El guionista de esta película, Mark Andrus, es el de Mejor imposible, otra película con un señor en proceso de ablande. En esa película de 1997, el caso era Melvin Udall (Jack Nicholson), un obsesivo-compulsivo. Aquí es Oren Little (Michael Douglas), egoísta y excesivamente gruñón agente inmobiliario. Juntos pero no tanto es una Mejor imposible -no deja de ser curioso que los títulos de estreno locales de ambas películas lleven puntos suspensivos- con menos filo y menos brillo, y con muchas menos chances de perdurar tanto como la película de James L. Brooks en la memoria cinematográfica. Dirige Rob Reiner, es decir el mismo de This Is Spinal Tap, Cuenta conmigo, Cuando Harry conoció a Sally y Misery (también tiene otros títulos no tan memorables, sobre todo últimamente). Reiner también actúa en Juntos pero no tanto en un papel secundario, como pianista con peluquín. Su gran personaje de la temporada, sin embargo, no es éste, sino el desaforado padre del aún más desaforado DiCaprio en El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese. Establecidas las comparaciones poco favorables, hay que apuntar que Juntos es una comedia romántica protagonizada por un señor de 69 años y una señora de 68 (Diane Keaton, que interpreta a una cantante viuda) que se plantea como de alta intensidad. En este contexto, significa que a: se revelarán muchos hechos del pasado de estos personajes con un alto componente emotivo; b: en el presente les pasarán cosas -la aparición de una niña, un parto- también con alto componente emotivo; c: la velocidad a la que se presentarán a y b más los numerosos chistes -verbales, algo de slapstick- será muy alta. Juntos pero no tanto es una comedia romántica con protagonistas de casi setenta años planteada rítmicamente como para competirle a la película más vertiginosa que se encuentre en cartelera. En un menú cinematográfico que es mayormente un mix de títulos argentinos y películas con muchos efectos especiales, Juntos hasta puede destacarse a pesar de -o gracias a- todos sus convencionalismos. Los defectos ya apuntados y una música excesiva que comenta y subraya demasiado tienen como contrapeso un director que -si bien claramente ya no es el de antes- puede narrar con eficacia en medio de tanta velocidad emocional y cómica. Además, hay muchos diálogos perfectamente escritos y bien dichos, bien interactuados por los dos protagonistas, y aún mejor por Douglas y la veterana Frances Sternhagen, que crean una relación de amistad laboral digna de la mejor tradición de la comedia screwball de los años 30 y 40 del siglo pasado..
Luego de Tótem, Franca González cambia el oeste canadiense por el extremo sur de la Argentina y se interna en Tierra del Fuego, en el pueblo de Tolhuin, en donde las temperaturas, las heladas y las nevadas -además de una infraestructura no demasiado robusta- hacen la vida difícil, áspera, complicada. Además, en invierno -o cuando es más invierno, cuando oscurece muy temprano- la gente del pueblo suele recluirse aún más. Aquí los personajes retratados son más que en Tótem, y vamos pasando de uno a otro de forma alternada. El eje principal -o centro magnético al menos- es Roberto, un señor de bigotes que tiene el empuje, la bonhomía y el entusiasmo como banderas. Y decide proponer un Carnaval invernal como un modo de hacer salir un poco a la gente de sus casas. Pero ese vector narrativo recién se establece luego de un rato, en el cual Franca González pivotea sobre diferentes habitantes, muestra sus actividades, con muy buenos hallazgos de observación: revelador momento el de cocinar con agua congelada, casi de aventura el del camión rescatado, hermoso el registro de la diversión con los diversos trineos sui géneris. Luego viene la propuesta del Carnaval con sus repercusiones. A partir de ese momento, toda deriva desde ese eje principal hace que se desajuste parcialmente la lógica narrativa, que la película experimente cierta laxitud, un poco de pérdida de tensión. Justo antes del Carnaval se dispone una espera -tal vez un estiramiento- que impide mayor y mejor cohesión a este documental. De todos modos, Al fin del mundo es una experiencia fuerte -y más en una sala de cine- en términos visuales, sonoros y también en cuanto a los retratos -en varias ocasiones con especial cercanía- de los protagonistas. En ese aspecto, nos deja con ganas de saber más de ellos. González mantiene su estilo, su sobriedad, su rigor. Así, dispone una base segura para observar y propiciar los hallazgos, aunque a veces ese rigor endurece las formas y limita algunas posibilidades, como la de extraer -o compartir- más información de los retratados. Pero esas carencias se ven notoriamente superadas por los buenos momentos y también por los asombrosos (que a veces consisten en una conversación creíble, genuina), que se producen con frecuencia, y para mejor en un ambiente alucinante. No hay muchos documentales argentinos contemporáneos que trabajen con tanta meticulosidad y seriedad temas que se vayan más allá de los tres o cuatro asuntos histórico-políticos que se repiten sin cesar para agradar a los funcionarios de turno.
La plaza Canadá, en Retiro, tuvo un tótem donado por ese país de América del Norte-, desde la década del sesenta hasta 2008, cuando el gobierno de la ciudad de Buenos Aires decidió quitarlo en fragmentos porque afirmaba que no estaba en buen estado de conservación. Se decidió pedir a Canadá otro tótem, luego se frenó el pedido y luego se volvió a avanzar. La película de Franca González (Liniers, el trazo simple de las cosas, que también transcurría en parte en Canadá) no se ocupa de los vaivenes administrativos, sino que los anota escuetamente mientras se interna en la isla de Vancouver, al oeste de Canadá, para ver cómo se hacen los tótems, cómo es la relación del pueblo kwakiutl con ellos. González filma desde la tala de los impresionantes árboles hasta detalles del tallado y de las herramientas que se utilizan para trabajar la madera. El protagonista es el tallador Stan Hunt, que aprendió su arte por herencia familiar y que se dispone a tallar el monumento de remplazo para la plaza Canadá de Retiro. González a cargo de la investigación, el guión, la dirección y la fotografía propone un documental plácido, sólido, seguro de lo que quiere contar y de cómo hacerlo (a diferencia de la más errática aunque más variada película sobre Liniers). Sin embargo, en esa seguridad también reside su debilidad: por momentos a la película parece llevarle demasiado tiempo la necesidad de contemplar, de cumplir con el estilo sobrio que se impone. Si bien las imágenes son en general bellas, la película tiende al estancamiento al mostrar las actividades de Hunt y sus declaraciones, que son amables pero no carismáticas. Las imágenes de archivo tienen un montaje más convencional, pero a la vez inyectan algo de variedad y velocidad. Y lo mismo sucede con las fotos que sacan los Hunt para contar la última parte del proceso (González se había vuelto ante la incertidumbre acerca de las órdenes de Buenos Aires). Esas fotos aceleran la narración con económica gracia. Finalmente, el tótem llega a Buenos Aires y la directora filma su instalación en la plaza. Ahí su estilo distante, límpido, prolijo y detallista para observar se potencia por el componente narrativo de la situación. Esa secuencia final es la prueba de que el cine de esta realizadora pampeana se beneficiaría con mayor espesor narrativo para sacar verdadero provecho de su por otra parte inobjetable planteo de registro y observación.
Cinco películas entre 1968 y 1973 y una desabrida remake de Tim Burton del primer film eran el conjunto de la franquicia de El planeta de los simios hasta que llegó (R)evolución (2011), un relanzamiento, una nueva puesta en perspectiva del miedo a que otra especie nos pelee el dominio del planeta. La película, dirigida por Rupert Wyatt, no transcurría -como las originales y la de Burton- en un futuro lejano, sino en el presente. Para la secuela de ese éxito y de esa muy buena película que pocos esperaban se cambió de director -Matt Reeves-, pero no de espíritu. El planeta de los simios: confrontación continúa en la línea de (R)evolución. Sube la apuesta en presupuesto y en secuencias multitudinarias, pero el acento sigue puesto en el desarrollo de los protagonistas y sus cambios. Los personajes -humanos y simios- miran el estado del mundo, se miran entre sí, observan, piensan, deciden y actúan. Paisaje posapocalíptico para los humanos: la gripe de los simios ha arrasado con casi toda la población. Paisaje fundacional para la sociedad de los simios: ¿cómo será su futuro? Ése es el planteo principal, pensado en función de cómo será la relación entre ambas especies cuando se encuentren. El simio protagonista, César, representa la mirada de la civilización, mientras que su lugarteniente Koba encarna la barbarie y el populismo vengativo. Desde esas dos miradas -y de su contacto con los humanos- la película construye su tensión. Y Confrontación es una película tensa, en la que la acción, pero también los diálogos están cargados de peligro latente o efectivo. La desconfianza -de una especie frente a otra, y entre congéneres de la misma especie- es la guía: las respuestas de los personajes ante ella los definen. Con esa base, Confrontación se presenta como una película cambiante, en función de la energía de esa tensión: cuando hay más momentos de decisión antes o durante la acción, el film crece en emoción; cuando las decisiones ya están tomadas y hay acción, crece en espectacularidad. Más allá de la deslumbrante secuencia inicial de cacería en el bosque (que recuerda al magistral inicio de Apocalypto, de Mel Gibson), Confrontación logra que algunos de sus mejores momentos sean los basados en pequeños detalles y no tanto en el despliegue de perfectos efectos digitales: la lluvia de hojas que indican el movimiento en las copas de los árboles, el simio que actúa (con conciencia de estar actuando) como simio. Toda la película es de una perfección visual apabullante y replantea las posibilidades del futuro de las imágenes de la industria, tal como lo hizo Avatar. Con un poco más de cohesión para no tener tantas oscilaciones rítmicas narrativas y mejores -o incluso menos- personajes humanos estaríamos ante una película memorable. Pero no exijamos tanto en este año: hasta el momento, sólo Al filo del mañana, con Tom Cruise, ha sido mejor que El planeta de los simios: confrontación en el Hollywood de alto presupuesto modelo 2014.
Efectiva y simpática, pero no mucho más Una secuela de una película que podía considerarse un derivado de Cars (así se promocionaba). Y las dos Cars, por más fanatismo y venta de juguetes que hayan generado, nunca han estado están entre lo mejor de Pixar (Aviones no es de Pixar, pero tiene producción de John Lasseter). En fin, que las expectativas ante un producto como Aviones 2: Equipo de rescate no son las mismas que ante cada nueva película de Pixar o de las más grandes de Disney. Además algunos tenemos que hacer el esfuerzo creer -como espectadores- en esos aviones, coches y máquinas diversas que son los personajes de estos universos: no hay "personas" aquí; hay vida en las máquinas, en los aviones y en los autos que hablan, tienen ojos (incluso anteojos), se enamoran, aprenden, etcétera. Dusty, el avión protagonista de la primera película, tiene ahora un problema mecánico, y además existe necesidad de tener un "bombero" más en la pista, así que el héroe irá a aprender a ser avión hidrante a otro lado, a un lugar turístico en verano, en la temporada en la que hay muchos incendios forestales. Por supuesto, aparecerán nuevos personajes (la avioncita enamorada, el helicóptero severo e íntegro, otro que filosofa extrañamente, otros pequeños y graciosos, etc). Así, claro, habrá nuevos juguetes para vender. Aviones 2: Equipo de rescate es, más que una película, un buen estándar industrial: personajes simpáticos, chistes efectivos y abundantes, espectacularidad de la animación, musicalización fuerte, valores de amistad y solidaridad, movimiento, brevedad cuando tiene que haberla, decisiones de producción antes que de dirección. Con esos elementos, de todos modos, se demuestra que puede hacerse una película que está a buena distancia de animaciones bochincheras y descalabradas como Río 2. A veces no se necesita una gran personalidad artística sino apenas un poco de decoro para vender una franquicia -o una subfranquicia-con módicas dosis de amabilidad, humor y aventura, y lindos colores. Y con una potente secuencia musicalizada con "Thunderstruck", de AC/DC, canción cuyos derechos no deben haber sido baratos.
Remake innecesaria Razones para hacer una remake hay muchas: porque pasó mucho tiempo desde la original, porque un director quiso apropiarse de una historia ajena, porque un director rehizo una de sus propias películas (Hitchcock con El hombre que sabía demasiado versión 1934 y 1956; Michael Mann con Made in L.A. y Heat). También hay remakes para traducir un film al inglés y venderlo en los Estados Unidos. En el caso de este Oldboy de Spike Lee se impone un "¿Para qué?" gigante. También un "¿por qué?". Lee reversiona, nueve años después, la película de Park Chan-wook. La historia se traslada a Nueva Orleáns: hay un hombre al que encierran sin explicaciones en una habitación durante muchos años. El señor encerrado sale y tiene -quiere- encontrar a sus captores. Hay bastante violencia y momentos que se hacen difíciles de mirar por la sangre y las torturas. Pero el punto no es qué sino cómo: Lee comienza con un poco de exuberancia estilística y luego va achatando, adormeciendo su película, olvidando la intensidad del film coreano y convirtiendo su Oldboy en una de esos relatos que nos imponen la intriga del desenlace antes que el disfrute del proceso. Sin sentido visual ni melodramático, la Oldboy de Lee avanza hacia un final bochornoso a tantos niveles que nos hace olvidar que al principio había una película que incluso como remake sin demasiada reelaboración, podría haber funcionado, ayudada por la estirpe clásica de Josh Brolin y la mirada acuosa de enorme poder fotogénico de Elizabeth Olsen. Y, claro, porque Lee ya ha demostrado ser un director con nervio y potencia (Haz lo correcto, El plan perfecto, S.O.S. verano infernal y sobre todo la memorable La hora 25). Pero aquí pasa de una situación a otra como si la púa hubiera saltado en un long play (la "gran pelea" es abrupta e inverosímil) y avanza hacia una resolución basada en traumas ex-pli-ca-dos del pasado, con otra actuación atroz de Sharlto Copley. Para colmo, Lee ni siquiera tuvo el corte final del film: el estudio hizo 104 minutos de los 140 que propuso el cineasta ¿Para qué hacer esta remake en esas condiciones?
Un espejo que sabe cómo atemorizar El director Mike Flanagan es el mismo de Ausencia, una película de terror ultraindependiente estrenada en la Argentina el año pasado. Había unos cuantos méritos en ese film, principalmente la confianza en el poder de la narración tersa para crear misterio. La película no cumplía con todo el potencial de su planteo, pero de todos modos hacía esperar con interés su siguiente proyecto. Oculus es otra película de terror que promete más de lo que cumple, pero aun así reafirma a Flanagan como un realizador a tener en cuenta en el panorama del género, muy abundante en títulos, pero no tanto en directores con personalidad o al menos con pericia para narrar. Como hizo Wes Anderson con Bottle Rocket -que fue corto y luego largo-, Oculus es una reelaboración de un material previo del realizador, un mediometraje de 2006 acerca de un espejo maldito, embrujado y malvado. Oculus, el largo, se ordena en dos tiempos, un pasado traumático y trágico y un presente que intenta resolver y terminar de aclarar ese pasado que derivó en muertes, dolor y culpas. En la primera parte del relato predomina el presente, con la recuperación del espejo por parte de la decidida Kaylie y la vuelta a la casa familiar de la tragedia, que intenta que su hermano Tim la apoye y la ayude en su plan de enfrentarse a los poderes del objeto antiguo. Esos momentos en los que Kaylie se reencuentra con el mueble malvado y dispone toda una ingeniería tecnológica y de supervivencia para enfrentarse con él son los mejores, los más sólidos en su lógica, sobre todo por la promesa de aprovechar las posibilidades y las licencias del subgénero de película de terror "de objeto embrujado". En esta promesa, es clave el animado relato de Kaylie acerca de las maldiciones previas del objeto, que evidencia el poder y el embrujo de los cuentos pensados y planeados para asustar. A partir de la disposición del enfrentamiento, la película debe lidiar con la necesidad de narrar las peripecias en ambos tiempos. El montaje del propio Flanagan no es el principal sostén del pase de un tiempo a otro, sino más bien el movimiento y la disposición espacial de los personajes en la casa, protagonista tanto en el pasado como en el presente. La tensión y las presencias macabras aumentan, así como ciertas arbitrariedades derivadas de no definir con claridad los poderes del vidrio laminado con bello marco. De esa forma, la película pierde parte de su encanto: si no tenemos claro el espectro de posibilidades que pueden sucederse, la narrativa es menos satisfactoria. Oculus, a medida que progresa, se apoya más en esos "poderes", en las apariciones fantasmales y en las imágenes sangrientas que en el ambiente y la lógica espacial, lo que le termina restando eficacia. Pero más allá de estos defectos, Oculus prueba una vez más que, con un poco más de rigor en las derivaciones lógicas de sus fascinantes planteos iniciales, Flanagan será uno de los nombres relevantes del género en los próximos años.
Eastwood en su prolongado esplendor Aclaración: acá a Jersey Boys le impusieron como título “Jersey Boys: Persiguiendo la música”. Un agregado que difícilmente pueda ser más feo e inútil. Así que en esta crítica la llamaremos Jersey Boys y que persigan lo que quieran. Vamos a lo nuestro. Clint Eastwood sabe todo. Desde esa sabiduría entrega una película extraordinaria como Jersey Boys. El mundo está tan confundido que Maléfica tiene mejor promedio en las críticas estadounidenses que la película de Eastwood, además de mucho más público. Pero Eastwood no está para ocuparse de esos detalles. A los 84 años sabe que se está despidiendo. Tuvo tiempo de hacer su trilogía testamentaria, a saber: Gran Torino (2008), un legado sacrificial cascarrabias, gruñón y humanista, que ponía en perspectiva crítica su carrera como director y sobre todo muchos de sus personajes como actor. Gran Torino y el sacrificio para terminar con el ciclo de la violencia. Su siguiente película fue Invictus, de 2009: testamento político-social con los ojos sobre la figura de Mandela: el fin de la violencia mediante la reconciliación, la seguridad de la paz para apaciguar el rencor. En las dos películas, por supuesto, el objetivo era contar historias. Testamentos narrados, con esa facilidad para contar que hace de Eastwood el gran clásico contemporáneo desde hace décadas. Para cerrar la trilogía testamentaria vendría una de las películas más incomprendidas de su carrera: Más allá de la vida (Hereafter, 2010). Un relato con la muerte como tema pero no como centro: el centro, nos decía Eastwood mediante su cine al cumplir 80, está de este lado, acá. Eastwood hizo su trilogía testamentaria no por la cercanía con la muerte sino porque permanece vivo, vital y sabio. Luego de tener el tiempo de su lado para cerrar este segmento de su carrera, siguió filmando, para continuar contando la historia de su país: J. Edgar en 2011 y ahora Jersey Boys, dos películas sobre décadas pasadas, sobre momentos definitorios americanos. Jersey Boys es, en primer lugar, una película esplendorosa. De alguien que exhibe una sabiduría cinematográfica fuera de lo común. La historia de Frankie Valli y los Four Seasons se cuenta con gran concentración y claridad. Y con esa tersura y fluidez de las que son capaces los que saben hacer aparentemente sencillo lo difícil. Pero además Jersey Boys logra ser múltiple hacia tantas direcciones que asombra. Lo de siempre con los clásicos: la historia en la superficie es apasionante, divertida, deslumbrante. Y en el fondo, en los marcos, más allá y más acá, la mirada del artista sabio y cabal la llenan de ecos, de sentidos, de una riqueza descomunal. Jersey Boys es el retrato de las décadas clave del capitalismo americano en su esplendor: los cincuenta y sesenta, una sociedad esperanzada, activa, renovada, energética: “si trabajás duro vendrán los logros”, dice el mafioso más amable de la historia del cine, interpretado en estado de gracia por Christopher Walken (Eastwood, con un plano corto al final, además, lo inviste con otro de sus estados de gracia, ese que tuvo bajo la música de Fatboy Slim). Obviamente, Jersey Boys es una película sobre el mundo del espectáculo, sobre los grises, el barro y también las luces del éxito. Es una película sobre la música, sobre cómo las armonías vocales de estos muchachos se imponen con claridad, cómo las canciones de uno o de los dos Bob eran hits inmediatos. Y, además, es una película sobre “salir del barrio”. El personaje con mayor apego por los códigos barriomafiosos no será favorecido por la mirada del director, que con dos o tres apuntes sutiles (ese abrazo incompleto en la coda de 1990, por ejemplo) establece su punto de vista sobre los hechos, o mejor dicho establece su ficcionalización de los hechos. Claro, también es una película que dialoga de forma explícita con Buenos muchachos de Martin Scorsese, desde un montón de detalles. Aquí en esta recomendable crítica de Juan Pablo Cinelli están muchas de esas conexiones. Sin embargo, Jersey Boys está lejos de ser una película scorsesiana. La de Eastwood, cuando es comedia es una comedia feliz, cosa que Scorsese recién pudo hacer con El lobo de Wall Street. Eastwood -vean Un mundo perfecto por ejemplo- casi siempre supo cómo resaltar la luminosidad incluso en el dolor y el pesimismo. Y, claro, Jersey Boys, como se dijo, sale de la oscuridad mental del barrio, apuesta por esa salida, y ahí volvemos a las opciones de Buenos muchachos. Eastwood, sabio, sabe que se puede salir del barrio sin necesidad de traicionar. Mejor dicho, que la salida del “código barrial” es una opción o necesidad de otra clase. El honor no es quedarse en el sistema del barrio, el honor pasa por superarlo, por eliminarlo de las coordenadas vitales. Jersey Boys, por otra parte, a pesar de estar basada en una comedia musical de Broadway, no es una comedia musical cinematográfica: las canciones no irrumpen en la acción y no se baila y no se canta en situaciones que no sean de baile y canto per se. Los personajes no pasan de hablar a cantar, más bien al contrario: son las canciones las que a veces se interrumpen para que los personajes nos relaten -a cámara- situaciones. Eastwood deja de lado los artificios típicos del género para poner otro artificio en su lugar. Tanto no es una comedia musical que el momento que pertenece a ese género -con su artificio clásico- está en los créditos finales, por fuera del relato principal. Es como si Eastwood aceptara que el género, tal como lo concibieron los clásicos, es hoy imposible. Otro elemento que aleja a la película de la comedia musical es que ese género no tenía un lugar para la muerte, para el dolor máximo. La manera en la que Eastwood dispone narrativamente ese momento de dolor evidencia una vez más su maestría, y así aumenta la potencia a la que puede llegar esta historia en sus manos. Para el dolor no recarga, son momentos de genuina sobriedad . Poco después, el momento de máxima carga musical se hará eco de la situación anterior y ahí se abre la reverberación fuerte de las emociones. Porque Eastwood sabe. Y también sabe que el manejo de los acentos emocionales es una prerrogativa del narrador, no una imposición de los hechos o de su sucesión ficcional. Y si maneja y acentúa Eastwood, sepan disfrutar del viaje. Desde aquí no queda mucho más que agradecerle al californiano nacido en 1930 y volver a ver Jersey Boys.
Otra película de fantasmas, con una casa embrujada a la que llega una familia. La originalidad no es el valor fundamental del cine, o al menos no es su valor definitorio. De hecho, con los mismos elementos apuntados, James Wan hizo el año último una película excelente como El conjuro. Lamentablemente, La invocación es otra cosa. No apuesta a una forma tersa y clásica, y eso que por momentos, sobre todo al principio, parece adivinarse que tal elección estaba al alcance de la mano. Pero la película se decide por: a. Los golpes de efecto, que aunque no son excesivos sí son facilistas, como ese paralelo entre los tres hijos y los otros tres en montaje vaporoso. b. La obviedad expositiva que hace que todo se adivine muy temprano. c. La falta de lógica narrativa, con los fantasmas ya activos antes de "la invocación", con la idea de cerrar una puerta ¡para que no salga un fantasma!, con la actitud despreocupada de varios miembros de la familia ante lo evidente. d. La displicencia irritante y de bajo vuelo para despachar una película cuando se tienen los elementos para hacerla mejor, para no abandonarse a la indolencia. En estos films irrelevantes, a veces se encuentran detalles agradables. En este caso hay dos presencias atractivas, dos actrices con actitud y brillo propio. Una es la australiana Jacki Weaver, de Picnic en las rocas colgantes, de Peter Weir (1975), recientemente nominada al Oscar por El lado luminoso de la vida. La otra es la indómita inglesa Ione Skye, de Digan lo que quieran, con John Cusack (1989), y el hit indie de 1992 Nafta, comida, alojamiento, de Allison Anders. Pero la película no sabe qué hacer con ellas, sobre todo en el caso de la atractiva Ione Skye. La desaprovecha con pocos minutos en pantalla, así como desaprovecha las tradiciones más nobles del cine de casas embrujadas. Ni gracia arquitectónica le ponen.
Uno de los más sólidos directores de comedia del momento, Nicholas Stoller, ha logrado el gran éxito de su carrera con Buenos vecinos. Una recaudación de 130 millones de dólares solamente en los Estados Unidos, con un presupuesto de sólo 18 millones puede cambiar una carrera para siempre (Stoller venía, además, de un fracaso con la muy buena The Five-Year Engagement, no estrenada en la Argentina). Forgetting Sarah Marshall y Get Him to the Greek son otras de sus comedias también recomendables. Ninguna de esas tres tenía un esquema argumental muy transitado. Con Buenos vecinos, Stoller apeló a la fórmula de los vecinos en conflicto, ya usada muchas veces en Hollywood (Los vecinos, con John Belushi y Dan Aykroyd por ejemplo). La película trata de una pareja con una bebe y de los que llegan a la casa de al lado, una fraternidad universitaria en plan fiesta sobre fiesta. La pareja está integrada por el canadiense Seth Rogen (uno de los mejores comediantes de la actualidad) y la excelsa australiana Rose Byrne (de Damas en guerra); los vecinos están comandados por Zac Efron. Si Rogen es una fuente abundante de comicidad, aquí Efron demuestra que bien marcado puede ser muy efectivo. Contar detalles argumentales no tiene sentido -ya demasiado adelanta el trailer- pero la descripción del humor de esta película debería hacer notar que hay diálogos cortantes, veloces; chistes sobre y desde los modos de hablar (en eso brillan Rogen y Byrne); humor físico con efecto sorpresa perfecto; crudeza en los chistes sexuales; salvajadas varias en términos de humor con drogas y escatología diversa. Hay chistes, gags, golpes, tácticas y estrategias en un entramado humorístico elaborado, y la película adquiere velocidades diversas: cuando muestra la guerra entre vecinos es pirotécnica, pero fuera de la batalla y las fiestas la película es menos energética. Stoller sabe manejar diferentes compases cómicos, y al desacelerar evidencia por un lado un defecto (el exceso de música que explica la situación, habitual en tantas comedias de Hollywood) y por otro una virtud: su capacidad para contar una segunda historia por debajo de la primera, tan habitual en la tradición clasicista del cine estadounidense. Stoller decide que su film con más apariencia de ser una mera sucesión de chistes no será sólo eso. A esos chistes, que son muchos y no pocos son extraordinarios, Stoller los dispone por encima de una historia sobre el paso de los años, sobre la expectativas sobre el futuro y, sobre todo, sobre diversos límites y posibilidades. Esa es la magia de una película como Buenos vecinos: diversión salvaje y escatológica con humor adolescente en medio de una mirada que siempre se sabe adulta. De esa combinación nace una película en la que la risa fuerte y la diversión bestial no dejan de lado la lucidez, incluso cierta amargura. Los grandes cómicos siempre tienen zonas oscuras. La película propone una excursión a algunas de las idiosincrasias más polémicas del sueño americano (el suburbio como encierro doméstico y barrial y la fraternidad como encierro en la adolescencia eterna), las hace chiste y desde el chiste presenta no una sino dos pinturas generacionales, las definidas por los Batman de Michael Keaton y Christian Bale.