Amigos, alcohol, chicas Comedia agridulce de jóvenes. Tres amigos conviven en un departamento frente al Congreso: uno es músico y seductor-ganador, otro es tímido y actor, otro sufre por amor. A la noche hacen una reunión con tres chicas, una especie de cena festiva con pretendida "temática mexicana". Las chicas son atractivas, sus personalidades, diversas -como de reparto de características programático-; dos de los chicos ostentan algunos cortocircuitos, hay rencillas -no conflictos- que crecen. Congreso es algo así como un intento de mumblecore porteño pero sin derivas bien logradas en la conversación, y con algunos desajustes interpretativos -falta de naturalidad, fallas en el tono- sobre todo al principio, como si a los actores les costase proferir diálogos demasiado armados para establecer quién es cada uno. Con el correr de los minutos, con el correr del alcohol a la noche y ya con menor necesidad informativa la propuesta empieza a fluir, aunque algún ralenti explique de más. El segmento final abandona la posibilidad de comedia romántica múltiple y elige la amistad masculina como eje, con un sostén argumental apoyado en poco más que una suma de situaciones banales que no terminan de armar una trama, de ofrecer una cohesión significativa.
Violencias y permanencias Volví a ver Mad Max: Furia en el camino. Es una película fundamental. Es excelente, aún a pesar de Tom Hardy y su segmento final, en el que no sabe devolverle la mirada a Charlize Theron y de los flashbacks que aquejan a su personaje y al relato, que son como chispazos de mal cine en el mejor cine posible (quizás la propia película esté diciendo cómo usa a Max: como apoyo para que Furiosa acierte todos los tiros). Mad Max siglo XXI es cine prodigioso, algo pocas veces desarrollado, un film de un visionario, de un director en extremo singular. Y es una película en la que hay muchas muertes, explosiones, golpes, caídas, heridas, tiros, arrebatos, persecuciones. Es una road movie con rutas apenas delimitadas, una road movie circular, con un sólo lugar para detenerse. Es una película violenta, dirán algunos. Sí, incluye violencia y brutalidades diversas, y muchas muertes. Yo diría que es más bien salvaje y festiva, con apetito e imaginación por y para la destrucción. La violencia pasa a una velocidad endemoniada, y de alguna manera permanece el movimiento, filmado con una capacidad encomiable. Mucho más violenta me resulta una película argentina cuyo conteo de muertes es infinitamente menor al de Mad Max: Furia en el camino. El incendio de Juan Schnitman es una de las películas argentinas más encendidas de violencia en mucho tiempo. Una de esas de violencia persistente, impregnada, rociada. Una película sobre el malestar. Relatos salvajes jugaba con eficacia al remate, a la sorpresa, a la cita de grandes directores, al crescendo de rabia hasta la explosión. Pero era una película catártica, con resolución, o más bien resoluciones. Una película con cierres más claros, en la que que la distancia de las estrellas, de la apoyatura en los géneros, de un relato más claro y reconocible la hacían menos enferma, más apta para ser mentada con nula originalidad periodística en cada cobertura de hechos criminales diversos, en cada “nota de color” sobre reacciones airadas de algún “vecino”. El incendio -estrenada en Berlín en Panorama y luego en competencia internacional en el Bafici- es una película más pegajosa, más inextirpable, más enferma. Es una de las mejores películas argentinas estrenadas en lo que va de este año, una demostración de concentración. ¿Es una de esas para lo que mucha gente imagina como el círculo de críticos y cinéfilos snobs? En absoluto, es una película que no exige contraseñas de iniciados, una película que hace de la frontalidad virtud. Esto fue lo que escribí sobre El incendio para el catálogo del Bafici: Una pareja joven está por mudarse del departamento que alquila al que tiene planificado comprar en esa jornada que comienza. Todo está empaquetado: el ambiente es inhóspito. Ya no hay un hogar en ese lugar y el nuevo todavía no está disponible. Hay que comprar un departamento, hay que mover una gran suma de billetes en efectivo -una práctica del absurdo económico de la Argentina que hemos naturalizado, como tantas otras aberraciones-. Algo no se organiza del todo bien. Nervios, problemas, tensión: los golpes físicos, las heridas emocionales, objetos que se destruyen, todo está en riesgo, todo puede colapsar. En unas horas, lo que parecía el inicio de un futuro compartido torna en una pesadilla en la que el adentro y el afuera interactúan de forma lacerante. La primera película en solitario de Juan Schnitman es un sorprendente thriller sobre el amor y el odio de extraordinaria tensión y confección precisa, que desde su mirada micro devuelve lógicas sociales en tal estado terminal que ni siquiera se reconocen como tales. Volví a ver El incendio, y sigo sosteniendo lo escrito en el párrafo anterior. Y, a diferencia de lo que me pasó al revisar Relatos salvajes, en la que algunos episodios se (me) apagaban, disolvían parcialmente su interés porque estaban demasiado apoyados en remates, las secuencias cohesionadas del incendio volvían a involucrarme, a nublar el horizonte, a provocar ese malestar. La película reproduce su capilaridad, su fenómeno absorbente: se apoya en eventos del malestar social y los impone, los aísla en secuencias pero los integra en un relato de ostensible contundencia, de esos que se centran en una pareja como caja amplificación interna y caja de resonancia externa, que ponen en juego a actores (Pilar Gamboa, Juan Barberini) que entienden que la actuación en el cine es en buena parte cuestión de cómo mirarse, uno de esos relatos de uno, dos, ultraviolento.
La demolición como entretenimiento Imaginen una película sobria. Ahora imaginen todo lo contrario: eso es Terremoto: la falla de San Andrés, cine catástrofe en modo bestia, animal, con cero trauma para narrar a gran velocidad, con vibraciones, ruido y música que por sí solos provocan temblores en la sala de cine. Visualmente, Terremoto es un prodigio: la destrucción de edificios, aeropuertos y manzanas enteras, la tierra desgarrada y las olas gigantes ostentan un realismo que prueba una vez más el avance prodigioso de la tecnología digital. Los efectos, que pueden ocasionar desastres inconducentes como la última Godzilla, aquí hacen sistema con una historia simple, gruesa pero contundente. Un rescatista valiente, gigante y noble en medio del mayor terremoto de la historia tiene que salvar a su ex mujer y a su hija. Hay un pasado trágico, un malvado de una maldad digna de comedia paródica, unos nobles hermanos ingleses y un científico, también noble, que pone a prueba sus teorías. Desde la primera secuencia, Terremoto plantea sus coordenadas: una chica maneja por un camino de cornisa, se distrae, y cada distracción es un guiño cómico a las convenciones cinematográficas de accidentes en la ruta. La tierra se mueve un poco y el auto cae de manera bestial, pero ¡hay posibilidad de rescate! La chica ostenta grandes senos, característica que tendrán en común las dos protagonistas, madre (Carla Gugino) e hija (Alexandra Daddario). Esto no implica una opinión sobre sus actuaciones, simplemente la película impone pechos -y también los pectorales del protagonista Dwayne Johnson- en movimiento con desparpajo clase B y de cine de explotación. Terremoto es una película con nula capacidad de mostrar, decir y trabajar sutilezas. De ahí que las referencias al 11 de septiembre de 2001 sean gruesas y directas, y que se imponga sin filtros la noción de orgullo estadounidense. Todo es grande, gigante, melodramático, vibrante, vertiginoso, en extremo inverosímil y de una consistencia y una inteligibilidad inobjetables si se acepta la propuesta. Cada una de las secuencias de acción sigue el mismo esquema: cuando uno ya cree que se llegó al mayor peligro, se agrega algo más, que en general lleva a que el personaje del actor antes conocido como The Rock exhiba más cualidades intrépidas. Por supuesto, Terremoto no es para quienes consideran la contención y la sobriedad cualidades irrenunciables del buen cine. Sin embargo, esta película festiva y plebeya de Brad Peyton -de la también atractiva y también con Johnson y también de aventuras sin complejos Viaje 2: la isla misteriosa- prueba que hay muchas encarnaciones posibles del buen cine.
Retrato de una tragedia Documental sobre la masacre de Margarita Belén (Chaco), fusilamiento militar-policial de presos políticos de provincias del Nordeste en diciembre de 1976. También sobre el juicio que se realizó en 2010-2011 y sobre la vida de Ema Cabral, de Montoneros, cuyo cuerpo no ha sido encontrado. La directora Cecilia Fiel combina testimonios -varios de los cuales apenas aportan que hay gente que sabe poco y nada del hecho en cuestión- con algunas imágenes del juicio y entrevistas más pertinentes. El documental suma planos de recordatorios de la represión, calles, rutas, evocaciones e imaginaciones diversas ("Ema, mi princesa montonera", dice la directora), uso profuso de la música, temblor de cámara en mano presente incluso en planos de poco movimiento, desenfoques, puestas en foco y descripción ominosa de muchos espacios. Esta acumulación de recursos y la recurrencia del retrato de Ema -incluso la ficcionalización en la voz de la directora de la vida que podría haber tenido de no haber sido asesinada- obturan parcialmente el foco de la investigación y la potencia de la tragedia histórica.
En las tierras del futuro El cine de estos tiempos está especialmente obsesionado por el futuro, por futuros distópicos: entre otras Los juegos del hambre, La idiocracia, Divergente, Interestelar. Tomorrowland, desde su principio y desde la historia de Estados Unidos y del cine, busca futuros que se soñaban distintos, mejores, más luminosos, más inocentes, menos desencantados. Es muy pertinente entonces situarse en la Feria Mundial de Nueva York de 1964, en la que Walt Disney presentó su atracción "It's a Small World", actualmente en Magic Kingdom de Orlando. Desde ese paseo -inolvidable, pegadizo- la película salta, desde la mirada de un personaje, Frank, hacia esa tierra del futuro que promete el título; luego se centrará en el otro personaje protagónico, la adolescente Casey, y se nos contará cómo fue que ella conoció la tierra del futuro. Clooney está al 75% de su carisma posible, o sea mucho pero justo, y felizmente sin sobrar al personaje. Britt Robertson -si bien se nota que no es una teenager- demuestra que puede con energía encarnar la aventura (mientras arma progresivamente su carrera de estrella, este año ya se la vio en la romántica El camino más largo). Frank y Casey son dos elegidos, dos inteligencias notables, dos seres perseverantes. Está el mundo del futuro, y hay androides (de paso, qué actriz es Raffey Cassidy a sus 12 años). Y están, como tema principal, las amenazas actuales de un futuro sombrío que se repiten una y otra vez en los discursos periodísticos, científicos y también cinematográficos. Hay viajes espaciales, en el tiempo, en las dimensiones, hay conjeturas que a veces hay que aceptar velozmente. Pero ésta no es una película "complicada" al estilo de la rimbombante Interestelar. Tomorrowland propone un juego fascinante, como de una atracción de un parque de Disney, y el sentido de la aventura y la capacidad para ponerla en escena de un director como Brad Bird, alguien con sólo buenas películas como antecedente: El gigante de hierro, Los increíbles, Ratatouille, Misión: Imposible - Protocolo Fantasma. Una muy buena decisión de Tomorrowland es no atarse a su título: la mayor parte de la película no transcurre en la tierra del futuro, sino en el presente, en donde suceden aventuras especialmente vivaces, con varias secuencias de movimientos perfectamente coreografiados y montados: Bird ya probó que podía manejar a la perfección la acción en vivo en su Misión: Imposible y uno de los montajistas es nada menos que Walter Murch. En un momento, pasada la mitad, en París, la película parece mejorar aún más, con mayor apertura para la aventura, planos para el asombro y referencias múltiples a los inventos y al cine como invento. Si no estamos ante una película extraordinaria es porque el planteo de esperanza en la humanidad decanta en el final por algunas ñoñerías sentenciosas, planos publicitarios blandos y "el mensaje" se interpone brevemente en el camino del cine. Pero un segmento final con problemas no empaña la encantadora aventura que Bird y su equipo supieron conseguir para esta película con sabor de matiné.
Experimento fallido Una mujer va a un "club de jazz" llamado Bourbon. El pianista y ella comienzan a hablar, a conocerse. Los interpretan un hombre y una mujer que hicieron muchas (pero muchas) grandes películas. No es el caso de Tokio, y no debido al punto de partida, sino por lo que prosigue. En este juego de seducción entre "Nina" y "Goodman" -los personajes de Borges y Brandoni- no hay chispa, no hay interacción fluida, los actores esperan eternidades antes de responder -jamás se pisan- e incluso estiran los hiatos entre palabra y palabra como si estuvieran obligados a alargar constantemente lo escuálido del argumento. Planos adocenados y untuosos "de ambiente", de objetos colgados o en repisas, de cielo, de techos, de lluvia, aportan también su molicie; la iluminación, algunas extrañas propiedades de la iluminación a vela. No hay mucho más en términos de peripecias en Tokio, pero se disponen algunas confesiones mínimas -y una máxima-, todas injertadas, puestas a presión e inconducentes, como todo lo relativo al asunto del título. No hay aciertos en la musicalización: los temas parecen comenzar o recomenzar simplemente cuando se terminó el que sonaba antes. No hay puesta en escena que dinamice mínimamente las acciones y hay inexplicables ralentis sobre, por ejemplo, una pava en el fuego. Hay metáforas banales con unos peces, y una escasez de acciones y de gracia inexplicable con dos actores como Luis Brandoni (que actúa en una clave lenta y con un tono francelliano que no le conviene) y la exquisita Graciela Borges. Si hay un plano fugaz que rescatar de este producto fallido, irresuelto e irredento, es el de la espalda desnuda de la Borges sentada en la cama.
Concisa y perturbadora ¿Una remake de Poltergeist? Y, para peor, con un agregado ridículo, en el título en castellano, como "juegos diabólicos" (el diablo debería reclamar judicialmente cuando se lo menta sin ningún sentido: no hay nada relacionado con el diablo en esta película ni tampoco en la original). Pero más allá de la desconfianza inicial, esta remake de la Poltergeist de 1982 dirigida por Tobe Hooper (una de las primeras películas que produjo Steven Spielberg, y con uno de sus pocos guiones) es una pequeña sorpresa. En un punto no es del todo una sorpresa, porque el director Gil Kenan tenía como antecedentes Monster House - La casa de los sustos y Ember - La ciudad perdida (al pobre hombre le aplican un agregado al título siempre). Pero de todos modos no es tan común encontrar una película de terror actual -y que además se estrene localmente- que respete al género y no intente ir más allá, que construya climas y que, una vez conseguidos, no los destruya al abusar de los efectos de susto con falsas sorpresas, de golpes fuertes de la música artera, etcétera. En esta Poltergeist, hay varios cambios con respecto a la original, pero la idea de base se mantiene: una familia recién mudada sufre un ataque de espíritus enojados que llevan al inframundo a la hija menor. Están también la comunicación con los espíritus mediante el televisor y el pedido de ayuda a un equipo de investigadores paranormales. La Poltergeist siglo XXI es realmente concisa y, en general, resume las acciones sin volverlas confusas. Es una remake que poda narrativamente, incluso al punto de aislar un tanto artificialmente a la familia (¿no hay vecinos?). Pero el ataque central de los espíritus a la casa se muestra de forma extensa, diferenciada entre los tres hijos, con desarrollo visual y macabro, y con ideas de puesta en escena (la subjetiva infantil desde adentro del placard fuera de la física, por ejemplo). Los actores -especialmente Sam Rockwell, Jared Harris y Jane Adams- se suman desde sus performances nada ostentosas, sólidas, curtidas, a la modestia genérica de esta remake, una película en la senda de El conjuro, de James Wan, otro destacado ejemplar del terror contemporáneo.
Una película furiosa que debió ser Furiosa De repente, Mad Max: Furia en el camino se detiene, toma aire. Pasaron 35 minutos en los que George Miller respondió que sí, que puede filmar las secuencias de acción más deslumbrantes de este año y de muchos más. De esas que son, a su modo, fragmentos delirantes, brillantes, deslumbrantes de cine musical, como ocurría con Misión: imposible 2 a manos del también chiflado y también genial -en su sentido más movedizo, menos nocturno- John Woo. Van 35 minutos de un vector de una energía pocas veces vista. Flecha narrativa, Mad Max: Furia en el camino tiene 35 minutos iniciales de una potencia inigualable. George Miller, uno de los mejores directores que ha dado el cine mundial en las últimas cuatro décadas -y que ha filmado menos de lo que se lo necesitaba- pone ante nuestros ojos una actualización de un mundo, el que desplegó su propia trilogía Mad Max (1979-1985). Ni remake ni continuación, esta nueva Mad Max está más ligada con la 2, la mejor de la trilogía inicial, pero no es una nueva versión de ese film de 1981. Es un regreso a un lugar, a un modo salvaje de pensar el cine, la posibilidad real, concreta, incluso exitosa, de un western contemporáneo, o futurista, o en el tiempo y el lugar del mito. Miller empieza con un hombre que busca escapar, con una mujer que busca escapar. Y con muchos hombres y coches y cosas por el estilo que salen tras ella, tras Furiosa, tras Charlize Theron, el personaje inolvidable que trae esta Mad Max que debió llamarse Furiosa. Porque Mad Max fue Mel Gibson y seguirá siendo Mel Gibson, porque por más que en los créditos figure que Max es Tom Hardy, en los papeles, es decir en el relato, este señor Hardy no puede con ningún gesto. Habla poco pero no le sale el silencio, quiere poner cara de loco y delata que los ojos y mirada abismales son difíciles de actuar. Que la fuente natural de Mel Gibson no es algo que pueda ir a buscarse, a reproducirse. Hardy pone trompita, pero no hay oscuridad posible en sus superficies. Charlize Theron, Furiosa, lo desplaza, lo pone en un lugar marginal, ella sí tiene oscuridades detrás de su rostro hermoso. No se trata de desaliño, se trata de la actuación en cine, que es un asunto en buena parte de personalidad. Tanto debió ser Furiosa esta Mad Max que la película podría pensarse sin pérdidas sin Hardy, sin Max. Y mejoraría mucho: porque nos llamaría menos a la comparación desfavorable con Gibson y dejaría a Furiosa ser la protagonista, y no parte de un dúo desbalanceado. Y nos ahorraría esos flashbacks gruesos en significado y estética, finitos en términos de duración del plano, que acosan a este Max Hardy. Flashbacks-fogonazos de una ramplonería que una película que tiene tantos minutos excelsos y para el asombro no merecía. Por suerte, la película combate y diluye y entierra esos planos horribles en la improbablemente mente de Max con cada aceleración. Es muy válido el ejercicio de quitar a Hardy: haganlo y verán que sobra. Sin él era una película mucho más pura, cohesionada, concentrada, sin molestias, sin actores que intentan exhibir una presencia que no se impone, una presencia trabajosa, una presencia que no (se) carga emocionalmente el final, ese cierre -atención: spoiler no demasiado relevante- en modo Más corazón que odio (The Searchers) de John Ford. “Cuando digo que alguien actúa bien, es cierto, pero es en realidad algo mucho más misterioso. Hay gente que, al estar en pantalla, hace que pase algo. (...) Es hacer que no tengas ganas de que salga de la pantalla.” Para Michel Houellebecq, en una entrevista en el libro Sofilm - El cine francés hablado, editado por el último Bafici, eso es algo que se lo provoca Mel Gibson, alguien del que dice que “el menor de sus gestos tiene muchísimo peso.” En películas desérticas y míticas con las Mad Max, aquellas y esta, ese peso se necesita. Theron lo entiende y tiene con qué sostenerlo. Hardy, un actor todavía inexplicable (quizás cambie), no sabemos si tan siquiera lo entendió. Grave error la presencia de Hardy, y los flashbacks para Hardy. Los diálogos ecofeministas son toscos y demasiado directos, sí, pero nada que no quede enterrado por el brillo de cada secuencia de acción, por la abrumadora mayoría de minutos de este verdadero cine en movimiento, para el que la persecución es una obsesión. Mejor dicho, es una determinación hacer de la persecución el centro, porque se sientan físicas, reales, cercanas, polvorientas y sobre todo que sean inteligibles. Es una verdadera proeza que estos asaltos al vehículo -o a la línea en modo tren de vehículos de Furiosa- sean así de vertiginosos y así de comprensibles. Vehículos en movimiento, gente en movimiento, en movimiento frenético, en cruces, en coches cruzados, volando a través de explosiones, armados con lanzas destructoras, a los saltos. Pocas veces en la historia del cine pudo apreciarse con esta claridad el movimiento veloz dentro del movimiento veloz. Buster Keaton lo supo hacer, Miller lo pudo hacer en secuencias con decenas de involucrados y en un 3D que se justifica con profundidad, con relieve, con vértigo visual nunca embarullado, que nos hace olvidar la molestia de los anteojos sobre los otros anteojos, para nosotros los miopes. Miller llegó a esta Mad Max a 30 años de la última entrega de la trilogía original y aceleró el ritmo de los cortes de montaje, “modernizó” el tempo, pero no perdió fluidez y mantuvo la comprensibilidad. Y se jugó por una película de acción que no se parece a muchas otras, a casi ninguna. Miller impone su espíritu de cineasta variado, amplio (Mad Max, Las Brujas de Eastwick, Babe 2, las 2 Happy Feet, Un milagro para Lorenzo), jugado, arrojado, apasionado. George Miller es poseedor de una potencia para la acción y para narrar acción de forma flamígera que puede llegar a resucitar el cine si alguna vez fuera necesario, si se lo propone y se aplica en serio. Esta Mad Max es una película extraordinaria y magistral en tantos momentos que dan mucha pena los ripios de Hardy y de esos flashbacks espantosos, mucha pena comprobar una vez más que parte de la estrepitosa caída de las Batman de Nolan de la segunda a la tercera entrega se debía al villano. Es una lástima que a esta Mad Max, una película con este despliegue de imaginación visual, sonora, cinética, que se permite el tremendo vehículo con tambores y guitarra que musicalizan el camino y la furia guerrera, sea posible encontrarle esas manchas. Esta nueva Mad Max no es una obra maestra, contiene una obra maestra, una película furiosa que debió llamarse Furiosa y ser aún más femenina -incluso exclusivamente femenina- en su lado bueno. Con el tiempo, y con revisiones de sus momentos inolvidables, empezaremos a borrar a Max, a Hardy, a sus traumas en modo de flashback. A convertirlo en flashbacks hechos de planos cada vez más cortos, cada vez más imperceptibles.
Enredos y desencuentros Comienzo. Gabriel (Peretti) y Vicky (Verdú) coinciden en el trámite del DNI. Coinciden, porque para que se encuentren todavía falta, y ese encuentro y sus dificultades serán la base de la película. Pero en esa coincidencia inicial Sin hijos exhibe sus fortalezas: timing cómico en función de las neurosis y la definición de los personajes, diálogos que se refuerzan con gestos que son exactos, pero que no se enfatizan, situaciones con sentido y solidarias con un armado mayor, una cohesión a la que se llega por claridad conceptual, por la nobleza con la que se entiende el trabajo sobre el género. El remate de la secuencia inicial exhibe un defecto recurrente de la cuarta película de ficción de Ariel Winograd: aparece la esposa de Gabriel embarazada, y la caracterización exagerada desde el aspecto y el maquillaje nos dicen que Sin hijos se preocupará en exceso por hacerse entender. Sin ese defecto estaríamos ante un exponente local de la comedia romántica de una grandeza y excelencia inusuales. Porque Sin hijos no solamente es la mejor película de Winograd, es una comedia romántica que plantea sus conflictos con la seguridad de saber qué está contando, cómo contarlo y en qué tradición se encuadra. Para esta historia de padre divorciado y con hija, que se enamora de mujer fóbica a los niños, Winograd y su guionista Mariano Vera disponen un armado, una red de puntos que hacen sistema. Los personajes principales son lógicos y consistentes sin ser rígidos; los secundarios -especialmente los exactos Piroyansky y la niña Manent- disponen de situaciones y diálogos de especial brillo. Los lugares elegidos resaltan una Buenos Aires bella, pero sin falsedades, e incluso las numerosas publicidades no son arteras. Para construir una ciudad -y un campo- de espacios agradables pero sin disfrazarlos, Sin hijos sabe que tiene que variar, moverse. Ese movimiento y esa variedad se sostienen, otra vez, en la claridad de las situaciones, trabajadas en función de personajes que no se traicionan. Esa claridad, y ese trabajo seguro, convencido, también se relacionan con la solidez de las fuentes: ésta es una película de un director que vio, procesó y aprendió grandes comedias de las últimas décadas. El film remite de forma directa a Un gran chico (2002) de Chris y Paul Weitz, con un final en el que Peretti hasta imita la postura de Hugh Grant. Y, además, en la caracterización de hombre quieto y mujer en movimiento, nos recuerda a Mi novia Polly (2004), película dirigida por John Hamburg en la que Ben Stiller y Jennifer Aniston ponían el cuerpo a una de esas comedias -cuyos posibles defectos se diluyen a alta velocidad- que renuevan constantemente sus credenciales, que permanecen gracias a su decisión de trabajar para honrar un género, como lo hace Sin hijos.
Ringo Bonavena, mito y leyenda La reconstrucción del mito y el misterio de Oscar "Ringo" Bonavena mayormente desde entrevistas y material de archivo es la propuesta de este documental que ofrece indudable eficacia en su planteo convencional. Entrevistados que se alternan, fotos de época, algunas ilustraciones, fragmentos de peleas, anécdotas, su decadencia, su muerte. Sí, también están narrados los combates con Alí, Patterson y Frazier. Soy Ringo empieza justamente con Alí, tal vez en una apuesta por la idea del carisma, por orientar la mirada, por el reflejo, por el espejo, por la construcción de Bonavena como personaje rutilante. Su búsqueda de fama, sus ideas de autopromoción, sus bravuconadas rimbombantes, su inefable incursión musical y su participación en el programa de Pepe Biondi delinean la zona de mayor relieve del documental: el boxeador que quiso ser grande y también una estrella, un ser flamígero y astuto que entendía con gran velocidad las reacciones de los medios y estaba convencido de hacer ruido y sabía cómo hacerlo. En esos momentos, la película se enciende especialmente, más que en las extensos, detallados y musicalizados relatos e hipótesis sobre los últimos días del boxeador y su muerte violenta. Puesto de forma más directa, la ópera prima de José Luis Nacci es mejor y más cinematográfica como perfil de un personaje notable que como investigación y rompecabezas policial. El propio título Soy Ringo llama la atención sobre el retrato, la zona más fuerte y fascinante del film.