Innecesaria arqueología fílmica Atracción fatal fue un éxito, pero no fue pionera. Los thrillers de obsesión romántico-sexual (o metejones enfermizos) vienen de antes. El maestro Clint Eastwood ofreció como ópera prima Play Misty for Me (Obsesión mortal, 1971), una de las mejores de este subgénero, que supo tener su momento de mayor éxito a fines de los 80 y principios de los 90, y que mayormente cayó en las groserías y chapucerías estilísticas de la película del conejo y de Durmiendo con el enemigo, por ejemplo. Como si no hubieran pasado décadas, Rob Cohen -el director de la primera Rápido y furioso- acomete, con Cercana obsesión, un retro thriller al modo de principios de los 90. Jennifer Lopez tiene un hijo adolescente, está separada pero no divorciada de un marido que la engañó, es profesora de literatura clásica y aparece un vecino joven en camiseta blanca en modo del Brando de Un tranvía llamado Deseo. Y se viene lo que ya sabemos que se viene. Jennifer Lopez (1969) tiene un físico privilegiado y la cámara explota desvergonzadamente sus curvas al principio, cuando la película parece jugar levemente con su propia insignificancia, con su montaña de momentos automatizados. Lamentablemente, la media hora final es un tsunami de desgano industrial que incluye un final desesperantemente parecido a los que ocurrían hace más de 20 años, con tal cantidad de elementos en común que bien podríamos estar frente a una parodia. Pero no, simplemente se trata de un extraño caso de innecesaria arqueología fílmica.
Cinco razones para oponerse intensamente a Intensa-Mente Intensa-Mente de Pete Docter y Ronaldo Del Carmen -pero se dice, en general, "de Pixar"- transcurre, ya lo saben, en la mente de una niña llamada Riley que está dejando de ser niña, y que para colmo se muda, de ciudad y de estado. Y dentro de las informaciones que circulan se dice que para la película se tomaron en cuenta investigaciones recientes de la psicología y de la neurociencia. Dentro de la mente hay personajes que son Alegría, Furia, Disgusto, Temor y Tristeza. Intensa-Mente es, hasta el momento, el estreno mejor ranqueado en lo que va del año según la crítica nacional. La número 1. Así y todo, van algunas razones para oponerse: 1. Intensa-Mente es una película que intenta pasar por llena de diversión y de aventura. Quizás sea divertida para varios pero algunas de las claves de la aventura están ausentes. Por ejemplo, no hay peligro real. Puede pasar que un recuerdo que era feliz ahora tenga componentes de tristeza. Y bueh. Riley no vive aventuras, y tampoco esos seres que representan emociones básicas, porque sus peripecias tienen reglas ad hoc, creadas para la ocasión. Ojo, que si la bola de furia toca a la del temor... Oh, tenemos que llegar antes de que se derrumbe la isla del juego con muñecas o cosas por el estilo. Y sí, todos crecemos. 2. Intensa-Mente corre con ventaja. El cine, arte del paso del tiempo, del registro del paso del tiempo, tiene que hacer un gran esfuerzo para no emocionar con un misil teledirigido como "nena hija única que está pasando por el fin de la infancia + cambios por mudanza + relato desde el nacimiento + la felicidad supuestamente diáfana de la infancia en crisis". Intensa-Mente tenía todo para llegar al corazón desde el cerebro, pero es una película mecánica, sin la fluidez necesaria para encontrar zonas de sorpresa. Claro, una niña que se abraza con sus padres funciona siempre, pero no es un mérito. Con un sólo plano, el de la oreja gastada de Slinky -el perro con resorte-, Toy Story 3 emocionaba más y mejor, de forma más noble. 3. Justamente con Toy Story 3 Pixar ya había hecho su gran película sobre la niñez, que trataba lo que se deja atrás y lo que viene, lo que debemos abandonar aunque haya sido importante. Y lo había hecho con aventura, con grandeza, con emociones que -claro- se mezclaban, y con lógica narrativa que nos involucraba: el peligro de Toy Story 3 era transmitido por el relato, los personajes estaban amenazados. 4.Intensa-Mente se condena a sí misma con sus personajes directos. Era una gran apuesta hacer cinco entidades como Alegría, Furia, Disgusto, Temor y Tristeza. Podrían haber sido cualquier cosa, pero el poder de la imaginación no se luce en el diseño de estos seres: la alegría es flaca y medio Tinker Bell, la tristeza es gordita y azul... La película tiene que explicarse y aparentemente no tiene tiempo para complejizar sus diseños. Va de forma directa: porque ahí en donde en Toy Story -y en la mayoría del gran cine- hay juego, metáfora, sustitución, aquí se lo reemplaza con el mundo y el muro de lo directo: las emociones se nombran directamente. No hay un vaquero celoso de un astronauta recién llegado mediante el que entendemos hermano mayor celoso del hermano menor. No, vemos sin filtro y sin juego tristeza, crisis, fin de la infancia, como en un manual de psicología. 5. Para terminar, Intensa-Mente es una de esas molestas películas que tienen vergüenza de sí mismas. "Parezco divertida pero mirá, te enseño algo", "soy de animación pero me basé en las neurociencias"; "tengo colores chillones para chicos pero la pueden ver los grandes porque trata temas importantes y hago chistes básicos con otros muñequitos/emociones sobre cómo son los padres". Para peor, el corto de los volcanes que acompaña al que podría ser el peor largometraje de Pixar bien podría ser el peor corto de Pixar.
Prefiero el rumor del mar La crítica es una respuesta. Y también es una pregunta, según el caso. Individual. Hasta habría que escribir con mayor frecuencia en primera persona. Esa posición, ya sea una afirmación, una duda o una negativa, puede estar más o menos en sintonía con el consenso. Pocas veces estuve tan en desacuerdo con la recepción crítica de los estrenos como con tres del jueves 18 de junio. Bajo el mismo cielo de Cameron Crowe me pareció mucho mejor que al promedio local y mundial. Sobre ella escribí una nota y una crítica. Las otras dos son dos películas presentadas en Cannes, pero que vi en Buenos Aires. Una es Intensa-mente de Pete Docter y Ronaldo Del Carmen -pero se estila decir “de Pixar”-, sobre la que escribí acá (Link) y la otra es La patota de Santiago Mitre. Y son dos películas que me gustan mucho menos que al promedio de la crítica, tanto local como extranjera. La patota. Debo ser yo el desajustado. Me parece muy buena la original de Daniel Tinayre de 1960 con Mirtha Legrand, pero de esta remake apenas puedo destacar las actuaciones de Dolores Fonzi (Paulina) y de Oscar Martínez (Fernando), que por momentos tienen que hacer frente a diálogos que se me hacen imposibles, sobre todo cuando están ellos dos juntos, como dos entidades que vociferan sus propios esquemas mentales de un nivel de abstracción inverosímil. Aún así, los actores mantienen un decoro gestual encomiable. Sobre el resto, sinceramente, y con lo mucho que me gustan El estudiante y las películas del co guionista Mariano Llinás (las dirigidas por él y la mayoría de las que participó), no logro entender los elogios, los premios, la celebración. El personaje de Paulina se me presenta con un nivel de locura rayano en la estupidez y el sinsentido. La película -que debió llamarse Paulina, como en el extranjero, porque “La patota” es engañoso- no lo juzga. Se casa con él, lo sostiene, lo reivindica en plano casi épico, aún cuando sus argumentos se desploman ante nosotros; el cortocircuito se (me) produce porque La patota pretende presentar a Paulina como un personaje argumentativo, casi en modo de argumentación constante, y no aspira a ser una película sobre una santa en estado de delirio, a lo que se acercaba la versión de Tinayre con sus planos casi estampitas del rostro de Legrand, o un film de personajes fronterizos como los que suele presentar Bruno Dumont. Para entrar en mayores detalles hay que revelar situaciones argumentales importantes de la resolución, así que estén advertidos. Hay una línea de diálogo por el final que establece que el culpable, o los culpables, han sufrido injusticias, y Paulina entonces -o sin entonces- no los denuncia, miente y no los reconoce en la línea de sospechosos (el “no” del final del Estudiante, pero lo que hace constante en un director no necesariamente funciona de la misma manera). La película ni trabaja sobre las mentadas injusticias, y además ¿injusticia/violación/ah, ok? OK, decisión de Paulina. Sobre lo que hacen o dejan de hacer los personajes, y sobre la política y las visiones de la película, e incluso sobre la comparación con la original, leí cuatro críticas en contra con las que estoy en buena medida de acuerdo y que recomiendo. Son estas de Marcos Rodríguez, Mex Faliero, Oscar Cuervo, y Elena D’Aquila. Quiero agregar otros ángulos de debilidad de La patota, que creo que se derivan de su visión general sobre la versión original, sobre las implicancias políticas de las acciones de sus personajes y sobre su construcción y presentación. La patota, y esto me desconcierta aún más, avanza con atajos estructurales e informativos de una debilidad extrema. Por ejemplo el sexo con preservativo -subrayado en un plano detalle- de Paulina con su novio para explicar luego el embarazo (solución de elaboración precaria al adaptar al día de hoy la virginidad del personaje de Legrand de hace 45 años). O el novio Alberto (Esteban Lamothe), que tiene una entidad vaporosa y es un personaje difícil de sostener, tanto él como su relación con Paulina, pero que a la vez funciona como una fuente de información mecánica. O el cruce de Fernando a Paraguay para ver a Alberto sin otro objetivo aparente que enterarse, de forma artificialmente casual, de un dato clave para que el relato, por fin, avance a su tramo final, en el que pone en escena otra vez y ahora de forma especular el enfrentamiento entre padre e hija, o mejor dicho entre estas entidades que se han anotado en el papel como padre e hija. En varias críticas a favor leí como objeción que la película se estira en su parte central, o que se empantana; es lógico, es un riesgo de este tipo de propuestas programáticas, que descansan más en personajes-ideas que en personajes con móviles. (Se pueden lograr grandes películas de personajes que argumentan y argumentan constantemente pero con móviles, ahí están Cuestión de honor y Frost/Nixon, y en el cine argentino Nueve reinas). La patota no establece móviles, ni relaciones, sobrevuela y no enfrenta el dolor, ni el crimen, ni la idea de justicia, ni la responsabilidad social, ni la idea de dejar conscientemente libres a delincuentes, ni las diferencias de clase, ni la vocación por la enseñanza, ni avanza en la construcción de los personajes más allá de Paulina y su padre, todo en nombre de “la libertad” de su protagonista, del progresivo abandono de su personalidad o de su humanidad para convertirse en una mera idea interpretada por una bella y buena actriz de cine (de hecho, algunos de los temas de La patota estaban con mayor sutileza en otra película con Fonzi como El campo de Hernán Belón). La patota se convierte en una de esas películas de tesis, de las que el nuevo cine argentino ya no solía hacer (y que Tinayre tampoco, a pesar de la leyenda final de su Patota). Una de esas películas que invitan a debatir qué es lo que hace el personaje, ¿está bien, está mal, está más o menos? Y, según parece, a admirar el supuesto respeto de la película por su propio personaje. Es una película de tesis hecha con astucia: meterse con el personaje es un problema porque el personaje es entendido como libre e indómito, y su dolor se presenta como intransferible. Y es astuta por su mezcla de temas importantes y por su aparente juego con el punto de vista (juego parcial, desbalanceado, porque al comparar con los patoteros de Tinayre estos son apenas extras). Y me interrumpo y me digo que el personaje tal otra cosa. Pero no. Prefiero el cine, el rumor del mar y la maltratada película de Cameron Crowe.
Apuesta por la emoción La nueva película de Cameron Crowe (Jerry Maguire, Casi famosos, Todo sucede en Elizabethtown y Un zoológico en casa, entre otras) es una comedia. Romántica, clásica y con diálogos escritos en la senda de la screwball comedy de los años treinta y cuarenta. Es una película no preocupada por guiñar el ojo a la circulación contemporánea de películas, ni al modo tanque que inunda todos los cines, ni al modo indie que suele transcurrir de moda en moda. Es una película orgullosa de su condición casi anacrónica, de su tradición, de su elenco (ha de ser el mejor septeto protagónico en mucho tiempo), de su notoria química entre los personajes/actores. El estrambótico argumento dice que un ex militar especialista en cohetes y satélites (Bradley Cooper), con pasado de esplendor y posterior decadencia, vuelve a Hawai y se reencuentra con su antigua novia (Rachel McAdams) que está casada con un militar. Además, conoce una chica militar singularmente radiante (Emma Stone), mientras trabaja para un millonario excéntrico (Bill Murray). Pero ese no es el argumento, es el punto de partida, o la excusa para poner a actuar las mejores armas del género: diálogos que pasan del boxeo en palabras a la seducción tersa, del enojo a la alegría, de la emoción genuina a la pose, según el cambiante humor de los personajes, que están vivos porque se insertan en un género y tienen la mirada clara, brillante, chispeante. Porque los actores parecen darles vida con la conciencia de que no hay tantas películas como ésta, con esta fragilidad encantadora, con esta apuesta por la emoción, la sonrisa constante y la risa no solamente ante buenos chistes sino también ante grandes ideas cómicas como la del hombre de pocas palabras pero que dice mucho, toda una reflexión -sin que se note- sobre el armado de un personaje y la gestualidad cinematográfica. Además está Hawai y sus paisajes -también llegaron algunas acusaciones, según diversas correcciones políticas que sufrió, entre otros ataques, Crowe- y la musicalización siempre perfecta, pop, rock, melómana, decidida, nostálgica y a veces no tanto del director, al que ahora está de moda despreciar. Pero Bajo el mismo cielo va más allá de las modas y apuesta por una narrativa fluida, tersa, con el poder y el embrujo de olvidarse de la verosimilitud y de no preocuparse por ofrecer vueltas de tuerca. También apuesta por encontrar espectadores que sepan mirar y admirar como saben mirarse estos personajes que se enamoran y, sobre todo, enamoran.
Chris Pratt y diez más Y llegó la cuarta de Jurassic Park, que se llama Jurassic World en obvia referencia a Disney World. Porque ahora los dinosaurios están en diferentes atracciones de un parque temático (theme park, dice con su boca de pato la hermosa pelirroja Bryce Dallas Howard en las funciones en inglés, porque hay muchas dobladas). La película es una decepción frenética y gigante, de muchos millones. No estamos ante una película mala u oprobiosa, pero sí ante un relato que exhibe con tanta claridad sus defectos que se vuelve irritante, enojoso. ¿Y el título de esta nota? Hace referencia a lo mejor de la película, Chris Pratt, sobre el que escribí acá. Pratt es el que juega a un juego superior, el que hace como si esta fuera una película de aventuras de tradición clásica, una película que puede pararse al lado de las tres primeras (dos de Spielberg himself, una de Joe Johnston; todas asombrosas). Pratt no necesita inyecciones de adrenalina falsa, confía en su star power, en su prestancia, en su capacidad de unir aventura con humor sin que se le note el esfuerzo. Es el único suelto de una película atada. Bryce Dallas Howard se impone por determinación, belleza y fotogenia a un personaje delineado de forma subnormal, pero corre con desventaja. Jurassic World quiere asombrar como sus predecesoras, pero para eso no se le ocurre mucho más que jugar con el 3D y apostar por más feroz más grande más peligroso. Como ocurre al interior del relato, en donde “hay que darle al público lo que el público quiere porque el público pide tal cosa” está tematizado. ¿Podría ser esta una película de especial cinismo, que se muerde la cola de forma autoconsciente y que envenena su planteo de forma subrepticia? No parece ser el caso, en parte por los aportes de ñoñería descomunal de la situación padres que se están separando e hijos que viajan al parque que maneja la tía, discapacitada emocional pero que en el fondo no es tal cosa porque ya sabemos que con música fuerte todos nos emocionamos. La película no es ni cínica de forma posmoderna, ni clásica, es lo que cree que le conviene ser a cada rato. Hay que vender, pongamos secuencias que sean cada vez más grandotas y que demuestren que vale la pena gastar mucho en bichos digitales. ¿Cohesión, coherencia? No. Tampoco amor por la aventura, ni capacidad de construir de forma progresiva el suspenso, la entrada a territorios inexplorados, la conexión narrativa entre una secuencia y otra. Incluso el bicho grande es presentado de forma un tanto burocrática, tanto es así que después tienen que explicar con un diálogo cómo es que sucedió tal cosa. Desde el principio, sin nada que lo justifique salvo imponer un tono de marca y de decirnos que este film de dinosaurios es de la estirpe fundada en 1993 por Spielberg, se nos atrona con el leitmotiv de John Williams. La música de esta película, sin embargo, es de Michael Giacchino, que podría ser uno de los 10 que le faltaron a Pratt para triunfar, pero no hay espacio para emocionar musicalmente cuando todo es tan chato, tan de adaptación veloz de algunos temas de Spielberg (el niño que tiene que representar la niñez está delineado de forma penosa, como de niño de manual). Por otro lado, una película que usa de forma tan bestial la música extra diegética y que es tan básica en sus emociones (salvo, claro, cuando domina el personaje de Pratt, que es el más sofisticado) no debería permitirse el chiste autoconsciente y metanarrativo del final con el personaje del nerd de los dinosaurios de juguete y la remera “de la uno”. Sí, claro que los pterodáctilos del aviario impactan, que el gigantón acuático también, que los bichos son muy realistas, que hay varios chistes con timing, pero son elementos aislados, menos conectados que las diferentes atracciones de un parque temático de los de la vida real. Por otra parte, en términos generales, ¿por qué ver una película que es un mix de lo que ya vimos pero narrado de forma peor, casi displicente? No se nos ahorra ni siquiera la idea de jugar a ser dios mediante la genética, ni el millonario con consciencia (el habitualmente engolado actor indio Irrfan Khan), ni los militares militaristas. Ni siquiera la lógica de la pelea del final es nueva. Y quizás la necesidad de una pelirroja en el reparto sea porque en la segunda estaba Julianne Moore. No es una cuarta parte, es un megamix hecho por un disc jockey desganado. Chris Pratt debería solicitar la máquina del tiempo, pero no para conocer a los dinosaurios con los que su personaje conecta sino para poder formar parte de las nobles entregas anteriores. Jurassic World es menos cine que síntoma contemporáneo de tendencias entrópicas en la narración de Hollywood o, dicho en otros términos, un revival con poco sustento y con poca nobleza.
Diáfana recreación de la adolescencia nórdica Basada en el best seller del noruego Lars Saabye Christensen, Beatles cuenta la historia de cuatro amigos en los 60. Salvando las enormes distancias, hay algo del espíritu de grupo de muchachos y de pensar en cómo es el mundo fuera de la ciudad natal que también estaban en Los inútiles, de Fellini. Pero aquí no son jóvenes adultos, sino casi niños, un cuarteto de adolescentes despertando al amor, al sexo, a los problemas del mundo con los Beatles como fondo y como modelo de fantasía, como aglutinante, como devoción compartida. Son los años 60, y la película no evita unas cuantas superficialidades y obviedades sobre política, Vietnam y los Estados Unidos. Esas referencias podrían haber sido meramente otro fondo -como el de la bella Oslo-, si no fuera porque la película se siente estirada, y la marcha política sobre el final no sólo sobra, sino que está resuelta con torpeza en los movimientos, en los golpes, en la verosimilitud de las acciones. Más allá de estas intromisiones y de algún exceso de conflicto en las relaciones entre el protagonista y la chica y de alguna represalia extemporánea de marido engañado (el montaje en paralelo con una situación feliz corta el clima), Beatles es diáfana y encantadora cuando se enfoca en la historia de amor entre Kim y Cecilie (la esplendorosa Susanne Boucher), en el encanto del amable verano nórdico, en las chicas hermosas -hay casi un muestrario de narices asombrosamente bellas- vestidas de la época, cuando deja fluir los discos, las canciones de los Fab Four, cuando encuentra el track de la historia de la amistad y el apasionamiento adolescente. Con mayor concisión y menor deriva, con más libertad pop y menos contexto puesto de forma tosca (el supermercado), Beatles podría haberse parecido más a otra historia adolescente nórdica: Fucking Amal (aquí llamada Descubriendo el amor), de Lukas Moodysson, una película que aprovechaba cada uno de los elementos de los que disponía con una emoción a la que Beatles -más rica en recursos, canciones, número de personajes y diseño de producción- sólo llega intermitentemente.
Cómo aprender a vivir con y del arte Una de las mejores sinopsis leídas en el último año corresponde a La calle de los pianistas. Dice así: "En una pequeña calle de Bruselas hay una inusual concentración de pianistas: de un lado, la casa de Martha Argerich; del otro, la de los Tiempo-Lechner, cuatro generaciones de prodigios pianísticos. Con apenas 14 años, Natasha Binder es la heredera de una dinastía, su última gran promesa. En los diarios de su madre -quien también fue una niña prodigio-, en los videos familiares, en los pianistas de la casa de al lado, Natasha busca respuestas a una pregunta esencial: ¿qué es, en definitiva, ser pianista?" La calle de los pianistas es la ópera prima de Mariano Nante (Buenos Aires, 1988), fue la película de clausura del último Bafici con una proyección en el Teatro Colón y cumple con lo que promete la sinopsis. Y, afortunadamente, entrega mucho más. El centro de la película lo constituyen Natasha y su madre, Karin Lechner. También es fundamental Lyl Tiempo (hija de Antonio De Raco), abuela y madre, respectivamente, de Natasha y Karin. Y hay más familiares de diferentes edades -ya se empieza a ver el futuro, en constante sucesión musical por herencia y por pedagogía- y no falta la vecina Martha Argerich. En esa relación entre Natasha y Karin este documental diáfano encuentra su centro, su energía, y también su comedia y su tensión: es imposible actuar ese vínculo y ese choque -civilizado, pero con chispas- entre madre e hija. Dos personalidades fuertes, dos bellezas evidentes aunque muy distintas, dos talentos que se manejan de forma diversa, que encaran el mundo y el arte -y sus reenvíos- desde sus personalidades. Enseñanza, aprendizaje, viajes, debuts, recuerdos: La calle de los pianistas es un documental sobre un lugar, sobre una familia, sobre el tiempo y los Tiempo, sobre el esfuerzo por continuar una tradición y sobre el privilegio de dedicarse al arte. Y todo eso fluye sin esfuerzo, como si fuera fácil acumular todos esos temas de forma tan grácil. En una acertada decisión estructural, vemos al principio y cerca del final la misma escena de Lechner y Binder en un auto. La segunda vez sentimos lo que nos hacen sentir los buenos documentales: que ahora miramos de otra manera, que conocimos algo de las protagonistas y de su mundo, y que en los recovecos de sus historias hay más material para otros relatos igual de atractivos, concisos y enriquecedores, como lo es este documental desde el principio, incluso desde su sinopsis.
Retrato de una obsesión Abzurdah es una biografía, y está basada en un best-seller autobiográfico de Cielo Latini, y la adaptación del libro es de Alberto Rojas Apel (coguionista de tres de las cuatro películas de Ezequiel Acuña). Abzurdah cuenta la historia de una hermosa adolescente poco adaptada a su entorno escolar, con facilidad para aprender pero poco apta para llevarse con sus pares y con su familia. Abzurdah es el nick de Cielo en el chat (costumbre de hace relativamente poco tiempo, pero muy lejana a la actualidad si comparamos los modos de comunicación). En el chat, Cielo conoce a Alejo, casi una década mayor que ella, y comienzan el romance, la infatuación de la adolescente y luego su degradación, su caída en la obsesión, la bulimia y la anorexia extrema. El punto de vista es siempre el de Cielo, y el primer gran acierto de esta película es la elección de Eugenia Suárez para el papel: hay algo de poco afectivo en su personaje, de distante, de fastidio, de estar más allá de su mundo, de su medio, y la actuación de Suárez -que jamás intenta llamar la atención con gestos enfáticos- permite una construcción sólida de una criatura fascinante, bella y lejana. También frágil, muy frágil ante el amor, la obsesión o cualquier alteración de su obstinación. Cielo es Abzurdah, tanto personaje como película. Allí hay estados de ánimo, caídas, más caídas, algún aprendizaje que no toma por asalto al relato central y que no convierte a esta segunda película dirigida por Daniela Goggi en una década (la otra fue Vísperas, de 2006) en algo demasiado didáctico ni de denuncia. Estamos ante un personaje que existe, que es con claridad, que se impone en situaciones que intensifican aunque no terminan de armar un relato con tensión argumental o con especial fluidez. Tampoco ostenta la película atractivos superiores, de esos que vayan más allá de un profesionalismo incuestionable -la película luce bien, se escucha bien, está armada con solidez y hasta la musicalización tiene de eficacia lo que no tiene de amplitud-, de un cuidado normalizador, de una mirada prolija, de una actitud programática y un tanto encorsetada. Abzurdah es más sobria que las pulsiones de su personaje. Es una buena noticia que el cine argentino pueda solventar, dar solución a un film con este tema. Pero hay algo más, algo abismal, algo del orden de lo insondable, que está más en la mirada y en la determinación de la actriz que en otros aspectos de la puesta en escena.
Sólo para entendidos del animé Éste es el cierre de las películas -y del manga, y del animé- de Naruto, un notorio éxito en Japón y en muchos países del mundo, creado por Masashi Kishimoto, aquí guionista. Naruto es un adolescente ninja movedizo, gritón, con bigotes de gato, con poderes y -en esta película especialmente- enamorado, que debe ayudar a su amor a rescatar a su hermana, raptada por el último exponente del clan ?tsutsuki. La historia no es tan sencilla, porque estos ?tsutsuki vivieron en la Luna, y hay una luna creada por sabios, que está por caer como un meteorito a la Tierra, y hay guerras pasadas que pueden repetirse. Hay vuelos, estados mentales, sueños peculiares, visiones, superpoderes, poderes mentales, vaivenes temporales, tintes en la animación, peleas, capas, estados de realeza desconocidos, una importante bufanda, paisajes extraños, monstruos peculiares, vuelos en pájaro, ciudades abandonadas, calaveras apiladas, encapuchados, fuego, viento, agua, peleas con golpes y también con criaturas que emergen de puños. La musicalización, persistente, como de fondo desatendido, liga a esta película animada con una emisión televisiva. La potencia y belleza de no pocas imágenes y el brioso movimiento de algunos segmentos, más la calma y hasta emotiva construcción de la historia de amor, la acercan al cine. Eso sí, no con el cine entendido como un arte accesible para aquellos espectadores no iniciados.
Historias de amor, locura y muerte Historias de caballos y hombres prueba que se puede hacer cine fascinante con unos pocos elementos: caballos, hombres -y mujeres, ahí está la notoriamente fotogénica Charlotte Bøving- y un paisaje, el islandés, de belleza tan cierta como improbable. En realidad, también se necesitan encuadres deslumbrantes, música que se haga merecedora de estar allí, personajes bien delineados con pocos trazos, y varias líneas narrativas que tengan sentido: historias de amor, de locura y de muerte. En el film también se lucen una comunidad, un valle, caballos y yeguas refulgentes, amor por el alcohol, enamoramiento, deseo, celos, sangre y frío, y el orgullo de pasear a caballo como reyes de un espacio en el que la naturaleza empequeñece los actos humanos hasta volverlos absurdos. En Historias de caballos y hombres campea el humor -el negro, el absurdo y el de otras clases-, combinado con los usos y costumbres de una comunidad con un aire salvaje, violento y primitivo que convierte a esta película en una experiencia embriagadora, que despierta los sentidos. Ver esta ópera prima islandesa con una buena proyección en una sala de cine impacta. Y no sólo eso: divierte y asombra. Por la perfección rítmica del primer tramo (hombre orgulloso de su yegua, de su andar, de su dominio), por la épica etílica del viaje en el agua de la segunda secuencia, por las absurdas intrusiones de los accidentes, los peligros y la muerte. Por cada conjunto de animales y humanos llenos de determinación filmados con determinación. Y por el memorable momento inmortalizado del afiche, al que se llega con una construcción narrativa de notoria claridad y exacto timing. El director debutante -pero con experiencia teatral y en el cortometraje- Erlingsson arma una de esas películas inusuales, pero que hacen sistema desde el principio (menos, quizás, el personaje "latino", cuyo estar fuera de lugar culturalmente se duplica en el relato). Todo fluye de manera singular y sin apelaciones al exotismo: caballos, humanos, paisaje, pulsiones, enconos, emociones. Historias de caballos y hombres demuestra que se puede ser distinto sin poses falsas. Que se puede ser claro y turbulento, embriagador y divertido. Y mantener la claridad de la mirada. Por eso, desde el principio, se nos muestra la imagen clave: el cuerpo de un animal observado de cerca como un mapa, para enseguida entrar a este territorio que merece explorarse.