Largometrajes basados en novelas u obras de teatro. Así podrían definirse las últimas tres décadas de Roman Polanski como director. El último guion original que filmó fueBúsqueda frenética, de 1988. Algunos de los autores adaptados: Leopold von Sacher-Masoch, Ariel Dorfman, Arturo Pérez-Reverte, Yasmina Reza, Charles Dickens. EnBasado en hechos reales, la adaptada es la francesa Delphine de Vigan (la premiada y exitosa autora de Días sin hambre y Nada se opone a la noche). Basado en hechos reales es una novela y también una película de escritoras. Delphine (el juego con la autobiografía es clave en De Vigan, aunque aquí parece proceder al revés que habitualmente) y L. se conocen en una firma de libros, y hay fascinación, seducción, envidias, apoyos, ¿peligros? Hay amenazas por afuera y tópicos habituales en las películas de escritores como la sempiterna página en blanco, referencias a Misery y, desde Polanski, una suerte de camino recopilatorio sobre sus temas y obsesiones; un proyecto autofágico de director extremadamente consciente de que todo estaba puesto en juego con mucha más potencia y gracia, por ejemplo en Femme Fatale de De Palma.
Herida por amor, Jeanne llega a lo de su padre y ve que él está en pareja con una chica de su edad. Desesperaciones, pasiones, tormentas: las cosas cambian, los lazos pasados se reconfiguran desde el presente. Pero Garrel sigue vigente y hace películas hacia el futuro. Nacido como creador en el cierre del período de gloria de la nouvelle vague, Garrel -a diferencia de Jean Eustache- es un sobreviviente (del 68, de las drogas, de otras intensidades). Es alguien que podría haberse retirado en unas cuantas ocasiones, en parte porque tiende a ser puesto en un lugar mítico; sin embargo, demostró su cercanía y hasta calidez en su reciente visita a Buenos Aires. Garrel, autor curtido, agrega con Amantes por un día el tercer eslabón de la trilogía iniciada con Jealousy (2013) y continuada con A la sombra de las mujeres (2015), en la que decidió autoimponerse límites: blanco y negro, menos de 80 minutos, pocos días de rodaje. Pero los resultados no son en absoluto los de un cine pobre: guion a ocho manos de complejidad aparentemente simple, nocturnidad iluminada en modo amenazante y a la vez protector, seguridad en el estilo, etc. El cine de Garrel discurre sobre sentimientos y pasiones de hombres y mujeres que se aman, se desean y se mienten con no pocas verdades, y con esos temblores que anulan y a la vez disparan temores y abismos: el cine y el amor -o, mejor dicho, el amor en el cine y el amor desde el cine- soplan donde quieren.
En su cine, Richard Linklater ha viajado al pasado con cierta recurrencia. La pandilla Newton, Rebeldes y confundidos y Me and Orson Welles eran películas "de época", pero siempre desde la mirada del año del rodaje, y en Tape se revisaba el pasado desde la trama. Boyhood fue un registro singular del paso del tiempo, y fue un relato rodado en presente. En la extraordinaria película anterior a El reencuentro, Everybody Wants Some!!, Linklater contaba una historia de 1980 con el estilo de la década que en el momento de la acción estaba terminando, en una pirueta arriesgada, pero de una notable efectividad. Los setenta en su modelo de mayor deriva, libertad y desasosiego en sus personajes generaban un ejercicio de disfraz notable. En El reencuentro tenemos a tres excombatientes de Vietnam que se reencuentran -culpen de la repetición al título de estreno local-, porque uno de ellos va a buscar a los otros dos para que lo ayuden en el momento del duelo más doloroso. Así se genera un viaje más o menos planificado que terminará siendo, claro, otra cosa. Hay algo de humor -que funciona sobre todo mezclado con la agresión o el enfrentamiento-, algo de acidez política que asume en general las formas vetustas del comentario anacrónico, tristezas varias y personajes que, salvo por momentos el de Bryan Cranston, se mueven menos por su propia energía que por los designios escritos. Linklater hace una pirueta doble: sitúa la acción en 2003 y otra vez busca inspiración en el cine de los setenta, en el mood, en la puesta en duda de las instituciones, en la estructura de road movie, en la manera de iluminar. Y hay algo de desajuste en ese encastre entre el humor social de principios de siglo en Estados Unidos luego de que las armas de destrucción masiva no fueran encontradas en Irak y el tono de los setenta que se monta sobre El último deber, de Hal Ashby, de 1973, con Jack Nicholson; otra película de militares en viaje y con algo a resolver, y con el mismo autor del libro original, Darryl Ponicsan. Cuando un cineasta con el currículum temático de Linklater pasa a una película como El reencuentro podría llegar a afirmarse que ha encontrado alguna forma de madurez. En el caso del director de la trilogía iniciada en Antes del amanecer, eso podría no ser del todo un comentario elogioso, porque las formas más clásicas y fluidas que encuentra de a ratos en El reencuentro ya estaban mucho más logradas y con más energía en, por ejemplo, su inolvidable Escuela de rock.
Antes de cualquier otra cosa: he aquí una película linda, así de simple. La más vital sobreviviente de la Nouvelle Vague, Agnès Varda, por primera vez codirige, y lo hace con el fotógrafo y muralista JR. Visages Villages ("caras pueblos" sería una traducción) los muestra en una relación encantadora, cercana, de amigos que saben que pueden usar el humor y trabajar sobre el físico de cada uno, las edades, las taras a la hora de vestirse, las obsesiones y esos pequeños detalles que nos recuerdan cómo el cine puede convocarnos una vez más a ver cómo personas extraordinarias -y con la vitalidad como estandarte- pueden llevarnos a un viaje inolvidable. Varda y JR parten en una road movie en la que sacan fotos a mucha gente y decoran grandes superficies con esas imágenes. El proyecto es lindo para ver en funcionamiento, las fotos son lindas de ver, los edificios -y también contenedores, por caso- quedan impactantes y bellos con rostros y cuerpos en esas dimensiones. Varda y JR hacen lo que hacen con amor, buen talante, ritmo y una puesta en escena que recoge lo mejor de cada casa (o pueblo), mientras se reflexiona de manera ligera pero nada superficial sobre la imagen. De este documental con no pocos momentos de precisa e incluso cómica ficción no podemos esperar un final que no sea encantador. Y sucede, no sin antes ver a Agnès ubicando en el lugar correcto a la demasiado prolongada petulancia del Godard del siglo XXI.
Jeff Bauman, el nombre del personaje protagónico, es el nombre de una persona real que perdió las piernas en el atentado terrorista durante la maratón de Boston de 2013, un hombre común que estaba ahí para tratar de reconquistar a su novia y terminó oficiando de algo así como héroe, con una historia de dura recuperación y autosuperación. A diferencia de otra película alrededor del mismo atentado - Día del atentado, de Peter Berg-, Más fuerte que el destino apuesta a contar una historia de vida antes que en retratar el alma de una ciudad (que era lo mejor de la película de Berg). Así, se nos cuentan las torpezas en el trabajo de Bauman, sus problemas de pareja, su inmadurez, la intensidad de su familia (su madre es interpretada por Miranda Richardson con dosis extra de énfasis), y el cambio drástico de su destino. David Gordon Green, el director de esta película, supo ser una de las grandes esperanzas del indie estadounidense, con algunas películas muy atractivas como All the Real Girls y Prince Avalanche. No es muy alentador que en Más fuerte que el destino haya anulado sus méritos más singulares -un sentido del humor excéntrico, cierto tono de extrañeza ante el mundo- y se haya conformado con ser alguien que relata con prolijidad un derrotero altamente previsible y con no tanto chantaje emocional y patriótico como el que podrían haber incluido otros directores en los que nunca creímos.
Lucie viene de largos tratamientos de quimioterapia e internaciones, y enfrenta otros tratamientos agresivos sobre su cuerpo. La vemos desorientada, hasta añora la vida organizada y las costumbres hospitalarias. Este relato de autoayuda cae en cuanto atajo adocenado exista en el cine obcecado en demostrar algo banal desde el minuto uno. Así, la aceptación del propio cuerpo y la reconexión con él se ilustra con frases y situaciones que no respiran nunca, porque siempre están al servicio de alguna tesis. Tanto es así, que el personaje de Matthieu Kassovitz se revela claramente como un mero adorno.
Una de suspenso y terror con casa maldita y hermosa aunque en ruinas. Esto sucede hace un siglo en Irlanda, con mellizos que cargan con alguna tradición maldita. Las explicaciones argumentales, maldición, se van explicando en malditos bloques explicativos. Y es una lástima, porque el primer maldito ladrillo de aclaración del conflicto llega después de los lindos créditos y una secuencia inicial que promete algún logro en términos de climas. Pero no: hay derivas inútiles, más aclaraciones, feos efectos digitales y personajes que sobran. Al final, algo más de movimiento, y quizás habría que hablar de Lévi-Strauss y el tabú del incesto, pero mejor no.
Llámame por tu nombre: una noble historia de amor Una película de época, pero no de tules, miriñaques y pelucas sino de ropa demasiado ancha y raros peinados nuevos, y sin celulares: 1983, norte de Italia, Lombardía, verano, pueblos pequeños, casas en el campo. La luz y ese ambiente de emociones que han fascinado a directores locales y extranjeros, que buscan en la segunda mitad del siglo XX y el verano italiano volverse vitales. El italiano Luca Guadagnino consigue esa vitalidad con creces y buenas armas en Llámame por tu nombre, coming of age de un adolescente que descubre su sexualidad, se enamora, crece, aprende, está atento al mundo, en esas semanas en las que su padre recibe a un asistente de investigación estadounidense. El ambiente es familiar y liberal, intelectual, se respetan las ideas y las comidas, hay libros y la admirable arquitectura -que, como decía Oscar Wilde, influye en las nociones de belleza de todos-, eleva los espíritus. Además, hay clasicismo en la puesta en escena, y nada de cobardías escudadas en mutismos a la moda en los diálogos -de James Ivory, nada menos-, y empatía para conectar con los personajes y hacerlos conectar con el público. Llámame por tu nombre es una de esas películas imposibles de hacer en los papeles, con riesgos de corrección política, de demasiada blandura, de algodones en exceso, y que se transforman en pequeñas grandes sorpresas gracias a las nobles recetas históricas del cine: confiar en una historia y contarla con convicción, habilidad y prestancia.
Las horas más oscuras: una trama a la altura del protagonista En una temporada en la que se presentaron Dunkerque de Christopher Nolan y la pringosa C hurchill de Jonathan Teplitzky, también Joe Wright ( Orgullo y prejuicio) explora esos días de desasosiego y decisiones cruciales en los que Winston Churchill llega al cargo de Primer Ministro del Reino Unido cuando Hitler está cerca, Europa continental está siendo invadida a velocidad pasmosa y las tropas británicas quedan varadas en la playa del título de la película de Nolan. Narrador brioso, seguro y pasional incluso en sus películas menos logradas ( El solista, Hanna), Wright confía en los travellings, en la música, en un cine emocional, en este caso con sucesos históricos. Las horas más oscuras construye buena parte de su notable fortaleza mediante un actor que convence al interpretar a un hombre que tiene que convencer en momentos inciertos. Gary Oldman asume su Churchill sin jugar a la mímica afectada y así da verdadera vida al personaje mediante una lógica actoral alejada de lo mecánico y cercana al juego feliz. La manera de disponer los gestos de Oldman es de una elegancia que parece fluir con naturalidad.
Clint Eastwood vuelve a refundar el cine El escritor -y crítico de cine- Horacio Quiroga decía, a principios del siglo XX, que los asuntos que trataba el cinematógrafo estaban agotados, que el nuevo arte sentía hambre de dignidad. El agotamiento, el fin del cine como temática constante han sido letanías habituales en la historia de este arte que, sin embargo, en manos de verdaderos artistas nos hace llegar, aún hoy, a estremecimientos de forma más veloz que cualquier otro. Clint Eastwood, en su nueva película, la que estrena con 87 años, nos ilustra sobre el agotamiento -siempre falso- y sobre el estremecimiento. El cine no podrá agotarse jamás porque las historias listas para ser relatos siguen ahí. Más aún, Eastwood y otros imprescindibles demuestran que las bases y los mitos productivos de este arte siguen teniendo un valor inconmensurable: ¿qué otra cosa es 15:17 Tren a París que un relato que parte de la base usada decenas de miles de veces del "hombre común puesto en circunstancias extraordinarias"? Además, es la quinta película consecutiva del gran maestro basada en hechos reales, y también la quinta en la que la acción se va acercando paulatinamente al presente ( J. Edgar, Jersey Boys, Francotirador, Sully...). Eastwood, el mayor clásico contemporáneo, se dirige al presente, para casi llegar a trabajar con el material de las noticias -uno de los más temibles y mayores desafíos para un film- y mira hacia el futuro. Eastwood refunda, una vez más, el cine: hace una película sobre héroes de estos días -americanos que impiden un atentado en un tren en Europa- y los hace interpretarse a sí mismos, en un acto de una osadía descomunal en medio de la industria; hace una película corta (94 minutos) como si le respondiera -en ese detalle- a la fatua Dunkerque de Christopher Nolan; hace una película que evidencia y a la vez oculta sus mecanismos: clásica, moderna, contemporánea, con un ojo en el porvenir. Eastwood cuenta la historia de los héroes del tren de 2015 y en ella se centra, y entiende que para llegar a esos pocos minutos de heroísmo necesitamos conocer las vidas de Spencer, Alek y Anthony, sus derroteros nada especiales, nada sobresalientes. Y ahí, cuando uno cree que Eastwood se ha entregado a algo así como a una meseta narrativa, que ha hecho una película pequeña, llegamos al momento que fue el origen del relato y del heroísmo. Y ahí, en el tren, no es la espectacularidad lo que importa, en absoluto. Lo que importa es entender, con emoción y temblor, que desde los inciertos caminos vitales de diferentes personas a veces se llega a ese instante, a ese cruce, en el que todo tiene sentido. Que el cine, una vez más, tiene sentido: porque puede contarlo todo, en especial aquello aparentemente ordinario, aquello que se resignifica por completo cuando tomamos las decisiones que nos marcarán para siempre