Los hermanos sean unidos Ejemplar tardío pero no por eso menos representativo de la tendencia mumblecore (bajos presupuestos, actores amateur, estética naturalista), entre cuyos filmes recientes se cuentan Bummer summer o The pleasure of being robbed, Gabi on the roof in july supone un filme destacable por su incomodidad dramática y a la vez subterránea. Uno que se cuela desde el principio en ese departamento neoyorquino en el que transcurre buena parte de la película, en simultáneo a la llegada de Gabi (Sophia Takal) después de que su hermano mayor Sam (Lawrence Michael Levine, a su vez director de la cinta) no la fuera a buscar como había prometido. Será ese desencuentro inicial el aviso de que el filme irá por dos carriles generacionales y protagónicos, uno que retrata al treintañero Sam y su carrera artística igual de errática que sus relaciones amorosas, y el otro que se centra en la veinteañera Gabi y sus vaivenes emocionales. Querible e irritante por igual, Gabi pondrá la vida de su hermano patas para arriba con sus teorías “situacionistas” (ella también es artista, pero se opone al arte “burgués” de galerías), su conducta desinhibida (no teme desnudarse ante la pandilla que frecuenta el departamento) y sus coqueteos con Garrett (Louis Cancelmi), una especie de Don Juan indie con el que perderá la virginidad; conducta indomable que Sam padecerá entre la risa superada y el espanto del hermano mayor que tiene que salir a apagar el fuego. Y todo eso mientras él mismo sufre una crisis de pareja cuando la aparición de su ex, Chelsea (Amy Seimetz), ahuyente a su actual novia, Madeline (Brooke Bloom), conflicto a dos puntas que lo hace desatender a su inquieta hermana. En la segunda mitad del filme, los problemas recrudecen cuando Madeline estalla en desesperación por el abandono de Sam, en el sexo un tanto sádico que Gabi le exige a un amante esporádico y que obligará a Sam a una confrontación “masculina”, y en el destino de Caroly, la mascota de Gabi (un hámster). Oportunos toques de oscuridad de una película en apariencia ligera o casual: ese in crescendo impredecible es su virtud. Por otra parte, Gabi on the roof in july no agrega mucho a su linaje y por momentos se pierde en cierto aire de sitcom juvenil (hay un cameo de Lena “Girls” Dunham al principio) que disipa la intensidad.
¿Ver o no ver "El sorprendente Hombre Araña"? Se lo anunció hasta el hartazgo: El Sorprendente Hombre Araña es un reboot, un relanzamiento, un borrón y cuenta nueva. A olvidarse de Raimi, de Maguire, de Dunst. Este es “otro” Hombre Araña. Uno que desde los primeros instantes de la cinta expone una versión skater, tecnologizada (el adolescente Parker recurre al buscador Bing y juega a los videojuegos en su celular) y aggiornada del clásico héroe de la Marvel. Y la noticia no es mala, por más que le pese a dogmáticos o nostálgicos. Aunque esté precedida de un comienzo temible por su recurrencia (Parker es el chico tímido pero de nobles modales asediado por el enésimo matón de escuela, al que después humilla con su poder arácnido) y coronado de un estridente final hollywoodense y con gusto a secuela, El sorprendente... se planta con orgullo de filme cuidado, de homenaje a la altura del mito. A eso colabora un Marc Webb que no se enreda en las telas del indie o del mainstream, siendo lo suficientemente impersonal como para imprimirle un sello detallista y encantador a tanta sobrecarga industrial. Su aporte se aprecia en el bien llevado romance entre Andrew Garfield/Peter Parker y Emma Stone/Gwen Stacy, mucho más feliz que el de 500 días con ella, y que nunca peca de artificial ni de ingenuo. Y, por encima de todo, hay que reivindicar el grandioso trabajo de Garfield, quien logra un Peter Parker conmovedoramente humano y vulnerable a pesar de su andar canchero y miradas de winner. Su historia, desarrollada en la primera mitad, es simple en su clasicismo: Parker es un huérfano criado por sus tíos que descubre en un viejo maletín un mandato de su padre. Es la sombra de esa ausencia la que motoriza a Parker, la que parece determinar su obsesión heroica, la que modela (trágicamente) al héroe y lo hace toparse con la araña que le da superpoderes, cruzada que también lo lleva a las puertas de Oscorp y al villano del filme, el científico Curt Connors (un sólido Rhys Ifans) y su lado Hyde el Lagarto. La segunda mitad, menos prosaica, está nutrida de una acción vertiginosa de arcade y de acrobacias épicas entre edificios, lo que acaba por conformar un filme bifronte, con colchón de fábula teen y adornos de alta definición en los que el argumento se suspende, deja a Peter Parker y su “origen” para ostentar a ese Hombre Araña cool y texturado con aspecto de alien, exhibido desde múltiples planos como un objeto de diseño de última generación. Que lo es, y de allí lo de “sorprendente”, aunque la fructífera química Parker–Stacy sea, también y a su manera arcaica, una entrañable y tierna forma de la acción.
La pista del deseo La ópera prima de Frédéric Mermoud se construye en base a paralelismos a primera vista contrastantes pero secretamente cómplices, como su título. El filme de factura francesa comienza con un cadáver hallado en el lecho de un río, el cual dispara la investigación que lleva a cabo la dupla policíaca compuesta por Hervé (Gilbert Melki) y Karine (Emmanuelle Devos), quienes a su vez irán reconstruyendo la historia de amor adolescente e ilegal entre Rebecca (Nina Meurisse) y Vincent (Cyril Descours), a quien pertenece el cuerpo encontrado en el agua. Así, la historia avanza en torno a flashbacks que muestran cómo la joven pareja se va metiendo en problemas cada vez mayores en el seno de un sórdido submundo de prostitución web, mientras los adultos Hervé y Karine desentrañan el caso lidiando con sus vidas solitarias y erráticas: Hervé desea a su colega, pero no toma la iniciativa. Y es esa mezcolanza entre un noir clásico y los padecimientos cotidianos de personas comunes el otro paralelismo de Cómplices, que sale bien parado en su exhibición de los bajos fondos urbanos y las escenas de sexo clandestino en hoteles, siempre naturalista y nunca provocadora o de golpes bajos; donde el filme falla es más en su otra cara, la sentimental de personas que se buscan, que deriva en una segunda vuelta de tuerca final tal vez innecesaria. El primer cierre, por decirlo así, que revela a un Hervé bastante más ambiguo de lo que parecía en un principio, hace del agente masculino el personaje más atractivo de la cinta, bien interpretado por Melki; Devos (Reyes y reina), en cambio, está un tanto desaprovechada en un papel ceñido. Los jóvenes cumplen por su parte en su rol, con su creíble química mutua. En su red de complicidades mesuradas y arriesgadas en dosis iguales, Cómplices cumple en su argumento y universo de lógica policial, pero deja la sensación del desaprovechamiento de un híbrido que, con mayor profundización y menos lugares comunes, hubiera resultado un hallazgo.
Colmillos de otros tiempos Sin ser uno de sus mejores filmes, en "Sombras tenebrosas" Tim Burton saca a relucir su costado más cómico, manteniendo el respeto por sus fantásticas criaturas de género. "Acartonado, correcto y anticuado", define la imposiblemente más adolescente y (pos)moderna Carolyn (Chloë Grace Moretz, la pequeña de La invención de Hugo Cabret y Kick-Ass) a Barnabas Collins, el vampiro à la Nosferatu que compone Johnny Depp en su enésima colaboración con Tim Burton. Y será ese contraste efectivo e hilarante, el de un ser fantástico de retórica barroca recién despierto en unos tiernos años '70 que aún cree en Mefistófeles, lo que mantendrá en pie al filme durante buena parte de su desarrollo. El otro desfasaje, también, será de registros, en esa ambigüedad que Tim Burton sabe manejar tan bien: aunar el terror más clásico con la parodia familiar (de época) se torna la misión seria del filme, aunque las risas ganen más la primera parte y la fábula de brujas, vampiros y hombres-lobo se acreciente después, en lo que será un final exagerado. ¿La historia? Barnabas Collins es el heredero inglés de una familia enriquecida por la pescadería en Maine, Estados Unidos, en el siglo XVIII. Su enamoramiento de la joven Josette (Bella Heathcote) enfurece a la celosa bruja Angelique (Eva Green), que lo convierte en vampiro y lo encadena a un ataúd por casi 200 años. Cuando despierta, Barnabas se dirige a la mansión Collins para encontrar que todo ha cambiado: tanto la casa como la distinguida familia (ahora compuesta por la matriarca Elizabeth/Michelle Pfeiffer, su hermano Roger/Henry Lee Miller y su hijo David/Gulliver McGrath, la ya citada Carolyn y la psiquiatra Julia Hoffman/Helena Bonham Carter) se han venido abajo. Y el mundo cambió: en lo que serán los gags (culturales) más atractivos de la cinta, Barnabas padece su anacronismo al toparse con una ruta de asfalto ("curioso terreno", dice al tocarlo), al intentar extraer a Karen Carpenter del televisor ("¡déjate ver, diminuta cantante!") y al compartir una charla gótico-colgada con un grupo de hippies fumados. Aunque padezca sus altibajos (las escenas y los personajes sostienen el filme, la tragicidad y el argumento son pura impostura), Sombras tenebrosas se eleva por sobre los últimos trabajos de Burton en su homenaje reverencialmente desacralizado a la Dark shadows original televisiva, con unas estupendas actuaciones de Depp, Bonham-Carter y Pfeiffer (aunque aparezca poco) y una muy esmerada y sorprendente Eva Green que indican la intención del elenco de gestar, antes que una "obra maestra", una película exquisita en su pasatismo: lo consiguieron.
Relax temerario Cuando Soderbergh no se pone "serio" y "comprometido", como lo hizo en Traffic o la reciente Contagio, filmes gélidos y un tanto pesados si los hay (incluso con el ¡plop! de esta última), le salen cosas como La traición, equiparable en soltura a aquella The girlfriend experience en que actuaba la pornstar Sasha Grey. En este caso, la heroína es Mallory Kane (una sobria fusión entre Lara Croft y Lisbeth Salander), que interpreta la experta en artes marciales Gina Carano. La actriz destaca entre un elenco estelar que reúne a unos amortiguados Michael Fassbender, Antonio Banderas, Michael Douglas, Ewan McGregor y Channing Tatum, quienes se mueven como calculadas piezas de ajedrez en una trama de género que prioriza el espionaje, la acción y las persecuciones, pero donde el personaje principal es la forma: los ralentis, las breves secuencias en blanco y negro, los planos caprichosos, las luchas naturalistas y la música chill de suspenso hacen de La traición un exploitation de autor a lo Assayas, manierista y sofisticado. Y, también, intenso. Como un Woody Allen jamesbondiano, más conspirativo que turístico, Soderbergh salta de Barcelona a Dublín, de Canadá a Nuevo México, acompañando la vendetta de la incansable Mallory, quien busca al orquestador de la traición por la que casi es asesinada. Las escenas de combate son lo más atractivo de la cinta, teniendo en cuanta que el director se reserva el efectismo especial y se contenta con mantener la cámara fija, registrando las piñas, acrobacias y patadas absolutamente creíbles que despliega Carano. Lo mejor: el enfrentamiento no tan solapadamente sexual entre ella y Paul (Fassbender), contracara realista del destructivo encuentro cómico entre Barnabas y la bruja Angelique en Sombras tenebrosas. Aunque no reúna los méritos de un filme sobresaliente, La traición detenta a un Soderbergh aplacado y de buen gusto que se da el lujo de hacer lo que quiere, sin someterse necesariamente a las reglas de Hollywood. En un pasaje, Aaron (Tatum) le pregunta a Mallory, en clave de reproche irónico: "¿Es esta es tu manera de relajarte? ¿Armas y vinos?". Soderbergh, sin dudarlo, contestaría "sí".
La urbe en movimiento “Ánima Buenos Aires” reúne una serie de cortos animados fijos en su retrato de la metrópolis tanguera y heterogéneos en los trazos y atmósferas que aporta cada autor. Todo filme colectivo concebido en torno a un “concepto” se somete a las limitaciones de la consigna en cuestión (en este caso, Buenos Aires y sus rasgos identitarios más reconocibles, aquello que hace a lo “porteño”: el tango, el barrio, la nostalgia) como condición para expandirse en las posibilidades que cada realizador le encontrará al tema. Así, Ánima Buenos Aires está integrado por cuatro cortos animados y una serie de secuencias que los conectan. Y es ese juego entre el eje integrador ciudadano y las variaciones “de autor” lo que atraviesa y determina toda la película, siendo el primero un tanto condicionante en cuanto a la literalidad de la postal costumbrista y los subrayados contrastes que separan la vieja ciudad idealizada y la nueva hostil, la soledad metropolitana y el amor redentor, la carnicería y el hipermercado. Donde Ánima Buenos Aires gana riqueza y profundidad es en la heterogeneidad del tratamiento gráfico, atractivo de por sí para el disfrute del filme entero (allí están las figuras recortadas y de un extraño realismo de Florencia y Pablo Faivre, los fondos de neblina acuarelada y la línea clara de los protagonistas del corto de Pablo Rodríguez Jáuregui, los inconfundibles trazos plástico-cartoon en blanco y negro de Carlos Nine, los personajes entramados de Caloi y el encantador stencil danzante de Pablo Zaramella y Mario Rulloni). El filme también seduce en una serie de pasajes bellos por su poética suspendida, casi abstracta (el baile solitario de siluetas de carnicería en el corto de los Faivre, el hermoso segmento de lápices de colores y la escena de la ópera en el Teatro Colón de Jáuregui), y en la banda de sonido de tango instrumental a cargo de Rodolfo Mederos, Gustavo Mozzi y Fernando Kabusacki, que acompaña con sutileza los trabajos sin decaer en ningún momento. Finalmente, Ánima… tiene el plus añadido de contar con uno de los últimos trabajos del fallecido Caloi (María Verónica Ramírez, quien era su mujer, dirigió la cinta), y por eso su aporte, “Mi Buenos Aires herido”, que cierra la película, resulta entrañable como despedida admonitoria de la ciudad que el artista retrató y habitó. En él se debaten la tristeza de una lágrima de proporciones gigantescas y la vitalidad de una mulata de curvas apetecibles, en sí mismos el ying y el yang de una urbe restringida en sus íconos pero inacabable en sus visiones.
El rock y su doble Así como el cuerpo de Carlos Gutiérrez cobija dos personalidades opuestas, la del negado Gutiérrez y la de Elvis, el ídolo ya no a imitar, sino a ser, a encarnar, así también en El último Elvis conviven dos cuerpos, dos registros, dos maneras de narrar. Por un lado, está la vida cotidiana de Carlos, su trabajo en la fábrica, los encuentros con su hija Lisa Marie (Margarita López) y su ex mujer Alejandra (Griselda Siciliani) y la rutina de doble de Elvis que ejercita en tugurios nocturnos, en bingos, en fiestas familiares, rodeado de imitadores decadentes de leyendas del rock. Y después está Elvis en acción, no importa si falso o no, porque John Mc Inerny/Carlos Gutiérrez se vuelve auténtico en su acto, su performance excitada y transpirada, allí donde El último Elvis ya no narra una trama realista, una sucesión de conflictos mundanos en una línea de tiempo, sino que la cámara se abre al espectáculo, hipnótico y fascinante, de una voz y un cuerpo que es puro cine. Tal vez por eso, después de ver a Carlos varias veces en acción (sobre un piano, con una banda de rock, con una guitarra acústica cantándole covers a su hija hasta hacerla dormir), la historia de fondo -que involucra el accidente de Alejandra y los devaneos de Carlos por ser Elvis en un duro contexto en el que sólo se lo permiten los escenarios- padece de cierta caída de intensidad. Y es que no está claro si el doble en cuestión está loco en su fanatismo por Elvis (su mueca risueña por momentos lo insinúa), si lo suyo es un mero escapismo (cuestión que recrudece hacia el potente final), o si en realidad Carlos es más humano que todos, pálpito que transmiten sus emotivas y exaltadas puestas en escena. Así, el filme entusiasma más cuando exhibe al personaje sin explicarlo, cuando éste se pasea envuelto de épica exploitation con sus anteojos oscuros y su auto vintage por los parajes de suburbio y vibra en sus mágicos estallidos musicales. Aún así, el filme de Bo también es digno al no subrayar, al no adornar, al no buscar el efecto, al limitarse a contar una (o dos) historias.
Caótica amistad Antes que nada, es necesario aclarar que este Diario de un seductor no trata sobre “seductores”, sino sobre el periodista con aspiraciones a escritor Paul Kemp/Johnny Depp y su desembarco etílico en el Puerto Rico de comienzos de la década de 1960, argumento basado en la novela The rum diary (“El diario del ron”) de Hunter S. Thompson, a su vez título original de la película. Sociedad entre actor y autor (Thompson se suicidó en 2005) que ya había legado otra adaptación, la lisérgica y desopilante Pánico y locura en Las Vegas (1994) de Terry Gilliam. Sustituyendo ahora el LSD por el sopor del ron y otras bebidas blancas, este filme de Bruce Robinson baja un par de cambios con respecto a aquella otra, ofreciendo un reflejo amable y más descentrado donde el eje también incluye las peripecias de una buddy movie (en las desventuras de la dupla que forman Kemp y el fotógrafo Sala, un sobresaliente Michael Rispoli, inevitable guiño al dúo Depp/Benicio Del Toro en Pánico y locura...). Fuera de esa convivencia de borrachines a los que se suma el malogrado sueco Movern (Giovanni Ribisi), Diario de un seductor derrama su alcohol en varias y alejadas direcciones: por un lado está la decadencia del San Juan Star, repudiado periódico estadounidense al que Kemp arriba en su peor momento; por otro, la hostilidad entre nativos y norteamericanos que se respira en la isla caribeña, y que deparará una serie de episodios violentos más propios de la fábula que del retrato “social”; y, ahora sí, el romance entre el “seductor” Kemp y la idílica Chenault (Amber Heard), pareja del acaudalado Sanderson (Aaron Eckhart) a la que el periodista se irá aproximando de a poco. Y el peligro de abrir tantos frentes acecha cada vez más hacia el final, cuando queda claro que el guión–adaptación de Robinson deja varias cuestiones sin resolver o que tal vez las resuelve demasiado tarde; aunque también es cierto que, al contrario de lo esperable por su influencia etílica, Diario de un seductor consigue seducir por momentos gracias a su grácil sobriedad, modestia respetuosa que debe leerse como homenaje de Depp (también productor del filme) hacia su amigo escritor: tal cuidado hace que Diario... resulte entrañable a pesar de sus falencias y que se anexe con dignidad a la leyenda Hunter S. Thompson, como un eco tímido y pasatista frente a la autoral y desmedida Pánico y locura en Las Vegas.
El demonio en casa En principio, el argumento de Tenemos que hablar de Kevin se anticipa interesante. Queriendo comprobar que el rubro "masacre escolar" no fue agotado sociológicamente por Michael Moore ni artísticamente por Gus Van Sant, la escocesa Lynne Ramsay aborda el tabú con la consigna (adaptada de la novela de Lionel Shriver) de contarlo todo desde la mirada de la madre de quien será el asesino de sus compañeros. Así, las idas y vueltas temporales muestran la convivencia hogareña con el Kevin bebé, niño y adolescente, hasta que sucede lo inevitable. Pero una vez plantada la temática, la película, en plena fuga de los antecedentes fílmicos mencionados, termina contando otra cosa: Ramsay no pretende en ningún momento explicar los antecedentes psicológicos o familiares que pueden haber desencadenado el asunto, no intenta atisbar el origen posible de la matanza. Lo que cuenta es otra cosa: apoyada en el gran trabajo de Tilda Swinton, el filme aborda el inexplorado terreno cinematográfico de la desolación que sufre una madre cuando su hijo no conecta con ella, la repugnancia de haber dado a luz a semejante criatura perversa que ya de bebé la mira con una maléfica intensidad. Esa soledad desesperada y ese vínculo extrañado entre ella y su hijo es lo mejor del filme, que mantiene sagazmente en un segundo plano al padre (John C. Reilly) y a la hija menor (Ashley Gerasimovich). Pero las muecas y los actos mefistofélicos del Kevin mayor (el ascendente Ezra Miller), el más próximo al episodio sangriento, sumergen súbitamente al filme en una atmósfera de terror, con el suspenso de entrecasa ante cada próximo paso inaudito que dará "Chucky" Kevin. El problema de Tenemos que hablar de Kevin radica desde un comienzo en su causalidad viciada, ya que parte de una premisa que no cumple (¿para qué el contexto de matanza de secundario, frente a un niño que ya nace endemoniado? ¿Por qué el moralismo ulterior, si todo responde a una maldad casi sobrenatural de quien bien podría haber nacido del vientre de Mrs. Rosemary?). Por eso, la naturaleza inclasificable de Tenemos que hablar de Kevin es también su propia trampa. Como thriller tal vez sea un hallazgo, pero entonces la cruzada a lo Columbine no es más que una carnada.
Capitalismo para principiantes Con llegada oportuna en tiempos de sismos financieros (más aún en el momento de su estreno original, a comienzos de 2011), El precio de la codicia se mete de lleno en la oficina de una importante firma de Wall Street a punto de colapsar, narrando todo con el sigilo tenso de un thriller bursátil de madrugada; es que todo ocurre una misma noche, cuando el pen drive de un ex empleado revela la caída en picado de los activos de la firma, cuyos responsables deberán hacerse cargo del inminente colapso, vendiendo como sea las acciones disponibles. Argumento que sirve también como spoiler, porque lo cierto es que no suceden muchas más cosas en este debut de J. C. Chandor: el resto son caras apesadumbradas de jerarquías diversas que de a poco van entrando en razón de que se les viene la noche, discusiones severas a puertas cerradas y planos de altura de Nueva York que funcionan a la vez como contexto distractor y como metáfora del poder que se cuece en los altos edificios de la Gran Manzana. Y al igual que esas postales ilustrativas, El precio de la codicia se vuelve obvia al trazar ese fresco de señores trajeados sin escrúpulos que dialogan a fuerza de efectistas sentencias hollywoodenses, como cuando Jared (Simon Baker) dice: “Esto es extraño, parece un sueño”; y un sombrío Sam (Kevin Spacey) le responde: “No lo sé. Quizá sólo nos hayamos despertado”. Y la cuestión recrudece cuando el jefazo de poder abismal (los edificios le quedan chicos, por eso llega en helicóptero) John Tuld (Jeremy Irons) se erige como el capitalismo en persona al repasar todas las depresiones económicas de la historia, para terminar diciendo: “el dinero son sólo papeles con dibujos que sirven para comer” y “siempre ha habido ganadores y perdedores, el porcentaje sigue siendo el mismo” y “no podemos cambiarlo, sólo reaccionar”. Entre tanto análisis superfluo de la “codicia”, el filme encuentra su razón de ser en la relación afectiva entre Sam y su perra moribunda, demostrando que una vida concreta puede resultar más valiosa que los números y cifras y porcentajes abstractos y esa población “global” que titila en los rascacielos.