Poca acción y menos emoción Esta es la segunda parte de la historia del delfín Winter, que por un accidente con una trampa para cangrejos se quedó sin cola. En esta entrega el animal es menos protagonista, ya que importa más la vida en el Hospital Marino de Clearwater, en especial de los chicos Sawyer y Hazel, ya adolescentes. De las diversas líneas narrativas dos son las dominantes: encontrar un nuevo delfín hembra para que sea la compañía de Winter y la decisión de Sawyer sobre el viaje de estudios que le ofrecen. Ashley Judd y Morgan Freeman aparecen poco y sin demasiada relevancia, y el mejor personaje es -por lejos- el pelícano Rufus, un bicho fotogénico, con gracia, y al que el montaje le aporta velocidad narrativa. Lo que sucede con Rufus tiene algo de movimiento y la promesa intermitente de un poco de acción, componentes por otro lado prácticamente ausentes de esta película que antes que confiar en el poder de la aventura se dedica de forma burocrática -y con demasiado lustre en la fotografía y demasiado énfasis musical- a mostrar detalles de funcionamiento del lugar, del salvataje y la cura de delfines, e inspecciones y detalles de procedimientos que cualquier otra película más concentrada en la emoción asociada al movimiento y a lo asombroso de la naturaleza pasaría por alto (Liberen a Willy, por ejemplo). Winter El delfín 2 nunca avanza, camina de costado, con cuidado para no salirse del manual industrial más básico, para brindarnos enseñanzas que parten de la discapacidad en un delfín y pueden aplicarse a la discapacidad en seres humanos. En ese sentido, las imágenes documentales del final son mucho más emocionantes, más cercanas, más vívidas, mucho menos plásticas que las que propone el director Charles Martin Smith, un actor de decenas de películas (American Graffiti, Los intocables) que se guarda aquí el papel de inspector, lo que hace justicia metafórica a su forma de dirigir como si llenara un formulario.
Un thriller hecho de silencios y opacidades En este thriller sobre un escritor de policiales, sobre asesinatos y celos, Luis Vega (Pablo Echarri) está casado con Carla (Mónica Antonópulos) y su editor y amigo (Claudio Tolcachir, mucho más urbano y menos torvo que en El ardor) le sugiere que escriba algo a partir del "caso Grotzki", un dentista asesinado. Para eso, Vega contacta a la viuda, Laura (Leticia Brédice). Esto no es el argumento; es el punto de partida, lo que pone en movimiento la película y sobre todo al personaje del escritor, que hace tiempo que no escribe sino que da clases y se ha convertido en lector, en editor de trabajos de gente más joven. Vega es la clave, el peso de Arrebato: es quien ve, quien cela, quien investiga, quien pone en marcha la acción y destapa lo que ya está arruinado. Y la clave de Vega es que es un personaje construido de forma singular, definido por sus escasos atractivos. Está interpretado por Echarri y no seduce, no tiene encanto, no logra ni siquiera contestar con sabiduría de escritor (de esos escritores del cine). Las mujeres lo dominan, lo perturban; no tiene una relación fluida con su pequeño hijo, no obtiene lo que busca, anda demasiados días con la misma camisa. Lo gris de Vega hace que nos intrigue. La primera parte de Arrebato, extensa y hasta un poco anodina, descansa en la promesa de que algo más -algo de violencia, algo sexual- ocurrirá, pero la película nos deposita -con una gran elipsis astuta- en una segunda parte nos lleva a preguntarnos qué es lo que ha pasado, con lo que se cambia el foco de tensión y el modo de atención. Y luego hay una tercera parte -otro bloque diferenciado en términos de modos de informar- más breve y directa, resolutiva sin vueltas. Desesperanza La película hace de lo opaco de sus personajes, de sus pocas confesiones, de sus pocas definiciones, su mayor mérito. Ni Vega ni su mujer son apasionantes, son físicos casi vacíos: sus acciones parecen provenir de la desesperanza, de la asfixia social, de la frustración. No hay felicidad aquí, a veces hay furia, a veces hay desahogo, no mucho más. Echarri y Antonópulos -con miradas poco vivaces- encajan perfectamente en sus roles, y Brédice a veces lo presiona con demasiada intensidad. El final, con una canción de El mató a un policía motorizado, tiene la inteligencia de funcionar como reposo catártico. ¿En qué falla Arrebato? Extrañamente, en las costuras menores, en mucho de lo que debería otorgarle fluidez para sostener su propuesta policial-erótica poco explosiva: en cómo pone en escena el movimiento (las reacciones violentas de Vega se exhiben torpemente), en cómo se construye la mirada del celoso (la espera muy visible en el estacionamiento abierto, todo lo relativo a la revisión del teléfono), en cómo la investigación y la búsqueda de pruebas no se plantean con verosimilitud. Una mayor concentración, un mayor foco, una mayor dedicación a los detalles podrían haber mejorado este policial que se juega a -y acierta en- no tener grandes sorpresas.
Western criterioso y contradictorio Dirigida por el argentino Pablo Fendrik, cuyos antecedentes son dos películas urbanas como El asaltante y La sangre brota, El ardor es una rareza que ofrece una historia rural ubicada en la selva del Paraná protagonizada por un mexicano (Gael García Bernal), una brasileña (Alice Braga) y varios actores argentinos. En la película hay unos malos torvos y pérfidos que buscan desplazar a pequeños propietarios rurales, un tema habitual en numerosos westerns. Y del western se nutre en buena medida el film: el rapto de la mujer, el duelo, el asalto final en grupo, el héroe solitario que parece venir de la nada y la relación con el paisaje de los personajes y de los propios planos. También hay elementos de orden fantástico que se prometen antes de los títulos con unos textos y que luego apenas aparecen tímidamente en un par de ocasiones, como si esa línea hubiera sido mayormente truncada luego de la concepción inicial del relato. El ardor también es una película de aventuras (muchos westerns también lo son): el ambiente, los movimientos del personaje principal en las peleas, la presencia de la fauna salvaje. Y en ese sentido se logran algunos momentos de buena tensión como en la llegada de los malos que desencadena el drama y en alguna situación de enorme potencial como la disposición del enfrentamiento final. Y, a la vez que logra esas tensiones y hasta se podría decir esos encantos -por imagen y trabajo sonoro, El ardor amerita una buena proyección- la película se empantana, se detiene por momentos, lo que a veces va más allá de un problema de lentitud para convertirse en otra clase de falla: ¿para qué quedarse con Sesán y sus machetazos al principio, si incluso en segundo plano se notan poco convincentes? Y, película contradictoria, en otros momentos se acelera inexplicablemente, como en la secuencia de García Bernal en el bote, que se estructura de forma torpe, con una narrativa espástica y poco causal. Y hay algo más extraño todavía, que se intentará analizar sin mayores especificaciones para no revelar detalles argumentales: la secuencia final, que debería marcar el clímax de peligro y tensión, parece apostar mucho más y con mayor precisión a su planteo que a su desarrollo y resolución. Luego de disponer el ambiente y las motivaciones de los personajes con notoria claridad, se pasa a una resolución demasiado escueta y, peor aún, una en la que los malos se encuentran prontamente en inferioridad de condiciones -incluso en parte por una decisión extraña-, lo que no permite un final a la altura de las filiaciones genéricas que la película había convocado en varios pasajes de manera criteriosa y hasta honorable. Que en los créditos del final se haga mención al problema de los campesinos desplazados en la realidad y se ponga un link para involucrarse agrega otro componente extraño y anticlimático.
Amor, tragedia y golpe bajo Siempre acecha la tentación de mofarse de las películas dirigidas tan teledirigidas al mercado adolescente. El crítico quizá deba hacer el esfuerzo por no exacerbar su fastidio frente al excesivo simplismo de algunas situaciones, frente a la presentación de eventos triviales o no tan importantes a la luz de la adultez. La adolescencia o más bien los personajes adolescentes se juegan en blancos y negros, picos de alegría y pozos de tristeza. La intensidad emocional se hace presente con una frecuencia difícil de encontrar en otras etapas de la vida. Y el cine que apunta a esa edad puede permitirse ignorar grises y avanzar con lo suyo. Todo eso ya lo sabemos, y ponemos la mejor buena voluntad ante y antes de Si decido quedarme. La joven protagonista Chloë Grace Moretz tiene una carrera variada y notable (desde Kick-Ass hasta Clouds of Sils Maria, de Olivier Assayas) y nació en 1997. Adecuada para el papel, incluso logra que por momentos le creamos. También está Stacy Keach, actor fundamental del cine de los setenta, que supo ser un horrible villano en la magistral El juez del patíbulo,de John Huston, y aquí es un abuelo bonachón. Moretz, Keach y la ambientación en Portland (pero, en realidad, como tantas otras películas, filmada en Vancouver, Canadá): ahí tienen con qué intentar soportar esta película de una notoria falsedad, que muestra a una familia encantadora, una hija adolescente (Mia, o sea Moretz) violonchelista que espera la respuesta de Juilliard, todo en ambiente cool-hipster-música-tolerancia-todo un encanto. Ese mundo se interrumpe con un accidente grave que se define, en términos de encuadre, con un bosque nevado y el cielo: Mia queda en coma, pero por la magia del cine la vemos separada de su cuerpo que yace en la camilla, en aparición invisible para los otros personajes, pero visible para el espectador. Y la escuchamos, si hasta nos va contando cosas de su vida anterior al accidente, sobre todo de su historia de amor con el chico sensible, lindo, amable y rockero. Entre el hospital y el pasado, se nos presentan situaciones de alta emocionalidad algunas amables, otras trágicas, todo filmado con luz muy bonita y la misma impersonalidad con una impudicia extrema. La película basada en una novela bestseller de Gayle Forman intenta emocionar a como dé lugar. De esta forma apela no sólo a la musicalización más chantajista que sería lo de menos-, sino además a iluminaciones del más allá, a las obviedades más repulsivas (cuando ya está claro lo que está sucediendo hay siempre un personaje que resume la situación y echa más agua sobre lo cristalino), a acumular golpes bajos y a reforzarlos con flashes que espantarían hasta al más inescrupuloso publicitario. Así, mientras la protagonista se debate entre la vida y la muerte, la película que la explota sin pudor alguno se permite todo para no lograr absolutamente nada.
El pasado cobra vida El afiche de Dinosaurios, que se pasa de colorido a colorinche y de pletórico de elementos a cachivachero, puede dar la errónea idea de que estamos ante una de esas películas de animación hechas a desgano para recaudar con un tema que está de moda entre los chicos desde hace más de veinte años (Jurassic Park es de 1993). Para peor, esta coproducción animada entre dos de las industrias cinematográficas más poderosas del mundo (la de Estados Unidos y la de Corea del Sur) tiene un punto de partida sencillo, casi adocenado: unos chicos que viajan 65 millones de años hacia atrás gracias a una máquina del tiempo y se encuentran en medio de los dinosaurios. Pero las apariencias esta vez engañan y -como pasa muchas veces en el cine- la falta de originalidad argumental no es un dato demasiado relevante a la hora de los resultados. Los colores del afiche -en el movimiento de la película- dan un aspecto vivo, radiante. La animación está lejos de tener esos rasgos menesterosos que suelen tener muchas películas animadas que buscan el "estilo mainstream" con menos presupuesto. El movimiento es fluido y la velocidad para contar impide que la simplicidad de la construcción de los personajes se convierta en un ripio. Y, por sobre todas las cosas, lo que hace de Dinosaurios una experiencia placentera -incluso quizás hasta emocionante- es esa convicción de que la aventura es sinónimo de felicidad cinematográfica, de que el asombro en los ojos de un chico que ve animales extraordinarios es un aglutinante atractivo. También ayuda que cada momento de acción no esté estirado ni tampoco embarullado con planos de más, esos que tanto tientan a tantos animadores digitales que cada vez tienen mayores facilidades para mostrar todo. Dinosaurios, en medio de colores, chistes, unos pajarones que parecen Los Tres Chiflados y mucha acción, demuestra que todavía hay lugar para agradables películas animadas en la segunda línea de la industria.
Una de acción a lo bestia Que quede claro, establecido de un solo golpe seco: la mejor de la serie de películas de Los indestructibles es, hasta ahora y por lejos, la segunda. Tenía el mejor villano: el Vilain de Jean-Claude Van Damme, buena variedad de escenarios y colores, rítmica combinación de escenas calmas y de acción y -lo más difícil de lograr- la integración del cast multiestelar sin que se notara forzado el circo. Y mucho sentido del humor y un nivel de disparate para la acción que lograban encauzarse y combinarse sin derrapar. El director de esa segunda entrega fue el inglés Simon West, especialista en delirios con explosiones (Con Air, por ejemplo). En esta tercera entrega a Stallone -que es el jefe de todo esto, evidentemente-, se le ocurrió cambiar de director: ahora es el australiano Patrick Hughes. Con nuevo director -y aún más figurones- Los indestructibles 3 va en modo bestia. Empieza en movimiento y a los pocos minutos rescatan a Wesley Snipes de una cárcel (en claro chiste sobre la vida y la carrera real del actor, que estuvo preso), con una secuencia que exhibe el conocimiento de grandes secuencias de acción -quizás esté por ahí la referencia a Escape en tren de Andrei Konchalovsky- y que además termina con la aparición de otro de los nuevos figurones: Mel Gibson, desquiciado como villano malísimo. Bien. Después a Stallone -o al guion de Stallone y otros- se le da por ponerse sentimental y quiere dejar de lado a los clásicos indestructibles (consejo: si tenés a Jason Statham, hay que usarlo todo lo que se pueda) y va en la busca de nuevos valores: algunos jovencitos musculosos y adaptados a las nuevas tecnologías, una chica que pega fuerte y, lamentablemente, Antonio Banderas, que no es tan bueno como Mel Gibson para sobreactuar y se lanza a un festival "latino ridículo". Stallone se va de viaje con los nuevos y hay otra buena secuencia de acción en un museo. Y sigue otra que se nutre de un Gibson desafiante. Y después llega el momento de necesitar a los viejos indestructibles. Y está claro que habrá lugar y acción para todos. Pero el gran final, cuando había que lucirse, no llega. Es decir, sí llega: con una secuencia de "rompan todo" demasiado larga, con demasiados actores a los que hay que hacerles un lugar (un poco como le pasaba a George Clooney en Operación monumento), sin sensación de peligro y con una acción que se apila, pero no crece. Los indestructibles 3 se monta sobre sus leyendas, sobre sus nombres, sobre su espíritu cascado-festivo y le alcanza durante parte del trayecto. Que la energía se agote sobre el final no arruina por completo toda la fiesta, pero esta gente curtida ya debería saber que en el cine de acción lo mega gigante -esa secuencia final, esa ambición por la suma de nombres antes que por sumar personajes- suele ser enemigo de lo grande.
La dificultad de encontrar un hogar Una atractiva introducción en stop motion: un terreno que se prepara para la construcción, el inicio de la obra, armados y desarmados. Ese muy buen fragmento, realizado por el Colectivo Audiovisual FM 88.7 La Tribu, impacta, abre las expectativas para la película por venir. Casas, la máquina para vivir plantea tres líneas narrativas a partir de ahí: una es la charla -dispuesta en una obra en construcción abandonada- de dos mujeres cuya historia lleva el peso nada menor de sus problemas habitacionales; otra es la charla vía Skype con un artista plástico argentino que vive en España y que tiene a la casa como tema de sus trabajos; la tercera es más elíptica y se trabaja con textos sobreimpresos y leídos: el derrotero de la familia de la directora por diferentes casas y algunos apuntes sobre la persecución política sufrida. La línea principal, de todos modos, es la de las dos mujeres, Eli y Miriam. Es la que más se profundiza, a la que más tiempo se le dedica, aunque muchos de los planos sobre ellas parecen no estar del todo convencidos del potencial de sus historias y encuadran en exceso el mate en lugar de confiar en sus rostros. La interacción entre las líneas se sostiene tenuemente, alrededor de un organizador que podría estar en "la dificultad de tener un techo", o "la centralidad del hogar en la vida". Marginalmente al principio, con más peso después, hay cuestionamientos a las políticas municipales sobre vivienda. Casas, la máquina para vivir abandona pronto esa noción de movimiento del principio en stop motion y permanece en sus planteos cruzados de las tres líneas -que se entrelazan muchas veces sin fluidez o de manera un tanto forzada- y decide encerrarse demasiado en los testimonios. De esta manera pierde variedad y -al no aventurarse con datos, entrevistas a especialistas o crónicas históricas y comparativas- queda como un borrador sobre su tema antes que como una propuesta sólida. El buen recurso del uso de un material de archivo del pasado de una de las protagonistas ilumina brevemente las posibilidades que había para ampliar la mirada y los recursos de este documental.
Sensaciones fuertes Atención: se revelan algunos detalles argumentales. La vi en una función nocturna en Cannes. Gran proyección, gran sonido. Película de una potencia tremenda, me provocó una gran sensación de euforia mientras la veía. Tenía algunos reparos que se anulaban, se obturaban ante una capacidad narrativa que se presentaba con claridad meridiana. No sé si les pasa pero en mi valoración muchas películas no se definen del todo cuando las veo sino cuando termino de verlas. La media hora que viene después es crucial. Y me pasó esto: Empecé a caminar desde el Palacio de Festivales hacia mi hotel, unas 15 cuadras, y con cada cuadra los reparos se me hacían más evidentes, más fuertes. La película, en el regusto -el after taste- se hacía menos consistente: Relatos salvajes no es, como en algún momento llegué a imaginar, una película que hereda la capacidad cinematográfica de Fabián Bielinsky, su noción completa de todo lo que puede implicar una narración cinematográfica. Ante el despliegue de artillería, recursos y ambición de Relatos salvajes -y la propia capacidad para la puesta en escena de Damián Szifrón- esperaba que su tercer film fuera más una película y menos esta compilación de cortos, o esta suma de sensaciones fuertes. Con la caminata -la mejor manera de propiciar la reflexión sobre la película que termino de ver- llegué a una conclusión tal vez extraña: me había divertido muchísimo viendo Relatos salvajes, pero supe a la media hora de terminar de verla que el atractivo de una revisión era mínimo. Sentí que la película daba todo de sí en un primer acercamiento. Una película clara, sin pliegues, perfectamente montada en su impacto no perdurable. El primer corto, pre-títulos, es de notable eficacia y se encamina al shock, a la sorpresa. Es un muy buen chiste audiovisual. Impecable en varios aspectos, me cuesta pensar en el atractivo de volverlo a ver. El segundo corto, el del restaurant rutero, tiene diálogos que aprovechan el habla local a la perfección y que anulan todo riesgo de falsedad, que saben combinar la concisión del diálogo clásico de Hollywood con los modos locales, y esto pasará también en todos los episodios restantes (tal vez el primero es el más artificial en los diálogos porque su misma lógica es más artificial). Otra vez vamos al shock final, pero con más cocción de suspenso. El tercero, el de los coches y conductores, con su evidente referencia a Duel (Reto a muerte) de Spielberg y su lógica de violencia creciente -de cartoon y también de Laurel & Hardy- es el episodio más perfecto en términos de movimiento, montaje, ritmo. Un prodigio de esos que hacen exclamar cosas como que “pocos o solo Szifrón en el cine argentino pueden hacer esto así de bien”. De vuelta, aún con su perfección, tengo serias dudas sobre su permanencia en mi consumo cinematográfico futuro. El cuarto episodio es más extenso, es el de “Bombita”, el señor experto en explosivos que se venga del sistema de acarreos y multas por mal estacionamiento. Hay -otra vez- una notoria capacidad para narrar, y está el magnético Darín como protagonista. El sistema de estacionamiento y acarreo de la ciudad de Buenos Aires es odioso, qué duda cabe: se parte de reglas poco claras para hacer caja rápido. Pero hay algo de demagogia muy visible en la lógica de la venganza de hacer volar por los aires el sistema -ese sistema-. La trampa es muy evidente: asistimos a una explosión que sólo hace el daño que quiere hacer (él protagonista es un experto en demoliciones, pero no controla el espacio del acarreo como el de su trabajo), que no tiene víctimas colaterales, es un atentado “limpio”. La ilusión del bombazo inocente de cualquier otra culpa que no sea agredir al sistema. Este capítulo mezcla monstruos argentinos -con todo lo que tienen de italiano y del cine italiano- y un poco de Un día de furia de Joel Schumacher. Por otro lado la música, que ya venía en exceso de intensidad y presencia en toda la película, aquí -con el tema de La salud de nuestros hijos- desborda aún más. Sigue el corto con las extraordinarias actuaciones (entre otras cosas por la capacidad para moverse con justeza en un escenario violentamente cambiante) de Oscar Martínez y Osmar Núñez, el relato que más descansa en decisiones morales explícitas. Hay otra vez impacto, unos diálogos que se pueden elogiarse incluso hasta en la comparación con Tarantino, un planteo tan ambicioso y bien llevado que es una lástima que termine de forma abrupta y hasta facilista. Una forma de resolver lo planteado que impide cualquier profundización de lo ya visto. Esa maldita sensación, otra vez, de que con el episodio consumido la posibilidad de volverlo a ver se reduce notoriamente. El episodio final es el más extremo porque es el único que pone al odio y la violencia cara a cara con algo así como el amor. Es el más abundante en términos de personajes, de amplitud de miras, el que muestra (junto con el primero) al monstruo argentino desde un lugar menos forzado en términos de “situación límite social”. Hay una monstruosidad que se adivina en el gesto, en el modo de hablar, en la grosería evidente. (No, claro que quizás no coincidan conmigo, es parte del juego de opinar.) Este episodio resulta el más violento de todos al ser el menos apegado a una fórmula. De hecho, fue el episodio -tal vez por su final- menos satisfactorio en el momento de verlo, el más frustrante. A la vez, a poco de empezar a caminar se me hizo el mejor, el más inestable, el menos concluyente, el que más tenía potencia de largometraje, ese gran largometraje que Szifrón tal vez haya dejado para más adelante al entregar esta vistosa colección de muy buenos cortos de éxito mundial.
Apasionante retrato de un arquitecto Uno tiene ganas de decirle a mucha gente que no se pierda este documental. Pero Amancio Williams se da en pocas funciones en una sola sala del Centro Cultural San Martín. Es un estreno mínimo, como el de tantos otros documentales argentinos. Amancio Williams es uno de los destacados, de los importantes, de los fascinantes. Claro, para todos aquellos que valoran -y mucho- las buenas películas sobre arquitectura, arquitectos, urbanismo. Las ideas sobre cómo habitar el espacio pueden conectarse muy bien con el cine. Amancio Williams fue uno de los grandes de la arquitectura moderna argentina, y la película de Gerardo Panero (exhibida en las últimas ediciones del Festival de Mar del Plata y el Bafici) plantea un retrato de su obra, sus influencias, sus conexiones -especialmente con Le Corbusier-, sus obsesiones. Y lo hace con una solidez notable, una lógica expositiva clara, que explica sin caer en demagogias didácticas ni en formas meramente informativas. Amancio Williams es una película clara y a la vez sofisticada, que rodea sus temas y a su retratado con recursos variados: entrevistas, claro -bien dosificadas, bien montadas, que nunca se extienden de más-, observaciones de construcciones, planos de bocetos y de espacios proyectados. Y material de archivo que inevitablemente muestra un pasado más creativo, más pujante, menos pobre que el actual. Por otra parte, el film logra de forma consistente esquivar el habitual riesgo de musicalización en modo televisivo de muchos documentales al decidirse por las composiciones del padre de Amancio, el músico Alberto Williams, y usarlas de forma sutil, climática, sobria. La película también funciona como un retrato en el tiempo de "la casa sobre el arroyo", o "la casa puente", la obra más conocida de Williams (además de la Casa Curutchet de La Plata, que diseñó Le Corbusier, pero cuya obra dirigió Williams, incluso con variantes). La casa sobre el arroyo no sólo es importante en la obra de Williams, también es una de las construcciones destacadas en listas de obras arquitectónicas de todo el mundo. El eje puesto por el film sobre esa casa funciona de forma descriptiva (el montaje y los recorridos aportan a la relación interior-exterior buscada por Williams) y de forma narrativa, al contar sin ripios el triste destino del inmueble, dentro del triste destino de la cultura relevante del siglo XX en esta Argentina contemporánea.
Dinero, secretos y falsificaciones Hay estrenos con muchas copias, con muchos horarios, en todo el país, como será el caso de Relatos salvajes, la semana que viene. Hoy, a las 22, en el Malba, será el turno de otra película que también forma parte de lo más atractivo del cine argentino de 2014: Mauro, de Hernán Rosselli. En un horario por semana, en una sala, la película argentina considerada la mayor sorpresa argentina del último Bafici -en donde ganó el premio Fipresci y el premio especial del jurado- buscará público como para ganar más semanas, más horarios, quizá más salas. Mauro es la historia del discreto Mauro, que es "pasador". Es decir, alguien que compra cosas para pasar billetes falsos. También están Marcela y Luis. Ella está embarazada de pocas semanas. Luis y Mauro instalan un pequeño taller de serigrafía para falsificar billetes. Mauro conoce a Paula en un bar. Hay más personajes y todo un mundo desplegado alrededor de ellos, un mundo con su propia lógica, sus diálogos, sus jerarquías. A diferencia de El dinero, la magistral última película de Robert Bresson que ponía el centro de la tragedia en un billete falso y su circulación, en la ópera prima de Rosselli la actividad con los billetes es un contexto laboral, una actividad que sirve de fondo -significativo- para la vida de los personajes. Y de sus diálogos. Una de las claves del Nuevo Cine Argentino de los ?90 fue preocuparse porque el habla de los personajes tuviera su lógica, que podía ser un artificio consciente (Rapado, de Martín Rejtman) o un intento de plasmar el habla cotidiana (el cine de Perrone, Pizza, birra, faso, de Caetano-Stagnaro; Mundo grúa, de Pablo Trapero). Mauro imprime verdad en sus diálogos. Es una película hablada, conscientemente hablada, una película cuyos elementos se notan pulidos, decantados. Cuenta su director: "Mauro fue un proceso que duró cuatro años. El primer año hice la investigación y compré los equipos, mientras ensayaba con Mauro Martínez, que fue el motor del proyecto. Escribí un monólogo bastante largo que ensayábamos una y otra vez. En el texto contaba algunas experiencias personales y algunas historias relacionadas con el sexo y el deseo. Lo filmamos una y otra vez en bares, plazas. De paso yo mismo ensayaba la puesta de cámara, la fotografía y la toma de sonido. Después se sumaron Santiago Hadida, como socio, ayudándome en el sonido y la producción. Y Juliana Risso, José Pablo Suárez y Victoria Bustamante. Los ensayos con ellos fueron más fluidos, porque, después de un año de trabajo, Mauro Martínez ya encarnaba el registro y el tono que yo quería para la película. A partir de ahí fuimos filmando y editando en simultáneo. Casi no hubo períodos de preproducción, producción y posproducción, fue todo un mismo proceso. No es que improvisáramos mucho. Hay escenas, de algún modo más nucleares, que parten de un texto muy trabajado y escenas a partir de pautas más débiles. Había un guión tradicional de 120 páginas que escribí durante el primer año de ensayos, pero que boicoteamos todo el tiempo. Siempre estaba más dispuesto a filmar cualquier idea, por más simple y tonta (o quizá por eso, mejor) que surgiera en el momento del rodaje, con los objetos y las situaciones del lugar, que lo que había escrito en mi casa solo. Desde el principio estaba esta idea de la narración elíptica, una cierta idea de madurez narrativa, que se lleva por delante al espectador en términos de información". Rosselli -que anota que para Mauro tuvo como referencia el cine francés de los 70, el de Pialat, Eustache, Garrel, Doillon: un cine desencantado y fundamental- se anima a dotar al trajinado realismo del cine argentino de variaciones, de intimidad creíble, de música, de súper 8. De recursos que se integran en una narrativa que fluye sin ripios, con una puesta en escena y un montaje conscientes, reflexivos, que hacen de esta película uno de los grandes estrenos argentinos del año, aunque se exhiba sólo una vez por semana.