Sociedad creativa adepta a contrastes narrativos, el director Jonathan Levine, el productor Adam Goldberg y el actor Seth Rogen –artífices de 50/50 y cómplices juntos o por separado de una muestra decisiva de la Nueva Comedia Americana- reavivan su sello con inspiración y reverencia al género en Ni en tus sueños. Fred Flarsky (Rogen) es un periodista disidente, informal y barbudo que se reencuentra tras su renuncia forzada al medio para el que trabaja con Charlotte Field (Charlize Theron), mujer medida y despampanante cercana al maniquí que trabaja para ser la primera presidenta de los Estados Unidos. Unión impensada por donde se la mire, la magia ocurre cuando se revela que ella había sido la niñera de él 25 años atrás, instancia en la que además se habían dado un incómodo y breve beso. No es necesario otro ingrediente para que la química entre ambos –instantánea y de íntima franqueza, ajena a prejuicios a pesar de lo que dictan asistentes y mediciones- regrese y afecte al simulacro palaciego. Ahora con Flarsky como redactor de los discursos de Field, la dupla dispareja avanza en su proyecto de “rehabilitación global” con un plan de salvataje ecológico que responde a los objetivos naíf “mares, abejas y árboles” y que encuentra rivales caricaturescos y próximos: el anciano magnate Parker Wembley (Andy Serkis), responsable del despido de Flarsky al comprar su publicación y que amenaza con arruinar el apartado “árboles”; y el presidente en funciones Chambers (Bob Odenkirk), presto a dejar su carrera por la actuación, pieza clave en la proyección de Field y amigote corrupto de Wembley. Son esas barreras del sistema las que comprometen al dúo protagonista a la vez que se suceden giras internacionales, charlas de avión y ceremonias fastuosas: Flarsky no quiere renunciar a sus ideales, Field debe guardar las protocolares apariencias. La política se demostrará sin embargo fachada prescindible de una comedia romántica hecha y no de derecha, un amor a prueba de coimas que depara un par de escenas memorables –un lento con Roxette sonando mal en un celular, la negociación por la liberación de un rehén en Medio Oriente de Field tras haber consumido éxtasis, remate de la gran actuación de Theron-. Más Ligeramente embarazada que Locos por los votos, Ni en tus sueños ejerce la diplomacia y hace ceder a las partes en un subtexto de empoderamiento femenino manejado con sutileza, al igual que canaliza buenas vibraciones raciales en la amistad del alentador Lance (O’Shea Jackson Jr.) con Flarsky. Sabotaje tierno, tonto e irreal al espectáculo carcomido del poder, Ni en tus sueños arrastra votos hacia una fórmula efectiva que hace del respeto al origen una rebelión.
La rareza de marginales propios de la filmografía de Santiago Loza se literaliza en Breve historia del planeta verde, giro pop impredecible del director cordobés. Un trío de “amigues” LGBTQ escolta a un cuerpo extraterrestre por un bosque fantástico y misterioso con linternas, malestares físicos y paradas sórdidas de road movie. La trans Tania (Romina Escobar), el gay Pedro (Luis Sodá) y la recién peleada con su novio Daniela (Paula Grinszpan) alternan la explotadora urbe por la peregrinación al pueblo donde acaba de morir la abuela del primer personaje. En la casa descubren un sótano en el que reposa un ET que había sido compañero de la anciana, y al que se encargarán de llevar naturaleza adentro sumido en hielo para darle un funeral digno. La extrañeza de Breve historia del planeta verde es más bien mutante: en ella confluyen el Spielberg retro de Stranger things con el primer Diego Lerman, el estilismo forestal queer de Morir como un hombre de João Pedro Rodrigues y el realismo mágico-curativo y asimismo selvático de Cemetery of splendour de Apichatpong Weerasethakul. Incluso Loza parece fundir aquí los experimentos formales y el naturalismo de su cine, encontrando en la fantasía un nuevo ser (por eso no es descabellado que exista un alumbramiento al final). “Todos somos raros”, dice uno de los protagonistas, exponiendo la paradoja de una cinta que en su extravagancia deliberada encuentra una comunitaria homologación: el alien semeja una mascota en su calidad de catalizador afectivo que al exigir el cuidado desinteresado permite sanar a sus transportistas, que de esa manera comparten una singular e ingenua forma de normalidad. Así, el filme prefiere ser humano a marciano.
Filme bifronte por donde se lo mire, Maestras del engaño es asimismo una diapositiva en negativo de Dos pícaros sinvergüenzas, comedia picaresca de 1988 de Frank Oz con Steve Martin y Michael Caine. Lo que allí era machismo encubierto se vuelve aquí feminismo superficial, en la vena pop que exhibieron las recientes remakes de género de Hollywood Ocean’s 8: Las estafadoras o Cazafantasmas. Pero no hay nada en la comedia del inglés Chris Addison que se acerque al comentario político, sólo algún que otro subrayado en el que se habla mal de los hombres o se los expone en su debilidad más ordinaria: la de sucumbir al encanto del sexo opuesto. Los juegos de seducción se combinan con los de la estafa en el dúo que componen Josephine Chesterfield (Anne Hathaway) y Penny (Rebel Wilson), dupla despareja minada por los contrastes: Josephine es una lady refinada, hermosa y entrenada que engatusa a sus víctimas de mansión con una falsa vulnerabilidad sollozante, y Penny una clown regordeta que perpetra sus atracos fallidos en los bajos fondos. Ambas llegan a armar una sociedad delictiva tras un encuentro fortuito en un tren (allí donde las clases sociales intercambian asientos), aunque sus fechorías se verán también marcadas por la competencia, la codicia y la falta de entendimiento. La primera parte de Maestras del engaño es la más atractiva por la osadía de Wilson, que amaga a imponer un slapstick físico y facial de stand up a medias entre la gracia arrabalera y el vacío humorístico. Hathaway, no sin pericia de actriz de trayectoria, se limita a ser el colchón de plumas que devuelve los chistes. La aparición del joven magnate de la tecnología Thomas Westerburg (Alex Sharp), distinto a los carcamanes que hasta el momento son presa común, anula los talentos fingidores del dúo con anticuerpos cáusticos: la asexualidad y el amor. Cuando la complicidad final entre géneros demuestre un mismo deseo (ilegal) por el dinero, Maestras del engaño alcanza su lucidez moral sin haber engañado a nadie.
Aunque emule el esquema de su predecesora, El hijo impone un contraste indeleble con El patrón. Radiografía de un crimen (2015). Las dos películas de Sebastián Schindel con protagónico de Joaquín Furriel despliegan un policial en dos carriles narrativos que tiene a un personaje masculino como víctima psicológica y sospechoso jurídico. Esta vez Furriel es Lorenzo, pintor abstracto que a pesar de su impronta chic de joven cincuentón, barba cuidada, anteojos finos y chalecos de gamuza no puede escapar al destino trágico (que sus lienzos ominosos que concibe en salvaje soledad y su predilección por Saturno devorando a su hijo de Goya parecen anticipar). El filme comienza con una escena de sexo, que presenta de manera abrupta a la pareja que componen Lorenzo y la bióloga extranjera Sigrid (Heidi Toni, hallazgo noruego). De manera veloz, el pintor presenta a la mujer a sus amigos Renato (Luciano Cáceres) y Julieta (Martina Gusmán) en una fiesta en la que ella se muestra distante y pronto pasa a quedar embarazada y a exigir consignas extremas para su alumbramiento: reniega de la asistencia médica y convoca a una partera que habla su idioma, además de instalar un laboratorio con propósitos inciertos en el sótano de la casa. En orden paralelo, se entrelazan segmentos en tiempo presente en que Julieta asiste como abogada a Lorenzo, visiblemente desmejorado y encarcelado por un ataque psicótico del que se declara inocente y que involucra a su mujer y a su hijo. A medida que la trama avanza y ambos tiempos conectan en un punto ciego (donde el thriller se revela sobrenatural a la vez que esclarece el estado psíquico de Lorenzo), El hijo se atiene a cuidadosos juegos de ambigüedad que esgrimirá hasta su desenlace. Si antes eran la carne vacuna, la migración rural y la mafia comercial los que orquestaban la “historia extraordinaria”, en El hijo lo serán el arte, la genética y una clase media tan hedonista como inestable: la artificialidad contemporánea y sus demonios se imponen en el segundo filme de Schindel, formalmente más limpio y elegante que El patrón –aunque también desprolijo en detalles, en un género marcado por perfeccionistas–. Lo interesante es la masculinidad vulnerada que representa Lorenzo, incorrecta en la instancia en que es acusado de violencia doméstica sin pruebas y en la disputa que libra por la tenencia de su hijo (que ya había entablado con las hijas de su pareja anterior, que nunca aparecen). Sigrid y Julieta (incapaz de tener hijos y con acción heroica hacia el final) son las secretas protagonistas de El hijo, mujeres que encarnan dos éticas en su disposición hacia Lorenzo: una defensiva y otra de compañerismo altruista.
La proliferación en boga de documentales streaming encuentra un punto aparte en pantalla grande con el estreno de María Callas: en sus propias palabras, imperdible debut del fotógrafo francés Tom Volf. Destinado de manera explícita a captar la “esencia” de la diva operística griega, el filme recurre a un recorte preciso y precioso de entrevistas, diarios, fotos, grabaciones y filmaciones de orígenes y registros múltiples que se concentra con obsecuencia en la imagen y la voz de Callas, ya sea la que habla en primera persona como la que entona arias extraordinarias en el escenario. Lo remarcable del filme es que justamente repasa la biografía de la artista sin desdoblar su objeto, que titila como un espectro de integridad hechizante: suave y temperamental, íntima e histriónica, banal y misteriosa, Callas es siempre una y la misma, un mito erigido en ese fascinante hiato entre carisma y platea. El documental alterna apariciones televisivas y performances mundiales mientras sigue la cronología gloriosamente trágica de Callas, su disciplina rígida de infancia, el amor tirante con los Estados Unidos, la fama rebelde que trasciende al bel canto, la pasión tortuosa que la une y desune con Aristóteles Onassis, la depresión, el retiro temprano y la muerte aún más sorpresiva (a los 53 años). Un joven que hace cola para verla en el MET de Nueva York justifica su admiración por Callas en la impecable técnica vocal, la ductilidad actoral y el magnetismo sobrenatural, y así sintetiza su legado. “La mejor cantante del siglo 20”, se oye también por allí. Consciente de la hipnótica presencia de celuloide que manipula, Volf es fiel al enigma performático al borde del lenguaje y la representación que supone Callas acercando el cine a la música de modo tan simbiótico como conmovedor. La soprano decía que en sus interpretaciones yacían sus memorias, que Volf invoca y vuelve imágenes como un ventrílocuo exquisito.
Dos novelas clausuraron la literatura argentina de la década de 1990, ambas malditas y concebidas por suicidas: El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza y El traductor de Salvador Benesdra son hoy tan canónicas como antes ignoradas; Entre gatos universalmente pardos de Ariel Borenstein y Damián Finvarb viene a echar luz audiovisual sobre esta última, fortaleciendo el mito. Comparada con la tradición extática de Arlt y Dostoievski, catalogada como la novela que captó su época como ninguna, El traductor hizo agua dos veces en el Premio Planeta y recién se publicó –en Ediciones de La Flor- dos años después de que su autor se matara. El desborde, la excentricidad y la inadecuación que empantanaron el texto en los estándares editoriales definen también a Benesdra (1952-1996), políglota, erudito, marxista y psicólogo devenido periodista, rebelde ideológico y fatalmente esquizoide. Desenvuelto en oratoria sindical, el escritor ni siquiera cuajaba entre sus compañeros de Página 12, quienes sin embargo lo respetaban. “Era muy extremo”, lo define un excolega, y de ahí que las contradicciones de la militancia de izquierda pueblen las páginas salvajes de El traductor. Se podría decir, y es tesis fuerte del documental, que el autor encarnó el abismo descoyuntado entre el periodo de lucha revolucionaria y la lógica de mercado que impregnó a la Argentina y el mundo en una transición voraz. La caída de la Unión Soviética afectó de manera decisiva a Benesdra, que en su lucidez psicótica vaticinó el mundo por venir: “Sentía que por todas partes estaba drenando una noche gris de gatos universalmente pardos, una apoteosis de la indiferenciación”, dice su alter ego Ricardo Zevi al principio de El traductor. Despojado de osadías o alardes formales, Entre gatos… se atiene a la exposición de su objeto sabiendo que el material basta para deslumbrar: hay fotos, documentos, informes literarios, cartas, grabaciones telefónicas; testimonios de Daniel Divinsky, Elvio Gandolfo, Raquel Garzón y Ernesto Tenembaum, entre otros; largas apariciones de las parejas Mirta Fabre y Susana Copa, la salteña que inspiró a Romina de El traductor; fragmentos de una adaptación cinematográfica secreta de la novela firmada por Oliverio Torre, con Alejandro Awada interpretando a Benesdra/Zevi; y estremecedoras grabaciones caseras del escritor hablando frente a cámara. El filme además desliza un subtexto misterioso: el apellido Macri estuvo íntimamente ligado al de Benesdra, tanto por la coexistencia del fin de la URSS con el secuestro de Franco Macri en la tapa de Clarín como por el trabajo para una revista del grupo del empresario posterior al despido de Página 12, donde el escritor aventura un proyecto político encabezado por Macri padre. Ese límite entre delirio y premonición refleja la intensidad de Benesdra, cuya segunda novela iba a llamarse paradójicamente “Puntería”.
Por lo menos desde la serie Black mirror, la ficción sobre el simulacro se ha vuelto un género catalogado. Esa domesticación -que estalló con el lúdico capítulo “Bandersnatch”- debería alertar sobre el vaciamiento argumental y un nuevo estado de cosas donde la noción de vivir una vida irreal a lo Matrix o The Truman Show ya no es sorpresa. La prueba de ese desgaste es Obsesión, el thriller de Steven Knight (Locke) que -fetichistas del desenlace, abstenerse de seguir leyendo- hasta su primera mitad puede aspirar a la absolución por asumirse simulacro de sí mismo: todas aquellas características que están haciendo del filme un espanto se revelan artificio. Baker Dill (Matthew McConaughey, en modo Rust Cole de True detective pasteurizado) es un pescador tostado y musculoso de pocas pulgas que encara cada día una rutina déjà vu digna de Hechizo del tiempo al partir en su buque Serenity -tal el título original del filme- para pescar un atún gigante con el fanatismo del capitán Ahab y encamarse al ocaso con la experimentada Constance (Diane Lane). Pero extrañas cosas empiezan a pasar en la isla de Plymouth: la llegada de una engalanada mujer (Anne Hathaway) pronto elucida que Dill no es el verdadero nombre del protagonista, que por si fuera poco esconde además un pasado en Irak y tiene un hijo con la dama. Maltratada por su marido millonario (Jason Clarke), ella le pide a Dill que lo mate a cambio de varios millones, y la encrucijada moral se ve sacudida por la aparición de un hombrecito de lentes, emisario de otro universo. Los cabos sueltos apuntan hacia el joven Patrick, el descendiente de Karen y Dill enclaustrado frente a su computadora que contacta con su padre en una escena alegórica bajo el mar que deviene literal: ellos “están conectados”, el chico “escucha” a Dill a través de la PC, le advierte Karen. La fotografía de Photoshop, los saltos exagerados del guion, los planos detalle abruptos y los personajes unidimensionales encuentran una momentánea fundamentación como invención del niño-dios Patrick, aunque la promesa del giro es también virtual: la segunda vuelta de tuerca será peor y comprueba la metafísica de manual de la película, cuyo único propósito parece ser el de exhibir las nalgas de McConaughey y constatar en su contra que la realidad virtual ya es cotidiana.
Desde un comienzo, Green Book: una amistad sin fronteras (ay, ese subtítulo) se declara sin inhibiciones como un filme moral –y verídico– en torno al racismo, amenazando con la intolerancia del mensaje: el italoamericano Tony Lip (Viggo Mortensen en modo Robert De Niro) se gana la vida como fortachón a sueldo hasta que se le encomienda una tarea sutilmente arriesgada que pone en juego su aversión racial: conducir y cuidar al pianista Don Shirley (Mahershala Ali, encantador en su labor) durante una gira musical que atraviesa las localidades más conservadoras del sur estadounidense en la tan violenta como liberadora década de 1960. El número de suspicacia-que-muta-en-afecto está servido, aunque la reluctancia es mutua: sucede que Dr. Shirley es un artista aristocrático de la excentricidad de un Sun Ra que ha debido acomodarse a los estándares discográficos dejando de lado la interpretación prodigia de Beethoven y Liszt para devenir concertista de jazz. Así, el filme de Peter Farrelly (mitad de la hermandad consanguínea que legó Tonto y retonto y Loco por Mary) opone al dilema de piel un conflicto inverso entre baja y alta cultura: el agredido Shirley es un esnob redomado que desprecia la dicción de Lip, su hábito de comer pollo con las manos, incluso la música negra radial que suena en el auto (Little Richard, Aretha Franklin). “¡Es tu gente!”, le recrimina Lip al protegido elitista, que carga con su ilustración no sin dilemas: “Si no soy lo suficientemente negro ni lo suficientemente blanco, entonces ¿quién soy?”, se lamenta el artista desencajado bajo la lluvia en la escena más oscarizable de la cinta (que aspira a cinco estatuillas). Ese contrapunto simpático activado por este Michael Jackson de cámara (que aprenderá su lección al descender al abismo de un show de taberna) redime a Green Book de los subrayados a lo Historias cruzadas o Talentos ocultos en los que trastabilla, a la vez que Farrelly evita cruzarse a la vereda de la incorrección cuando cuenta con elementos de sobra para hacerlo. El tono elegido es más bien melancólico, y es con ese corazón de comedia simplona, de buddy movie querendona que Farrelly propone un placebo de dos horas para dirimir un mal endémico. Al fin y al cabo la superación de las diferencias es una empresa tan errática y constante como la de conservar una amistad.
Ya sea por la rutina abordada como por la reconocible clase media retratada, Sueño Florianópolis es la película más convencional de Ana Katz hasta la fecha: los énfasis amargos, graciosos o incómodos de filmes como Una novia errante o Mi amiga del parque se amenizan en un enfoque tan amplio y relajado como el mar y las vacaciones. La resignación de personalidad en pos de universalidad se hace explícita en una escena en que el matrimonio protagónico de psicólogos Lucrecia (Mercedes Morán) y Pedro (Gustavo Garzón) espía a su pareja de pacientes neuróticos discutiendo entre las rocas, uno de ellos Katz: el brote de elocuencia que el filme decide minimizar. Pero Sueño Florianópolis guarda un as de singularidad bajo la manga: la profesión autoconsciente de la dupla que preside el viaje es clave para instalar un cruce sutil entre costumbrismo y drama moderno, picaresca y comedia existencial. Y es que la familia tipo que atraviesa la frontera en su Renault e improvisa un portuñol en los albores de la década de 1990 es también una que mantiene el vínculo a pesar de la separación conyugal, aspecto ya no tan común en el reflejo generacional. Es ese espacio indefinido de afecto y libertad entre Lucrecia y Pedro –en ella experimentado de manera natural, en él resistido- lo que hace a la película tan sensible como memorable. La cámara se apoya no tanto en los lugares comunes de toda estadía brasilera como en las miradas y los silencios, el instante luminoso en que padres e hijos flotan en el agua. Katz suma otra ola al concentrarse en el paréntesis aparte que vive Lucrecia, que Morán interpreta con soltura admirable. Son numerosos los matices expresivos de la mujer de mediana edad que se responsabiliza por sus retoños de rebeldía adolescente a la vez que se deja seducir por Marco (Marco Ricca), que oficia de alma del grupo y se adentra solitaria en la distancia del océano con un pequeño bote en uno de los momentos más bellos. Así como el argentino toma conciencia de su gentilicio en el extranjero, así también estos personajes asumen su realidad más allá del fuera de campo de sus vidas aun cuando la experiencia dure solo un verano.
Abandonado de niño, despreciado por su familia adoptiva, alcohólico desde los trece años y cuadripléjico de por vida tras un accidente de auto en su juventud hasta que una sacrificada faceta como caricaturista lo convierte en una celebridad en Portland: la malograda existencia del verídico John Callahan (1951-2010) interpretado por Joaquin Phoenix en No te preocupes, no irá lejos impone por defecto un manto de drama, patetismo y superación. Autoayuda de sí mismo, el filme de Gus Van Sant invoca el humor ácido de Callahan –realizador de viñetas con lisiados como objetos de broma- para revertir el cliché lacrimógeno: así desfilan personajes excéntricos como el gurú de la rehabilitación enfermo de Sida Donny (Jonnah Hill), el tipo locuaz que maneja el auto que lo lleva a la parálisis (Jack Black) o la etérea enfermera-amante Annu (Rooney Mara), a la vez que se ve a Callahan cayendo reiteradamente de su silla eléctrica a modo de gag, pasándola bien con sus compañeros tullidos y teniendo sexo en poses inusuales en alternancia con insertos animados de sus garabatos y jazz de Danny Elfman. Esos retazos de comedia negra arty en los que resuenan ecos de los filmes de Charlie Kaufman o Paul Thomas Anderson se licúan entre pasajes morosos y solemnes donde la película parece debatirse entre el desenfado y la indulgencia de su protagonista. La intermitencia es asimismo narrativa, en tanto la biografía se despliega en un tiempo desordenado de flashbacks y superposiciones: precedido de un comienzo prometedor de tintes retro en el que se recrea la manera en que Callahan pierde la movilidad –de la juerga nocturna al cuerpo tirado en la ruta a una macabra y tortuosa temporada en el hospital en la que se luce Phoenix- la cinta es acechada por la parálisis al volver una y otra vez sobre el alcoholismo y sus vómitos, la madre inhallable, el padecimiento físico propio y ajeno, las citas zen de Lao Tzu, los paseos veloces en dos ruedas, el dibujo sobre hojas y la publicación en los diarios. Van Sant, cuya filmografía representa un sintomático debate entre la experimentación y la receta mainstream –las osadas Drugstore cowboy, Elephant o Paranoid Park coexisten en su haber con las eficaces pero predecibles En busca del destino, Descubriendo a Forrester o Milk- se viene inclinando en recientes producciones por temáticas mórbidas y sombrías (Restless, Promised land y The sea of trees, no estrenadas en salas) con resultados poco felices. No te preocupes, no irá lejos es un interesante reajuste en ese sentido, aunque el impulso caiga presa del chiste del título.