Parodia esquemática En algún momento, las parodias formaron parte del mainstream y gozaron de cierta consideración: el cine de Mel Brooks o películas como Top Secret!, La pistola desnuda, ¿Y dónde está el piloto? llegaban a un público amplio. También hace décadas los actores negros podían ser supertaquilleros en la Argentina, como por ejemplo Eddie Murphy en los ochenta. En los últimos años, los grandes éxitos protagonizados por estrellas negras apenas llegan a la cartelera local más allá de Denzel Washington. In-actividad paranormal o ¿Y donde está el fantasma 2?, protagonizada y escrita por Marlon Wayans (Scary Movie), parodia las últimas películas de terror (El conjuro, principalmente) y también de la obsesión o facilismo del género por el uso y el abuso de la cámara en mano. También se agregan al cóctel menciones a la actualidad de famosos en Estados Unidos (que en ocasiones pueden escaparse) y a la obsesión por la corrección política. Los chistes acerca de los estereotipos sobre los negros y sobre los mexicanos se suceden hasta con gracia y velocidad. Wayans por momentos acierta en la gestualidad, en el humor físico (gran pelea con un gallo), en lo demente y descerebrado de algunas situaciones (los perros, el sexo con la muñeca) y hay que decir que se carga la película al hombro, a veces hasta el punto del exceso y de convertir esta parodia en un unipersonal cómico con algunos efectos especiales y referencias a posesiones demoníacas como ingrediente principal (aunque también a Breaking Bad). La película está lejos del desastre y hay que decir que no es más floja que la más respetada A Million Ways to Die in the West. El gran problema de In-actividad paranormal 2 no es que carezca de chistes o que hable más de lo que muestra sino que no tiene el menor respeto por sí misma: los personajes serían más atractivos e impedirían la sensación de estiramiento si estuvieran mínimamente construidos y existiera algún tipo de entramado más allá de las referencias a otras películas. Ser una serie de notas al pie cómicas es el lugar que tiene (o se ha asignado a sí misma) esta película, y es lo que pasa en general con la parodia hoy en día. De esta manera el subgénero que se ha convertido en marginal, con el descenso de categoría y calidad que eso conlleva.
Emma Thompson y Pierce Brosnan son un ex-matrimonio que suma más de un siglo entre las edades de ambos. Ingleses, profesionales y de buen pasar económico, saben provocarse verbalmente con gracia y amabilidad ingeniosa no exenta de maldad. La hija de ambos parte para la universidad de Edimburgo. El nido vacío y partido. Y está claro, por otro lado, que el pasado de esta pareja no está totalmente atrás. De repente -por una pirueta del guion que plantea de entrada que aquí nada será serio o realista- están en Francia, en el continente, para recuperar su futuro: claro, se indica que el futuro económico-financiero. Pero el planteo general, es fácil verlo, es el de la comedia de rematrimonio, como esa que hizo otro inglés, Alfred Hitchcock, en Mr. & Mrs. Smith en 1941 (no confundir con el bodrio homónimo con Brad Pitt y Angelina Jolie). Love Punch juega a la comedia de rematrimonio con conciencia de sus límites, y juega con una trama que incluye un plan justiciero, el robo de un diamante, la suplantación de identidades, un viaje a París, un viaje a la Costa Azul, mucho humor inglés, citas a otra película de Hitchcock como Para atrapar a un ladrón (también en la Costa Azul, protagonizada por Cary Grant y Grace Kelly), más humor inglés, buenas dosis de absurdo, unos cuantos guiños a la edad de los protagonistas, un verosímil disparatado en la mitad o más de estas y otras situaciones y la prestancia y la habilidad para jugar estos y otros juegos por parte del dúo Thompson-Brosnan y de su pareja de amigos interpretados por Celie Imrie y Timothy Spall, reciente ganador como mejor actor en Cannes por Mr. Turner de Mike Leigh. Entre los cuatro hay una fluidez actoral asombrosa, y la que domina es Thompson en un estado de fotogenia permanente y con mucha velocidad para hablar, moverse y resolver con energía todo lo que se le presente, tanto es así que deja a Brosnan -que sabe de acción- casi como su ayudante de lujo. Spall, con un personaje que es el comic relief dentro de una película que es en su totalidad un comic relief, parece haber disfrutado mucho con su personaje, y lo transmite. El director -claro, inglés- Joel Hopkins ya había dirigido a Thompson en Tu última oportunidad, mezcla de drama con comedia romántica liderada por Dustin Hoffman. En Love Punch apuesta un pleno a la comedia y al amor y las pasiones luego del medio siglo de vida, afortunadamente sin resguardos lacrimógenos de ninguna clase. Lo hace, eso sí, mediante una despreocupada máquina de convencionalismos. En ocasiones esa máquina -sobre todo si se tienen actores de carisma excepcional, buenos paisajes, ritmo y atención para los detalles- puede ponerse a funcionar con claridad de propósitos y obtener algunos brillos por encima de la medianía, para así volver atractivo el paquete y su presentación, con moño grande y colores vistosos. Y con Emma Thompson en uno -otro- de sus mejores momentos.
Ya pasaron diez años desde Como si fuera la primera vez (50 First Dates) y dieciséis desde La mejor de mis bodas (The Wedding Singer), dos comedias románticas notables, dos películas bien Sandler y dos pruebas contundentes de que el actor y Drew Barrymore poseen una química poco común. Ahora ambos vuelven a otra película protagonizada y producida por el cómico neoyorquino. Sandler no dirige, pero su filmografía -salvo en excepciones como Punch-Drunk Love, de Paul Thomas Anderson, y Funny People, de Judd Apatow- suele pertenecerle y se reconoce entre otras cosas por un humor furioso, desatado, veloz y con altibajos aun cuando trabaje con diferentes directores. En sus films suele haber profusión de chistes casi sin filtro, sin pausa, como si se tratara de probar un muestrario a veces abrumador. Por un lado, uno no puede creer que algunas situaciones hayan pasado los filtros del cine industrial y por otro, los aciertos son un prodigio de velocidad, originalidad, timing e inventiva. Luna de miel en familia no sorprende: Sandler y Barrymore parecen haber nacido para actuar juntos (aquí con el agregado de la variante odio-amor que funcionaba también y tan bien en Una esposa de mentira, la de Sandler con Aniston). Y realmente saben pelotearse, pegarse verbalmente, picarse. Esta película tampoco sorprende por la cantidad de chistes y gags: los hay casi sin pausa y con muy diversa suerte, aunque los aciertos son fulgurantes, explosivos. Hay muchos ejemplos, pero mencionarlos arruinaría el crucial factor sorpresa. Sí se puede mencionar el delirio del comentario musical del "grupo Thathoo", un coro africano comandado por Nickens (es decir, Terry Crews, ese actor enorme que hizo de presidente Camacho en la imprescindible La idiocracia). La mayor parte de esta película transcurre en África, en un resort para familias "ensambladas", lugar al que llegan, por un parche bestial del guion, Sandler y Barrymore (padre de tres hijas y madre de dos hijos, respectivamente). La película es sensiblera a veces, chapucera un poco, tosca en ocasiones y se estira al volver de África. También está llena de ideas cómicas en situaciones de conflicto, en canciones, en diálogos veloces, en respuestas-latigazos, en humor físico preciso y eficaz (el chico dormido, el "masaje" de dedo). Como en casi todo el cine de Sandler, hay publicidades descaradas de comida, de lugares, de ropa: el consumo estadounidense poco sofisticado es su fondo de cocción. Y también, como en casi todo el cine de Sandler, hay un corazón enorme puesto en crear los personajes principales y los secundarios -aquí hay no menos de diez para destacar- y mucha generosidad a la hora de que todos en el elenco tengan chistes para lucirse. Y, por sobre todas las cosas, hay una enorme convicción en su amor por la comedia, un camino bastante eficaz a la hora de disimular o atenuar defectos y descuidos.
El western no es para cualquiera. Acercarse al género cinematográfico por excelencia implica conocimiento, respeto o al menos una noción clara de sus componentes más allá de "los hermosos paisajes". El western potenció a Tarantino en Django sin cadenas; a Sam Raimi cuando era un cineasta con fuego e inventiva en Rápida y mortal, e incluso a los extraterrestres de Cowboys &Aliens de Jon Favreau. Esas películas, y aquellas con componentes de western como Calles de fuego, de Walter Hill, o Los paranoicos, de Gabriel Medina (con ese final de duelo sin balas), sabían de western. Seth MacFarlane -de la sobrevalorada Ted, de la serie Family Guy y presentador de los Oscar 2013- protagoniza, escribe, produce y dirige este "western". Las comillas son intencionales, para poner distancia, y no se deben a que MacFarlane intente hacer una comedia -menos paródica que Locuras en el oeste de Mel Brooks- con los códigos del western. Se agregan las comillas porque MacFarlane hace un western sólo para tomar los elementos exteriores -sí, hay lindos planos del paisaje- y cree que puede hacer descansar buena parte de su película en chistes basados en anacronismos: "La gente vivía poco hace un siglo y medio"; "La corrección política no era moneda corriente"; "Todo era más brutal en la frontera". MacFarlane le aplica una mirada de cómico stand-up a un asunto que desconoce, o que al menos no demuestra conocer. Quienes hacen humor saben que para exprimir al máximo un asunto hay que manejarlo, mirarlo desde diversos ángulos. No es el caso de MacFarlane, que plancha la película, plancha los personajes, usa un timing imposible -los chistes, que no son tantos, se ven venir a gran distancia, con el de la barra de hielo como ejemplo máximo- y agrega escatología cuando no está seguro de que el chiste haya funcionado: el sombrero con diarrea es mostrado innecesariamente por no confiar en el poder del cine. Hace un humor televisivo desde el gesto y desde la redundancia, por eso siente que tiene que dejar bien claras las cosas y cree que puede salirse con la suya al ponerse metadiscursivo e intentar hacer un chiste acerca de explicar un chiste. Pero confía poco en el humor o no tiene muchas variantes- más allá de las referencias sexuales o los guiños pop -chistes pequeños y efímeros-, y su película avanza con una lentitud exasperante. A esta historia básica sobre "el muchacho que no está hecho para vivir en el oeste que debe juntar algo de habilidad y coraje" la apuntala un poco la presencia encandilante de Charlize Theron, que parece moverse con una libertad y una gracia ausentes en el resto (hasta Sarah Silverman está apagada). MacFarlane no se decide por hacer una comedia delirante basada en un western -la utilización de la música es de un convencionalismo apabullante- y cuando finalmente avanza en ese sentido con los indios y el sueño, sobre el final, ya es tarde: el espectador de cine de comedia muere pronto si no hay sorpresa, si no hay comedia sino "comedia".
Reconocido como diseñador de producción (Avatar, Alicia en el país de las maravillas, de Tim Burton; Oz: el poderoso) y por sus efectos visuales (decenas de títulos de primera línea) y premiado en esos rubros, Robert Stromberg debuta como director con una notable impericia: en Maléfica no hay progresión narrativa, no hay fluidez, no hay suspenso, no hay movimiento. Hay muchos ejemplos para señalar en detalle las fallas de esta película. Algunos son la falta de construcción de la lógica espacial -la resolución en el castillo sobre todo- la arbitrariedad de los poderes presentes (¡ay, esas alas!), la presencia de las hadas chiquitas en el reino humano, la quietud soporífera de innumerables escenas que soportan una música trepidante sin motivo. En términos generales, podría señalarse la falta de cualquier tipo de parentesco con eso que Hollywood sabe (o sabía, a juzgar por este aciago 2014) de sobra: cómo contar una historia de forma atractiva. Hay, sí, muchos efectos digitales, abundancia de seres imaginarios -algunos enanos cuyo diseño no está a la altura del presupuesto millonario de esta película-, una protagonista excluyente y una historia conocida de antes contada ahora en modo revisionista. La protagonista también es la productora, y es poderosa. Por lo que preocuparse únicamente por el director es ingenuo, demodé, digno del cine de los 70. Maléfica es Angelina Jolie. UnaMaléfica, claro, distinta, que toma de la villana de La bella durmiente de 1959 dos o tres situaciones (tal vez dos) y cambia la historia. Esta Maléfica ya no es una bruja -ni se menciona esa palabra-, sino un hada despechada: no es más la mala, y eso está claro desde el principio, así que no hay aquí revelación ni sorpresa alguna (que la guionista sea la misma del mayor desastre de Tim Burton, Alicia en el país de las maravillas, tampoco sorprende). Por lo demás, la película es una declaración acerca de lo buenos que pueden ser los padres adoptivos. Angelina Jolie hace una película para decir esto -en 12 años de esclavitud, su marido Brad Pitt produjo e interpretó tuvo un papel aún más ridículo en términos de exhibición de bondad esclarecida- y para dominar cada plano (es notorio que nadie en el elenco está en condiciones de opacarla). Esto es "cine de actor", diseñado alrededor del ego de la estrella. Cine, emoción, gracia, diversión: busquen en otro lado. Maléfica es una película vaciada de poderío. Todo sucede burocráticamente y de forma descuidada: nótese la presentación del "muchachito", o cómo no funcionan los previsibles chistes, o cómo el imposible actor que hace de rey no tiene ningún atractivo como villano. Pero además -y más grave aún- es una toma por asalto a uno de los villanos clásicos, a esa Maléfica dibujada, más sexy, más oscura, más colorida, más intensa y más grande que la vida misma que nos atraía en su demencia maligna. Disney, con esta nueva Maléfica sin intensidad, comete un acto de autosabotaje al atentar contra su Bella Durmiente animada. Ante este ultraje al cine, pedimos que dejen en paz a los villanos y que respeten los sanos miedos que nos formaron como espectadores. O, si van a hacer revisionismo, que sea con sustento cinematográfico y no basado en caprichos inconducentes de actores y actrices.
Cuando el cine de gran presupuesto de Hollywood modelo 2014 parecía hundirse en la mediocridad y la catástrofe (El sorprendente Hombre Araña 2, Godzilla, Maléfica) llegó Tom Cruise -otra vez- para rescatarlo. Cruise es no solamente uno de los mejores actores de su generación, sino que además ha sabido elegir con gran criterio las películas en las que ha participado. Pocos pueden ostentar tantos grandes films, tantos grandes directores en su legajo (Coppola, Scorsese, Spielberg, Kubrick, De Palma, entre otros). Por otra parte, hablar de "su generación" puede ser engañoso: aquí Cruise hace pareja con la excelsa Emily Blunt, que nació en 1983 (cuando él ya era la estrella de Negocios riesgosos). Cruise no parece agotarse ni envejecer, y su energía suele transferirse con pocas excepciones al cine del que forma parte. Uno casi podría decir, ante cada película del actor: "Confíe: es un Cruise". En Al filo del mañana, el actor es un especialista en medios que está en el ejército porque, bueno, necesitaba trabajo, pero lo suyo no es la pelea. Hay una invasión alienígena. Esto es un problema global. Y hay una heroína ya establecida (Blunt). La película dispone estos elementos y logra un ensamblado casi perfecto entre componentes de Hechizo del tiempo (Groundhog Day, con citas directas en diálogos y en modos de hacer avanzar el montaje y la comprensión del relato), de La guerra de los mundos y de -tal y como ocurre en el western- el camino de construcción del héroe y la prueba de su valía para merecer a la mujer. Hay un entramado heroico (Cruise será el hombre común puesto en circunstancias extraordinarias), así como uno de acción, de aventura y de historia: coordenadas de la Primera (Verdún) y la Segunda Guerra Mundial (el desembarco en Normandía), más un armado de diálogos precisos, cargados, rítmicos. No se habla de más en esta película. No hay acción en exceso. La narración retoma situaciones con gran sentido del resumen y la concisión, y durante un ochenta por ciento del relato estamos ante una de las más grandes películas de ciencia ficción del nuevo siglo, con una conciencia clarísima de las habilidades de los videojuegos, de su velocidad, de su movimiento, de los reflejos necesarios, de la memoria física y de cómo integrar eso a un relato cinematográfico. La secuencia final y la resolución no están a la altura de la progresión y de la perfección anterior, y es por eso que la película no alcanza una estatura mayor. Pero esta cercanía con la perfección, esta inteligencia para entretener y divertir -distraer con acción, humor, timing- son motivos de celebración vengan de donde vengan, sea del director Liman (que tiene bodrios como Sr. y Sra. Smith y alguna buena como Bourne), de la magia de Cruise o del gran guionista Christopher McQuarrie (Los sospechosos de siempre; Jack, el cazagigantes). Que McQuarrie haya guionado también Operación Valquiria y escrito y dirigido Jack Reacher, ambas con Cruise, podría ser un indicador del origen de los méritos de Al filo del mañana.
Godzilla es una de esas catástrofes inexplicables en las que cada tanto incurre Hollywood, como si careciera de instancias de chequeo. Esta película incluso desaprovecha tener como punto de comparación la muy mala Godzilla, de Roland Emmerich (1998). Aun así, esta Godzilla de Gareth Edwards -que había hecho Monsters, intrigante ciencia ficción de 800.000 dólares de costo- es peor. Empieza con algunos detalles que prometen: un poco de estética de los cincuenta -de los orígenes cinematográficos japoneses de este monstruo- y luego unos planos de un helicóptero sobrevolando islas selváticas que nos recuerda el principio de Jurassic Park. Pero eso es todo: van sólo cinco minutos y quedan casi dos horas de ruido y balbuceo visual y genérico. Empiezan, pronto, a fallar las actuaciones: Bryan Cranston, que solía ser confiable antes del éxito de Breaking Bad, aquí actúa con la intensidad de un actor con modos teatrales en una prueba televisiva, y tiene un pelo extrañísimo, que distrae. Lo peor, sin embargo, está por venir: el "muchachito" de la película no solamente es un personaje que a todas luces sobra, sino que probablemente el inglés Aaron Taylor-Johnson logre alguna especie de récord del desastre. El personaje sobra porque para que forme parte de la acción deben empujarlo las situaciones más absurdas y más inverosímiles a intervalos regulares, por ejemplo la del chico del tren del aeropuerto, de un nivel de arbitrariedad alarmante. Sobre la actuación, algo clave: Taylor-Johnson pone al principio de cada escena la cara a la que tiene que arribar al término de ella. Es decir, ya pone cara de compungido antes de que aparezca el motivo para su reacción: actúa como si recalentara comida. La mayoría de los actores se contagian la torpeza. Hasta el japonés Ken Watanabe está ridículo: tampoco él puede con situaciones de un nivel de ramplonería y obviedad extremas, como la del reloj e Hiroshima. El siempre digno David Strathairn parece sentir vergüenza, quizá por eso tiene tantos planos de espaldas. Todo esto podría jugarse por el lado de la parodia o la festividad del disparate, pero no, no hay aquí sentido del humor. Godzilla es una superproducción manejada por gente que cree que hacer una película con efectos especiales significa desentenderse de los actores, de la lógica, de que hay que contar algo que no recomience cada cinco minutos. En lugar de disimular información en la fluidez de la narración, se impide todo movimiento para que los personajes expliquen con cara de "me gustaría no decir esto, pero estoy obligado". Y no, no es suficiente un mensaje ecologista para hacer una película si ni siquiera se sabe filmar bien un tsunami -comparar con Más allá de la vida, de Eastwood-, porque se decide sacrificar la verosimilitud con puertas extraultrarresistentes para salvar a un personaje que apareció hace dos minutos. Sí, al menos hay monstruos. Pero Godzilla aparece poco y hay unos bichos muy feos nombrados con una sigla. Pero no feos de que asustan, sino diseñados feos, como de Philippe Starck pero toscos, con el carisma de un broche de colgar la ropa, pero sin su utilidad. El grandote Godzilla, que podría haber salvado la película, está filmado de lejos la mayoría de las veces. Y cuando parece que habrá un poco de acción entre los monstruos y comienza la pelea, la cortan en cualquier lado y pasan a otra cosa que importa poco y nada porque los humanos de esta película son de cartón. La música, grandota y ruidosa, quiere hacernos creer que nos importan algo los personajes o que tenemos algún deseo distinto del fin de este suplicio. Olvídense de Titanes del Pacífico, el glorioso cruce Japón-Hollywood de 2013, gran año de películas gigantes. Con Godzilla, la triste realidad de los tanques 2014 ha tocado su punto más bajo.
Un pequeño estreno -dos horarios, una sala- para un documental pequeño pero consciente de su forma. Un día gris, un día azul, igual al mar está enmarcado por los mismos planos -el comienzo nos envía a dos años atrás para luego contar un año en la vida de los personajes y luego volver al tiempo inicial, el presente del relato-, tiene claro el andamiaje de motivos visuales y narrativos (los pasillos, las escaleras, la cama, la luz que se apaga) y las situaciones que se repiten como signos de puntuación: la televisión, la comida frente a sus imágenes, la afeitada, la calle como espacio de socialización, las apuestas, etc. Toda esta claridad y esta conciencia están al servicio de la historia de Carmen y Sheila, enamoradas que viven en un barrio gitano de la periferia de Granada (Andalucía, España). Carmen cuida a su padre anciano y a su madre enferma, busca trabajo, y va a una escuela de oficios mientras está desempleada. El amor que se tienen con Sheila es lo que ilumina su vida, pero, a la vez, lo debe mantener oculto frente a su familia y su comunidad. Cuando se centra en Carmen y Sheila, la película de las hermanas Terribili crece en intensidad emotiva y en cercanía con las protagonistas: o bien la cámara se hizo parte de estas vidas hasta desaparecer de su radar o, más probablemente, se hicieron representaciones de situaciones ya vividas (reenactements). Sea como sea, las situaciones son de notoria eficacia y enorme verosimilitud. La relación entre Carmen y Sheila atraviesa alguna crisis, y allí está la cámara, que también registra momentos cotidianos del barrio que no las incluyen directamente, que pausan el relato y -más que airear- desvían el foco. El cuidado expositivo de la película -claridad, conciencia formal, situaciones cercanas y verosímiles- tambalea un poco sobre el final, como si no se llegara de manera fluida al desenlace sino en función del material disponible, que pareciera más limitado en el último segmento, con menor posibilidad de elección de escenas para cerrar este documental en el que los personajes hablan entre sí y nunca con la cámara, y que en sus mejores momentos funciona como una ficción de narrativa tenue.
El periodismo y los periodistas Patricio Escobar y Damián Finvarb fueron los directores de La crisis causó dos nuevas muertes, el documental que partía de los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán y se convertía en un ensayo sobre la mentira, la media verdad, el oficialismo y hasta el cinismo presente en los medios de comunicación. Era una flecha arrojada contra Clarín y había un vector claro, contundente. Era un documental-ensayo beligerante. Sonata en si menor está dirigida por Escobar, y la fotografía y la edición son de Finvarb. En este caso se parte de un operativo militar argentino-uruguayo perpetrado en Uruguay en 1977. Asesinatos, suicidios, secuestros, torturas, desaparecidos. Niñas pequeñas trasladadas a la ESMA. Uno de los sobrevivientes del operativo es el pianista Miguel Ángel Estrella, uno de los protagonistas y quien enmarca la película con su interpretación al piano de la pieza del título en un evento en el que está presente José Mujica, presidente de Uruguay. El caso se detalla por momentos con cantidad abrumadora de información, pero el objetivo es (otra vez) trabajar sobre la responsabilidad de los medios y los periodistas. Por momentos la película parece tener demasiadas líneas y hasta demasiados recursos o ideas para acercarse a su tema. Entrevistas en movimiento, entrevistas reposadas, entrevistas enojadas, un espacio que representa los lugares y tiempos relatados mediante una escenografía al estilo Dogville y actores silenciosos. Y el error más notorio de la película: un actor que hace de "periodista de la época de los hechos" que escribe la noticia sobre el operativo como si se la dictara el aparato de prensa militar. Escribe -hoy- la noticia que salió publicada hace 35 años. Y la periodista Claudia Acuña -que hizo junto a Escobar la investigación para la película- lo amonesta desde el presente y desde su punto de vista. El periodista del pasado tiene que quedarse callado de forma forzada, como un nene al que lo retan: un papel imposible, penoso, hasta ridículo, y Acuña le espeta sus verdades de forma sentenciosa y cada vez con mayor gravedad e hipérbole. Este recurso cinematográfico es muy objetable y, a la luz de los resultados de esos segmentos, el yerro mayor del film. Sin embargo, Sonata en si menor se recompone cada vez que se centra en las declaraciones de Miguel Ángel Estrella o cuando entrevista a dos periodistas que no siguen la línea de pensamiento de la película, incluso cuando uno de ellos -Alfredo Serra- no sale precisamente bien parado. En el diálogo, en el debate, en el cruce de ideas, incluso en la pelea agria, la película tenía más espacio para crecer. Al final hay otra intervención de Acuña, que vuelve a insistir con la lección cívico-periodística: esta vez frente o contra Mujica. Afortunadamente, Mujica, a diferencia del "periodista del pasado", es una persona real que responde con fuerza asertiva.
Tres preguntas y otras tantas respuestas acerca de 3 días para matar. 1. ¿3 días para matar tiene algún grado de sutileza? No: es un disparate grueso, una sucesión de líneas narrativas (la de espionaje/acción/torturas para conseguir información, la de la enfermedad, la de la femme fatale espía, la de la relación padre-hija adolescente, ¡la de la familia inmigrante okupa!) que pueden cruzarse y habitualmente lo hacen con una despreocupación por cualquier verosímil que debería dejarnos en claro que no se buscó aquí sobriedad. Las escenas de acción son explosivas, ruidosas, cancheras: eso sí, atractivas y con un gran respeto porque su lógica interna se entienda perfectamente (la lógica general de la película es otro asunto). La película es una de acción de producción mayormente europea, con uso y abuso de la belleza de París y con guion y cobijo de Luc Besson, un señor que desde sus inicios estuvo encandilado por el exceso y la brillantina (recordar siempre a Christopher Lambert en Subway). El director de 3 días para matar es McG, cuya película más sólida ha sido hasta ahora Los ángeles de Charlie. 2. ¿Qué posibilidades descartó 3 días para matar? La película comienza como una de espías más o menos seria y más o menos a la vieja usanza, incluso con algunos códigos cinematográficos de la Guerra Fría. La primera secuencia exhibe suspenso y acción con una perfección y una elegancia a las que luego -al aumentar las conexiones, las situaciones y los disparates- le será imposible volver. Pero esa primera secuencia, que termina con los créditos y bajo el embrujo soul de "Trouble, Heartache & Sadness", de Ann Peebles, parece asegurar que ése es un cine de espías que "podría hacerse", para enseguida decirnos que de todos modos "vamos a hacer este otro": uno que no teme al ridículo y que es difícil de creer y de tomarse en serio, pero a la vez es muy fácil de disfrutar si se entra al cine sin el talonario de multas. Por otro lado, el show de Amber Heard (Atrapada, de John Carpenter) como femme fatale más grande que el universo mismo nos da otra idea suplementaria de que esta película no desdeña el clasicismo: lo integra como licuado cargado de nitroglicerina. 3. ¿Hay algo que unifique a 3 días para matar? Sí, la decisión de confiar en quien hay que confiar: Kevin Costner, el gran actor clásico disponible desde su irrupción a mediados de los ochenta. Con casi sesenta años, Costner puede -siempre pudo- actuar cualquier cosa, devolver cualquier pase, batear cualquier pelota. Costner inspira confianza, respira cine y devuelve una presencia y un magnetismo únicos. Puede ser padre atribulado, ex esposo en la senda de la reconquista, espía canchero y también enfermo. Y puede agarrarse a trompadas, decir las frases más cortantes y pasar en un segundo a la mayor ternura. 3 días para matar sabe eso y lo pone en el centro del relato. Una película que confía de esta manera en Costner nunca puede ser mala.