Lo sabemos, es una de boxeo con dos actores que, en lo suyo, están de vuelta, pero peinando cada vez más canas, así que no seamos ingenuos. Con tanto revival de los ‘70 y los ‘80 que vivimos en los últimos dos o tres años no debería ni sorprendernos ni ponernos escépticos la llegada de “Ajuste de cuentas”. Por el lado del boxeo, la última de Rocky la vimos hace poco más de un lustro. Luego vinieron las dos entregas de “Los indestructibles” (2010-2012). Si hablamos de un cine más “elaborado” “Drive” (2011), “El precio de la codicia” (2011), “Argo” (2012), hasta “Escándalo americano” (2013), tienen una mirada estética hacia formas de hace 40 años. No sólo en el modo de filmar, sino también en el aspecto de la proyección con ese efecto de post-producción que las hace ver con el granulado típico del formato en 35mm. Salvando las distancias de los ejemplos, “Ajuste de cuentas” es una producción ochentona que tiene en el capricho de existir su mejor virtud y defecto al mismo tiempo. “Los indestructibles” se apoya claramente en un imaginario colectivo de espectadores que en la década del ‘80 hubiera pagado el doble por ver juntos a todos los actores del cine de acción de aquel momento, pero nadie imaginaba, o quería, a Stallone y De Niro en una película de éste tipo. Es cierto que compartieron cartel en “Tierra de policías” (1996), de James Mangold, pero era otra cosa. Por eso desde el vamos uno se pregunta cuál era el problema si los protagonistas eran efectivamente Jack “Toro Salvaje” La Motta versus Rocky Balboa, si de todos modos el planteo era una comedia a partir de enfrentar a dos personajes que nunca se le ocurrió ni la pidió nadie (a excepción de los involucrados en la producción). “Grudge match”, tal el título original, se traduce como una pelea basada en algún resentimiento del pasado. Algo así como “La contienda del rencor”. Este vestigio quedó instalado particularmente en Billy “the kid” Mc Donnen (Robert De Niro) quién, treinta años atrás, en el pico de su carrera, enfrentó a Henry “Razor” Sharp (Sylvester Stallone) dos veces: ganó una, perdió la otra. Nunca hubo desempate. Hoy, cada uno está en lo suyo. Billy tiene un restaurante temático de buena fama, mientras Henry trabaja en una planta industrial. La efeméride de un programa deportivo alienta a Dante Slate (Kevin Hart) a impulsar el desempate. Por supuesto que cada uno encontrará sus motivaciones para hacerlo, y seguramente habrá más de un lugar para personajes secundarios (brillante Alan Arkin, correcta Kin Basinger) que planteen alguna que otra sub-trama tan superficial como innecesaria. La chica en cuestión, por ejemplo, colaborará con la dosis dramática que en una comedia siempre baja a tierra la historia, pero que en este caso resulta forzada y por ende insustancial. El público asistente olvidará de inmediato esa parte de la historia porque, en principio, está lejos de lo que fue a buscar. Por el contrario, cuando los guionistas Tim Kelleher y Rodney Rothmanel se ocupan de gags con buen timing, el director Peter Segal de sacarle el jugo al contraste entre ambos personajes (uno recatado, el otro altanero), y los actores principales de lograr sus propias parodias, la película funciona. Como estos aciertos ocurren menos veces que los errores (o mejor dicho, las malas o inútiles elecciones), pero a la vez están (de casualidad) bien distribuidos, el resultado deja una sensación de entretenimiento aceptable. Cuando De Niro se deja llevar por el impulso respecto de su personaje como un tipo de la calle, provocador y pendenciero que nunca perdió las mañas, sale lo más rescatable.
Guión y realización brillantes, con dos protagonistas inolvidables Algunas historias detrás de los clásicos son realmente fascinantes, con anécdotas tan jugosas como enriquecedoras a la hora de contar cómo fue esto de hacer películas hace tiempo. Hace poco conocimos en la ficción casi todos los entretelones de la realización de “Psicosis” (1960). Podía no ser estupenda, pero algo hipnótico había en querer “saber cómo fue”. Lo mismo ocurre con “El sueño de Walt”, pero hay una mayor cantidad de cualidades. En el llano la historia cuenta cómo, después de 20 años de insistencia, Walt Disney (Tom Hanks) logró entablar diálogo con la escritora australiana P.L.Travers (Emma Thompson) con el objeto de convencerla para que le cediera los derechos de “Mary Poppins” para realizar una adaptación cinematográfica de su obra, puntualmente desde que la autora viaja (forzada por su situación económica) de Inglaterra a Los Ángeles en adelante. Más allá de lo histórico, es en las capas subterráneas del brillante guión de Kelly Marcel y Sue Smith donde se encuentra lo más jugoso. Ambas decidieron investigar la vida de la autora, encontrar los motivos por los cuales se aferraba tanto a ese texto al punto de no querer dejarlo ir. Por eso, cada uno de los flashbacks a su infancia, además de enriquecer el contenido del presente, explica el germen de la idea, la esencia de cada personaje y, por supuesto, la temerosa angustia de Travers frente a lo que la industria podría hacer, ya no con su libro sino con su vida. Según ella “Mary Poppins” estuvo muy lejos de la propuesta cinematográfica que derivó en uno de los grandes clásicos musicales de la historia. La mirada hacia lo más profundo de su alma es de lo que se ocupa el relato, dándole la misma importancia que a la anécdota de la producción per sé. La experiencia resulta emocionante y enriquecedora, con dos antagonistas tan bien diagramados: una no quiere (o no puede) soltar su creación, mientras que el otro desea transformarla en espectáculo a como dé lugar. A su vez, el miedo a perder este “objeto preciado” hace ceder a ambos por consecuencia de una lucha interna contra sus impulsos. Por su parte, John Lee Hancock se encarga de narrar en forma muy equilibrada contando, en principio, con una compaginación brillante de Mark Livolsi (colaborador de Woody Allen en los ‘90). El director no bifurca el argumento, pero sí cuenta dos tramas muy claras que se presentan separadas. Los dos caminos (la infancia de Travers por un lado y el “tire y afloje” del presente por el otro) avanzan paralelamente, al mismo tiempo que el pasado nutre al presente de la justificación de las acciones. Así, por ejemplo, nos encontraremos con las personas que inspiraron la creación del señor y la señora Banks, Bert, la propia Mary, etc, descubriendo también que estos personajes no eran tan imaginarios, que nacieron desde una carencia y un dolor muy profundo. No había mejor opción que la de Thomas Newman para la música. Con algunas reminiscencias de su trabajo para “Lemony Snickett”, una serie de eventos desafortunados (2004), cada nota del compositor aporta emotividad, justificando la nominación al Oscar de éste año. Uno entiende cómo funciona la industria pero aquí hay varios rubros olvidados por la academia, empezando por las actuaciones. Tom Hanks hace rato se recibió de genio, pero en este caso, contrapone sonrisas impostadas ante la impertinencia de Emma Thompson, quien ha hecho con su P.L. Travers una composición exquisita. De esas que no se olvidan jamás. Probablemente ninguna de estas películas sobre anécdotas de la historia del cine escape a ciertos convencionalismos en el tratamiento general del producto, pero eso no quita el hecho de ser un producto bien realizado y contado. En los detalles y la sutileza de los elementos está la diferencia. La excelencia de “El sueño de Walt Disney” tiene la mayor cantidad de laureles en quienes la escribieron. Se jugaron por el camino más difícil pero al final, el paisaje ofrece mucho más.
Dudo que haya antecedentes tan patéticos como este intento de revitalizar la carrera de un pibe que ya estaba destinado en el momento en cual un productor vio lo que sus padres habían subido al youtube, y posaron la parafernalia de la industria discográfica sobre las espaldas de un chico llamado Justin Bieber. Luego de mantenerlo viviendo en la burbuja multicolor del mundo pop con un mega-exitoso disco, decenas de recitales, y hasta una primera película (el bofe de “Never say never”, de 2012), Justin creció y le pasa lo que nos pasa a todos. Quiere chicas, salidas, una birra con la barra... En vez de dosificar un poco los impulsos lo que hicieron sus productores “amigos” fue “contenerlo” durante todo este tiempo. Se sabe que si el gas se sostiene mucho tiempo, cuando sale revienta todo. En lo particular (el público local) justo a nosotros nos tocó el recital en el cual el artistejo barrió con la bandera Argentina en el escenario como si fuera basura, para luego irse antes de tiempo por vaya a saber qué cosa que se le metió por la boca. A nivel global llegaron las noticias pergeñadas por cuanto boludos hay en el mundo que le saca una foto. Las drogas, los arrestos por correr picadas con un auto de lujo, en fin. Todos los caprichos, berrinches y travesuras que no hizo por estar trabajando de estrella los hace ahora. Los medios no comen vidrio a la hora mirar el rating, de modo que las noticias del ángel devenido en demonio vende tanto como las del chico convertido en ídolo. Ciertamente el tiempo es irónico porque cuando el director Jon M. Chu, responsable de la horrible “G.I. Joe: La venganza” (2013), abordó la realización de “Justin Bieber: Believe” luego de ser (según se ve) casi acosado para que lo haga. Jamás imaginó que durante la post-producción la estrellita se iba a despachar con tres o cuatro escándalos. Tal vez no importe porque la cantidad de golpes bajos con respecto a “Never say never”, el documental anterior, ha crecido lo suficiente como para beatificar al nene. Luego del montaje de rigor, intercalando partes del show con entrevistas a los allegados (productores, amigos, músicos) o inserts con los fans (chicas de 9 a 15 años), viene alguna defensa contra algún ataque de la prensa. La intención sigue siendo la de endiosar y redimir a la gallina de los huevos de oro. Los testimonios y la música le dan a “Justin Bieber: Believe” la impronta de golpe bajo amparados en una compaginación breve y efectista. Por supuesto hay lugar para la música (acaso los pasajes más interesantes) consistente en los éxitos que todos conocen. Sabrá el lector disculpar pero a los 70 minutos de proyección éste espectador se levantó de la butaca y salió para nunca más volver. Fue cuando, en el colmo del servilismo a la maquinaria puesta en marcha para continuar la carrera del nene, aparece una niña con una rara enfermedad a la cual Justin “adopta” y quiere. Lo vemos feliz con ella, teniendo gestos envidiables como subirla al escenario en pleno show para charlar (él en cuclillas, ella en una silla). Luego viene la noticia de su muerte. Lo vemos triste sin ella, dedicándole un tema en vivo mirando la pantalla con sus imágenes y de espaldas a un público emocionado. ¿Quiere llorar? Otra que “El campeón” (1979) de Franco Zefirelli. No soporté más. Me fui, insultado en mi inteligencia y encima escuchando música que no me gusta. Disculpe. Sé que no es profesional. En mi vida me levanté y abandoné la sala, pero dicen que siempre hay una primera vez. Tal vez en los últimos veinte minutos todo cambia y el documental pasa de folleto a una obra de Herzog. No lo sé. Por eso mi opinión es hasta donde yo la ví…
Un breve repaso por la historia señala a Kevin Grevioux como un actor de poca monta con apariciones en distintas series de TV, el típico guardaespaldas en alguna comedia, o su rol más “importante” como un vampiro en la primera “Inframundo” (2002). Poco importa. Kevin es el creador de Dark Storm Studios, una productora abocada a proyectos gráficos y audiovisuales, en la cual pudo desarrollar un viejo proyecto consistente en tomar al personaje de Mary Shelley, la “criatura” de Frankenstein, para llevarlo a la novela gráfica y convertirlo en una suerte de antihéroe enfrentado a distintas fuerzas del mal. Allí se pueden mezclar demonios vampiros con bichos de piedra, da igual para el caso. Es un poco lo que sucedía con aquella “Van Helsing” (2004) de Stephen Sommers en la cual enfrentaba a Drácula, el monstruo de Frankenstein, el Hombre Lobo, Jeckyll / Hyde, etc. “Yo, Frankenstein” se inscribe en esta idea de tomar algunas características del personaje para luego contar otra cosa. Veamos. La introducción resume el libro de la Shelley en cuatro renglones y no muchos más fotogramas. Los tiempos corren rápido como para detenernos en la literatura clásica. Luego de hacerse cargo del cuerpo de Víctor, su creador, el monstruo sin alma es abordado en el cementerio por unos demonios que andan con ganas de llevárselo a un tal Naberius (Bill Nighy). Al principio es protegido por gárgolas a las cuales el bondadoso guionista y director Stuart Beattie les dio un laburo más interesante que el de decorar cornisas. Según la leyenda, estas piedras talladas son ángeles guerreros creados por el Arcángel Miguel para proteger a la humanidad de los demonios de Satán que tienen colmillos de vampiros, mueren con una estaca en el corazón o agua bendita como los vampiros, pero no son vampiros. Es así. Zafa pues del ataque es conducido a un palacio “gargolero” donde Leonore (Miranda Otto), la reina, hace dos cosas: una es ponerle nombre: Adam. Dejémoslo ahí. La otra es anticipar los siguientes noventa minutos para cualquier espectador que use su poder de deducción. Si el espectador decide no usarlo, entonces tendrá sesenta minutos de anticipación con una vuelta de tuerca. Al no proponerse ser seria “Yo, Frankenstein” logra aciertos parciales dentro del género de aventuras porque desde un principio se rompen tanto las estructuras de la mitología del terror que no da lugar a suponer que alguien se equivocó en la adaptación. Empezando por la apariencia de Adam. Un par de cicatrices dibujadas (que encima se corren de lugar además de sanar), y ya está. El resto es la cara pintona de Aaron Eckart, quien debe haber estipulado en su contrato la ausencia casi total de efectos de maquillaje para que lo veamos mejor. Desde el instante en que él aparece el espectador deberá entrar en el código instantáneamente, o aburrirse e insultar por lo bajo. Se lo aviso porque en el medio hay una escena en la que el protagonista, con torso desnudo, dice que lo hicieron con ocho cuerpos. Si usted se la toma en serio deberá pensar que el científico hizo a su monstruo con ocho “Schwarzeneggers”. Espero que este botón sirva como muestra para comprender el tono de ánimo con el cual deberá entrar a la sala. La narración está bastante bien llevada por el director, pese a la evidente falta de presupuesto. ¿No estaremos demasiado mal acostumbrados? ¿No nos habremos vuelto demasiado técnicos, tanto espectadores, como analistas? Hay algo en la dirección de fotografía que no funciona del todo, en especial con la gárgola blanca, mientras que la buena banda sonora tiene, para la obra, algunos pasajes innecesarios. Lo mismo sucede con algunos efectos de sonido exagerados (aún dentro de las convenciones). Así y todo, la supervivencia de “Yo, Frankenstein” está asegurada en el guión prometiendo defender a los humanos para siempre. Si sobrevive en las salas cinematográficas quizás tenga su/s secuelas.
Con el estreno de “Código sombra: Jack Ryan” se dan algunas coincidencias a medias, más allá de los varios intentos de Hollywood por crear su propio James Bond. “XXX” (2002), las franquicias de “Misión imposible” (1996 y secuelas), “Bourne” 2002 y secuelas), etc. En los aspectos técnicos, escenas vertiginosas, coreografías armónicas y secuencias de acción bien filmadas han logrado empatarle al agente 007, pero siempre faltó glamour, clase, estilo, sofisticación y otras cuestiones que, culturalmente, Estados Unidos no tiene ni tendrá. Sin embargo, el personaje creado por Tom Clancy durante el auge mediático de la guerra fría en los ochenta (incluida la venta del buzón: “Rusos-malos-Yanquis-buenos”), siempre tuvo algunas características propias: Intuición, pensar fuera de la caja, aplomo para enfrentar a sus superiores con convicción. Jack Ryan es de los que defiende su análisis sociológico del villano de turno porque tiene una lectura certera de los hombres que habitan en su microcosmos y lo rodean. También como ocurrió con el personaje de Ian Fleming, hubo varios intérpretes a lo largo de dos décadas. Un gran Alec Baldwin en “La caza al Octubre Rojo” (1990), muy bien Harrison Ford en “Juego de patriotas” (1992) y “Peligro inminente” (1994), mientras Ben Affleck fue discretísimo en “La suma de todos los miedos” (2002). Está década tiene, en principio (hay que ver cuanto recauda), a Chris Pine en la piel del agente que esta vez no está desarrollado por Tom Clancy, sino que fueron Adam Cozad y David Corp quienes redactaron el guión a partir del personaje, e inauguran la franquicia dándole un nuevo origen histórico. Dicho de otra manera, un relanzamiento. El espectador deberá olvidar por completo la guerra fría, los ‘80, los ‘90… todo menos a los rusos. Siempre hay algún ruso amenazando a la democracia desde algún lugar. ¿Se acuerda? Antes, porque eran comunistas y malos. Ahora, sólo son malos nostálgicos del viejo régimen, o cosas por el estilo. Por ejemplo Cherevin (Kenneth Brannagh) que anda con ganas de colapsar el sistema financiero. Ryan por su parte, patriota como él sólo, se enlista en forma voluntaria en el ejército, luego del ataque a las Torre Gemelas, para luchar por la paz y la democracia. No le sale bien la cosa pues, a la luz de las circunstancias, parece que a casi ningún norteamericano le fue bien con esa guerra, pero es reclutado por Harper (sólido Kevin Costner) para infiltrarlo en la bolsa de valores e intentar desenmascarar al villano de turno. Si “Casino Royale” (2006) sirvió para relanzar a un Bond más duro, despiadado, pero sobre todo un hombre de acción, “Código sombra: Lack Rayn” representa algo parecido para el personaje principal. Las dosis de acciones, muy bien filmadas y compaginadas, son tanto o más importantes que la construcción de su siquis, algo que va en desmedro de las novelas a pesar de no perder la sensación de crisis internacional. Así habrá mucho para los fanáticos de la aventura y algo menos para los fans literarios, quienes deberán esperar a lo mejor un par de entregas para reconocer las características fundamentales de lo escrito por Clancy. Como director, Kenneth Brannagh supo dirigir con firmeza a todo el elenco, sumando a su currículum buena mano para adecuarse al género. Dependerá de la historia que “Código sombra: Jack Ryan” sea el inicio de una franquicia interesante, pero más que nada de los que escriban los futuros guiones. Por ahora, tenemos un comienzo entretenido y prometedor.
En lo particular esperé mucho tiempo la versión cinematográfica de una de las mejores novelas de ficción que he leído en años. “La ladrona de libros”, de Markus Suzak, tiene a la muerte como protagonista. Una muerte reflexiva, confesa admiradora de su trabajo (aunque algo resignada por la rutina), cruel, justa o injusta, según como se la sienta, y acaso sarcástica. Según ella misma, de vez en cuando se siente atraída por la personalidad de determinados seres humanos. Algo en ellos le resulta fascinante e irresistible. Es cuando detiene un rato su tarea y observa. Esta vez le presta atención a la pequeña Liesel (Sophie Nélisse - la brillante nena de “Profesor Lazhar”, 2012-) mientras se lleva a su hermano menor, congelado por el frío durante un viaje en tren. El enamoramiento comienza cuando en el funeral la niña, que no sabe leer, se guarda un libro caído del bolsillo del empleado del cementerio (“Manual del sepulturero”). De ahí en más, será Liesel y su historia lo que la muerte relata. La adaptación al cine, por ser literal comete un acto de desidia al no proponerse desde el guión resolver algunas cuestiones con la creatividad que requiere el séptimo arte. La primera es, precisamente, el rol de la muerte (narración en off de Roger Allam). No porque esté narrada. No hay nada de malo en eso cuando la decisión va a fondo, caso Forrest Gump” (1994) o “Buenos muchachos” (1990) narradas por sus protagonistas, pero que nunca abandonan las escenas a su suerte. Las voces se escuchan varias veces a lo largo del metraje como acoplándose al oído y la mente del espectador, además de nunca intentar resolver en off lo que no se resuelve en cámara. La segunda es responsabilidad del neófito Brian Percival, quién deja largos pasajes de la narración vacíos de esa omnipresencia pergeñada muy bien en la novela y que, curiosamente, tenía en La Muerte los textos más bonitos y profundos. Con esto, la responsabilidad, incluso el peso específico de la historia, recaería en la niña, cosa que tampoco ocurre a fondo porque, si bien el punto de vista no cambia nunca (sólo se la abandona por largos ratos), mucho de lo que ocurre se centra aleatoriamente en los padres adoptivos, Rosa (Emily Watson) y Hans (Geoffrey Rush) –particularmente en éste último-, o en un refugiado judío llamado Max (Ben Schnetzer). Dicho todo esto, “Ladrona de libros” es una obra que se deja ver por una buena dosis de rubros técnicos que apuntalan lo errático del guión. El diseño de arte de Bill Crutcher, Jens Löckmann y Anja Müllery recrean la época con solvencia. También John Williams ayuda con una partitura musical deliberadamente lejana de los leit motive a los que nos tiene acostumbrados el gran maestro, de hecho está nominado al Oscar por éste trabajo. La realización es accesible porque, en definitiva, la idea (ya desde el título) no deja de ser atractiva. A semejante best seller se puede achacar la elección demasiado jugada por un director al que le falta uña de guitarrero, pero allí está el elenco para suplir esa falta con el talento de sus integrantes.
Existían las películas “de contrato” en la época dorada de Hollywood. Básicamente un director firmaba con un estudio por x años o x cantidad de películas. Así salían proyectos personales y otros casi de compromiso, por lo general en desmedro de la calidad. Lo mismo sucedía con algunos actores. Esa es la sensación remanente al término de “Familia peligrosa”. Ninguno, ni Luc Besson ni el elenco multíestelar, parece demasiado preocupado por el resultado final. Ni hablar del desarrollo, más allá de algunos merecimientos genuinos. En la introducción, un despiadado asesino vestido de negro (parece salido de Dick Tracy) escabecha una familia de raíz italiana (padre, madre, hija, hijo). Un balazo a cada uno. Parece una película de la mafia. Luego vemos a los Manzoni llegando una noche a un pueblito de Normandía, en Francia. Ya en su impronta al hablar reconocemos a una familia italiana característica de las producciones de gángsters. Confirmamos esto dos minutos después, cuando Giovanni / Fred (Robert De Niro) entierra un cadáver en el jardín. ¡Es una película de la mafia nomás! La familia integrada por Maggie (Michelle Pfeiffer) y sus dos hijos Belle (Dianna Argon) y Warren (John D’Leo) debe instalarse en una casa algo desvencijada, como parte del plan de protección al testigo de la CIA. Claro, Giovanni delató a todos en Nueva York, por eso ahora son la familia Blake, y la cabeza de la cabeza de la familia vale 20 palos verdes. ¿Qué quiso hacer el director? ¿Comedia? ¿Acción? ¿Parodia? Se puede hacer todo en una película, siempre que se mantenga la idea central clara. La bifurcada situación entonces se plantea: por el lado del thriller con un asesino (el mismo del principio) enviado por el Capo en busca y eliminar al traidor. Por el lado de la comedia con la familia intentando adaptarse a un entorno que les es totalmente ajeno, y a un país en el cual, sorprendentemente, hasta el plomero habla en inglés. La familia se hace entender. El querubín es un mafioso en potencia que en un par de días logra meterse en el tráfico de cigarrillos en el secundario, sumado a otras matufias; la nena anda a los raquetázos limpios con unos pibes que la llevan a pasear; Mamá Blake prende fuego un supermercado, porque siente que se burlan de ella; papá anda entre empezar a escribir sus memorias, o de llevar arrastrando al empresario a cargo del agua porque de la canilla de la casa sale un líquido marrón. Este costado de “Familia peligrosa” funciona. A los tumbos, pero funciona. El problema es cuando Luc Besson decide poner algunas dosis de violencia que rozan la impronta de algún que otro thriller dirigido por él mismo hace algunos años, como “El profesional” (1994) o “Nikita” (1990), por ejemplo, confundiendo a la audiencia con su indecisión respecto del género que quiso abordar. Así, algunas escenas empiezan con una sonrisa que de inmediato se desvanece al tomárselo en serio. Tenemos una familia aislada en un rincón del planeta buscada por un montón de gente pesada. Será lógico esperar un enfrentamiento final, pero es imperioso que el espectador pase por alto el horroroso detalle de cómo los encuentran. Cuando llegue esa parte (involucra un diario y una botella), cierre los ojos durante un minuto. Piense en otra cosa. Algo lindo. Para colmo de males, casi todo el elenco transmite una sensación de hastío. Tommy Lee Jones tiene una cara de “¿cuándo-termina-la-toma?”, que da un poco de vergüenza. Dianna Argon, la chica de “Glee” (2011), muestra matices pero mal usados. De Niro es él con barba, ni siquiera es su propia parodia, porque lo fue en “Analízame” (1999), cuando hizo una sátira brillante de sí mismo. Es como si la única motivación para filmarla residiera exclusivamente en el cheque. Y ni eso, porque ninguno de nosotros imagina a estos actores pidiendo fiado en el almacén porque no llegan a fin de mes. La única conectada con el tono que propone “Familia peligrosa” es Michelle Pfeiffer, pues sus intervenciones ayudan mucho a encauzar el tono cómico que se pretendía en escenas como la del supermercado o aquella en la que visita de cortesía a los agentes de la CIA en su bunker. Una producción de escasísimo nivel en la cual se nota una dependencia absoluta en la descontada capacidad artística de quienes la realizaron. Quizás no haga falta hacerse mala sangre. Después de todo, si casi nadie quería hacer algún esfuerzo, entonces por qué habría de hacerlo el espectador.
Finalmente llegó la oportunidad para uno de los estrenos rezagados de la complicada agenda de 2013. El tiempo de los amantes” narra la historia de Doug (Gabriel Byrne) y Alix (Emmanuelle Devos). No se conocen, pero la casualidad y la propia circunstancia los va a encontrar en el mismo tren. Él va a un velorio; ella (sin entrar en detalles) a un casting, a uno de esos cientos de intentos predominantes en la vida de los actores, sobre todo de aquellos que luchan por vivir de su profesión caminando en una línea muy fina entre los logros y los fracasos, la euforia y la frustración. De alguna manera, tenemos a dos personas dolidas con grandes posibilidades de complementarse. De eso se trata ¿no? El director Jérôme Bonnell no parece tener muchos problemas de saber que está presentando a sus personajes exactamente en el mismo lugar, y casi de la misma manera (en el juego de miradas inicial) en la que lo hizo Richard Linklater para la trilogía de “Antes…” – de algún momento del día (1995, 2004, 2013) -. La comparación es insoslayable. Sin embargo, cuando las miradas o la actitud de los personajes van tomando color, dejamos de lado el escepticismo para encontrarnos con una historia más simple y menos dogmática desde el texto. El realizador sigue a sus criaturas con la cámara, a veces los espía, otras se deja llevar por sus necesidades existenciales mostrándolos en planos cortos, además no deja de lado el contexto y el escenario donde ocurren los acontecimientos. El buen trabajo de Gabriel Byrne y Emmanuelle Devos deja fluir mucho mejor las situaciones que en otro caso se hubieran visto algo forzadas. Tal vez por eso eligieron un registro muy natural para componer los personajes, apuntalados por una buena performance en los rubros técnicos, como la fotografía y una compaginación sutil. “El tiempo de los amantes” no tendrá ribetes de clásico, pero deja entrever una historia donde la soledad se convierte en deseo, y hasta puede que en resignación. Búsquela en la cartelera, vale la pena.
Probablemente “El juego de Ender” sea la producción que mejor justifica la presencia del formato de video juego en el cine, más allá de “Tron” (1982), claro. Por supuesto que hay algunos antecedentes. John Carpenter había jugado esta carta de ir superando niveles hasta llegar “a la final” con “Fuga de Nueva York” (1981), también su remake (1996), y “Rescate en el barrio chino” (1996). Por otro lado, la idea de reclutar a un gran jugador de video juegos espaciales para combatir de verdad tuvo su ejemplo en “El último guerrero espacial” (1984). En el futuro nuestro planeta anduvo en guerra contra una raza alienígena que nos invadió aniquilando a millones, pero resistimos, los echamos, y ahora andamos en una paz relativa. Estos se llaman Formics, pero créame, eso no importa mucho. Como es habitual hay dos opciones: una, vienen por el agua; dos, porque se les canta, o no les caemos bien. Como ya Hollywood no se molesta en nuevas ideas, ha de tomarse así y punto. Los niños del futuro (expertos como hoy en video juegos) se convierten, merced a su audaz y riesgosa habilidad con los joysticks, en la tropa de elite que va a salvar al mundo de una nueva e inminente invasión. Obviamente, deben ser entrenados. Nada mejor que el ejército para eso, y como ha ocurrido siempre en el discurso del cine norteamericano, la armada (del pasado, el presente y el futuro) es el lugar al cual todos quieren llegar. Una institución dura, fuerte, de pura estirpe, en una palabra el gallardo y orgulloso ejército estadounidense, tenga la forma que tenga. Esta vez, en éste futuro, los marines no sirven de mucho. Sólo chicos súper inteligentes, con grandes capacidades para el combate gráfico, son llevados a la milicia. En este punto es necesario hacer no una sino varias concesiones en pos de hacer creíble la situación. Si empezamos con las preguntas todo se va al tacho. El respetado Coronel Graf (Harrison Ford) es el cazatalentos que posa su ojo en Ender Wiggin (Asa Butterfield), un chico de notable inteligencia capaz de mirar fuera del cuadrado en muchos aspectos. Viene de una familia tipo, pro-americana, en la cual hasta la hija quiso, y no pudo, quedar seleccionada para tener el honor de defender a La Tierra. Graf entiende por muchas razones (monitoreadas en el Liceo), que las cualidades intelectuales de Ender lo convierten en “el elegido”. Frente a los rumores de que los Formics se están reagrupando y armando mucho mejor que hace cincuenta años, es menester tener al candidato para transformarlo en el líder máximo. ¿En que se basa? Al verlo en un enfrentamiento con otro chico el protagonista se justifica: “le pegué para ganar esa contienda y le seguí pegando para que no lo vuelva a hacer nunca más”. Veremos entonces como el Coronel intenta alimentar en el chiquillo su instinto asesino, su capacidad estratégica y, sobre todo, la falta piedad. ¿Lindo no? Si a eso le agregamos que nadie levanta la voz por la explotación infantil tenemos cartón lleno. Ya sé, ya sé. Es una aventura. Me da no se qué omitir la sensación. Sigamos. Así comienzan propiamente los distintos niveles de dificultad que se plantearían en cualquier Playstation. Primero, con el entrenamiento físico, luego intelectual, y finalmente todo combinado. En ese transcurso Ender se transformará (con mucha ayuda, por cierto) en el capo. Visualmente muy lograda, tanto en el diseño panorámico como en los detalles (los cuatro equipos que compiten en el domo tienen los colores del ludo). La película apunta claramente a un tipo de espectadores que puedan compenetrarse con éste mundo que poco a poco va explorando los miedos, los deseos, y las aptitudes del protagonista lo cual, ciertamente, funciona para una correcta construcción del personaje y para justificar todas sus acciones posteriores. “El juego de Ender” sorpresivamente deja de lado la corrección política del discurso y plantea un asunto más interesante, en tanto un mundo dirigencial se vale de la trampa y la corrupción de menores para perseguir sus objetivos olvidando cualquier tipo de ética. También es verdad que hay sólo cinco adultos con presencia concreta: Graf; su ayudante Mayor Gwen Anderson (Viola Davis); los padres del héroe, y un soldado convertido en leyenda, Mazer Rackham (Ben Kingsley). Esto reduce el promedio de edad a unos 16 años. No es casual. Que sean menores de edad los que están expuestos a esta batalla conspira contra el verosímil pero apuntala el mensaje. Por lo demás, cada rubro técnico, incluida la banda sonora, aporta al concepto de película de acción, sin dejar de lado un guión algo mejor trabajado que los vistos últimamente. De todos modos, por estar apuntada a un público adolescente resulta al menos extraña la ausencia de humor. Gavin Hood, el director de la primera “Wolverine” (2009) tiene buena mano para el manejo del ritmo narrativo, además de dosificar la información que a través de Ender le llega al espectador, dejando siempre una sensación de querer encontrar los datos faltantes. En suma, un producción correcta y entretenida.
Reggie (doblaje de Luis Daniel Ramírez) siempre se sintió distinto, rechazado, incomprendido. Le pasó desde que era un pequeño pavo azulado rodeado de cientos de sus pares amarillos. Al comienzo de “Dos pavos en apuros” la simpática narración nos pone en situación. “Los pavos son pavos” dice, pero él sabe la verdad de lo que sucede en la granja. Advierte a todos sus compañeros que los están engordando para después matarlos y comérselos. Claro, todo esto sucede en el marco de la víspera del Día de Acción de Gracias a celebrarse, como siempre, en noviembre en los Estados Unidos. Reggie es “salvado por la pequeña hija del presidente (pese a él), quién lo elige para quedárselo”. Por razones, que no vienen al caso, conoce a Jake (doblaje de Raúl Anaya), un pavo con pinta de “Marine” quien, luego de enterarse de la existencia de un proyecto secreto del gobierno en fase experimental, decide viajar en el tiempo. Más exactamente a 1621, al día en que nació la tradición de sentarse a comer un pavo asado u horneado con toda la familia. Según el manual de tercer grado los colonos de Plymouth, Massachusetts andaban con las alacenas vacías, al borde de la desesperación, hasta que los indios del lugar les acercaron alimentos en un hermoso acto de bondad. También se celebra la buena cosecha, en fin… la idea es impedir el nacimiento del ritual que acabará con todos los ascendientes de Reggie y Jake calentitos y bañados en salsa de arándanos. Como se ve, estos pavos distan mucho de hacer honor a su nombre. Por supuesto que el aparato para realizar el viaje tiene forma de huevo, además de llamarse S.T.E.V.E. y tener una impronta al Hal de “2001: Odisea del espacio “(1969). Una vez en el pasado habrá oportunidad de plantear los escollos típicos del cine de aventuras. En el guión de Jimmy Hayward y Scott Mosier aparecerán los antepasados de las aves (con quienes deberán congeniar) empezando por el Jefe Pico Ancho (doblaje de Blas García) y la hermosa Jenny (doblaje de Leyla Rangel), encargada de instalar el elemento romántico de la historia. Por otro lado están los humanos hambrientos a los que un temible cazador debe proveerles comida, o sea matar a las aves a como dé lugar. “Dos pavos en apuros” tiene buenos argumentos para convertirse en un producto convencional en su planteo pero sin dejar de ser entretenido gracias al buen diseño de los dos personajes principales ya que, a pesar de sus diferencias, deben unirse en pos de sacar el pavo al horno del menú del Día de Acción de Gracias. Con respecto a esta fecha en particular, muy lejos de las tradiciones del resto del mundo, el director encaró con claridad la tarea de no dar nada por sabido aunque es cierto que la explicación se dosifica para no dejar de lado (ni alargar) la idea principal. Un buen acierto porque sin eso los chicos quedarían a mitad de camino para entender el contexto y la importancia cultural que le da peso específico al argumento por tratarse de una fecha exclusiva de Estados Unidos y Canadá. Por lo demás, no se escatima en efectos visuales, diseño estético, la homogeneidad del doblaje en español; pero más que nada la película cuenta con un buen ritmo narrativo y una dosis de humor que despierta risas en los momentos en los que la narración lo necesita, con un desenlace desopilante a la hora de plantear el reemplazo del menú. Pochoclos bien justificados.