Una comedia, nada menos 20.000 besos, dirigida por Sebastián De Caro y con guión de Sebastián Rotstein (argumento de ambos), no es una película excelente. ¿Pero, se necesitan con urgencia películas excelentes en el cine argentino? Bueno, sí, ojalá Bielinsky siguiera vivo. Pero 20.000 besos viene a ayudarnos en otras urgencias. Es otra cosa, de un interés distinto: es una película importante, por diversos motivos, aún con sus problemas o cortedades, que acá dejaré de lado para concentrarme en ciertos rasgos de especial relevancia. 1. Los actores. No hay actores haciendo su show. Bueno, tal vez un poco Eduardo Blanco y Gastón Pauls, pero son los personajes del borde, los extremos, que tienen que tener intensidad extra. El protagonista, Walter Cornás, un histórico del grupo FARSA, posee una precisión y una sobriedad que la comedia argentina debería aprovechar con mayor frecuencia. Es un actor de cine, definitivamente. Su personaje, Juan, no necesita apoyarse en gestos que funcionen como grandes hitos. Juan es porque Walter Cornás lo hace ser sin dotarlo de peso extra. Se impone como protagonista por la lógica del relato, por cómo se establece el punto de vista. El actor no tironea al personaje, no lo agita para hacerlo notar, toda una rareza para el cine local. “La chica” (aunque no es una película de chico-chica) es Carla Quevedo, cuyo debut en el cine fue como muerta en El secreto de sus ojos. Bueno, si el argentino fuera un cine realmente industrial ya debería haber muchos directores tratando de contratarla: la fotogenia de ese rostro merece más películas con suma urgencia. Lo de Alan Sabbagh no es sorpresa después de Masterplan: si se hiciera Seinfeld o algo parecido acá, debería estar. 20.000 besos es una película con muchos actores y actrices que no parece saturada de ellos. 2. La comparación. El antecedente más inmediato del cine argentino en “película de grupo de amigos” es la flojísima Días de vinilo del año pasado. Pero 20.000 besos es otra cosa: no intenta hacer una comedia “como las de allá, acá” sin entender el cine de allá. 20.000 besos huye de los grandes núcleos argumentales, de las grandes disyuntivas, de los conflictos forzados y de las resoluciones con moño. Y, sobre todo, huye de las sorpresas rutilantes y las revelaciones. Los líos del amor se dan en pequeños movimientos. Pueden ser muy significativos pero no hay necesidad de enfatizarlos, de dar volantazos. 20.000 besos es una rareza: es una comedia romántica y de amistad que no apuesta por el crescendo emocional dentro del formato ¿qué pasará? Lo que pasa es todo importante, nada es señalado con bombos y platillos como crucial. Las conversaciones sobre temas irrelevantes engañan: son tan relevantes como las encrucijadas amorosas. Conocerse es relevante. Jugar es relevante. 20.000 besos conoce al cine de allá y no solamente por hablar de Rocky, La guerra de las galaxias o Volver al futuro. No los tiene como cotillón sino como parte de la vida de los personajes, seguramente también del director y el guionista. 3. El grupo de amigos no es falso y nunca abusa del maquillaje “argento”. No se habla como Pucho, el asistente de Neurus. No se habla con tics de Capusotto mal digerido. No se habla como en las fantasías del rock chabón. No se habla desde el vestuario de la cancha de fútbol. Al negar esos caminos y otros igualmente temibles, 20.000 besos encuentra una identidad, algo genuino e inusual para el cine argentino que se aproxima a la comedia romántica, o a las comedias del grupo de amigos, o a los líos del amor. El amor está siempre en fuga y es un signo de sabiduría no cerrarlo desde un cine que no ha practicado demasiado el tema en su producción reciente. 20.000 besos hace de esa carencia de tradición, de la conciencia de esa carencia, una plataforma desde donde generar una película placentera.
Ah. Otra película en modo pseudodocumental sobre fenómenos paranormales. Una secuela. De una película que aquí no se estrenó en cines (en DVD se llamó Fenómeno paranormal ), pero que en el mundo al norte de México fue, dicen, un gran éxito en YouTube. Ahora nos enfrentamos -en los cines argentinos- a la dos. Que es, en realidad, una metapelícula. Es decir, una que reflexiona sobre la condición de ser película. Pero del ser película de la primera, que ya partía de la idea de equipo de filmación: ésta despliega un mundo en el que la primera entrega es una película disponible en cajita y que ve la gente (siempre jóvenes), que hasta es tomada con cierta seriedad, sobre todo por el fan-video crítico-nerd-aspirante a cineasta que sin ninguna gracia se impone aquí como protagonista de esta segunda entrega. Este muchacho recibe en su computadora ominosos mensajes que le estarían indicando que los sucesos horribles de ese film de 2011 no eran sólo ficción. Cámaras en mano (y aun así, aunque estén en la mano, ¿por qué no filman de modo menos espástico?), low fi (es decir, imagen de poca calidad), la necesidad de filmar con camaritas cuanta sandez se haga y se diga; claro, hay elipsis, pero si todo es poco interesante se convierten en inútiles. Búsqueda de esa suciedad realista, módica herencia de The Blair Witch Project y Actividad paranormal, falta de cualquier lógica narrativa, de montaje, de sonido. Pretender ir hacia lo crudo pero igual manipular con las fórmulas más precocidas. Aun así, con todos estos ingredientes, si se está convencido de lo que se está contando y se tiene claro a dónde se va, se pueden hacer películas de cierta consistencia, como la mencionada Blair Witch (la primera). Pero no es el caso de este cachivache. Una excursión a la arbitrariedad de las acciones, al tedio de no asustar, a la falta de humor más allá del de las chanzas de estudiantina de segunda mano, a la ausencia de sexo, a la falta de imaginación que se escuda en "estamos reflexionando sobre el estatuto de la narración y las trampas de la industria". El film guiña el ojo, pero no sabe cómo y, sin gracia alguna, cierra los párpados ante cualquier idea de fluidez o de astucia. Y cae en su propia trampa: la película que empieza a rodar el protagonista y que se intenta hacer ver como berreta y adocenada es evidentemente mejor que la filmación en el psiquiátrico. Fenómenos paranormales 2 es uno de esos productos que nos hacen creer que el cine ha desbarrancado, o al menos lo ha hecho el género de terror. Menos mal que en este 2013 se estrenaron en Argentina dos grandes desmentidas como La cabaña del terror y El conjuro.
"Espero que hayamos sido encantadores", dice Federico Moura. Sí, Federico, lo fueron. La banda platense Virus liderada por Federico Moura fue un punto clave de los ochenta, y sigue siendo un hito insoslayable del rock argentino: su sonido new wave , sus arreglos perfectos, su profesionalismo, la cualidad de duende magnético de Federico. Pero esto es una crítica de cine y no una celebración musical. Imágenes paganas es un documental sobre Federico, voz y líder del grupo, que murió a causa del VIH el 21 de diciembre de 1988, la tercera de las grandes muertes del rock argentino de fines de los ochenta (Luca Prodan había muerto en 1987; Miguel Abuelo, a principios de 1988). El director de Imágenes paganas es Sergio Costantino, que codirigió Buen día, día (2010, sobre Miguel Abuelo) junto a Eduardo Pinto. Costantino toma una decisión osada: mezclar pequeños clips ficcionales que buscan la estética de los ochenta y algunos bailes en medio de canciones de Virus. Puede resultar shockeante porque no son fragmentos de especial brillo. Pero enseguida se integran a la película, incluso con cierta sabiduría en su extraña modestia pop: hasta se convierten en encantadores en su inocencia estética, en su falta de sofisticación. No quieren -no pueden- ser mejores que las historias sugeridas por las letras de los clásicos de Virus. La estructura principal de Imágenes paganas -primer acercamiento del cine argentino a este músico fundamental- está dada por entrevistas a la madre de Federico, a los hermanos de Federico (Marcelo y Julio fueron parte de Virus desde el inicio, y Julio lidera la banda hoy en día), a los otros músicos del grupo, a amigos de Federico. La historia familiar (con un hermano desaparecido en la dictadura), la personalidad de Federico, la música de la banda, el éxito aquí y afuera, la enfermedad. La película no esquiva temas, no juega al documental distanciado o de observación quieta, yerma. Se compromete con la figura de Moura, la busca con pasión. Y si pierde en prolijidad o en formas inobjetables gana en emoción, en fascinación ante el encanto del talento, del profesionalismo, del gesto, de la voz, del movimiento de Federico Moura. "Espero que hayamos sido encantadores", dice Federico Moura al final, se lo escucha un poco bajo, fugazmente, en una frase no destacada al final de Imágenes paganas (canción y película). Una frase esencial de una personalidad apasionada (son varias las referencias al carácter fuerte de Federico) con un constante deseo de cautivar y de seducir mediante el pop perfecto. Una frase que la película deja caer sin enmarcarla, sin profundizarla, sin exprimirla al máximo. Hay tanta riqueza por extraer del Virus de los ochenta que Imágenes paganas se da esos lujos.
Llamativa animación Uno de los mayores éxitos de las últimas décadas del manga llevado al animé, Dragon Ball Z, ofrece mayor humor, colores más brillantes y mejor definición en el trazo que otras propuestas japonesas con películas recientemente estrenadas en cines locales, como Los caballeros del Zodíaco o Naruto. Esta película hace mayor centro en la obsesión por los poderes de lucha, con personajes que parecen hacer upgrades de sus habilidades guerreras. Hay más de una docena de películas animadas sobre Dragon Ball Z, y ésta es una secuela de La batalla de los dioses. El villano Freezer es resucitado -gracias a las bolas que invocan al dragón Shenlong- y regresa con más poder, y quiere vengarse de los que lo mandaron a lo que él llama el infierno. Estarán, para oponerse al ejército del iracundo señor F., los guerreros Saiyajin, incluida la estrella Goku y alguna ayuda de otro origen. Hay largas -demasiado largas- conversaciones sobre asuntos diversos (comida en el mejor de los casos; poderes en la zona menos atractiva para los no fans) y extensas secuencias de pelea que tienen resoluciones visuales deslumbrantes, con juegos entre fondo y figura, y entre quietud y movimiento. Dentro de una narrativa mínima -resurrección, amenaza, invocaciones, peleas- los dioses glotones son un comic relief nada desdeñable.
Una de las películas más queridas y recordadas de quienes fuimos niños y adolescentes en los ochenta es Los Goonies , de Richard Donner. Es muy grato confirmar que, vuelta a ver hoy, su narrativa mantiene la fluidez, el brío, la capacidad para transmitir la fascinación por la aventura, por ese ímpetu-furor-malestar-energía-fantasía de los doce años y alrededores. No sentimos que esos chicos sean reliquias del pasado. La narrativa clásica -o, mejor dicho, su manejo eficaz en una puesta en escena de raigambre cinematográfica- los renueva con cada visión. Distinto es el caso de Caídos del mapa , film basado en el primero de una serie de exitosos libros escritos por María Inés Falconi, que firma el guión de esta película. No hay una sabiduría colectiva ni una tradición en el cine argentino en este tipo de apuestas; tal vez por eso uno está especialmente expectante ante Caídos del mapa (y hasta espera una segunda entrega). Quizás ésa sea la razón por la que la estética elegida aquí sea más publicitaria o televisiva: seguramente estaba más a mano. El montaje, que intenta imponer velocidad cuando no hay mucha acción, y la excesiva simplificación de los personajes parecen apuntalar una larga presentación superficial. Tal vez por ese motivo lo más logrado de la película sea la introducción, el pase veloz de un personaje a otro en la llegada al colegio. Ahí la película es vivaz, tiene una concatenación lógica de acciones y reacciones, promete algo de brío. Luego, ya en la escuela, se vuelve menos fluida, como si se oxidara. Hay algo de vetusto en ese ambiente escolar no tan distinto al de Señorita m aestra (la situación en la habitación de Fabián, fuera del colegio, respira con mucha mayor gracia). La caricatura de la docente y de varios de los adultos prueba ser un arma de doble filo: el cine expone mucho más que la literatura. Pero el problema principal de Caídos del mapa es narrativo: la lógica de las acciones, su pertinencia, su timing . El humor físico no tiene sorpresa, no tiene velocidad, se siente como un trámite. Y pocas cosas deterioran tanto al humor como la sensación de obligatoriedad. Un chiste desajustado, una situación poco creíble, afectan a sus alrededores. La película tiene sus méritos aislados: las actuaciones de algunos chicos, situaciones menores en el sótano -lugar de la peripecia central del relato- sobre todo las que se basan en diálogos. Pero cuando se trata de lograr la sensación de aventura, la puesta en escena flaquea, la lógica del espacio no se logra imponer, y así, aunque a los doce años mucho de lo que después es rutina pueda teñirse con facilidad de épica, Caídos del mapa no logra acceder a la energía que necesita para hacernos creer en ella.
Química perfecta en comedia filosa Detrás de un título horrible y de un afiche al que llamar feo es ser muy benévolo, acecha una de las grandes películas de este año: Chicas armadas y peligrosas (o sea The Heat , o sea "La cana"). El director es Paul Feig, que saltó a las ligas mayores con Damas en guerra (Bridesmaids), una producción de Judd Apatow con guión de la protagonista Kristen Wiig y de la también actriz Annie Mumolo. Uno puede pensar que Feig tiene a su favor un poco de eficacia, otro poco de suerte y mucho de estar bien rodeado. Pero en Chicas armadas y peligrosas no está Apatow como productor y el guión de esta película es de la debutante en cine Katie Dippold, que tenía experiencia en series ( MADtv y Parks and Recreation ). Así que las dos últimas películas de Paul Feig -no importa de quién sea el guión- son excelentes y comparten un tema: la amistad femenina narrada con las formas genéricas de la comedia romántica. Es decir: protagonistas de género femenino y películas del género comedia romántica en su variante centrada en la amistad femenina (a las del subgénero masculino se las conoce últimamente como bromance, por "brothers", hermanos, y "romance"). Habría que encajar "sisters" en esa definición. O llamarlas, como antes, buddy movies . Damas en guerra proponía una variante de comedia de "rematrimonio" (una pareja se separa o corre el riesgo de separarse, pero finalmente se vuelve a juntar) pero era de "re-amistad". En Chicas armadas , nos encontramos con la pareja despareja que recién se conoce y asistimos al nacimiento de una amistad en medio de una intriga policial en la que hay muertes, sangre, tiros, cuchillazos y malvados. La combinación de comedia y policial -muy difícil de llevar a buen puerto- tiene en Chicas armadas un exponente extraordinario. La trama policial no es lavada: hay violencia y hay peligro verosímil. La comedia, los chistes y el humor físico no solamente no atenúan la violencia sino que la potencian. Y la comedia en Chicas armadas es de una velocidad y una precisión inusitadas: los diálogos tienen el filo y la musicalidad de una escritura precisa en boca de actrices encendidas, convencidas, nacidas para brillar en este género, y que además interactúan con una química que debería ser estudiada con detenimiento (y clonarla, para el bien del cine). Se gritan, se pegan, se detestan, señalan repetidamente la inutilidad de los hombres, se quieren, se repelen, se necesitan: ellas son una agente del FBI seria y reprimida y la agente de policía local de Boston más desaliñada, gorda y malhablada imaginable (altísimo grado de procacidad, presente). Sandra Bullock y Melissa McCarthy hacen del diálogo, de los modos de sus diálogos, una forma de hablar, y por lo tanto de pensar el personaje y de moverse. Chicas armadas propone una aproximación clara a la comedia: define a sus personajes desde las palabras y esa concepción es entendida a la perfección, con brillo y coherencia, por las actrices y por el director. Pero solamente con grandes personajes no se hace una gran película: Chicas armadas tiene un entramado un planteo de acciones que se encastran con lógica con una idea general: la película cuenta y cuenta, y a gran velocidad, y genera humor salvaje y corrosivo con la determinación de conseguir emociones genuinas: la risa principalmente, y también otras menos jocosas, a las que se llega con la compañía de una cantidad inusitada de carcajadas.
La historia y la historia Es extraño el caso de Wakolda , hasta ahora la mejor película de la también escritora Lucía Puenzo ( XXY , El niño pez ). Es una película atractiva, lograda en muchos aspectos, con diversos méritos, algunos nada desdeñables. Y es, además, una película ambiciosa, un rasgo bienvenido para un cine local que demasiadas veces tiene horizontes enanos. Es una película patagónica que, a diferencia de Historias mínimas , de Carlos Sorín, apuesta por lo contrario: por el exceso, por lo máximo, por rodear al personaje principal de tantas líneas como parezca soportar, al punto de debilitarlo. Y así, por no concentrarse en sus mayores fortalezas, tal vez por no confiar del todo en sí misma, o por intentar ofrecer una poco recomendable variedad de tramas, Wakolda se debilita. El personaje principal es un médico alemán que, en 1960, se instala en una hostería en las afueras de Bariloche. La hostería es de una familia a la que conoce en la ruta: padre, madre embarazada, hijo, hija. Y el médico, prolijo, decidido, de personalidad fuerte, se inserta en la comunidad alemana, a la que pertenece la familia por parte de la madre. Los chicos empiezan el colegio alemán al que fue la madre, y en el que en los años 40 había banderas con esvásticas. El pasado aflora: el médico es nada menos que uno de los principales criminales de la Segunda Guerra Mundial. La película es, entre otras cosas, la vida en el colegio alemán -que incluye la pintura de las costumbres y el ocultamiento del pasado-, el embarazo de la madre, la fabricación de muñecas por parte del padre (la línea más groseramente metafórica y a la vez innecesaria), la persecución al médico, el trabajo del médico. Y la línea principal, o la que parecía serlo (que se establecía como tal al principio mediante la voz narradora), es la relación del médico con Lilith, la hija de la familia, de 12 años, pero que, por problemas de crecimiento, tiene una talla menor que la que marca su edad. Ésa es la gran historia de Wakolda . Los dos actores involucrados son los mejores de la película (junto a la increíblemente fotogénica y vivaz Elena Roger): el catalán Àlex Brendemühl y la debutante Florencia Bado, enorme hallazgo. Brendemühl ya había logrado una composición fría y perturbadora en Las horas del día , de Jaime Rosales. Y Bado tiene ojos expresivos, gracia, seguridad en los movimientos: ocupa la pantalla con la prestancia de alguien grande en todo sentido. Esa relación, esa fascinación de un Humbert Humbert más oscuro, esos contactos peligrosos, son el centro de la potencia de la película, el motor perverso, el ángulo de entrada fascinante. Lamentablemente, ese manantial narrativo es reducido por todo lo que lo desvía hasta casi secarlo. Así, al final, la película nos deposita en una intriga internacional y en un episodio de suspenso de parto y puerperio que no estaban bien preparados y que nos hacen preguntarnos por qué la música suena tan fuerte si en realidad nos truncan lo más intenso que se había prometido. La Historia y sus nombres y datos se entrometen demasiado con la fascinante historia central de Wakolda , pero fue la propia película la que los invitó a entrar..
Elocuentes postales de un microcosmos Raúl Perrone ha hecho muchas películas. Y la oración anterior, la aserción lisa y llana, prueba que ha tenido razón. Cuando empezó, a fines de los ochenta-principios de los noventa, algunos eran reticentes a llamarlo cineasta y a llamar películas a sus películas. Hacía películas en video, no en fílmico (hubo una película de Perrone que se estrenó en fílmico, sin embargo: La mecha). Hoy estamos cerca de que no haya más fílmico. Y las películas de Perrone se ven y se escuchan cada vez mejor. Su apuesta fue el futuro. De todos modos, Perrone no se hizo masivo, y no lo será con una película como P3nd3jo5, su película más larga (tres actos que podrían ser tres películas cortas), más ambiciosa, más excesiva y desmesurada. También la más impactante: una apuesta que es, entre otras cosas, un musical mudo: mucha música, diálogos escritos en forma de intertítulos, como en el cine mudo. Del cine mudo (y de las primeras décadas del sonoro) también es el formato de pantalla casi cuadrado -la proporción 4:3- y los cierres en iris (en redondo). Perrone define a P3nd3jo5 como "una cumbiópera". La música (cumbia, ópera, rock) pulsa el ritmo, la cumbia electrónica minimalista (o más minimalista) funciona como ambiente acuoso y rítmico de estos skaters suburbanos. Pibes y pibas. Y Perrone hablaba de y filmaba a "pibes" y "pibas" antes de que esos términos fueran abusados y banalizados. Hay drama, hay disparos, hay blanco y negro, hay caminatas, hay chicos en las encrucijadas suburbanas típicas de Perrone, al borde de "mandarse una macana", en el peligro cotidiano y la posibilidad de alguna salida: un skate, una conversación desde el cordón mirando el cielo, alguna otra forma de escape. Perrone, por su parte, marca en P3nd3jo5 una continuidad con su carrera, pero esa continuidad en su siglo XXI ha incluido por lo general nuevas pruebas en las formas. En este caso juega a mezclar un mapa estético temprano del cine (hay planos similares a los de la Juana de Arco de C.T. Dreyer, entre otras referencias) con su territorio habitual: el oeste del conurbano. Después de más de veinte años de carrera, está claro que Perrone se moldea a sí mismo mediante sus elecciones estéticas de cada momento, que se amalgaman con su mirada -cada vez más fina- sobre un mundo que él revisita contantemente y registra en su decadencia (Peluca y Marisita, de 2001 y Los actos cotidianos, de 2009, como máximos exponentes de un microcosmos cada vez con menos chances de salida). P3nd3jo5, de todos modos, al optar por una estética mucho menos inmediata y más alejada del realismo, logra por momentos presentar los grises suburbanos como luces radiantes gracias a la música, las miradas, los travellings para las caminatas. Es una experiencia perroniana extrema, incluso para los seguidores del director: una película tan ardua como -a su manera, en su individualidad, incluso en su terquedad y desmesura- gratificante.
Una película-tinglado Séptimo asombra. Pero por los motivos menos deseados. Es perturbador que una película así haya pasado un control de calidad, de lógica, de un mínimo decoro. Pero bueno, ya sabemos, esto es cine, y el cine no se descarta una vez hecho. Hay que estrenar y difundir lo producido y que le vaya lo mejor posible. Es un arte caro, o al menos en este caso, ya que tiene de protagonista al actor sinónimo de taquilla fuerte (aunque no siempre) en el cine argentino y también en el español. 1. Ricardo Darín. Su fotogenia y su prestancia cinematográfica están fuera de dudas. Es uno de los mejores actores de la historia del cine argentino y muy probablemente sea el más importante de la actualidad. Pero Darín sólo no puede con las debilidades de Séptimo. Hay una primera señal del desastre que se avecina en cuanto Darín entra en el edificio. Darín venía manejando, el auto y la película, con la prestancia habitual. Darín en la calle, Darín en movimiento, Darín se mueve como pez en el agua en la calle. Es un sabio del espacio abierto y compartido, alguien que sabe observar y actuar en consecuencia. Pero entra en la casa, y se apaga, se limita. Ya no hay esperanzas de que se mueva como en Nueve reinas. Ya es un Darín de consorcio. Sigue siendo el mejor actor de la película, pero no alcanza. De hecho, su presencia genera un problema: salvo Osvaldo Santoro y Jorge D’Elía (ambos con experiencia y aplomo), los demás actores parecen encandilados con la presencia de Darín, con los consiguientes problemas de registro que esto genera. 2. Belén Rueda. Darín sube al séptimo piso (única justificación de un título al que se le cae lo sugerente apenas uno ve la película) y la película se derrumba. Aparece Belén Rueda. No es de caballero ni muy educado señalar esto, pero realmente estamos hablando de cine, y el cuerpo de los actores es importante (y a estas alturas hasta hay “críticas de cirugías”). Entonces, ¿si la actriz tiene el rostro intervenciones “anti-edad” demasiado evidentes y que distraen, qué se hace? En algunas otras películas esa evidencia se comenta y el personaje sigue adelante. Este un problema que el cine transita cada vez más y con actrices cada vez más jóvenes. La belleza de Belén Rueda se ve perjudicada por este detalle (que en realidad no es un detalle, porque el rostro es fundamental en el cine). Y su actuación pierde expresividad, y su rostro distrae, es visualmente chirriante. En todo caso, podría haberse disimulado un poco con un tratamiento distinto de la luz, o con alguna otra estrategia. 3. Arriba. En fin, que Darín sube al séptimo piso y después de eso pasa que… escalera, ascensor. Y la clave para que pase lo que pasa depende de algo que podría no haber sucedido, que no estaba atado a un desarrollo inevitable. Es demasiado azarosa esa acción-puntapié como para sostener lo que de ella se deriva. Es que no hay lógica narrativa, hay apenas un planteo de una desaparición (doble), pistas y elementos distractores (muy arteros, de elegancia nula) para que “los responsables” puedan parecer varios. Pero esta es una película-tinglado, apenas se sostiene, y cuando al final uno recapitule la lógica de las acciones nada queda en pie. Un ejemplo es ese papel apenas firmado, sin posterior verificación, que se convierte en todo lo que se necesita. No entro en más detalles para ser leal con una película que se pretende con componentes misteriosos, pero al concentrarse a posteriori en los detalles la película se pulveriza (Séptimo tiene un muy mal regusto). Este tipo de relatos que se pretenden thrillers deben estar ajustados, la lógica debe ser impecable para que el espectador no se sienta estafado. Pero acá se acumulan cordones desatados: el cambio de parecer del personaje de Darín acerca de un personaje en particular es una cumbre de lo injustificado. También lo es el uso de la “tensión extra” del trabajo del personaje de Darín, y de cómo obtiene la plata (penoso cabo suelto ese en el final, el de las consecuencias de lo que hizo, no porque la película “deba cerrar perfectamente” sino por su gratuidad). La interacción Darín-D’Elía nos lleva a pensar en El aura, pero ahí nos quedamos, con la ñata contra el vidrio. Bielinsky enseñó al cine argentino cómo hacer películas con sabiduría industrial (y autoral, pero ese era su inmensa genialidad) a pesar de la ausencia del marco necesario, de un saber-hacer que lo contuviera. Pero Séptimo no aprendió la lección, ni esa ni otras. 4. España. Séptimo es en realidad una coproducción hispano-argentina, de director español: Patxi Amexcua. Pero ese nombre no lo van a encontrar en los afiches de vía pública de la película. Rarísimo. Quizás para no revelar que es español. Vaya uno a saber, pero no es habitual que desaparezca el nombre del director de los afiches. Séptimo, de todos modos, es una de esas películas con “estilo internacional”, lo que quiere decir “intento de copia de estilo hollywoodense”. Película de sustitución de importaciones, con esos planos aéreos para “dar comienzo caro, fuerte”. Hay algo definitivamente extraño en la relación España-Argentina en esta película. Parece haber una mirada superficialmente anti española (pero para eso habría que entrar en detalles que no está bien revelar, con el fútbol de la Play incluido), y hasta hay una bandera argentina puesta estratégicamente en el cuadro sobre el final (o puesta de casualidad, pero encuadrada y salvada en la edición). De todos modos, la Argentina que pinta la película es un horror corrupto (esa conversación imposible sobre “la idea del secuestro”, el tráfico de influencias constante…). Pero aventurar ideas sobre países, o una mirada que revele que hay un entramado y no un mero argumento con agujeros tremendos es concederle más enjundia a una película que no la tiene. 5. Tinglado. Hay que reconocerle a Séptimo lo que con mucha buena voluntad puede verse como una fortaleza: para continuar el abordaje crítico de forma cabal hay que revelar lo que sucede (incluso para objetar el modo de actuar de un actor hay que revelar algo que no se debería revelar) y también su resolución. Y seré antipático pero no malvado, por más que hacía mucho que no me sentía tan subestimado por una película argentina, o argentino-española. Una película-tinglado, a pesar de estar filmada en un edificio que aparenta tener buenos cimientos.
El ataque es una película loca. Su director, el alemán Roland Emmerich, pasó de ser un director de bodrios apilados y caóticos en el siglo XX (su Godzilla de 1998 como máximo ejemplo, pero también Stargate) a ser el responsable (palabra poco indicada) de películas gigantes y amantes del disparate, aptas para ser disfrutadas como entretenimientos gigantescos y trepidantes, pero ya sin la confusión del bochinche y el ruido clase A de su cine anterior. El Emmerich siglo XXI, menos preocupado por hacer un cine "de efectos especiales", construyó una gran película con ellos y el fin del mundo, otra película loca: 2012. Era imposible tomarla en serio, y para eso bastaba con observar al estrafalario personaje de Woody Harrelson. Es conveniente acercarse a El ataque con una actitud apta para presenciar un relato chiflado. Una película de 150 millones de dólares de costo, pero de espíritu clase B, o menos. Un guardaespaldas (policía del Capitolio) que estuvo en Afganistán y que está divorciado y que tiene una hija de once años. Con la hija tiene problemas de relación, por supuesto. Y la hija es fan -como se es fan de Justin Bieber- de la Casa Blanca y del presidente al estilo Obama interpretado por Jamie Foxx. Sí, fanática de esos temas. El guardaespaldas en cuestión es Channing Tatum, bonito y fortachón. Y quiere entrar en el Servicio Secreto, pero tiene una entrevista y una ex de la facultad que ahora es jefa allí (Maggie Gyllenhaal) no lo acepta. Pero nuestro héroe se queda con su hija a la visita guiada de la Casa Blanca, justo cuando unos tipos muy armados toman el lugar. La película se pone en llamas, literal y metafóricamente hablando: tiros, tiros y tiros (con un verosímil balístico muy bajo), hackeos, intrigas de "alta política" con un nivel de complejidad digno de un póster adolescente. Es tan bestial y tan simplona la trama de intereses y de intenciones que cualquier proyecto de tomarla en serio choca con planos de banderas, chistes toscos, arsenales nucleares a punto de reventar el planeta con claves anotadas en papelitos y un largo etcétera. El ataque tiene toda la apariencia de una gran broma muy autoconsciente guionada por James Vanderbilt (el mismo de Zodíaco, es decir, son pocas las chances de que haya escrito esto desde la ingenuidad), con el agregado de actores extraordinarios en los papeles secundarios: la mencionada Gyllenhaal, más los enormes James Woods y Richard Jenkins. Y si la película no hace un aporte mayor al gran arte del disparate es principalmente porque las peleas cuerpo a cuerpo no son todo lo potentes e imaginativas que prometían y porque después de la secuencia de la persecución automovilística en los jardines de la Casa Blanca (digna del Coyote y del Correcaminos) ya nada llega a esas alturas. El ataque, finalmente, es una de esas películas sobre las que es más lógico preguntar si está buena antes que si es buena.