Doloroso despilfarro de una gran historia Dos horas de un doloroso despilfarro de un material de base extraordinario: la historia de los 33 mineros atrapados más de dos meses 700 metros bajo la tierra en la mina de San José en Copiapó, Atacama, Chile, que en 2010 conmovió al mundo. Los 33, la película dirigida por la mexicana Patricia Riggen, es uno de esos productos ridículos que cuesta entender cómo han logrado atravesar los múltiples controles de calidad que suele tener Hollywood, incluso para estos cruces latinoamericanos. Actores y actrices multinacionales hablan un inglés deficiente en diversos grados (para "dar" latinos), Juliette Binoche hace de vendedora de empanadas y nos prodiga un cocoliche con terminología chilena para describir el relleno, de repente una actriz canta en castellano. Pero ésos y otros son problemas menores, convenciones y hasta torpezas que podrían pasarse por alto. El problema basal de este film es su incapacidad para narrar, su imposibilidad de armar secuencias que tengan tensión interna, que acierten en el tono, que no abusen de modos de telenovelas vetustas. Si había una posible línea argumental sobre la camaradería entre los políticos y los excavadores del afuera se da por sentada, no se construye y queda una pura carcasa, actores actuando la camaradería, pero sin sustento en los personajes. Si había posibles situaciones de tensión entre los mineros, lo que vemos y oímos es básico y anodino. El minero principal es interpretado por Antonio Banderas, quien puede ser un intérprete temible, y que aquí aterra en su descontrol gestual y de tonos al borde de la autoparodia. La película cuenta con música de James Horner, que supo musicalizar con gloria Titanic. Por su parte, la fotografía es de Checco Varese, el mismo de El aura. Pero aquí no están ni James Cameron ni Fabián Bielinsky en la dirección y nadie brilla, nada se potencia. Riggen rejunta, pegotea, se dedica a mostrar al presidente -Piñera, interpretado por Bob Gunton- incluso antes de contarnos cómo les llegará la comida a los mineros: venía contando el hambre y pone eso en pausa para un momento de evidente propaganda. Este abandono de la escasa tensión narrativa conseguida se da porque Riggen y su equipo parecen no confiar en el cine, sino en la mera ilustración audiovisual artera y chapucera. Que a pesar de todo esto sobre el final haya algún rastro de emoción no es responsabilidad de este film, sino de la magnífica historia real. Da ganas de imaginar cómo habría sido el relato en manos de alguien como Frank Marshall, que en ¡Viven! supo muy bien cómo narrar otra historia real increíble, ubicada en la cordillera de los Andes.
Un juego brillante A los pocos minutos de Terapia en Broadway, se sabe, se siente, se disfruta una certeza: estamos ante un maestro que sabe brillar en su juego, que dispone secuencias memorables una tras otra sin que se note el esfuerzo, como si respirara cine, gracia, comedia. Es un acontecimiento: el regreso al cine y a las salas argentinas de uno de los grandes directores que tuvo el cine estadounidense entre fines de los sesenta y principios de los noventa (luego su actividad se hizo mucho más esporádica): Peter Bogdanovich, el de Targets, La última película, Texasville, Luna de papel, Una cosa llamada amor. Terapia en Broadway, película que -como pasa en general con los autores- conecta con buena parte de la filmografía del realizador, se relaciona sobre todo con esas dos maravillosas comedias de enredos llamadas Nuestros amores tramposos (They All Laughed) y Detrás del telón (Noises Off?), que hizo a principios de los ochenta y de los noventa respectivamente. De hecho, cualquiera de esos dos títulos en castellano podría usarse perfectamente para esta película, que es algo así como un derivado, una reencarnación de las dos. Amores enredados y teatro, hasta un detective. Todo en tono de farsa, con la velocidad screwball del período clásico. Hay una compañía teatral que prepara una obra, un director, un autor, un actor y una actriz principales, una psicoanalista, una escort que se ha convertido en actriz de éxito (su relato mediante una entrevista estructura el relato) y una Nueva York luminosa y en modo jazz. Los intérpretes deslumbran: Owen Wilson con su sapiencia de comediante más lo que aprendió en Medianoche en París, de Woody Allen; Jennifer Aniston, con su modo endiablado; Imogen Poots, con su encanto para engañar con aparente inocencia; Kathryn Hahn, con la enésima confirmación de su talento cómico, y todo un elenco que sabe empezar a jugar y devolver los pases con una notable precisión, con una gracia fuera de época, dicho esto en el mejor de los sentidos posibles. La propia película establece sus coordenadas al principio y al final, defiende su lógica: Terapia en Broadway cree en el poder del mito del cine, de Hollywood, sabe del barro con el que se ha construido, pero se fascina por el esplendor y la luz que puede conseguir y vender, por la felicidad de hacer comedia amasada en el amor del cine y por el cine. Los nombres que son influencia van desde Lubitsch hasta Hawks y Sturges, y a la cinefilia de Bogdanovich la refuerzan Wes Anderson y Noah Baumbach como productores y Quentin Tarantino en una significativa aparición. Si extrañaban la comedia de cruces amorosos, de enredos improbables, liviana en su encarnación más burbujeante y rítmica, Terapia en Broadway es una cita imprescindible.
Asquerosa y demasiado cruel Un padre se disfraza de payaso para el cumpleaños de su hijo. El disfraz lo encuentra en una casa vacía, de las que vende como agente inmobiliario. El traje, la peluca y la nariz están malditos y no se los puede sacar, y va mutando en un payaso malvado. Hay una mitología tenebrosa, con libros diabólicos y todo. Peter Stormare hace del señor que explica. Y hay decapitaciones, sangre, vísceras (Eli Roth produce), también de niños y perros. El punto de partida es difícil de sostener, la narrativa es adocenada y un tanto ripiosa, y se abusa de música artera para pegar saltos de susto o intentar sostener la tensión, pero al fin de cuentas hay menos terror que crueldades y asquerosidades. Eso sí, quienes padezcan coulrofobia -fobia a los payasos- quizás sufran El payaso del mal como terrorífica en grado extremo.
Nuevamente Hollywood Hollywood como tema: Cautivos del mal, de Vincente Minnelli; Sunset Boulevard, de Billy Wilder; El último magnate, de Elia Kazan; The Player, de Robert Altman; Get Shorty, de Barry Sonnenfeld; Inland Empire, de David Lynch; Maps to the Stars, de David Cronenberg, y muchas más. La mayoría de las veces, miradas críticas, sardónicas y hasta corrosivas. Sin embargo, la demolición absoluta no es tan común: la fascinación por la meca del cine, por la concreción a lo grande del sueño americano, por su delirio de riqueza, por sus costumbres, sus lujos y su lujuria siempre se hace presente. La serie Entourage (2004-2011) de HBO planteó estos temas junto al de la amistad entre un cuarteto liderado por el chico que sería estrella más el manager con olfato y adicto al trabajo. En Entourage-La película, Vince, la estrella; su medio hermano eterno aspirante a actor Johnny Drama, más sus amigos Eric y Turtle empiezan en una fiesta en el agua en Ibiza y enseguida vuelven a Hollywood porque Ari Gold regresa de su retiro para manejar sus propios proyectos en un estudio. El primer proyecto será, claro, una película protagonizada por Vince, que además quiere debutar en la dirección. Entourage-La película será el derrotero de la producción (sobre todo de la posproducción), el enfrentamiento con los inversores y los vaivenes amorosos y sexuales del cuarteto. El ritmo vertiginoso de las situaciones se materializa si uno acepta los planos industriales de la pantalla chica "de calidad", y los chistes empiezan a acertar cuando uno se acostumbra a cierto exceso televisivo de los actores (menos uno). Hay algunas dosis de chicas desnudas (aunque con momentos de ridícula conciencia de la cámara, con sábanas que tapan lo que no debieran), adocenados planos de "fiesta" y lo que se espera como marca del producto (que incluye muchas marcas de lujo). También hay estrellas diversas en pequeños papeles y hasta en cameos. Y también una de las variantes contemporáneas de la acidez cómica: chistes que revientan la corrección política porque se hacen desde la conciencia del zeitgeist contemporáneo occidental; por ejemplo, los chistes homofóbicos y racistas se profieren mientras se organiza la boda gay del oriental Lloyd. Si todo finalmente fluye y divierte se debe en gran parte a que Ari Gold, como en la serie, es interpretado por Jeremy Piven, uno de esos eternos secundarios brillantes (Heat, Grosse Pointe Blank, Malos pensamientos, entre decenas) que ha encontrado la oportunidad de brillar en un personaje que le ha permitido liberar su energía cómica y su talento para la velocidad.
Realismo, hostilidad y desesperación Como Elefante blanco, como Nacido y criado, El clan es una de las películas inestables de Pablo Trapero. De esas que parecen pegar extraños volantazos. Películas con humor cambiante. No porque haya mucho humor en El clan -aunque sí hay un tinte del negro, intermitente- sino porque es un relato taciturno por momentos y en otros se pone comunicativo, a veces inclusive hasta didáctico. Eso sí, es siempre áspero, espinoso, bastante malvado. El clan es una película que prueba diversas formas cinematográficas de acercarse al mal. Formas que prueba Trapero, un director muscular, de los que desde el comienzo, en el siglo XX, se despegaron de cualquier idea de estatismo. Ya Mundo grúa -y ya Negocios, el corto germinal- eran películas sobre el hacer, o el no hacer como imposibilidad, como carencia. La acción, el cambio, la violencia modificatoria sobre las cosas y sobre la gente: presencias en el cine de Trapero, el cineasta que fue la gran estrella local del primer Bafici con Mundo grúa, allá por 1999. El clan es una película cuyos personajes son de Gran Buenos Aires zona norte: Trapero se muda del Oeste del GBA. Y al mudarse enfatiza las maneras de la zona norte de los actores secundarios. Es un énfasis coherente, mayormente con cohesión, pero las actuaciones más apagadas de Guillermo Francella, Lili Popovich y Peter Lanzani se destacan por no sobresalir. Actuaciones clave. Francella avanza de forma sinuosa, es una actuación-serpiente, en la que la locura y el mal se sostienen con una mirada apagada, yerma. Lanzani, y no es lo habitual en el cine argentino aunque sí en el americano -Matt Damon es un maestro de esta variante- actúa desde los hombros, desde la espalda, y así logra literalmente cargar el peso del mandato familiar, soportar el yunque paterno. Entre las formas está también una suerte de crónica detallista, un poco en loop. Por momentos, la repetición del accionar delictivo opera contra la fluidez, aunque también aporta inmersión en lo ominoso, en lo opresivo. Da la sensación de que no se va a poder salir del Clan. Otra forma es la musicalización y el montaje en contrapunto: Virus, sexo y muerte, entre otros intérpretes. Y hay más musicalización, más canciones que rompen el clima, o que generan otro distinto, uno quizás aún más incómodo. No logro decidirme si es una utilización de canciones osada e inusual para el cine argentino (en la línea scorsesiana), o una ostentación de presupuesto innecesaria y que el film podría haber evitado cualquier tipo de musicalización y haberse enaltecido. No lo sé. Tal vez por eso es inestable la película, justamente por exponer sus formas, o sus opciones formales, en un plano muy frontal. La película parece moverse a gran velocidad, después detenerse, empantanarse, y luego golpear con una fuerza impensada, imprevista e intempestiva: el asesinato de Naum, por ejemplo. O “la caída” -no entro en detalles por si alguien no sabe a qué me refiero exactamente-, que es sencillamente uno de los mayores logros de verismo, vértigo y acción del cine argentino en mucho tiempo. Hay algo muy prometedor y reconfortante en un cine argentino que puede planificar una escena tan breve con esta enjundia, con esta contundencia. Son segundos, sí, pero segundos clave, que echan una luz de fortaleza sobre el resto del relato. Hay también una forma política, un esqueleto a cubrir. Arquímedes Puccio fue un oportunista, un peronista de derecha nacionalista, con relaciones fuertes con la dictadura y también funcionario en gobiernos anteriores (hay mucha información disponible en Internet sobre su CV). Pero en la película no se explicitan varios de esos datos, aunque quedan sugeridos con claridad: en la conversación de Puccio con Aníbal Gordon dejan bien en firme su desprecio por los radicales, a quienes les auguran un gobierno corto. La película deja saber que los Puccio caen cuando ya “no los pueden bancar más” desde arriba, cuando la presión por saber la verdad es insostenible. Aunque sea por ese dique de encubrimiento que logra finalmente resquebrajarse El clan, película de caranchos en un país carancho, es un ápice menos negra la terminal Carancho. De todos modos, el retrato de la Argentina de las últimas películas de Trapero es parejamente hostil y desesperante. Y a Trapero siempre se lo ha considerado un cineasta realista.
Brillantes actores y un director que se luce La piel de Venus, basada en la obra de teatro de David Ives, a su vez basada en la novela de Leopold von Sacher-Masoch, es una película intensa y concentrada sobre la relación entre un director y una actriz, sobre la manipulación y sus posibilidades de reversión, sobre las conexiones entre la realidad y la ficción, sobre el poder de la seducción y de la actuación entendida como su sinónimo evidente. Este relato de un casting singular, en el que las relaciones de poder mutan, se relata casi en tiempo real (hay por lo menos dos situaciones menores que lo alteran). Roman Polanski dirige y dispone su mejor perfil malicioso con no poco de perversión, como lo hizo en Perversa luna de hiel (Bitter Moon). Como en esa película de 1992, su mujer, Emmanuelle Seigner, imanta y subyuga a la cámara, con un potencial erótico desbordante y, como en esa película, también hay aquí un objeto cortante arrojado al piso. Seigner ofrece un muestrario asombroso de cuánto puede cambiar en el decir, en su voz, en sus gestos. De cómo seduce con su mirada penetrante, hoy ostentosamente maquillada y desde hace décadas con aspecto cansado, con fascinantes ojeras naturales (esa forma de decirnos que no perdona el tedio). Seigner se basa en sus características físicas y las dosifica con una convicción notable: los planos, inevitablemente, la adoran. Y está acompañada por Mathieu Amalric, uno de los mejores actores -y directores, en ambos roles lo vimos este año en El cuarto azul- franceses actuales. Otro animal de cine que magnetiza miradas, que capta la atención al moverse, al dejarse llevar por el momento, que exhibe su propia capacidad de seducción, su propia y personal poesía de movimiento, su respiración y su pausa particulares. Seigner y Amalric sostienen la cercanía y el encierro impuestos, se atraen y se repelen. Y electrifican con un erotismo ostensible, con una electricidad particular, este espacio -un teatro parisiense en medio del frío y del viento- del que son amos y señores. Polanski juega a dos puntas: deja que los actores dominen la superficie, pero jamás se olvida de narrar, de conducir esta guerra de almas en proceso de desnudarse. Seigner se agiganta, sus curvas fascinan y también pueden oprimir. Amalric ataca y retrocede. Ambos se mueven confiados: el mundo de origen teatral y literario que los alberga se ha convertido en cine desde el mismísimo plano inicial, un extenso y majestuoso travelling en el que se impone de entrada la convicción de un viejo zorro como el director polaco, entertainer avezado y consumado potenciador de perversiones.
Nanni Moretti es uno de los autores fundamentales del cine contemporáneo, uno de los más reconocibles, uno que ha brindado películas incandescentes con muchos elementos autobiográficos (como François Truffaut, Federico Fellini o Woody Allen, por ejemplo). En Mia madre el tema, el organizador, es obviamente la figura de la madre. Con mayor precisión, la enfermedad, internación y muerte de la madre de los protagonistas. La película se basa en la muerte de la madre de Moretti, Agata Apicella Moretti, que murió a los 88 años en 2010. Agata actuó en Aprile como madre de Nanni, y su apellido fue el que usó Moretti para su personaje más recurrente en su cine hasta Palombella rossa: Michele Apicella. En Mia madre, el personaje protagónico es director de cine, como Moretti y como su personaje homónimo en Aprile. Pero aquí estamos frente a una protagonista femenina, una directora de cine llamada Margherita interpretada por Margherita Buy (sus ojos son de los más cinematográficos del mundo) que rueda una película sobre conflictos de trabajo; una película política, social, como El caimán, como La cosa, como Aprile. Margherita tiene muchas de las características que conocimos de los distintos personajes que ha interpretado Moretti en sus propias películas. Moretti actúa, pero es una actuación de menor protagonismo, en un rol que parece -en varios aspectos- la versión en negativo de sus personajes habituales: su Giovanni es calmo, centrado, tranquilo, capaz de escuchar y comprender sin enojarse. Mia madre ofrece otra experiencia autobiográfica, ahora mayormente descentrada, desplazada, y Moretti propone con sobriedad y sabiduría una forma oblicua de entrar en un tema doloroso, en un cataclismo personal y universal. En Mia madre la vida de Margherita se pone en perspectiva: el amor, la maternidad, la filiación, el trabajo, el pasado. Y es posible leer cada apunte en función del cine anterior de Moretti y así ver cómo Moretti revisa su cine, que por sus características constitutivas es también una revisión de su vida. Cada apunte, para los morettianos, es de una riqueza que se presenta como toda su filmografía: sin alardes, con permanencia estilística, con una distancia y estabilidad pudorosas (esas que no respeta el camarógrafo de la secuencia inicial de la película dentro de la película). De forma sigilosa, el autor italiano construye una de las películas más cabalmente emocionantes del año, una película depurada, tan exacta como cargada de sentimientos. Por último, la escena final revela otra vez la inteligencia y la modestia de Moretti. El cine sigue.
Guerra de canciones En Estados Unidos se llaman Pitch Perfect y Pitch Perfect 2, se estrenaron en septiembre de 2012 y en mayo de 2015, respectivamente, y fueron dos tremendos hits de taquilla, y ya está anunciada la tercera parte. Aquí la primera se conoció como Ritmo perfecto, se estrenó recién en junio de 2013 y no obtuvo ni la sombra del éxito estadounidense. Quizá por eso esta segunda parte no lleva el 2 en el título local, sino que se llama Más notas perfectas. Habrá que ver cómo le va a esta nueva entrega de Pitch Perfect en la Argentina, pero a diferencia del caso de éxito Minions, aquí no estamos frente a una mera explotación de una marca, sino de un reprocesamiento cabalmente popular y pop del musical, de la película de competencia y del film universitario con centro en las chicas. Esta segunda parte es aún más una película de competencia: es mundial y ya no nacional. Y es, todavía con mayor intensidad, una película protagonizada por chicas. Las Bellas, el colectivo femenino protagonista de esta película, es un grupo universitario de a capela. Las performances a capela, para quien no haya visto esta disciplina en este nivel, quizá pueda sonar a poco. Pero no, se trata de un espectáculo de una variedad y potencia destacables, con asombrosos mashups de canciones. En esta secuela, las Bellas ya han ganado tres campeonatos nacionales universitarios seguidos, y ofrecen una performance para el cumpleaños de Barack Obama, pero algo sale mal y son degradadas. Para recuperarse deberán participar de la competencia mundial, en la que el dominio lo ostentan los temibles y perfectos alemanes Das Sound Machine. La directora de esta segunda entrega es la actriz Elizabeth Banks -desde Wet Hot American Summer, la película de 2001, una de las comediantes fundamentales de Hollywood-, que con su ópera prima logra mantener la energía y el pulso de la primera entrega. Hablar de energía no es menor: éstas son películas vibrantes. Más notas perfectas está organizada en un primer tercio en el que predomina la comicidad vibrante, luego una segunda parte de cierta calma narrativa, con mayor desarrollo de personajes y un final apoteósico. Cuando esta combinación se da con chistes que juegan con la corrección política desde ángulos contemporáneos, con timing mayormente acertado, con cariño por los personajes, con actrices en estado de gracia (notable la incorporación de Hailee Steinfeld a un elenco extraordinario), con coreografías provenientes del mejor profesionalismo y la tradición musical de una industria que la maneja desde hace décadas, se logra un combo de especial atractivo, ritmo y emoción.
Lejos de las luces de la fama Un proyecto de Al Pacino, dirigido por Barry Levinson (Rain Man, Buenos días Vietnam, Dos sinvergüenzas en Cadillac), con guión de Buck Henry (El graduado, la serie El superagente 86) y basado en un libro de Philip Roth (en el original The Humbling; en España, La humillación). Acompañan a Al Pacino la estrella indie Greta Gerwig y unos secundarios de lujo como Charles Grodin, Dan Hedaya, Kyra Sedgwick y Dianne Wiest. De todo esto, sin embargo, sale una película notoriamente fallida, destartalada. Al Pacino es Simon Axler, actor veterano que decae: malas críticas, depresión e internación en un hospital psiquiátrico. Una mujer en el hospital le propone un asesinato. Cuando sale, hay otra mujer, la hija de dos viejos amigos, también actores, que lo seduce y se muda a su hermosa casa. La seductora es Pegeen (Gerwig), lesbiana y obsesionada con Simon desde años atrás. Con esos ejes y otros agregados argumentales, Un nuevo despertar (un título mucho más luminoso que esta propuesta emparentada temáticamente con Birdman) avanza a los trompicones, porque se nota constantemente que lo que en la novela puede ser pensamiento, digresión, profundización de tópicos y humor zumbón, aquí se traslada en narrativa dolorosamente arenosa, teatralidad fuera de su arte, símbolos groseros (ese tren de juguete), crasas puestas en imagen de miedos y pesadillas, e insistencia en lo que ya está claro. Quedan para rescatar el intenso compromiso de Al Pacino con su rol, la capacidad de Gerwig para no caer en exageraciones y algo de absurdidad para el humor. Pero para observar a Al Pacino reflexionando sobre la actuación, Shakespeare y el teatro, ya teníamos su precisa, afilada y ocurrente En busca de Ricardo III de hace casi dos décadas.
La semana pasada se estrenó una película excelente, de las de lanzamiento y distribución globales, con mega estrella, con presupuesto enorme, con viajes por el mundo y acción deslumbrante. Esta semana se estrenó otra película excelente, pero de las de lanzamiento escalonado, cuya presencia en diferentes países depende de la decisión de diversos distribuidores locales o regionales. En los dos casos tenemos responsables principales: Tom Cruise y Nanni Moretti. Tom Cruise nació en 1962. Empezó a producir en 1996 con Misión Imposible, la primera, la de Brian De Palma. Es una de las estrellas más taquilleras de toda la historia del cine. Actor de los de presencia clásica, de gran fotogenia, de capacidad cinematográfica inmediata. En algunos momentos se preocupó por demostrar que podía ser reconocido también por aquellos que gustan de actuaciones más ostentosas como las de Magnolia o Nacido el 4 de julio. Pero Cruise es evidencia, más allá de lo que necesiten los buscadores de redundancias: es un actor con estirpe de cine, con una inteligencia cinética superior. Cruise es el hombre que corre, y así entra en escena en esta quinta Misión Imposible: cruza el cuadro a toda velocidad antes de colgarse de un avión que está despegando. Cruise o el movimiento imparable. Para quienes todavía dudan de Cruise les paso -otra vez- los directores con los que trabajó: Steven Spielberg, Stanley Kubrick, Brian De Palma, John Woo, J. J. Abrams, Brad Bird, Michael Mann, Tony Scott, Ridley Scott, Martin Scorsese, Cameron Crowe, Paul Thomas Anderson, Francis Ford Coppola. Y no son todos. No hay muchas otras carreras actorales comparables. Y ahora Cruise, en y mediante Misión Imposible 5, confirma lo que ya sabíamos de sobra gracias a Jack Reacher: Christopher McQuarrie es otro director de tremenda sabiduría. Y de una habilidad tan grande para combinar acción, humor y suspenso que mentar a Alfred Hitchcock no es en vano. En esta Misión imposible la idea de McGuffin se lleva a alturas inolvidables. Pero para qué abundar aquí en detalles argumentales que están perfectamente llevados al cine, al movimiento, a la pantalla como imanes, como fascinaciones. Las cinco misiones imposibles son cinco grandes películas (mi orden es: todas una maravilla menos la 3, que es muy buena) hechas por cinco grandes directores distintos, todos ya mencionados en este párrafo. Y son películas consistentes cada una por sí misma. No hay necesidad de recordar las peripecias anteriores, no importan en términos de inteligibilidad (eso sí, dan ganas de revisar las otras cuatro porque son muy placenteras). En Misión Imposible 5, además, asistimos a la revelación de Rebecca Ferguson, una actriz sueca que deslumbra y seduce de manera notable, y que no solo recuerda a Ingrid Bergman por el país de origen, por cierto parecido en el rostro y por su evidente star quality. También nos recuerda a Bergman en Notorious (Tuyo es mi corazón) de Hitchcock y su necesidad de seducción al lado del mal. Cruise, en esta quinta entrega, privilegia al equipo. En la cuarta, su nombre era el único crédito actoral antes del título del film. En esta ocasión, antes de Mision: Imposible - Rogue Nation hay más nombres. En un team actoral que era difícil de mejorar -por nombrar uno, Jeremy Renner es un Cagney contemporáneo, aunque menos malicioso y más sobrio- se incorpora un gigante como Alec Baldwin. Por último, la escena final revela otra vez la inteligencia y la modestia de Cruise. El cine sigue.