de generación a generación. No hay La Gioconda 2, Miguel Angel no hizo un David agachado juntando el jabón y Rodin no necesitó contar con otra estatua qué demonios estaba elucubrando El Pensador. El cine no parece aprender de esto. Realmente da a pensar que la única razón por la cual no hay secuelas de “El ciudadano Kane” (1941) o “Casablanca” (1942) es que los protagonistas murieron, aunque nunca se sabe. Siempre habrá un guionista dispuesto a escribir sobre un hijo no reconocido de Rick que reclama la herencia del bar en Africa, u otras monstruosidades. Ahora que se estrenó “Buscando a Dory”, una de las mejores obras de animación de todos los tiempos, “Buscando a Nemo” (Andrew Stanton, 2003), sufre un toqueteo innecesario. ¿Para qué? Sin negar las virtudes de éste estreno, que las tiene bien ganadas, uno no deja de insistir en que hay obras que deberían ocupar sin manchas su lugar en la historia. Lo mejor de lo nuevo de Pixar se produce antes de la proyección del largometraje con un corto brillante llamado “Piper”. En él, se sintetiza la vida y sus avatares a partir del nacimiento de un pichón en la costa del mar. Al nacer ve a su madre ir por comida y se instala cómodamente con el pico abierto esperando que ella provea. Impacto directo en el plano siguiente cuando la madre lo invita a buscar su propia comida, a valerse por sí mismo, a usar el ingenio. Es decir, en dos minutos la lección (de cine también) se transmite de manera contundente. No hace falta contar el resto que es aún mucho mejor, y claro, candidato al Oscar del año que viene. Ya instalados en “Buscando a Dory” el espectador se encontrará con una introducción que nos la presenta cuando era un pequeño pececito, ya con problemas de perdida de la memoria inmediata. Así sabremos cómo es que su condición fue progresando a partir de perder a sus padres, hasta encontrarse con el desventurado Merlín en busca de su hijo, conectando literalmente la historia original. Pero luego el guión esquiva todo esto para centrarse en el afán de Dory por encontrar a sus padres y expiar su eterno sentimiento de culpa. Por supuesto que al repetirse el título (salvo por el nombre propio) se reitera también la estructura narrativa y dramática de hace 13 años, es decir, Dory también emprenderá (junto a Nemo, cuya presencia termina siendo algo intrascendente, y su padre) un viaje por las corrientes oceánicas. La naturaleza los separará eventualmente, y se trabajará en montaje paralelo la forma en la cual ella intenta llegar a sus progenitores, y las desventuras que pasan padre e hijo para volver a encontrarse con su amiga, convencidos de que sola y desmemoriada no tiene chances de sobrevivir. En esta bifurcación de la trama aparecerá Hank, el personaje más interesante de la película por sus deseos de no volver al océano, de no pertenecer más al mundo natural. Pixar conoce de memoria el material con el cual cuenta, por eso se agradecen los personajes laterales, aportando comicidad y buenos gags, pero también el trabajo que se han tomado para abordar temas como “no poder recordar” opuesto a “querer olvidar”. También la fe en uno mismo y, claro, el concepto de la unión familiar. Las variaciones de la banda de sonido de Thomas Newman, sobre su propia partitura original, conectan la emoción y el universo ya conocido. Ni hablar del prodigio técnico para recrear el agua y los entornos. “Buscando a Dory” tiene a genios detrás de su producción. Le sobran argumentos para establecerse como uno de los tanques del año. Eso sí… Lejos, muy lejos de la original.
Dentro de una parte realmente prometedora del cine italiano de esta época suelen surgir algunas obras difíciles de clasificar en términos de género, pero ciertamente muy cercanas al registro natural de una sociedad que, como todas en el mundo, va mutando de generación en generación para conformar una suerte de caleidoscopio del comportamiento humano. Así es “Historias napolitanas” El director centra su historia en la Nápoles actual. Historia es una forma de decir, puesto que no hay un hilo argumental más que el desprendido de entender esto como una observación actual de una familia sectorizada, de la cual se desprende una lectura coyuntural e histórica de la idiosincrasia de la región conquistada por Diego Maradona hace muchos años. Algunos giros curiosos ponen al abuelo, al nieto, y al padre en el mismo eje marcado por la falta de contención (social si se quiere), pero a la vez mutua. Es curioso ver a un padre sacado, corriendo como en “Trainspotting” (1996), tratando de escapar ¿Al sistema? ¿A la familia? ¿A los mandatos? ¿Todo a la vez? Este análisis morfológico puesto en imágenes parecen querer (y necesitar, por qué no) de un registro casi documental. Es vano tratar de hilvanar una historia porque esta aparece cuando los personajes se manifiestan verbalmente en un intento de explicar sus acciones. Por eso, el comienzo los junta en un abandono estructural y económico. El escenario inicial es “lo que era en una época” contrastado con “lo que son hoy”. Un planteo interesante que por momentos adolece de algo fundamental en el cine: tomar decisiones previas basadas (acertadamente o no) en la convicción de la composición de los encuadres. Aquí es donde “Historias napolitanas” parece un ensayo de estudiantes de cine que no tienen muy claro el cómo aunque estén determinados en el qué. Confusa por momentos, divertida en otros, insólita a veces. El director parece indeciso en todos estos aspectos y extravía el camino que él mismo se propone como ensayo antropológico. Basta ver, como muestra, la escena en la cual el padre entra en un restaurante para hacerse de unos mangos. Un ejemplo de intenciones contra resultado.
Apareció James Wan otra vez. El hombre de calidades dispares en su filmografía sigue trabajado de director de cine, esta vez para traernos la segunda parte de algo que había hecho muy bien en 2013: “El conjuro”. Inteligentemente pensó: Buen producto, buena plata, ¿para qué vamos a proponer algo distinto si el costo-beneficio fue óptimo? Y así sale “El conjuro 2”. Vuelve el matrimonio Lorraine y Ed Warren (Vera Farmiga y Patrick Wilson). Arrancan en Amityville 1974 (famoso caso), sólo para dar paso a la verdadera anécdota, pero en esta introducción veremos un fantasma-demonio-monja que asusta mucho a Lorraine y la lleva a decidir no abordar casos por un tiempo. Mientras tanto en un pueblito de Inglaterra, se sigue calcando el guión de hace 3 años, porque en una casa vieja y grande vive Peggy (Frances O’Connor), madre de cuatro hijos, una casa cuya estructura y una de las hijas en particular, Janet (brillante trabajo de Madison Wolfe), sufren la posesión de un demonio fantasma. Le dije, un calco de la original. También están copiados los recursos narrativos como el manejo de los silencios y los juegos de cámara (que funcionan bárbaro por cierto), además del estilo de fotografía, montaje y efectos. El fantasma en cuestión es el de un señor viejo y feo que murió en un sillón de notable personalidad. Primero, porque después de muchos años se quedó en el mismo rincón sin que nadie de ésta familia se molestase en preguntar si alguien se lo había olvidado. Se mueve solo, se corre un poco de lugar (de jodido que es nomás, para jorobar la continuidad) y roba el control remoto de la tele. Todo se origina ahí pero, claro, si a cualquiera se le hubiese ocurrido tirar el sillón a la miércoles se hubiese acabado la película. Luego sabremos que en realidad éste buen hombre no era otra cosa que una pantalla, una distracción para ocultar el verdadero terror a quien todos deben enfrentar con lo cual estamos frente al primer fantasma testaferro de la historia del cine. “El conjuro 2” no oculta en su realización la intención de emular la primera en todo lo que pueda y esto, paradójicamente, le viene bien al producto, y al espectador que seguramente la pasará bien porque funciona. Asusta con elementos genuinos, no abusa del sobresalto a fuerza de volumen de la banda de sonido, y en definitiva logra contar la historia y mantener al público al filo del asiento. Se vendrán más, por supuesto. Los Warren guardan siempre un elemento representativo de cada caso en una habitación especial (donde guardaron a Anabelle, por ejemplo); sólo hay que recorrer cada estante para encontrar un nuevo guión y repetir la fórmula. ¿Original? No. ¿Efectiva? Si, mucho.
Hay un momento en “Tortugas ninja 2: Fuera de las sombras” en el cual hay una referencia gratuita, innecesaria, y hasta auto-referencial, a Transformers, porque justamente Michael Bay es productor de ésta segunda entrega. Se nota. Se nota en la soberbia preocupación por la parafernalia de efectos especiales en desmedro de la historia. Y eso que el guión de Josh Appelbaum y AndreNemec no necesariamente golpea primero. Es más, tarda en arrancar porque se ocupa de presentar a los personajes. Se toma el tiempo. El problema es que ya hubo casi dos horas en la anterior para hacerlo, con lo cual la sucesión de situaciones como comer pizza al borde de la pared de un estadio o pasear por ahí resulta redundante aunque se cuele algún diálogo ingenioso. Michelangelo (voz de Noel Fisher), Rafael (voz de Alan Ritchson), Donatello (voz de Jeremy Howard) y Leonardo (voz de Pete Ploszek) andan de lo más bien hasta que empiezan a aparecer, para regodeo de los fanáticos y nostálgicos, algunos villanos conocidos en la saga de historieta. Por supuesto está la reportera (Megan Fox que es preciosa, pero de actuar ni hablar) y la mujer comisario mayor de la ciudad (Laura Linney, a quien Megan Fox debería observar más detenidamente para aprender algo). Es decir, muchas figuras conocidas para coincidir en una historia demasiado endeble como para justificar la presencia de todos. Es el cine que hace Michael Bay, aunque el director aquí sea Dave Green. Las secuencias de acción dejan la boca abierta por su circense realismo, estableciendo una forma prodigiosa para combinar dirección de arte, montaje, efectos sonoros y CGI. No hay nada para señalar al respecto y hasta se podría decir que supera a la estrenada en 2014. “Tortugas ninja 2: Fuera de las sombras” brilla como el sol por sus efectos especiales, pero el guión tiene el tamaño y la consistencia de una albóndiga.
Más allá de su evidente carrera como actriz, Jodie Foster ha desarrollado otra como directora y (a veces) guionista. Conocedora de la industria desde muy pequeña ya sabe de memoria cómo funciona la cosa; qué pretenden el público, los productores y las distribuidoras. No veremos nunca incorrección política o rebeldía en el cine de Foster. No pasó en “Mentes que brillan” (1991) ni en “Vacaciones en familia” (1996), y menos que menos en la desprolija “La doble vida de Walter”. “El maestro del dinero” no será la excepción. Lee Gates (George Clooney) es conductor, casi amarillista, de un show televisivo consistente en convertir los movimientos de la bolsa de comercio en un circo bizarro con luminarias en la timba del Dow Jones. Un analista mediático simpático, entrador, un poco engreído, pero difícil de no seguirlo en su magnética forma de recomendar distintos tipos de compras de acciones. En realidad, no está muy lejos de esos programas que solemos ver en la tele vernácula en los cuales una bella señorita incita a los solitarios televidentes a marcar un número de celular para responder “qué palabra se forma con estas letras”. Tal cual sucede con los ingenuos de aquí y de allá, la tele nos sigue haciendo patinar la guita en busca de una fortuna fácil y sin esfuerzo. Patty Fenn (Julia Roberts) es su productora y aliada (no tan) incondicional. No hay atracción alguna más que la conveniencia profesional. Todo se desmadra cuando una víctima de los consejos bursátiles entra al estudio en vivo con una pistola y una bomba, exige seguir al aire y también que aparezcan las explicaciones de cómo de un día para el otro desaparecieron 800 millones de dólares tirando las acciones al tacho, dejando a mucha gente muy enojada. Un secuestro en vivo como para darle a “la gilada”, que sigue todo en las teles de los bares y oficinas, un motivo para charlar, comentar, y eventualmente accionar. No es fácil abordar este tema luego de “Wall Steet” (Oliver Stone, 1987), “El lobo de Wall Steet” (Martin Scorsese, 2014), y la brillante “La gran apuesta” nominada al Oscar éste año. Cada una jugó sus cartas y dejó su crítica feroz al sistema capitalista y sus horribles vicios de corrupción provocados por gente despiadada, todos criaturas de la maquinaria monetaria más nefasta de la historia. Jodie Foster pretende ir por el camino de la farsa liviana, en la cual serán los diálogos y algunas situaciones insólitas los que ayuden a ver crecer el “monstruo” del morbo mediático, independientemente de amagar constantemente con una crítica que nunca llega a profundizarse. Gracias (y pese) a esto, “El maestro del dinero” se vuelve una comedia ácida que va emergiendo a fuerza sostener y defender personajes poco creíbles con acciones menos creíbles aún. Esa insistencia logra meterse en la cabeza del espectador que irá decantando de a poco la dualidad del discurso, pero sobre todo su compromiso con personajes, vaya paradoja, que no producen (individualmente) empatía alguna. Puestos en ese contexto, es la situación del escándalo la que atraviesa a los tres y los mete entre la espada y la pared. Buen pulso del relato, interesantes momentos de tensión dramática, y por supuesto buenos trabajos delante de cámara del elenco en general, hace de “El maestro del dinero” un pasatiempo levemente más profundo gracias a un final que en diez segundos (como sucedía con The Truman Show (Peter Weir, 1998)deja ver que la verdadera crítica está apuntada (también) a la sociedad en su conjunto.
Este es uno de los estrenos raros del año. ¿En qué público se pensó al importar éste producto que, dejando de lado sus virtudes, no durará más de un par de semanas en nuestra cartelera? Cómo será que ni título en español se molestaron en probar como para, por lo menos, atraer curiosos. Todo, desde la presentación del personaje central a los diálogos, y desde el desarrollo de la trama a la forma de vincularse entre estos seres, transita por un andarivel seco. Frío. Distante. A la vez, esta sequedad casi despojada de calor humano y de sentimientos genuinos le da pista al debutante director, guionista y protagonista,para mostrar otro tipo de miserias. Como si “Just Jim” fuese el lado B de una película de Wes Anderson. Sin precisar un tiempo determinado en el cual transcurre, la trama gira en torno a Jim (Craig Roberts), un pibe adolescente que sufre acoso de sus compañeros de colegio, indiferencia por parte de su familia y ninguna contención respecto del resto del mundo adulto que lo rodea. Así, con este contexto, no aflora otra cosa que la posible construcción de un asesino serial, aunque en ningún momento esto se desarrolle, salvo por pinceladas de la banda de sonido en primeros planos cerrados y oscuros. El muchacho tiene dos conexiones fundamentales. Un perro, al cual saca a pasear por un camino poco probable, y la llegada de Dean (Emile Hirsch), un enigmático norteamericano con impronta del rebelde sin causa interpretado por James Dean. Este será el punto de giro alrededor del cual seremos testigos de un humor ácido sobre el auto aislamiento y la idiotez que tendrá lugar de preponderancia en la textura de éste estreno. Difícil es lograr empatía con un personaje a quien el propio ideólogo no le tiene mucho cariño, pero más complicado aún será entrar en el código humorístico entre tanto silencio e indiferencia. Hay momentos, sin embargo, de interesante concepción poética, como cuando Jim está bajo el agua, o cuando las escenas en plano general remiten al cine independiente de la década del 50. En términos narrativos hay poco crecimiento, o mejor dicho el crecimiento es lento y hasta da la sensación de caerse en el tercer acto dejando cierta sensación de inverosímil, aún para un armado que intenta esquivar casi todos los esquemas conocidos en el “coming of age” que bien supo cultivar el cine norteamericano con ejemplos emblemáticos como “El club de los 5” (1985). La confirmación de estas sensaciones está al final, cuando “Just Jim” termina y desde la butaca nos preguntamos: ¿Y…?
Ante todo es importante aclarar que “Alicia a través del espejo” poco y nada tiene que ver con el cuento de Lewis Carroll “A través del espejo y lo que Alicia encontró allí”. Dicho esto, habremos de disfrutar de otra producción de Disney con ínfulas de prodigio audiovisual que, de todos modos, deja la pregunta flotando: ¿Quién pidió una secuela de “Alicia en el país de las maravillas”? Corre al año 1875. Alicia (Mia Wasikowska) ya no es tan niña. Es más, es capitana de un barco (el Maravilla) en plena huida de piratas malasios con la suficiente personalidad como para exigir a la tripulación pasar por afilados riscos. De vuelta en casa, asiste con su madre a la fiesta de Lord Ascott (Leo Bill) en la cual se entera que éste tiene la posibilidad de quedarse con su casa (o su barco), y por ende con el futuro de lo que queda de la familia. Inducida por una mariposa azul (Alan Rickman, a quien está dedicada la obra) la muchacha descubre un espejo a través del cual vuelve al País de las Maravillas y se reencuentra con casi todos los personajes de la anterior. En especial con Hatter (Johnny Depp), quién está marchitándose de a poco a menos que Alicia logre rescatar a su familia a la cual se cree muerta. “Vos me dijiste que hay que creer posible lo imposible para lograrlo” dice Hatter. Lewis Carroll en su máxima expresión. La utilización de los recursos visuales convierte a esta suerte de fábula en un entretenimiento visual de gran poderío imaginativo sobre el cual se apoya el guión de Linda Woolverton, a quien debe atribuírsele la creación del personaje más interesante, Tiempo (Sacha Baron Cohen), que vive en su castillo de relojes, y desde allí digita el destino de todo y todos con la frialdad de quién vive y se alimenta de minutos. En su morada hay una esfera con la cual se viaja en el tiempo. Esa que Alicia necesita para tratar de cambiar el pasado y devolverle a Hatter su familia. Claro que la novia de Tiempo (Iracebeth, notable Helena Bonham-Carter) tiene otros planes para también arreglar cuestiones del pasado. Nuevamente estamos frente a una producción de Tim Burton de modo que ni el director James Bobin ni la guionista, ni la enorme vestuarista Coleen Atwood, ni el estupendo Danny Elfman en la banda sonora, escapan a pertenecer al universo de “mi papá no me entendía” plasmado en casi todas las producciones que dirigió desde “El joven manos de tijeras” (1992) a “Charlie y la fábrica de Chocolate” (2005), Si el Willy Wonka compuesto por Johnny Depp en ese entonces sufría por hacer golosinas con un padre dentista, aquí lo padece con un padre que no lo considera “sombrerero” por querer diseñar sombreros art decó. Ni hablar de “El gran pez” (2004). Todo tiene que ver con todo, decía Pancho Ibañez. Así es nomás. Es cierto también que detrás del diseño visual se pierde un poco el concepto del tiempo para cambiarlo por algo más ameno (es cine para los chicos después de todo) como el concepto de la familia que se tiene y la que se elige. En este aspecto, las emociones llegarán al final para quienes hayan logrado compenetrarse con la misión de Alicia. Tal vez James Bobin debería revisar un poco el timing de las transiciones para no alargarlas demasiado, pero finalmente el mensaje se entrega y el entretenimiento está asegurado. No más secuelas, por favor.
No debe ser sencillo abordar algunas temáticas en el género documental. No tiene que ver con el nivel de complejidad de las mismas, sino más bien, en el caso de la música (del rock y del pop en particular), con las elecciones tomadas por la dirección para no caer en los esquemas acuñados durante años por MTV en los cuales cambiaban los artistas, pero la carcasa del guión se construía como si fuera el fuselaje de un avión respetando las pautas, preguntas e injertos en el montaje a rajatabla. Algo parecido a la estructura del programa “Inside the Actor’s Studio”. Argentina tiene ejemplos varios de esquivar estas estructuras y “Poner al rock de moda” es un ejemplo claro. Santiago Charriere logra con su producción sobre Banda de Turistas algo difícil de concretar: meterse en la intimidad de la banda para poder trascenderla e ir más allá de lo anecdótico. El apoyo fundamental está dado en la paciencia para registrar con la cámara esos momentos en donde todo fluye naturalmente. Transparente. En éste grupo de músicos hay algo atractivo en su impronta de auto cuestionarse el destino, sobre todo después del éxito comercial. La constante pregunta de a dónde vamos, pasa a ser el eje de éste estreno. Irse de gira puede ser una respuesta literal, pero el director nos introduce de lleno en ese núcleo de convivencia con elecciones que en la compaginación dejaron de ser aleatorias en términos de textura. Por eso vemos un mix de material concebido en formato fílmico (16mm o súper 8), pero también digital con cámaras de ésta época. Como si en la imagen prevaleciera la idea de la pregunta sobre el futuro. Esa cuestión que luego de ser banda de barrio, de garaje y pasar el umbral de la masividad se hizo cualquier banda de rock. ¿Y ahora qué? Como un manto especial y permanente está la música, las letras, el proceso creativo, la convivencia, todo mostrado con mucho deleite por los planos detalle y las tomas esporádicamente casuales. Un documento íntimo y vivo que más allá del rock, enaltece una búsqueda constante tanto en el cine como en la música que más cosas tiene para decir. ”Poner al rock de moda” va más allá del mero retrato e instala buenas reflexiones para cualquier espectador, en especial para aquellos que están enchufando la guitarra por primera vez.
Abuelo, yo sé que ya le pasó antes. Le pasó con el Pac-Man hace más de 30 años. Usted lo veía en cartucheras, mochilas, remeras, lápices de colores, globos, etc. pero no podía descular de dónde venía toda esa parafernalia que nosotros, sus nietos, le llevábamos a la mesa de la cocina. Luego supo que era un video juego, y jamás le hubiese apostado un peso a que esa figura redonda e inexpresiva se iba a convertir en un ícono de nuestro tiempo. Al menos de los que acusamos más de cuarenta pirulos. Ahora con Angry birds (pájaros enojados, en inglés) a la siguiente generación le pasa lo mismo. Ahí van nuestros hijos hacia la falda de nuestros padres con la misma parafernalia. Uno pasea por Buenos Aires o las grandes capitales del país y se puede ver el afiche por todos lados. Es una película, sí, pero ya hemos visto estas figuras miles de veces antes. Principalmente ese gráfico rojo ocupando gran parte de un cuadrilátero con ojos, pico y ceño fruncido. Lo vio. Estoy seguro. El ídem de hace tres décadas y algo, pero de otro color. Ahí andan los abuelos de Argentina, y del mundo, tratando de elucubrar o darle sentido a las palabras pronunciadas por las toneladas de nietos a los que tratan de explicarles de qué demonios se trata “Angry Birds: la película”. Bueno… vea… es otro video juego. Es de destreza y precisión. Una mezcla de tiro al blanco-con-dominó que consiste en un escenario plano. De un extremo izquierdo los personajes “buenos” con distintos poderes, siendo expulsados, honda mediante, hacia el extremo derecho para hacer caer a los “malos” en trampas explosivas, evitándolo uno a su vez, sino se pudre todo, para luego llegar a una meta que abre una nueva etapa más complejamente elaborada. Los “buenos” son aves iracundas (vaya paradoja). Los malos son chanchos verdes (vaya arbitrariedad). Aunque parezca mentira se pudo (se tuvo que) hacer un guión cinematográfico con estos elementos, y gracias al lenguaje y convención de éste siglo la cosa funciona bien. ¿Sabe por qué? Porque todo nació en 2009 de una empresa finlandesa. Tres años después el videojuego batió récords de descargas en aparatos como el celular que usted tiene en este momento en el bolsillo. Es decir, el afuera, lo visual, ya estaba diseñado. Había que sentarse a pensar un contenido. No es común ver ejemplos como éste estreno desde el punto de vista del disparador de la construcción de una historia. Salvando las distancias, es como si a un libretista de antaño le hubiesen encargado escribir las desventuras del “pelado” del emblemático afiche de “Geniol”. Créame que la base es esa, y sin embargo Jon Vitti (guionista de Los Simpsons, por ejemplo) se las arregló para inventar, explicar y justificar cinematográficamente éste fenómeno a partir de sentarse frente al teclado e imaginar qué hay detrás de ese ceño fruncido y de pocos amigos que ya es característico de nuestros tiempos. Así nos presenta a Red (Jason Sudeikis, doblado por Adrián Uribe), un pájaro rojo con un carácter nefasto. Todo le molesta: tránsito, clima, los conciudadanos, las reglas, las leyes. Una radiografía del habitante neurótico promedio en las grandes ciudades. Merced a un exabrupto, Red es rechazado por la sociedad y condenado por un juez a realizar sesiones de “control de ira”. Allí conocerá a Chuck (Josh Gad, doblado por Faisy Omar), un canario ultra nervioso y acelerado, Bomb (Danny McBride, doblado por Rubén Cerda), un pájaro negro con problemas de autoestima que de vez en cuando estalla, Terenece (Sean Penn, doblado por nadie porque sólo emite balbuceos guturales. Sería como querer doblar el sonido de un terremoto), y a la coordinadora de todo, Matilda (Maya Rudolph, doblada por Luz María Zetina). Hay momentos desopilantes en esta sesiones que sirven como transición para el punto de giro de la historia dado por la llegada de un barco lleno de chanchos verdes, que llegan a la isla para “hipnotizar” a los pájaros con fiesta y alegría mientras, por otro lado, se roban los huevos de los nidos para llevárselos a su isla y disponer culinariamente de ellos. Red, por supuesto, tendrá la oportunidad de salvar el día, aunque, claro, al principio tiene a todo el mundo en contra. El espectador verá una muestra homeopática de la impronta de éste estreno en una introducción que lo incluye todo. Vértigo, un 3D exagerado, velocidad, chistes ácidos a lo Seth McFarlane (sin la parte escatológica) y sobre todo humor físico que remite un poco a Los Minions, y otro poco a los clásicos cortos de Chuck Jones. Pronto irá asomando el mensaje desde el guión y de la dirección de Clay Kaytis y Jergal Reilly, más allá del consabido merecimiento de una segunda oportunidad. Tiene que ver con la integración social a partir del propio reconocimiento de los errores, cosa que da lugar a la apertura emocional del resto. Si se quiere, una interesante mirada que pone a estos personajes en un lugar muy distinto del asignado por sus creadores originales con ese furioso rictus facial. Desde ese lugar, y por supuesto por una animación con mucho humor en clave de aventura, “Angry Birds: la película” se instala como un producto estacional que funciona para ésta generación, y seguramente alguna venidera, porque se sabe lo que sucede en Hollywood cuando la cosa funciona: se hacen muchas más.
Cuando en 2002 se estrenó “Mi gran casamiento griego” había algo del orden de la frescura en la comedia escrita y protagonizada por Nia Vardalos. En parte por lo autoreferencial, como lo indica su apellido, pero también por la construcción de personajes pintorescos, con una idiosincrasia muy particular propia de la etnia retratada. El disparador era el de una familia culturalmente manejada por los mandatos auto impuestos, cuyos padres se veían graciosamente “horrorizados” al ver que el ferviente deseo de casar a su hija con algún candidato griego, para que finalmente ésta les diese los nietos, se veía en peligro por la aparición de un galán de linaje irlandés. En el género de la comedia costumbrista los ejemplos de la identificación cultural, familiar y étnica, han estado presentes en toda la historia del cine. “La familia” (Ettore Scola, 1986), “Esperando la carroza” (Alejandro Doria, 1985); “Gato negro, gato blanco” (Emir Kusturica, 1999), “Los tuyos, los míos y los nuestros” (Melville Shavenson, 1968) o “¿Qué he hecho yo para merecer esto?” (Pedro Almodóvar, 1984), son algunos ejemplos que con mayor o menor liviandad hablaban de lo mismo, pero sobre todo eran argumentos apoyados claramente en la estructura familiar y sus conflictos. Especialmente los suscitados por el traspaso generacional. Dicho de otra manera, cuánto podía modificarse la tradición a partir de la convivencia con un progreso que inevitablemente impacta y divide esta estructura del arraigo. Sólo desde este lugar se puede justificar una secuela como “Mi gran boda griega 2” (¿Por qué cambiaron boda por casamiento en el título?). Obviamente para los que no hayan visto la primera será un deleite distinto, y tal vez menos para los que tengan más presente la original. Nia Vardalos esperó un buen tiempo para llegar al nuevo guión, que obviamente se apoya en el hecho de ser madre y una situación en la cual se descubre que Costas (Michael Constantine) y María (Lainie Kazan) no están “administrativamente” casados por un error, algo difícilmente creíble por las características de ésta familia, pero, vamos. Narrativamente hasta se podría decir que es un calco (pese al cambio de director) empezando por estar narrada por la protagonista. El elenco se conserva intacto, con el agregado de la nueva generación, y algunas situaciones vuelven a repetirse como, por ejemplo, la insistencia del patriarca en que todas las palabras son de origen griego, o la imperiosa necesidad de tener muchos hijos. Aún con estos elementos la comedia transita por un cuadro liviano y agradable, tal vez algo edulcorada, en el cual no faltarán varios momentos bien logrados para el género gracias a un casting de actores que, evidentemente, se divierten mucho dándole vida a esta familia, diversión que se transmite desde la pantalla y contagia.