Entretenimiento genuino que logra construir un universo propio Cualquiera que decida abordar un film sobre posesiones satánicas deberá saber que jamás podrá quitarse la mochila que se tiene por la concepción hace ya más de 40 años del ícono sobre esta temática. Así como “El exorcista” (William Friedkin, 1973), cualquier obra que decida incluir un escualo como el villano a lidiar contendrá a “Tiburón” (Steven Spielberg, 1975) como un referente ineludible. Los fracasos encolumnados desde aquella vez son una tonelada y le ha costado el puesto a varios. “Miedo profundo”, sin embargo, juega a otra cosa. Toma algunos elementos como pinceladas pero se propone establecer un juego del gato y el ratón vertiginoso y lleno de adrenalina, generando sensaciones que hace algún tiempo no se vivían con esta intensidad desde la butaca. Nancy (Blake Lively) tiene algunas razones para estar en la playa donde se plantea la acción. Razones que luego se convertirán en la serie de eventos desafortunados que desatan el duelo. La cuestión es que surfear esas aguas la llevan a tener un accidente del cual sale a flote, pero queda “atrapada” en una piedra muy pequeña alejada de la costa, como si fuese una baldosa de dos por dos. Nancy es acosada por un tiburón con mucha hambre y pocos escrúpulos. De cómo quiere e intenta salir de ese asedio se tratará éste estreno. Es cierto, el cuento se ha relatado miles de veces, pero no por eso deja de ser efectivo cuando está bien contado. Jaume Colette-Serra se las ha arreglado para llevar al espectador al límite de la tensión con grandes encuadres e imágenes, pulso narrativo a partir de un montaje preciso, certero, y sobre todo con la gran dirección actoral para Blake Lively, una actriz que logra la empatía a partir de un excelente dominio corporal, a la vez de economía gestual cuando el personaje se lo pide. “Miedo profundo” habla de un enfrentamiento natural. Hombre y bestia juegan al ataque y la defensa confrontando sus inteligencias, midiéndose a cada acción. Este juego va a ir nutriéndose de puentes narrativos necesarios para aflojar la tensión. Se trata de una producción notablemente filmada para un entretenimiento puro, genuino, que logra alejarse del emblema para construir un universo propio. Altamente recomendable.
Para los cinéfilos empedernidos, esos que coleccionan fotos, biografías, programas de cine, etc, “Detrás de los anteojos blancos” será objeto de culto al abordar cronológica y minuciosamente la vida y obra de la gran Lina Wertmüller. Más allá de la estructura convencional y esquemática del guión de Valerio Ruiz, la gema, como en otros documentales, sigue siendo la presencia inestimable de la propia Lina Wertmüller contando en primera persona su historia. Desde sus comienzos como asistente de Federico Fellini, a su prolífica carrera como directora empezando por su debut detrás de las cámaras en 1963. Mechados con una entrevista, y recorrida interesante por su propia casa, están los testimonios de quienes han trabajado con ella en distintos rubros. Ese aporte, valioso también para conocerla como artista y creadora, va armando la leyenda. Algunos hallazgos, como ir a las locaciones donde filmó y tener una relación lúdica con el montaje entre el pasado y el presente, son algunas de las disfrutables ideas de “Detrás de los anteojos blancos”. Es cierto que se han hecho otras obras alrededor de la gran directora, pero aquí vemos tal vez lo más abarcador que se puede ser con este retrato. Algunas anécdotas son de colección, pero tal vez se pueda entender que la creadora de “Mimí metalúrgico” (1972), “Pascualino siete bellezas” (1975) y “Camorra” (1985) ha tenido en Federico Fellini la inspiración y apoyo necesarios para confiar en su arte. Como muestra nos quedan sus propias palabras citadas por Lina: “Se te van a acercar y decir un montón de cosas sobre los planos y la ubicación de la cámara y otro montón de técnica. No los escuches. Vos contá tu historia. Como si se la contases a tus amigos. Si tenes talento como narradora te va a ir bien. Si no lo tenés, no existe técnica en el mundo que pueda salvarte” Tomá. Dos lecciones de cine en una sola película.
Cuando uno está frente a una obra que provoca sensaciones encontradas hacia su forma y contenido, como el caso de “Analizando a Philip”, tiende a sospechar si vio una obra maestra o si simplemente la habilidad del director lo llevó a esa conclusión sin darse cuenta. Justamente en este punto se encuentra el equilibrio entre la comedia y el drama en éste estreno, pero esa indefinición provoca salir corriendo del cine y hablar con alguien de las sensaciones vividas. Si esto no es una gran razón para pagar una entrada al cine, entonces habrá que aceptar a los superhéroes y listo. Por suerte no es así. Por suerte el cine tiene todavía mucho para contar y en este caso, también para interpelar a los cachetazos. La secuencia inicial podría ser una buena muestra del legado de Woody Allen para esta generación a partir de un análisis crudo de una parte del comportamiento humano. Una lectura casi perfecta del ciudadano misógino, neurótico controlado y egocéntrico, pero sin caer en la victimización procaz y facilista. Por el contrario, es como si el director se hubiese metido a fondo en la mente del protagonista para entenderlo, abrazarlo y desnudarlo (nos) a la vez. “No te sientas más miserable de lo que necesitas. Eso dejáselo a ellas. Para eso están.” Serán algunas de las verdades absolutas que profieren estos personajes alrededor de los cuales “gira el mundo”. “Analizando a Philip” es ante todo una secuencia de retratos en los cuales la sobre-explicación y el subrayado tienen la deliberada intención de no correr al espectador de su lugar de juicio. La narración en off aporta mucho y resta en la misma proporción. Por un lado, porque narrar el estado psicológico de los protagonistas, como si se tratase de leer los apuntes de un practicante de psicología, juega un doble papel entre lo contextual y el humor. Esto es a favor. Pero por otro lado, hay una razón deliberada, pero no del todo explicada, por la cual la misma narración se ocupa de describir muy puntualmente como se siente X, personaje en desmedro de lo que se puede ver en el trabajo actoral. Como si este fuese relegado a un segundo plano a partir de un registro, en donde los actores están en estado neutro en contraste con las actrices que sí tienen más libertad para trabajar las facetas emocionales. Sin dudas es una propuesta estética en donde la teoría sobre las libertades intelectuales, y no hablamos de censura frente al hecho de ser escritores, sino del uso de la inteligencia, la razón y el poder de decisión en la vida en general, se pone a prueba constantemente. Tal vez el hecho de que Alex Ross Perry como director se haya inclinado por gigantescas toneladas de textos, casi neutrales en el decir y el accionar, tenga que ver con el inextricable balance que existe entre el ser humano discursivamente misógino y la incontrastable realidad de los hechos como consecuencia de sus propias acciones. En este punto, los dos hombres principales de la historia Philip (Jason Schwartzman) y Ike Zimmerman (Jonathan Pryce) son ácidamente queribles y detestables a la vez. Uno, escritor joven con futuro por delante, el otro, escritor de reconocimiento transitorio venido a menos que le transmite al primero el vacío de ese futuro. Por carácter transitivo, el ego exacerbado e indiferente de ellos pone a los personajes femeninos en un lugar poco frecuente cuando se trata de contrastar los géneros. Elisabeth Moss y Dree Hemingway ofrecen notables trabajos para que la cosa funcione. De todos modos, el análisis microscópico de los múltiples temas abordados nublan por largos pasajes, el hecho de estar frente a un relato disruptivo que se propone contar una historia con la deliberada intención de no dejar que el espectador salga del callejón. Difícil saber si esta decisión artística deja fluir el relato o lo vuelve monótono. He allí el desafío. Las cartas están sobre la mesa. Habrá que jugar o irse al mazo.
Brillante trabajo de dirección y de una debutante carismática pequeña actriz Era hora de una visita cinematográfica al cuento clásico de Johanna Spyri porque sin dudas es junto con el personaje de Dorothy, en “El mago de Oz”, y tal vez la huérfana del musical “Annie”, uno de los personajes infantiles más frescos y queribles de la historia. Más allá de la versión de 1937 con Shirley Temple (un papel hecho a medida de aquel gran talento) es difícil pensar a Heidi fuera del “Animé” producido en 1974, repetido mil veces en la TV vernácula, con edición de disco de vinilo incluida, allá por 1978. Ese dibujo animado transmitía a la perfección el espíritu libre del personaje central escrito en 1880, y para los memoriosos la vara estará alta a la hora de ir al cine esta vez. La historia, algunos más otros menos, la conocemos todos por simple traspaso generacional. Una niña huérfana llamada Heidi (Anuk Steffen) es llevada por su tía Dete (Anna Schinz) a la morada de su abuelo (Bruno Ganz) situada en los Alpes Suizos. Un lugar en donde solamente se puede construir una cabaña y la soledad. El hombre adusto y solitario no está acostumbrado a relacionarse con otros humanos, más allá de lo indispensable, lo cual lo ha vuelto alguien distante y hasta descreído de los hombres y su honorabilidad. Con semejante panorama es difícil, pero lógico, que la niña conquiste su corazón vacío. El relato, siempre dividido en dos actos muy claros, cuenta la construcción de un vínculo a partir de contrastar inocencia con experiencia, primero, y la ruptura del mismo a partir del momento en el cual la tía vuelve a buscar a la niña para llevarla a Frankfurt, a la casa de una familia de alta alcurnia, en donde conocerá a Klara (Isabelle Ottman), otra niña algo mayor, pero inválida, en silla de ruedas. Hay que reconocer en Alain Gsponer una habilidad para entender el cuento y su enorme riqueza de contenido. Su “Heidi” trabaja brillantemente sobre los dos universos en los que la protagonista es forzada a insertarse. El primero, el que habla de la libertad absoluta, casi en estado natural del ser humano, es el que construye a fuerza de utilizar hábilmente la imponente locación de las montañas como símbolo de la pureza. Allí vemos y vivimos el desarrollo concreto del arraigo al lugar de pertenencia. No importa cuál sea. Ese mismo, o el campo, o el barrio de uno. La geografía por imposición en la cual la gente se cría, vive, llora, mama, juega y aprende. El otro, es el contraste total. De la montaña a la casa de Klara hay un abismo, y acá se lo percibe crudamente. La casa de Klara es gigante, pero el mundo en el que Heidi se mueve lo es aún más. Porque es libre. Aquí es donde el deseo se vuelve necesidad y por ende una elección. Nadie quiere a ese viejo excepto ella. Acaso porque en la convivencia sin prejuicios es donde se encuentra una paz verdadera. El tiempo de jugar es uno, el de crecer es otro. El destino de la niña está casi signado sino fuese por el intrínseco deseo de volver al lugar que representa la felicidad plena. Aún con sus avatares y su contexto, pero también con la vivencia de vivir la solidaridad y la amistad, con la eventualidad de tener que elegir entre un vínculo u otro. La sensación de extrañar a un ser querido también está presente aquí. ¿Quién no tiene miedo de extrañar a alguien sino está? Los logros de esta preciosa producción arrancan por la sentida adaptación de Petra Biondina Volpe, seguida de una narración efectiva y clásica del realizador y, por supuesto, acompañada de la estupenda fotografía de Matthias Fleischer (el mismo de “Rose”, 2005), y la banda sonora de Niki Reiser. Claro, así como se habló de Shirley Temple, hay que destacar a la niña Anuk Steffen. Pocas veces podemos ver un trabajo tan espontáneo, fresco, lleno de libertad y despojado de vicios, más allá de algunas marcaciones puntuales, pero hasta en esos ojos dispersos y curiosos se respira verdadera libertad creativa. Como si Heidi hubiese esperado casi 80 años para volver a vivir. Ni hablar de la sapiencia y el control total de la escena del genial Bruno Ganz, ya instalado para siempre en la piel del abuelo. Brillante. “Heidi” es un reencuentro con el cine de narración tradicional casi sepultada luego de “La novicia rebelde” (Robert Weis, 1965), pero además con la simple idea de bajar a tierra ese concepto del juego en la niñez y la inocencia contundente para mirar el mundo y explicarlo desde los ojos del niño. Ese que interpela con sólo estar. Ser.
Que contentos deben estar, vivos o no hoy en día, los que participaron de “El exorcista” (William Friedkin, 1973). ¿Habrán imaginado el voluptuoso número de intentos por llegar a su nivel desde su estreno a hoy? Es difícil ver “El exorcismo de Anna Waters” sin romper en carcajadas ante la obviedad de querer ser lo que ya no se puede. En la Introducción (en formato de archivo encontrado) vemos un cura (Colin Borgonon) exorcizando a alguien que termina muriendo. En realidad es un actor con un disfraz. Llamar vestuario a lo que tiene puesto es directamente quitar la categoría de los Oscar. Sospechamos que éste hombre volverá a aparecer después. Jamie (Elizabeth Rice) es una agente de policía que se somete a un escaneo cerebral con resultado negativo. Pero mientras aguarda por los resultados en la sala de espera vemos a algún chico con espasmos involuntarios en el brazo. Así conocemos el mal de Huntingtong. ¿Da a entender que en realidad es el demonio que se mueve adentro? Puede ser. Es estúpida la idea, pero puede ser. No importa eso porque de todos modos ese atisbo morboso, pero interesante para el género, es abandonado como recurso. La hermana de Jamie, Anna (Rayann Condy), murió en Singapur, así que viaja para allá. Anna Tenía una hija,. Katie (la pobre Adina Herz trata de hacer algo, pero la dirección actoral está decidida a impedírselo). Entre esta nena que asegura que su madre vuelve en siete días, la tía que no entiende lo que pasa (porque leyó el guión y así le fue), y una casta de personajes mal construidos y peor definidos, nos veremos forzados a creer en la originalidad de un texto, de esos que uno no termina de comprender como alguien firmó el cheque para su realización. Kelivn Tong, el director, arma un argumento a base de dos historias que conviven al mismo tiempo. La del padre Silva que luego de sacar el demonio da conferencias de prensa sobre el hallazgo de lo que se cree es la “nueva” torre de Babel porque se arma por internet (¿hay demonización de las redes sociales?). Jamie no cree que su hermana se haya suicidado como le cuentan, por eso decide ir a fondo con los extraños sucesos que vive allí. Un argumento bastante parecido a la injustamente ignorada “Constantine” (2004), pero sin solidez narrativa. Claro; como la hermana de Anna no cree en Dios le da a Don Belcebú el pie perfecto para que se manifieste de todas las maneras posibles. Lamparitas en cortocircuito, haciendo ruidos extraños y moviendo cosas de lugar, apagando y prendiendo luces (aunque en este punto hay que reconocer una significancia interesante de ese fenómeno), dando vuelta las cruces de la pared y hasta disfrazándose de buzo de los años 50, pero sin Cuba Gooding Jr en su interior, ni Robert De Niro dándole órdenes insólitas. Es una pena porque dentro de este incordio de ideas, hay una que podría haber sido explotada mejor: Si antes el arameo era la lengua universal, hoy lo es el código binario y sólo por eso cualquiera que lo hable puede entender (y vulnerar) cualquier idioma (incluyendo los secretos) en el mundo virtual. Genial la idea. Por eso no se desarrolla en esta película. El realizador no vio “El exorcista”, no vio ni el tráiler, sino no se explica por qué en un alarde de inconsciencia filmó la cama de la nena elevándose y a la propia nena girando la cabeza como un títere cuando anda poseída. ¿Nadie le avisó que ya se hizo eso? Igual no importa, porque como se mezclaron los guiones el elenco se decidió por hacer lo que se le canta mientras el director estaba en la mesa del catering. Fíjese qué original el tema de la tecnología; cuando aparecen unos chicos jugando el juego de la copa, lo hacen alrededor de una Tablet. Aliviada la inteligencia del espectador cuando los títulos finales arrancan, queda el susto genuino de una continuación, pero hasta eso está mal instalado, así que no se preocupe mucho.
Finalmente ocurrió el esperado, el puntapié inicial para la expansión del universo de DC Comics. Las Batman de Tim Burton, luego las de Christopher Nolan, y ahora, luego del estreno de “Batman Vs. Superman”, éste año, pareciera ser que por fin la propuesta avanza hacia un lugar más concreto, porque ya se incluyen cameos de varios personajes de la empresa, dos de los cuales (Mujer Maravilla el año que viene y Aquamán el siguiente), ya tienen fecha de estreno para afianzar el lanzamiento de la “Liga de la justicia”. Como se ve, Marvel tiene competencia oficial. Por ahora la diferencia más notoria entre ambas empresas es la del grado de oscuridad con el cual se abordan estos olimpos modernos. Mientras que Marvel tiene un tono serio, pero sin abandonar la luminosidad y el humor (muy presente, DC tiende a oscurecerlo todo. No hay muchas razones para siquiera sonreír ni en Ciudad Gótica ni en Midway. En esta última ocurre éste estreno. “Escuadrón suicida” debe entenderse como un anexo al mundo principal. Son personajes de tercera, o cuarta línea, pero que de vez en cuando aparecen en las historietas. Sin embargo, la idea de una severa jefa militar llamada Amanda Waller (Viola Davis) que recluta, extorsión mediante, a los más peligrosos criminales condenados a perpetua para mandarlos a una misión suicida, no sólo corre con las ventajas de empatía ya dadas en el elenco, además tiene reminiscencias a aquella inolvidable “Doce del patíbulo” (Robert Aldrich, 1968). Es notable como sale a flote “Escuadrón suicida” pese a todas las oportunidades que el guión ofrece para irse a pique. La primera media hora es utilizada por David Ayer para presentar a los personajes. Un collage kitsch con aroma a Guy Ritchie (particularmente en “Snatch –cerdos y diamantes, 2000), y colores salpicados por la dirección de arte como si fuese una especie de “happening” moderno, incluyendo una canción alegórica para cada uno. Así conocemos a Deadshot (Will Smith), Harley (Margott Kidder), Croc – porque se parece a un cocodrilo - (Adewale Akinnuoye-Agbaje), Diablo (Jay Hernandez) y Boomerang – porque maneja un boomerang y es australiano - (Jai Courtney), y finalmente June Moone (Cara Delevingne), aunque ésta última se escapa y provoca todo el lío posterior. Todos ellos comandados por el “mano derecha” de Waller, Rick Flag (Joel Kinnaman). Como apreciará el lector hasta ahora hemos mencionado ocho personajes en este párrafo. Son muchos. El director ofrece pinceladas de todos ellos con apoyo mayor en Deadshot y en Harley. Uno, porque tiene una hija que no lo va a querer más si sigue matando gente, la otra, porque es la novia del Guasón (Jared Leto), personaje extrañamente más desarrollado que lo necesario, pero servil para instalar las próximas entregas de DC. Estamos frente a una producción claramente preocupada por los prodigios tecnológicos y las escenas de acción, bien logradas por cierto, en desmedro de la solidez de los personajes. Entretenido todo, hay que admitirlo, pero algo superficial porque el potencial más rico en contenido del guión, esto de la doble moral entre la defensa de “la seguridad nacional”, pero utilizando el mal para el bien menos peor, es dejado a la deriva. Por otra parte, debemos estar frente a la primera película en la historia que, tomando un personaje icónico y de primera línea (el Guasón) lo baja a una participación de tercera categoría para luego levantarlo a resolver la trama. Es como contar la historia del Diluvio Universal desde el punto de vista de uno de los hijos de Noé y rematar la trama con lo que hace la jirafa. Así y todo el cuento termina en buen puerto merced a todas las aristas que abre en pos del futuro cinematográfico de la saga. “Escuadrón suicida” no tiene mejor futuro que el olvido pero también, si deciden ir por este camino, como piedra basal de un nuevo micro (macro) cosmos de superhéroes.Y mejor no entrar en más detalles del discurso. En todo caso, pida más azúcar en el pochoclo. Es una más.
Curioso estreno el de “El niño y la bestia”. Se sabe de un público a nivel mundial fanático del animé y los éxitos de “Los caballeros del zodíaco” o “Dragon Ball” lo demuestran, pero éste caso no es el del inicio de una saga ni el desprendimiento de un producto televisivo. Por el contrario, si bien es una mixtura entre leyendas, poemas, fábulas y otros cuentos chinos y japoneses; hay claras referencias a clásicos como Moby Dick, Peter Pan, y en un punto hasta se podría decir que el concepto de “El mago de Oz” o “Laberinto” está intacto. Esto de “escaparse” a otro mundo por causa de una realidad adversa y construir un universo imaginario tan potente como el cotidiano. El papá de Ren (Aoi Miyazaki) se las tomó luego de divorciarse de su mamá que acaba de morir. El niño es llevado hacia un lugar que le produce rechazo, y por eso se escapa por la ciudad hasta dar con un mundo de bestias en donde conocerá a Kumatetsu (Koji Yakusho), gran guerrero, joven, algo alborotado y rebelde (¿Una proyección de Ren?) que toma al niño como su discípulo. Sin embargo, el guionita y director Mamoru Hosoda no pone a estos dos en un plano lógico de mandatos. Ni siquiera por cuestiones de conocimiento y experiencia. Desobedeciendo las reglas de la obviedad, los empata. Los alinea en el mismo lugar para que en esa maraña de sensaciones encontradas cada uno de ellos descubra y aprenda del otro. Instalado en esa simpleza y sin lecciones de moral el guión sorprende gratamente por su autodeterminación para trocar los puntos de giro, incluso cuando la trama parece encaminada hacia un lugar concreto. Si bien está claro que la temática central es el crecimiento y sus dolores, esta suerte de fábula va llevando a esos personajes de la mano para darle a cada cual su momento de redención. Tal vez en este punto se puede achacar un exceso de diálogos, que sobre explican lo que ya ha quedado claro en imágenes, sumando minutos poco útiles al ritmo. Por esta y otras razones que se encuentran en la relación entre los protagonistas, uno termina preguntándose si este argumento no merecía acción en vivo en lugar de animación, aunque hay que reconocer el poderío visual producto de la combinación entre lo artesanal del dibujo y el CGI. Seguramente “El niño y la bestia” encontrará su público, si es que éste está dispuesto a congeniar con la extraña disposición horaria de las cadenas exhibidoras, pero vale la pena hacerse un rato.
Según cuentan Matt Damon, no quería hacer esta película. Por un lado, porque ya lo había hecho tres veces. ¿Qué más hay para contar? Por otro, existe este miedo al encasillamiento sufrido por los actores que se ponen en la piel de ciertos personajes (pregúntele a Daniel Radcliffe por ejemplo). Además, había que levantar el muerto que dejó la cuarta entrega con Jeremy Renner en el papel principal. Fuertes convicciones, lógicas si se quiere. Nosotros entendemos bien eso pero, ¿sabe qué pasa? Que el cheque ese tiene un montón de ceros a la derecha en ese recuadro rectangular ubicado arriba a la derecha. Ahí, justo donde se termina el bla, bla. Dos ejes dramáticos han sostenido, y sostienen, el quinteto de producciones iniciado en 2002. El primero, es el factor de poder detentado impunemente por las instituciones de servicios de inteligencia de los Estados Unidos. En esta última la CIA es prácticamente el origen de todos los males. Ellos, que desde su búnker, siguen siendo una suerte de Gran Hermano personalizado para nuestro héroe, saben casi todos sus movimientos merced a cámaras, satélites etc. pero su costado más oscuro reside en la manipulación maniquea de la voluntad de las personas con determinadas características,a quienes se elimina la memoria para convertirlos en máquinas asesinas y despiadadas. El segundo eje es, precisamente, el detonador de la empatía del espectador como consecuencia del primero. Desde el comienzo, hace como 14 años ya, el protagonista anda atribulado porque no se acuerda ni de su nombre. Nada,. Razón por la cual la platea entera se pone de su lado, y a medida que fueron sucediendo las secuelas nos enteramos de más y más secretos en la vida de Bourne. Estaba todo contado ya de manera tal que cuando entendemos que todavía quedan cosas de su pasado por conocer y verificar, “Jason Bourne”está lista para ocupar el quinto lugar en el derrotero de su trayectoria. También volvieron varios personajes conocidos por todos, y se agradece el montaje inicial para hacer un resumen de lo visto hasta ahora (saltando por supuesto la cuarta parte). Ya estamos en tema. Ahora será cuestión de ver como hacen para mover la maquinaria. También volvió Paul Greengrass a la dirección luego de “La supremacía de Bourne” y “Bourne: el ultimátum” (2007). Pero “Jason Bourne” arranca como “Rambo III” (Peter McDonald, 1988), ya no es el agente mortal de antaño, ahora se esconde del sistema siendo parte de un circuito de peleas callejeras. Es decir, vive de piñas ilegales pero en otro estrato social. Hay unos archivos en un pen drive que pone nerviosos a varios y los va a poner aún más si se dan a conocer públicamente. ¿A quién ponen para detener esta afrenta contra el sistema? A otro viejo conocido. El Asset (Vincent Cassel, siempre eficiente), quien también tiene algún muerto en el placard (en todo sentido), de modo que esta vez tendrá una incidencia mayor, y acaso es el personaje que más crece en éste estreno. La persecución en moto, y toda la secuencia de acción en Las Vegas, quita el aliento por el vértigo y la precisión logrados por el director y su equipo técnico. Hasta las astillas parecen escucharse. Claro, a los efectos de la narración sobra media hora que se balancea por la espectacularidad, ya sea en grandes despliegues de acción o en las peleas cuerpo a cuerpo. En este aspecto, es marca registrada. La razón central por la cual este buen entretenimiento también será uno de los éxitos del año.
Se supone lógico el escepticismo frente a una película que se anuncia como “la más taquillera”, en lugar de “la mejor” (si esto fuese posible). Por ejemplo, hace dos años tuvimos la desagradable presencia de “la película mexicana más taquillera de la historia en Estados Unidos”, y si bien se sabe del gusto poco refinado del cinéfilo norteamericano promedio, aquella “No se aceptan devoluciones” (2013) era demasiado burda para ser cierta. Pues bien, así se anuncia éste estreno proveniente de Italia. “La comedia italiana más taquillera de la historia”. Separemos los tantos. El cine comercial (llámese al que lleva público masivo a las salas, independientemente de sus virtudes artísticas) de Francia, Italia, Holanda, España, Peruano, etc, etc; es de una manufactura doblemente tamizada. Primero por un lenguaje narrativo claramente yanqui, y segundo por un ritmo cuasi televisivo tirando por la borda, en la mayoría de los casos, la posibilidad de interpelar la capacidad decodificadora del espectador, el uso de las metáforas, la sutileza o siquiera establecer un vínculo lúdico entre la obra y el que la mira. Es todo directo, sin filtros, rápido. Como si hubiese un switcher master en lugar de un compaginador. En este contexto se inscribe “¡No renuncio!”. Pero fuera de aquello señalado anteriormente, resultará realmente divertida para quien se deje llevar por el código y el registro actoral del personaje principal. Checco (Checco Zalone) es la perfecta definición del chantún argentino salido de los años locos. Además es misógino y vulgar e italiano. Hace de la comodidad un culto y de la circunstancia una ventaja. Los primeros diez minutos enteros son para un monólogo sobre el empleado público, tanto por lo que se dice como por las imágenes. Para Checco tener un puesto fijo es el máximo logro al cual se puede aspirar por la enorme cantidad de ventajas que da chupar de la teta estatal. Cobrar sin hacer nada. O casi nada. Y eso se traslada a su vida personal, viven en la casa de sus viejos, la madre le cocina y plancha, la novia ocupa un lugar mientras no moleste, etc. Sí. Nuestro protagonista es ñoqui y se vanagloria de ello. De tal palo tal astilla, porque el padre lo llevaba de pequeño a la administración pública mostrando que desde hace mucho tiempo el Estado ha creado una dependencia enfermiza, anquilosada y estructuralmente obsoleta. Los ñoquis (y los empleados estatales que trabajan de verdad también) andan horrorizados porque el cambio de gobierno trae consigo, un recorte violento que amenaza con despidos y otras menudencias (teléfono para el Presidente). Algunos aceptan retiros voluntarios, otros;, algún traslado a cargo de la Dra. Sironi (Sonia Bergamasco), quien termina manteniendo una cruzada personal contra el único que no acepta arreglo alguno, aunque lo trasladen a lugares realmente insólitos, actitud que, por otra parte, explica el título vernáculo. Con una impronta absolutamente televisiva, gags que funcionan por montaje y un apoyo exclusivo en el histrionismo de Checco Zalone, el director Gennaro Nunziante mantiene vivo a lo largo de 90 minutos, el mejor elemento dramático con el que cuenta: la doble moral. El guión apuesta a una fórmula ilógica consistente en saber construir un personaje detestable y querible a la vez. Como cuando vemos esos ladrones simpáticos y entradores, pero dispuestos a poner una bomba para robarse la guita de un banco. En el caso de Checco es conocer por dentro algunas de las razones para entender la burocracia de las instituciones públicas a partir de un tipo “vivo”, pícaro, ventajero, pero a la vez cínico, cretino, y aprovechador. Ese es el punto de equilibrio que lleva a “¡No renuncio!” a ser una comedia muy efectiva cuando se ocupa del personaje y sus contradicciones, y demasiado liviana cuando vira hacia el lado de la historia del amor que todo lo cambia o lo transforma. Son demasiados los puntos de contacto con nuestra sociedad como para entender por qué éste será probablemente un gran éxito en la Argentina. Aportará poco a la originalidad de la forma, pero el contenido alcanza y sobra para reírse con ganas.