No vuelvas sin razón Evelyn Waugh escribió Regreso a la mansión Brideshead en 1945. Debe haber millones de novelas esperando ser descubiertas por algún productor de cine, pero es raro que recién alguien se haya decidido a trasladarla a la pantalla grande, máxime habiendo por ahí una adaptación en miniserie televisiva de renombre. Regreso… tiene ese toque british tan Merchant-Ivory que le patina la qualité de estos tiempos y le asegura un público fiel. Y hasta el sucio secretito del amor que no se atreve a decir su nombre (Wilde dixit) para que no se crean que no somos abiertos. Una familia aristocrática y católica en Inglaterra en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial conformada por mamá autoritaria e hiperreligiosa (Thompson), pero aún así divorciada de papá (Gambon) débil, ausente y capaz de rehacer su vida con amante italiana en Venecia, y los cuatro hijos de tan disímil pareja. El mayor un estúpido creído, la menor una inocente medio boba y los del medio la cara y cruz del drama próximo: él, Sebastian (Whishaw), un caprichoso homosexual de buenos sentimientos, y ella, Julia (Atwell), una díscola joven que de rebelde sólo las apariencias. Y de apariencias es que se vive en semejantes salones. Uno bien lo sabe a estas alturas de tantas películas antes vistas y que recrean estos tiempos idos. Cuando el joven Charles Ryder (Goode) llegue a la mansión Brideshead (más un museo que un hogar) algo empezará a hacer ruido por esos pasillos enormes y vacíos. Los hermanitos del medio caerán rendidos a sus pies y él no hará mucho para desilusionar a ninguno, ni siquiera a la matriarca que le encargará la tarea de “controlar” al menos un poco el rumbo del que se desvió del camino (ya que regresarlo a la buena senda es poco menos que un milagro lejos hasta de Dios mismo). Todo el comienzo de vida universitaria y amigos equívocos (muy a la Maurice), con vacaciones en la mansión y los hermanos sacándose chispas y viaje a Italia incluido (ecos de Muerte en Venecia) tienen la tensión que la relación se merece y el filme bien sabe transmitir, pero en un momento dado ya no se puede sostener más la ambigüedad y lentamente el personaje de Sebastian se difumina y con él el triángulo que sostenía el interés. El rulo comienza a enrularse por demás y más allá del complicado amor (del amor heterosexual obviamente estoy hablando, el otro es imposible) que se sostiene en ausencia durante diez años tras haber concretado sólo un beso furtivo, las sutilezas que se venían manejando, las ironías que se lanzaban en parlamentos ingeniosos, se vuelven trazo grueso y exposición explícita. Todo se subraya y la religiosidad (sus conceptos de culpa, pecado, castigo) se apodera hasta de los personajes más pragmáticos y los vuelca hacia comportamientos que no condicen con su construcción. Y entonces vamos y venimos demasiadas veces, previsible y aburridamente para completar esa excesiva duración de la cinta. Apenas algunos atisbos finales de ese arribismo de Charles que no llegó a destino permiten sospechar otra película que quedó a mitad de camino, sobre todo si uno puede recuperar en la memoria ciertas escenas que sumadas construyen un protagonista de esos que uno repudia pero de los que en verdad no puede despegarse sometido a su charme que encanta y enceguece. ¿Buenas actuaciones? Sí. ¿Una reconstrucción de época exquisita? Sí. Pero todo eso y mucho más puede conseguirlo usted con su imaginación si destina estas dos horas a leer la novela.
Me parece que he visto a un lindo perrito Un profesor de música (Gere) con una familia feliz, una esposa compañera (Allen) de años y una hija cariñosa, viaja, por trabajo, todos los días en tren desde su barrio a la ciudad. Una noche a su regreso encuentra a un cachorro Akita (una raza oriental milenaria que supo acompañar a los shogunes en Japón) perdido quién sabe por qué designios más allá de los requeridos por el guión. Parker lo lleva a su casa y a pesar de la negativa primera de Cate, el perro conseguirá hacerse de su lugar en el hogar y ser parte de la familia. Mientras crece acompañará a su amo a la estación y volverá a buscarlo a su regreso como si supiera la hora de la vuelta mientras los dueños de los comercios, el boletero y hasta un panchero lo aprenderán a reconocer y querer. Algo ocurrirá que modificará este ritual pero el amor, el afecto incondicional y la lealtad seguirán inmodificables. Con semejante historia la receta de la película lacrimógena de la semana está servida. La empatía con el espectador es muy fácil de alcanzar. Lasse Hallström construye igualmente un filme que no recurre al golpe bajo más que lo esperado y esperable. Y hasta ofrece escenas en blanco y negro como si el can fuera nuestros ojos en determinados momentos. Y sí, es bastante previsible todo lo que ocurrirá pero cómo no derramar alguna lagrimita. Si de eso se trata al fin y al cabo. En Siempre a tu lado, adaptación yanqui de una historia real ocurrida a comienzos del siglo pasado en Japón, los cruces de las concepciones de mundo occidental y oriental se pasean por ahí, entre personajes y parlamentos que se mantienen dentro de los parámetros de los libros de filosofía de autoayuda, pero suenan muy bonitos y humanos. De ese humanismo cliché, no del humanismo existencialista sartreano por ejemplo. Pero bueno, para algunos los sentimientos pasan únicamente por algún lado muy alejado de la cabeza y cualquier planteo contrario es incomprensible y lo deja a uno del lado de los insensibles porque no logra que lo (con)mueva la historia de un perro fiel.
Entre la historia y la leyenda Pastiche posmoderno que procura jamás desatender los hilos del entretenimiento ni aflojar la tensión entre batalla y batalla. Uno se pregunta a esta altura del partido qué cosa nueva se puede hacer con Robin Hood más allá de la aplicación de los efectos digitales que, a veces, además, más que uso es abuso. No diría que eso es lo que ocurre con esta película de Ridley Scott pero definitivamente sus casi 140 minutos de duración llegan a cansar con su previsibilidad y obviedad narrativa. Lo único novedoso es que lo que se cuenta es lo previo de la historia que conocemos. Robin antes de ser Hood. Peleando en las Cruzadas al lado de Ricardo Corazón de León, nuestro héroe (Crowe) es un rebelde defensor de las causas nobles pero sin posesión de nobleza de sangre, un idealista que detrás de su individualismo no puede ocultar una sincera lealtad por la corona inglesa a pesar de las arbitrariedades de sus poseedores y de su apoyo a la incipiente Carta Magna que impulsa, un romántico empedernido que vence cualquier batalla menos la de una viuda distante y pretendidamente desprotegida. Porque hay que reconocer que Lady Marian (Blanchett) no es una frágil damisela que necesita un hombre que la defienda sino un hombre que la acompañe y eso, aunque apenas se esboce, es signo de los tiempos, inevitable corrección política convengamos por otra parte. Grandes nombres en el elenco acompañan a los protagonistas: Von Sydow, Hurt, Strong, Huston. El camino del héroe no es novedad y el filme cumple todos los pasos y lo épico aventurero cede cierto espacio al drama histórico (con grandes licencias poéticas) con toques de humor contemporáneo en un pastiche posmoderno que procura jamás desatender los hilos del entretenimiento ni aflojar la tensión entre batalla y batalla, método que la dupla Scott y Crowe ya supo regalar con la sobrevalorada Gladiador. Y que evidentemente busca emular sin pretender cambiar la fórmula o llevarla hacia otras búsquedas creativas. Está claro que si los números acompañan se viene la segunda parte.
Una vida Agnès Varda no es sólo una gran directora y una parte activa de la cultura mundial, sino una lúcida mujer que reflexiona sobre el arte y la humanidad (el feminismo, el aborto, las minorías, la política, etc). ¿Cómo se despliega la memoria? ¿Cómo aparecen y se muestran los recuerdos? Caminando para atrás, pero con la vista siempre al frente, parece querer decirnos Agnès Varda en su último film. Autorretrato (¿) sobre su vida, Las playas de Agnès permite que su directora cuente sus 80 años intensamente vividos pero sin recurrir a la remanida nostalgia de que todo tiempo pasado fue mejor sino con la clara convicción de que todavía hay mucho por delante, aunque las ausencias se sientan cotidianamente. Volver a los lugares donde se ha vivido e interesarse más por los nuevos habitantes que por los viejos rincones, regresar a los sitios donde se ha filmado para ver a los jóvenes de ayer convertidos en mayores. Historia que nos constituye pero que se actualiza cada día. Viajes, festivales, películas, fotos, amigos, amor (la omnipresencia de Jacques Demy) se entrelazan, fragmentaria y emotivamente, -más por asociación libre y enumeración caótica que por lineal cronología-, para construir ante nuestros ojos una vida, mientras su protagonista, una abuela moderna (“la abuela de la nouvelle vague”), relata todo lo hecho con una naturalidad y una poesía asombrosas. Agnès Varda no es sólo una gran directora y una parte activa de la cultura francesa (y mundial), sino, y por encima de todo, una lúcida mujer que reflexiona sobre el arte, sobre los modos de producción y las formas estilísticas, sobre la humanidad (el feminismo, el aborto, las minorías, la política, etc.) sin que convierta al filme en un pastiche posmoderno o un ladrillo de tesis filosóficas indigeribles y aburridas. Y su primera persona (tanto en enunciación como en exposición en cámara) jamás se vuelve un yo atormentado o insufrible de egotismo, sino al contrario, una necesaria e insoslayable presencia conmovedora. Máquina pensante que no se detiene nunca y máquina deseante que se mantiene viva y actual. Los mismos recursos formales empleados en el desarrollo de la película lo demuestran (fotos, cine, videos, performances, instalaciones) ensamblados en un montaje natural y fluido. Bella y productiva metáfora la de la playa como locus propicio para la evocación. Posibilidad del descanso y del tiempo libre para pensar(se). Agua y arena que se escurren de entre las manos, y que resultan la evidente dificultad de la sustentación, de la fijeza eterna de las cosas. Volatilidad y solidez como características contradictorias pero reales de la materia que conforma el recuerdo. Un grano de arena, una gota de agua. Comunes, indistinguibles. Sólo un ojo que se pose sobre ellos los volverá únicos. He ahí la capacidad de un artista.
Largo viaje hacia el fin de la noche Sólo un hombre consigue emocionar con genuinas armas. Colin Firth le pone cuerpo y alma a un personaje contenido y desesperanzado, que ha perdido la fe y no sabe cómo seguir, pero no se permite demostrarlo. George no puede superar la muerte de Jim. Ya han pasado varios meses pero esos dieciséis años de convivencia pesan. Viven en los recuerdos, en las risas que ya no se escuchan, en los silencios que todo lo cubren, en los despertarse solo, sin su compañía. George ha tomado una decisión para hacer de este día uno distinto. Y nosotros compartiremos ese día diferente mientras en Los Angeles siguen corriendo los años ’60. Los rituales se respetan, sobre todo con la meticulosidad que constituye a un profesor de literatura inglés, aunque viva en EE.UU. Ya habrá oportunidad de que el azar intervenga y uno deje obrar o no. La clase sobre Huxley, los colegas, un cruce con un joven alumno, otro con un bello desconocido, los vecinos, la cena con la amiga. Demasiados signos que puntúan la dificultad de llevar a cabo los planes concebidos, demasiado dolor para que no termine doliendo, demasiado amor para que no termine doliendo. Tom Ford (famoso diseñador que renovó las mas renombradas casas de moda: Gucci e Yves Saint Laurent) se lanza al mundo del cine adaptando una novela de Christopher Isherwood. Y sale más que airoso de la prueba. Evidentemente el mundo que construye tiene su marca de estilo, una estética afiatada (escenografías, vestuarios, fotografías, iluminación), que remite a un cine de la época gloriosa de los estudios tanto como a sus actualizaciones posteriores (Almodóvar, Wong Kar-wai), pero sin hacer lucir el continente por encima del contenido, sin vestir bonito una superficie hueca. Con aires hitchcokianos y cercano a la revisión de Tod Haynes del melodrama de Douglas Sirk, el guión se permite la referencia velada pero contundente sobre la diferencia, a la vez que plantea un amor homosexual sin prejuicios. Y además pone en pantalla el deseo homosexual sin pruritos. La preeminencia de la mirada es central en la elección de los planos y de los encuadres. Ojos que se pintan, que se enfocan, que se buscan, que se encuentran como epítome de un recurso sexual que se proyecta en primer plano. Y que hace figura al decir de la invisibilidad con la que se los nombra tantas veces. Si se es invisible para los otros, los normales, para qué esconderse, para qué ocultarse si nadie nos ve, o ¿es que nos querrían invisibles y nos empujan a los márgenes para no vernos? Sólo una política de la diferencia zanja la cuestión. Y en ese mundo que se describe, el de la Guerra Fría, donde la paranoia y la caza de brujas es moneda corriente, decirse Otro es, como siempre, como aún hoy en pleno siglo XXI, un riesgo y una necesidad más de los demás que de los propios involucrados. Sólo un hombre consigue emocionar con genuinas armas. Y mucho de ello se lo debe a su reparto donde cada uno cubre su rol de una manera destacada y muy especialmente a la sobresaliente actuación de Colin Firth que le pone el cuerpo y el alma a un personaje contenido y desesperanzado, que ya ha perdido la fe y no sabe cómo seguir, pero no se permite demostrarlo. Y la película emociona además confiando en los detalles así como en plantear como al pasar situaciones cotidianas y repetidas. Familias que se adueñan de los cuerpos negando a quien sobrevive la posibilidad de la despedida final. El horror al patetismo que se presenta con la edad. Y la soledad como única compañía en la vejez. Miedos particulares, quizá específicos de una elección sexual diferente, pero que a la vez son completamente universales y que así tocados amplían la franja de los espectadores que se puedan sentir reflejados. Eso somos, nada más que los buenos y breves momentos. Una mezcla de risa y de llanto. Una saudade. El amor que sentimos y que sintieron por nosotros. Sólo hombres (como humanidad, sin distinción de géneros). Seguramente poco. Sentidamente mucho.
Fraternidad Película humana, que no duda en criticar a su propio público potencial, y aprovecha el talento y el carisma de sus estrellas, Antonio Gasalla y Graciela Borges. Susana y Marcos son hermanos. Adultos que han pasado la cincuentena. Adultos que no han sabido hacer de su vida lo que querían. Por acción u omisión. Ya escudándose en una falsa posición de sostén económico que procura alivianar la manipulación y la culpa, una; ya amparándose en la abnegación y la entrega filial para no ceder a la “tentación”, el otro. Marcos se quedó a cuidar a su madre. Susana se casó, se divorció y maneja una agenda propia de la entrepreneur que ansía ser pero no es. Se quieren pero también guardan conflictos, resquemores, reproches que ya los (con)forman y a los que se habituaron: ella a sacar a relucir, él a agachar la cabeza y escuchar. Cuando la madre muera, la posibilidad de que la situación se cristalice aún más es propicia, pero los mismos movimientos que se llevan a cabo para asentar los roles de los hermanos serán también los que los lleven al cambio. La relación de dominación que ambas mujeres -madre y hermana- ejercen sobre Marcos se irá diluyendo con la muerte de una y la lejanía impuesta por la otra en ese exilio uruguayo (una casa enorme, medio derruida, sin teléfono, en un pueblo pequeñísimo) y Susana verá cómo la vida que no tiene se le presenta sin avisar al perder el ejercicio cotidiano del control. Burman se vuelve a internar en Dos hermanos (basada en la novela Villa Laura de Sergio Dubcovsky) en las relaciones familiares, pero ahora dando cuenta de ese período de la vida en el que uno supone que ya nada más puede ocurrirle, que no hay modificación posible, que sólo queda transcurrir hacia el (mejor) final. Y lo hace con la elegancia y la inteligencia que lo caracterizan. Con personajes complejos que trabajan los estereotipos y los quiebran y un guión que amalgama el humor y la melancolía, sorteando el melodrama, el costumbrismo o el grotesco, evitando el trazo grueso o el remarcar conceptos a través de los diálogos. Es indudable que el director sabe que los nombres de Graciela Borges y Antonio Gasalla aportan más que las muy buenas actuaciones que entregan, consciente del star system nacional -y con el agregado de la adoración que los mismos personajes profesan por Mirtha Legrand-, se ofrece una lectura que atraviesa la película y aporta una ironía mordaz y vitriólica sobre el divismo, la construcción de las estrellas, las figuras populares y la misma popularidad. La otra cara de la moneda, un reverso donde observar la vida que se aparenta, la que se vive para el otro, la eterna figuración y el vivir de los recuerdos añorando el tiempo ido, vivir de lo que fuimos y ya no. Burman se construye, en contraposición a Campanella, en un director que apelando al mismo espectador (clase media ¿con ínfulas?), evita la condescendencia y la palmada en el hombro. Ambos muestran los dones y las miserias de su público pero mientras el oscarizado los apaña y avala sus agachadas compensadas por su buena voluntad y mejores intenciones, el creador de El abrazo partido los expone y no los salva del horror de hacerse cargo. Aunque los personajes deban intentar amoldarse al cambio, ya la vida no vivida es irrecuperable, el tiempo perdido insalvable y la luz que vemos en el horizonte, es luz, sí, pero de un atardecer inevitable. Ambos muestran los dones y las miserias de su público pero mientras el oscarizado los apaña y avala sus agachadas compensadas por su buena voluntad y mejores intenciones, el creador de El abrazo partido los expone y no los salva del horror de hacerse cargo. Aunque los personajes deban intentar amoldarse al cambio, ya la vida no vivida es irrecuperable, el tiempo perdido insalvable y la luz que vemos en el horizonte, es luz, sí, pero de un atardecer inevitable.
No queda nada Buenas intenciones y valores (solidaridad, espíritu de grupo, entrega desinteresada, valentía, amor) en una épica entretenida aunque no alcance para redondear una gran película. En un mundo post apocalíptico donde ya no queda ni un atisbo de vida, donde todo es desolación y destrucción, donde la violencia parece haberse impuesto como dueña y señora, unos pequeños muñequitos de trapo, madera y metal aportarán el rasgo de humanidad que se ha perdido. El número 9 lanzado a la aventura encontrará en su camino a otros de su especie con diferentes números y capacidades (el tímido, la arriesgada, el inteligente, el gracioso) y un pedacito del alma de su creador en cada uno de ellos y procurará vencer a las máquinas que pretenden aniquilarlos. Bajo la égida de Tim Burton que apadrinó el proyecto produciéndolo, el mundo que el director Shane Acker elabora tiene mucho de su mentor en la imaginación desbordada y el mundo extraño construido, en la oscuridad que lo cubre y los rasgos freaks y los apuntes de humor y sentimientos que despliega en los pequeños seres que inventa. Toda una aventura épica, con cierta simbología religiosa, para un público más juvenil que infantil, que no da respiro y que como montaña rusa no se detiene sino recién con el último plano (lo que es su virtud y a la vez su problema, porque llega a agotar), el film derrocha técnica pero también alguna frialdad que no ayuda a provocar una empatía emocional fuerte de los espectadores para con los protagonistas y una sensación de alargamiento en su duración a pesar de sus 79 minutos. Hay mucho y muy buenas intenciones (solidaridad, espíritu de grupo, entrega desinteresada, valentía, amor) pero algo falta para redondear una gran película.
Clase turista Uno de esos viajes que no llevan a ningún lado. Paul, un importante abogado, está arrepentido de haber perdido a su esposa por una infidelidad. Meryl, una exitosa vendedora de inmuebles, -tapa de revistas incluida-, sigue dolida y enamorada, pero no puede volver a confiar en él, por eso están separados. Al final de una cena son testigos del asesinato de un hombre. La policía los necesita como testigos pero como los criminales son muy peligrosos deben embarcarlos en el programa de protección de testigos y con identidad cambiada trasladados, por su seguridad, hasta el juicio, de Nueva York al medio oeste americano, más específicamente Wyoming. Juntos. La oportunidad está servida para reconciliarse o terminar definitivamente pero no son tan libres, fuera de casa y con un sicario pisándoles los talones. Película de re-matrimonio y viaje al interior del país (últimamente se ha puesto de moda este choque cultural y sus consecuencias graciosas: La propuesta, Nueva en la ciudad) se funden en esta comedia que con un comienzo un poco gastado y un final esperable apuesta en su desarrollo a construir personajes maduros con conflictos propios de una pareja madura en su intento por recuperar el amor. Eso, algunos gags efectivos, el profesionalismo del elenco y poco más es lo que aporta un film que muestra a un Grant algo cansado de ser galán y a una Sarah Jessica Parker que lleva un pijama masculino de algodón como si luciera el mejor Donna Karan. Pero que como pareja asoman un tanto desangelados. La histeria y el workaholismo propios de las grandes ciudades que construyen seres modernos y desolados se ven cuestionados de algún modo en la simpleza y la parquedad de los habitantes de los pequeños pueblos perdidos pero cuando todo esté llegando a su fin la vuelta a la normalidad y lo políticamente correcto demostrarán ser más fuertes que cualquier cambio posible. Y uno vuelve a confirmar que hay viajes que sólo nos suman millas.
De padres e hijos Buenas intenciones que no redundan en un buen filme. “De pronto llega alguien, te elige y tu vida cambia”, algo así dice Juan en un momento de Adopción. Y eso puede aplicarse a tantas cosas, tantas situaciones de la vida. Por lo pronto describe su soledad en un orfanato, su transcurrir la vida esperando un hogar y un papá y una mamá. Y a su vida llega Ricardo. Ricardo y José, que son pareja. Claro que sólo Ricardo adopta a ese niño que nació en 1976. Pero hay demasiados cabos sueltos en la historia del pequeño y muchos miedos que empiezan a aparecer a medida que Juan va creciendo. Por lo que el padre, entonces, decide asumir la responsabilidad de descubrir la identidad verdadera de su hijo. David Lipszyc no se anda con chiquitas a la hora de elegir que quiere contar. Adopción, homosexualidad y dictadura militar se entroncan para desarrollar una historia de amor singular. Partiendo de una investigación sobre adopción de parejas homosexuales en el derrotero de la misma el director recabó información sobre casos conmovedores y decidió urdir con ellos el centro de su filme. El problema casi insalvable es que la elección sobre los géneros se ubica en la lábil frontera del documental y la ficción, ese docudrama tan en boga en la actualidad y que en este caso no cuaja. A pesar de la ayuda insoslayable del material fílmico de los participantes (Super 8, que luego resulta una construcción también), de las fotos y los recuerdos (revistas, juguetes), que aportan su cuota de verdad, verdad que late en los testimonios, la verosimilitud se va deteriorando a medida que pasan los minutos y los mismos testimonios a cámara suenan forzados, artificiales, construidos, actuados. El problema no es la ficción de la que se echa mano sino la manera en que frente a la cámara surgen las palabras. Pocas veces se logra que la puesta en escena no se vea como tal. Y entonces más allá del dolor y la historia de vida que se cuenta, más allá de sentar posiciones con respecto al tema de la adopción por parte de las parejas homosexuales que hoy está sobre el tapete, más allá de sus buenas intenciones se hace muy difícil despegar al filme de esos programas televisivos donde la exposición es completa. Y buenas intenciones no significan buen cine. Ni siquiera cine.
Un mundo de sensaciones Para bien o para mal, Gilliam 100% Terry Gilliam siempre ha sido un director que ha hecho lo que quiso. Avalado por algunos éxitos inesperados por la industria consiguió sostenerse en un mundo donde los fracasos (estrepitosos y millonarios) no son acumulativos. Después de Los hermanos Grimm y Tideland y siguiendo con esa temática de fantasía a la que es tan proclive se internó en el mundo del Doctor Parnassus y con la presencia de Heather Ledger vio como se le abrieron las puertas para su proyecto. Pero nunca nada es tan sencillo. El protagonista murió antes de terminar la filmación y Gilliam se vio envuelto en un dilema. Con una pequeña ayudita de los amigos de Ledger (Deep, Farrell, Law) se resolvió lo que aún restaba filmar y el resultado está ante nuestros ojos. Un cuentito pura fantasía y magia que carga con todos los tics del mundo gilliamista. Sus virtudes y defectos. Un hombre inmortal (Plummer), artista trashumante, de esos de carromato y carretera, afecto a los relatos y al juego ha hecho un pacto con el diablo (Waits) por el cual consiguió la juventud para enamorar a una bella joven y le debe entregar el alma de su hija cuando ésta llegue a los 16. Estamos en plazo a cumplir y el negocio del encantamiento no anda nada bien. La troupe (viejo, hija, enano y joven asistente) rescata en su camino a un muchacho (Ledger) que se ha ahorcado bajo un puente, que tiene un secreto que ocultar y ganas de colaborar con sus salvadores. De evidente lectura autobiográfica (un hombre a contrapelo de una contemporaneidad que lo excluye y lo olvida), el filme desarrolla un mundo de magia y trucos de cartón pintado, despotrica contra uno real hipócrita y de superficial corrección política, levanta los afectos frente al dinero y funda su fuerza en el poder de la palabra narradora. El guión con baches estructurales y desquicios propios de una cabeza en ebullición permanente y con aciertos para solucionar el problema de la muerte (el protagonista cambia de aspecto al atravesar el espejo y todo fluye naturalmente), no deja mucha opción: o uno se adentra en esa realidad fantasiosa planteada o se sienta a buscarle la quinta pata al gato y pedir, algo así como, un realismo inapropiado.