Tras su paso por la Competencia Argentina del Bafici, se estrena Familia, docuficción donde Edgardo Castro (La noche) vuelve a bucear en lo íntimo para narrar vida(s). En el comienzo lo vemos a Castro (protagonista, guionista, director) cortándose el pelo, manejando en la ruta para visitar el santuario del Gauchito Gil, comiendo en el camino, durmiendo en un hotel al paso hasta arribar a la casa de sus padres en el sur. Pareciera alargar el tiempo de llegada a destino. A partir de allí (casi) todo transcurrirá entre esas cuatro paredes en las vísperas de una navidad y un cumpleaños familiar. Toda familia (especialmente en los últimos tiempos para el arte) es disfuncional. Y ésta no es la excepción. Más que la incomunicación entre sus miembros, lo que sobresale directamente en este documental es la no comunicación, mientras el sonido ambiente si no es ensordecedor, al menos, es invasivo (celulares, música de juegos, programas de televisión, etc.), los intercambios verbales no son escuchados o no comunican o se muestran innecesarios para esa función y, ya resignados, los emisores actúan producirlos para “hacer” que hablan. Nada de lo que se muestra reviste carácter relevante, la cotidianidad familiar asfixia y va consiguiendo un extrañamiento que embota y agobia, pero la puesta en escena no recarga las tintas con burlas o juzgamientos (los personajes son personas y hay cariño por encima de todo) por lo que el momento de la narración de la telenovela está un poco fuera de tono (busca sólo la risa fácil y cómplice). Es un logro del director que la cámara se invisibilice y extraiga de la rutina y la nada extractos de vida, aunque, también es cierto, para ello no pueda evitar estirar algunas escenas, abusando del tiempo o acumulando situaciones que repiten los efectos ya conseguidos. Como en La noche, Castro vuelve a mostrar que los finales (siempre un ítem difícil) son lo suyo. Desoladores y angustiantes. Borrando los límites entre la ficción y el documental, Castro entrega, en los mejores momentos del film, un descarnado pero tierno retrato de familia, aunque no logre evitar en otros teñirlo del tedio que registra.
Caballo de mar, la ópera prima de Ignacio Busquier que desarrolla una intrigante historia de pueblo chico, se estrena en Cine.Ar TV y Cine.Ar Play. Un barco llega a una ciudad portuaria y sus marineros tienen siete horas para bajar y volver a abordar. Rolo (Pablo Cedrón en su última actuación cinematográfica) aprovecha para tomar algo en un bar y se cruza con un hombre joven con el que entabla una conversación. Este le pide si puede hacerle un favor: si no vuelve en 20 minutos, llamar a un teléfono y avisar que no va a regresar. Al advertir que se le ha llevado el encendedor, el marinero sale a buscarlo y un golpe lo deja inconsciente. A partir de esa instancia se ve envuelto en una situación que mezcla robos, desapariciones, ambiciones varias. El protagonista luce desorientado. Un marinero fuera de su ámbito acuático que en tierra firme, un pueblo bastante árido como sus habitantes, no sabe cómo moverse, además de verse inmerso en un hecho que no entiende. Entre la desorientación y la cortedad, Rolo trata de acomodarse con lo que le toca mientras un policía lo obliga a buscar al hombre del bar desaparecido con el botín del robo porque lo cree cómplice. Busquier arma una historia en la que la información se va entregando a cuentagotas (aunque hay mucha que directamente no se da) y la intriga se apodera del drama para ir desarrollándose, aunque cierto distanciamiento y artificio dificulta la empatía. Como espectadores sabemos tanto como el protagonista, que es nuestros ojos (y a veces sabemos menos que él, que por lo menos conoce su historia anterior a este presente), mientras avanza a tientas. La composición de Cedrón es central para mantener la atención, pero el guion va construyendo un misterio que, a la larga, cuando va llegando el final, se nota forzado, pequeño y hasta un poco previsible. Como si la forma hubiera sido elegida para ocultar lo mínimo del cuentito y no como el modo que exigiese el contenido. Es esta una historia de pueblo chico que termina siendo un infierno grande y que ya hemos visto en infinidad de ocasiones. No es ese igualmente el problema de Caballo de mar, sino lo referido y la sumatoria de situaciones que o le escapan a la propia lógica o no alcanzan para convencernos con los parámetros establecidos. Caballo de mar es un drama de suspenso, con toques de policial, que cumple correctamente pero cierta frialdad y distanciamiento lo dejan a mitad de camino.
Reinicio de una saga de terror que pretende acercarla a nuevos públicos. Primero fue la película japonesa Ju-on (2002) y sus secuelas. Luego la adaptación norteamericana, The Grudge y las suyas. Once años después todo vuelve a comenzar. Los carteles en el comienzo nos cuentan de esa ira que queda flotando en el aire tras una muerte violenta y que necesita un cuerpo donde instalarse. El prólogo ya nos plantea que el terror se trasladará de Oriente a Occidente con esa mujer que ve cosas en el callejón de la casa que está dejando atrás para volver a su hogar en EE.UU. Cuando lo haga se desatará la tragedia. La película sucede en 2004 cuando una mujer policía con su hijo pequeño se mude a un pueblo del interior para mitigar el dolor tras la pérdida de su esposo por un cáncer. Como recién llegada, será su mirada la que le permita al filme “contar(nos)” lo que fue ocurriendo en esa casa ahora endemoniada. La maldición renace cumple con todos los clisés del género. Lo que al principio llama la atención, comienza a perder fuerza al desarrollar varias historias saltando en el tiempo y utilizando los flashabcks anticlimáticamente. Golpes de efecto, música anticipatoria, personajes estereotipados, gore, son los recursos a los que se echa mano, mientras desaprovecha a un elenco (Andrea Riseborough, Demián Bichir, Lin Shaye, Jacki Weaver, William Sadler) que hace lo que puede, y no le alcanza, con el guion. Nada atrapa y todo se vuelve aburrido y, a veces, hasta irrisorio. Y por si fuera poco, el film apuesta a dejar puertas abiertas para que haya secuelas.
Un film de encuentros azarosos y de deseos postergados que construye a partir de la ambigüedad narrativa una interesante y entretenida propuesta que se alzó con el premio a Mejor Película en la Competencia Argentina del Bafici 2019. Ocho (Juan Barberini), un argentino que vive en Nueva York, recorre las calles de Barcelona como un turista, de visita en sus lugares de postal. Un cruce en la playa, que se repite desde el balcón de su departamento de alquiler, lo lía con Javi (Ramón Pujol) -un español viviendo en Berlín, en plan visita familiar-, en un encuentro sexual fogoso y con todo el aspecto de ser efímero. Pero se continúa en un almuerzo tardío con charla sobre deseos y decisiones de vida. Hasta que uno le dice al otro que se conocían de antes, veinte años atrás. La película nos lleva a ese tiempo y lo que vimos busca reacomodarse pero sembrado de dudas e incertezas. Otro salto temporal directamente cambia todo. Fin de siglo cuenta un melodrama romántico -gay (esto es apenas un dato descriptivo porque la universalidad de lo que trata trasciende el deseo sexual), desarrollando los temas propios de esta época pero también aquellos atemporales: fidelidad, familia, mandatos propios y ajenos, miedos, soledad y pareja, de manera inteligente y a través de una forma cinematográfica que, sin abandonar ni renegar del clasicismo, apuesta por el riesgo de las escenas sexuales “jugadas” y adultas y complejiza lo contado con una especie de flashbacks que incorporan la ambigüedad, el extrañamiento y el desconcierto del espectador, a la mejor manera del cine moderno. Sin salirse del realismo (como lo hiciera en su filmografía Antín con la obra de Cortázar), el film recapitula la narración, nos hace dudar de todo y de todos y volver a replantear lo visto para pensar una vida y sus variadas posibilidades, las elecciones y sus consecuencias, los nuevos comienzos, las contradicciones vividas y la mente haciéndonos malas jugadas frente a los sentimientos. Las sensibles y logradas actuaciones de los protagonistas, a las que hay que sumar a Mía Maestro, redondean un film atrapante.
Regresa el médico que puede hablar con los animales, ahora con nuevo protagonista y nueva aventura. John Dolittle es un popular personaje de la literatura infantil creado por Hugh Lofting en 1920 y que ha sido trasladado a la pantalla grande varias veces (la última con Eddie Murphy). Robert Downey Jr. decidió que era tiempo de regresarlo y apostó desde su propia productora a encargarse de que así fuera y para ello, además de ponerse en la piel del protagonista, armó un equipo de nombres destacados. Dolittle, después de perder al amor de su vida, decide encerrarse y no tener más contacto con los humanos, en el espacio que la reina Victoria le cedió para que creara una especie de santuario natural, y rodeado por sus amigos y ayudantes animales (un gorila, un perro, un pato, un avestruz, un oso polar y un loro, entre otros). En el mismo instante irrumpen en la mansión, un joven con especial afecto por los bichos y lady Rose que lo viene a buscar para que cure a la reina aquejada por un extraño mal. La cura requiere de un viaje (el mismo que llevó al naufragio y a la muerte a Lily Dolittle) hasta la isla del jardín del Edén en busca de una fruta especial. Dolittle, el muchacho (en plan ayudante) y el grupo de animales se embarcarán para conseguirlo, no sin atravesar, además de océanos, varias aventuras y peligros. La película luce vieja. Sin poder decidirse entre ser un film para niños con la gracia (a esta altura un poco gastada) de animales que hablan y uno para adultos (esos que acompañan al cine a los pequeños) con referencias también viejas y hasta algo fuera de lugar. Los recursos digitales no son los mejores y el film parece decidido a resolver velozmente, en escenas mal montadas, todo lo que significa la aventura. Un desperdicio. Al que sí se lo ve totalmente fuera de lugar e incómodo es a Downey Jr. que transita el film como narcotizado, metido en disfraces que no consigue vestir y alejado de la simpatía y el encanto que suele ofrecer. Un poco más divertido se lo ve a Banderas como un suegro bastante enojado, mientras se escuchan (en la versión original) las voces de Emma Thompson, Ralph Fiennes, Tom Holland, Olivia Spencer, Marion Cotillard, Selena Gómez, Rami Malek.
Llega la versión cinematográfica del exitoso musical Cats dirigida por Tom Hooper (El discurso del rey, Los miserables). Nunca entendí a qué se debía el éxito de Cats. Quizá la base de los poemas de T. S. Eliot le sumaban el touch intelectual al show. O el nonsense inglés le agregaba el absurdo que requería esta historia de gatos. Lo cierto es que Andrew Lloyd Webber y Trevor Nunn se convirtieron en los hacedores de una obra que batió récords de permanencia en los escenarios y se montó en todas las capitales del espectáculo del mundo (incluida Buenos Aires, aunque aquí no gozó de tanta popularidad). Por lo tanto la traslación cinematográfica era de esperarse. Estamos en la víspera del “día Jelical” donde varios gatos competirán por ganar la ascensión al cielo eterno (Heaviside Layer) y conseguir una nueva vida a partir de ser elegido por el viejo Deuteronomy (o Gatusalem), en este caso en versión femenina. Si el traspaso de teatro a cine siempre es complicado de resolver satisfactoriamente, en este caso es directamente un fracaso de proporciones épicas. Todas las decisiones tomadas son desacertadas. Las coreografías (uno de los puntos más fuertes de este musical) se muestran mal y se ven peor. Sumado a lo difícil que resulta “mostrar” la danza, resolverlo a partir de la sumatoria y montaje de planos cortos hace que no se pueda apreciar el conjunto ni las individualidades y cuando se muestra el todo, en planos abiertos, tampoco se luce. En lugar de sostener la magia de unos cuerpos humanos simulando con destreza y agilidad el movimiento gatuno, se decide apostar por los efectos de CGI que, en su mayoría, son excesivos y poco creíbles y vuelven ridículos a los actores. Por más nombres que ofrezca el elenco (Dench -estirando una pata recostada en un canasto-, McKellen -¡ay esa aparición lamiendo de un plato!-, Hudson -que se lo pasa moqueando todo Memory-, Elba, etc.) nadie logra salir airoso. O quizá, un poquito, Swift. La escenografía se ve fea, sin gracia, la fotografía saturada en colores o por momentos hasta algo opaca y apagada, y la resolución de algunos cuadros musicales son directamente risibles (el de los ratones y cucarachas es sublime, aunque hay varios). La intención de dar dimensionalidad al mundo humano habitado por gatos va y viene entre muebles inmensos y un teatro a tamaño “natural” de los felinos. Si tenemos en cuenta que son gatos hablando y cantando, cualquier intento de verosímil es innecesario, la gracia es construir un mundo nuevo y no salir del escenario teatral a una vía de tren supuestamente real. Por si todo esto no fuera suficiente, la traducción es un bochorno. El nonsense sajón, al que hacíamos referencia al comienzo, se pierde en su traslación a otros idiomas y la decisión de respetar la rima o el sentido es una decisión a tomar y a la que hay que sostener a rajatabla sabiendo que siempre se pierde algo al elegir. Se decide por lo primero y entonces lo que se canta no es lo que leemos en los subtítulos, al punto de agregar alguna referencia local innecesaria (lo del Teatro Colón por ejemplo) o de inventar palabras que directamente no existen en nuestro idioma y que no son fruto de una búsqueda intencional. Cats es la demostración de la especificidad de cada arte y la incapacidad de Hooper, el director, de recrear un mundo propio. Un derroche de mal gusto que ni siquiera logra hacernos reír a carcajadas a pesar de sus fallas evidentes.
Ángeles de Charlie, dirigida por Elizabeth Banks, es el reboot de una serie televisiva (1976-1981) que lucía más acorde a estos tiempos en su original, que ahora que baja línea y no entretiene. Hubo un ayer en que las series no eran lo que hoy y menos en nuestro país con pocos canales, en blanco y negro y, en lo que a mí respecta, una dictadura en el poder. Entre las que había, se destacaba una protagonizada por chicas de armas tomar que resolvían casos arriesgados pero a la medida de seres humanos. Eran un grupo de tres ex policías devenidas en detectives y comandadas por Charlie, que se comunicaba con ellas desde un altavoz en la oficina en que se juntaban para recibir las órdenes y con la ayuda de un asistente. De ahí su nombre: Los ángeles de Charlie. Como tuvo éxito, el grupo sufrió modificaciones a lo largo de sus temporadas debido al retiro de las actrices que las interpretaban, pero no cambió su espíritu hasta que llegó su final. El cine, siempre necesitado de historias, tomó la idea y en el 2000 apareció la primera versión comandada por Cameron Diaz, Drew Barrymore y Lucy Liu dirigida por McG. Una mezcla pop videoclipera. En 2003 tuvo una secuela. Ahora llega el reboot y más empoderadas que nunca. Ángeles de Charlie tiene a una directora detrás de cámaras y coescribiendo el guion, además de actuar como (uno de los) Bosley, Elizabeth Banks, varias productoras (entre las que vuelve a aparecer Barrymore) y una banda sonora compuesta por nombres femeninos archifamosos (Ariana Grande, Lana del Rey, Miley Cyrus). Y es en esa coyuntura propia de estos tiempos de #MeToo e igualdad femenina que la película se inscribe, pero sólo para reforzar panfletariamente esos valores. Nadie duda de las buenas intenciones de semejante agrupación de talentos, pero acumular no garantiza nada. Los mensajes suenan forzados y remanidos. Como si hubiera que asegurar dónde estamos parados sin que eso fluya como parte de lo que se cuenta. Como si la trama se detuviera para emitir los discursos o se echara mano a lo fácil de construir un mundo donde los hombres son estúpidos o malvados. Ni siquiera el humor de Banks aparece más que en contadas ocasiones. No hay grupo. Son dos ángeles que se reúnen a la fuerza, más una investigadora ciéntífica que ya sabemos cómo terminará desde el minuto uno, aunque no haya nada que sostenga semejante posibilidad. Convertirlas en una especie de heroínas que recorren el mundo, en plan postal turística (como todos los agentes especiales que están en danza en el cine: James Bond, Ethan Hunt, etc.), para recuperar una fuente de energía no convencional que puede volverse arma letal, ni es original ni es un aporte feminista. Cambiar roles masculinos por femeninos es sostener una idea de cambio gatopardista. Kristen Stewart es lo más notorio de todo el equipo, aunque tiene que luchar con un personaje que juega a ser el comic relief, pero al que nadie se dedicó a escribirle buenas réplicas, diálogos medianamente interesantes o situaciones graciosas. Las misiones o son largas y aburridas o son inverosímiles. Las escenas de acción no lucen. Lo cool araña la superficie visual. Un sinfín de decisiones incorrectas dan como resultado, lamentablemente, esta película fallida. Aburrida, intrascendente a pesar de ser demasiado creída de su aporte a los tiempos que corren, Ángeles de Charlie es innecesaria.
Después de su estreno en el 33° Festival de Mar del Plata y tras su paso por varios festivales de cine, se estrena Una banda de chicas: un documental que sigue a varios grupos musicales de mujeres o a cantantes femeninas, visibilizando la cotidianidad de un medio y una sociedad que comienza a sacudirse el machismo, el falocentrismo y el patriarcado. El mundo de la música argentina siempre tuvo mujeres que se destacaron. Pero les costó llegar a ser reconocidas por la industria, que anteponía como criterio principal las cifras de venta. Igualmente no era más que un reflejo y parte de un mundo que miraba desde y por el hombre. En estos tiempos que corren se está tratando de corregir siglos de sometimiento, de maltrato, en definitiva, de desigualdad entre mujeres y hombres. Por eso no resulta extraño que surja Una banda de chicas. El documental de Marilina Giménez (que pasó de integrante de la banda de rock Yilet, al detrás de cámara) es un retrato que sigue y muestra a diferentes agrupaciones musicales formadas por mujeres, lesbianas y trans. Cada una de ellas con sus variadas formas de pensar la música a través de diferentes ritmos y estilos: She Devils, Kumbia Queers, Paula Maffia, Chocolate Remix, Miss Bolivia, entre otras. Con un montaje fluido que hace pasar ante los ojos del espectador cada banda sin que se necesiten carteles o bloques que las encasillen/nominen, usando la forma inteligentemente para mostrar las continuidades más que las diferencias, y una fotografía que demuestra su destacado trabajo en las imágenes nocturnas, Una banda de chicas hace uso tanto de la palabra como de la música en sus registros de performance en vivo. El documental atraviesa lo cotidiano e íntimo, pasando por lo profesional, hasta desembocar en lo público y político que significa la reunión de las músicas y cantantes firmando la carta a favor de la IVE y la plaza frente al Congreso cuando ocurrió la votación en contra de ese proyecto de ley en la Cámara de Senadores. A pesar de tocar temas coyunturales y propios de estos tiempos, jamás se siente forzada la inclusión de éstos ni la urgencia vuelve a Una banda de chicas menos artística ni entretenida. Un documental ágil, divertido, emocionante, político y musical con mujeres empoderadas.
Después de su paso, entre otros, por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y el FICIC, se estrena Construcciones, donde Fernando Martín Restelli apuesta a mostrar el cotidiano de los miembros de una familia común a través de una disfrutable y sentida docuficción. Pedro, un hombre que trabaja como vigilador nocturno en obras en construcción en Córdoba, vive con Juampi, su hijo pequeño. Padre mayor y soltero que comparte con el niño todo el tiempo libre que el trabajo le permite. Y cuando no, allí aparecen Jesica y Lucas, en una especie de familia ensamblada en la que todo funciona con naturalidad. La docuficción de Restelli sigue la cotidianidad de esas vidas logrando un registro que parece invisibilizar la cámara y lograr actuaciones de no actores. Más allá de que los protagonistas son familia, lo que vemos es fruto de una puesta en escena. Hay una mirada afectiva y afectuosa hacia esas personas/personajes que logra provocar una empatía inmediata, además de cierta apuesta por situaciones en las que el niño es protagonista (que se convierten en pasos de comedia) que se ganan el cariño de los espectadores y permiten que otros tiempos “muertos” fluyan. Son esos momentos del trabajo del vigilador en los que se cuela la realidad social y política a través de una puesta que recurre a planos fijos y voces en off de noticieros radiales y televisivos que aportan la coyuntura que, obviamente, también constituye a los personajes. Hay una búsqueda que procura espejar o hacer pasar de lo exterior de las construcciones edilicias a desandar y mostrar aquello con lo que se forja un vínculo, desde la materialidad de los afectos a lo simbólico y a las mismas representaciones audiovisuales. Construcciones es una docuficción sencilla y sensible, amigable para con el espectador y que apuesta a mostrar una cotidianidad de personajes humanos reconocibles, sin dejar de lado la coyuntura sociopolítica que los moldea.
Una historia de personaje femenino en crisis, que mezcla comedia y drama, sin estridencias, basada en un bestseller y dirigida por Richard Linklater. Richard Linklater es un director que hace de la independencia su bandera. Aunque filme en el seno de Hollywood y con actores de renombre, logra colar su mirada que siempre busca salir del molde en el tratamiento, en la forma o en los temas. Hacer una trilogía del transcurrir de una pareja (Antes del amanecer, Antes del atardecer, Antes del anochecer) o contar una vida en crecimiento y en tiempo real (Booyhood), pueden ser los ejemplos más evidentes, pero no los únicos en su filmografía. En ¿Dónde estás, Bernadette? recurre a un bestseller (de Maria Semple) para relatar el transcurrir de una mujer fóbica, misantrópica, que no puede salir de su encierro social y familiar, incómoda con el lugar en que se ha instalado, que cada vez se va complicando más hasta poner en riesgo su salud y su familia. Bernadette es una arquitecta famosa y prestigiosa que ha abandonado su profesión. Atraviesa una crisis existencial y artística, está enojada con la vida, pero ese enojo se le vuelve en contra porque lo canaliza mal. Su familia -compuesta por un marido comprensivo, Elgie (Billy Crudup), ingeniero que trabaja para Microsoft, y su hija, Bee (Emma Nelson), adulta para su adolescencia y amiga de su madre, a quien va copiando en sus modos-, no tiene problemas económicos. Pero su casa parece haber atravesado un bombardeo. Los únicos problemas son los que devienen de las “excentricidades” de esta mujer que, aunque causen gracia, lo van complicando todo: la relación con sus vecinos, con el trabajo de su esposo, con su propia asistenta en línea que está en India (y que resulta ser miembro de la mafia rusa!). La película desarrolla la trama sumando escenas que van mostrando y construyendo los personajes pero funcionalmente. Sin demasiada carnadura. Desde el primer minuto el origen literario se vuelve un peso que se intenta solucionar con la voz en off o con cierta naturalidad que dan las actuaciones. Situaciones inverosímiles (manejar un bote a motor por un ingeniero de sistemas como si lo hiciera toda la vida; el encuentro en la Antártida; la protagonista que pasa de la agorafobia, a no querer viajar y sentir mareos en el crucero y, luego, navegar en un kayak individual en el Océano Antártico; los cambios abruptos en su vínculo con la vecina «molesta», por poner algunos ejemplos), efectismos y melodrama gastado (que por suerte se licúan un poco por el humor extrañado), son recursos de los que echa mano, extrañamente, el director. Párrafo aparte merece la actuación de Cate Blanchett que ilumina la pantalla y hace creíble y querible un personaje complicado y, por momentos, poco empático. La actriz se luce tanto en los diálogos como en los gestos y la corporeidad de ese ser desvalido y a la vez avasallante, engreído y con la sensibilidad a flor de piel. Pura racionalidad que esconde una emocionalidad latente. Una película menor dentro de la filmografía de Linklater que salva la interpretación magistral de Blanchett.