Tercer largometraje como director de Steven Knight, de extensa carrera como guionista, desde una de las escasas películas flojas de Stephen Frears ( Negocios ocultos) a una de las más brillantes de David Cronenberg ( Promesas del Este). Obsesión es un artefacto intrigante, fuera de época: un compendio de elementos de thrillers de los 80 y los 90, en un arco que va desde Cuerpos ardientes hasta Durmiendo con el enemigo, pero más bien con los modos de esta última; es decir, con tendencia al cachivache. Estamos aquí en el terreno de la explotación muscular de Matthew McConaughey, en la exageración neonoir del personaje fatal de Anne Hathaway, en unos absurdos argumentales y visuales que se intenta salvar -a veces- con la excusa de los sueños, y en una acumulación de postales homoeróticas al borde de la parodia. El argumento empieza más o menos así: Baker Dill (McConaughey) vive en las Antillas y pesca atún con su barco, pero también consigue dinero por ser el amante de Constance (Diane Lane). Hay un atún que es su Moby Dick. Y a este capitán Ahab bronceado le llega su exmujer Karen (Hathaway), que le hace una propuesta criminal. El cine negro está servido, pero no es aprovechado por el "cualunquismo" apuntado. Obsesión podría haber sido una celebración genuina de sus modos arteros y efectistas, pero se le ocurre dar otra vuelta de tuerca, y más. Y avergonzarse de su desvergüenza.
Como en Un amor inseparable ( The Big Sick), aquí también estamos ante el choque cultural y generacional entre las tradiciones de una familia paquistaní y la vida en Occidente de los más jóvenes. Si en aquel film estábamos en los Estados Unidos y ante una comedia, aquí nos hallamos en una Bélgica gris y ante un drama familiar llevado con cautela, corrección y contención, lo que convierte a la película en un relato compacto y sólido, pero que quizá le impida aspirar a un mayor impacto emocional. Zahira es una adolescente cuyo mundo es muy distinto al de su familia, y tiene otros anhelos que no son los de casarse por compromiso con alguien de su mismo origen. La boda sabe desarrollar su núcleo temático en las comparaciones entre la familia de Zahira y de su amiga Aurore, y sobre todo en la figura de los padres de ambas (y en el de su propio hermano, un personaje clave). Cada quien tiene sus razones y el guionista y director belga Stephan Streker sabe armar a sus personajes sin trazos gruesos ni condenas, y por eso y por la prestancia actoral de quienes interpretan al padre de Zahira (Babak Karimi) como al padre de Aurore (Olivier Gourmet, habitué de las películas de los hermanos Dardenne) convierten en su escena juntos uno de los pasajes más memorables de este relato de tono parcialmente claustrofóbico.
Koreeda, que ganó con su segundo largometraje de ficción, After Life, la competencia del primer Bafici allá por 1999, también hace los guiones de sus películas y suele ser además el montajista. Ya desde los roles asumidos es un caso de autor cabal, y uno de los más insoslayables del cine contemporáneo. Sus temas, sus ritmos, sus puestas en escena: el cine de Koreeda no se apura y tampoco se detiene en lentificaciones inútiles; sus historias suelen abordar a la familia y las relaciones entre padres e hijos; sus actores y actrices no fallan e interactúan -también con el espacio- con una fluidez nítida (su cine tiene a la nitidez como característica preponderante). Somos familia -nominada al Oscar como mejor película hablada en idioma no inglés- encaja cabalmente en su filmografía, y fue destacada con el mayor premio al que puede aspirar una película en un festival: la Palma de Oro en Cannes (quizás era una apuesta más vital darle ese gran premio a la extraordinaria Lazzaro Felice, de Alice Rohrwacher, pero esa es otra discusión). Esta es una película de notable solidez, pero eso no implica que carece de riesgos: Koreeda nos mete en una familia japonesa que se sale de los parámetros que se esperan, tanto es así que al principio podemos sentir que estos personajes son dignos de un relato de Mario Monicelli. Hay un padre que le enseña a su hijo a robar, que lo tiene convencido de que no ir a la escuela es lo normal, que decide rescatar a una nena pequeña y desamparada y llevarla a su casa, en donde viven también tres mujeres (su pareja y "la abuela" entre ellas). Entrar en mayores descripciones de las relaciones sería cometer una injusticia informativa contra una película que hace de su forma de exposición de un mundo doméstico particular uno de sus rasgos virtuosos. ¿Cómo se constituye una familia? ¿Hasta qué punto la sociedad y el sistema contienen o contribuyen a dañar los vínculos entre sus integrantes? Es claro que Koreeda no puede responder esas preguntas porque hace cine en el que los personajes no son proyecciones de sus ideas cerradas sino criaturas singulares y no del todo previsibles, en las cuales un connato de celos puede dar paso a la mayor devoción fraternal en pocos instantes. Una vez más, Koreeda sabe especialmente filmar la mirada -nítida- de un niño acerca del mundo exterior, ese que cada vez se le hace más necesario y se le impone frente al esquema familiar, esa apertura que hace temblar toda rutina, por menos convencional que esta sea.
La ganadora animada en los recientes Globos de Oro es una pócima hiperconcentrada de las fórmulas del éxito en la actualidad. Hay, claro, animación, más un nuevo comienzo para el superhéroe arácnido que recomienza a cada rato al punto de correr el riesgo de diluir su identidad, más estética de historieta (globos, leyendas, lógica de viñetas) llevada al virtuosismo sostenido en una producción gigante, más un grado notable -y letal- de hiperconciencia y un apilamiento de cómics en forma de universos paralelos que generan varios momentos de esa enfermedad visual llamada digitalismo. Hay muchos chistes, la mayoría de los cuales para iniciados y fans o lugares comunes del cine más codificado (de high school, de coming of age), con lo cual corren el riesgo de no ser efectivos para públicos menos devotos de esas fórmulas de superficiales de ayer y de hoy, menos especializados en los superhéroes, menos excitados por los homenajes -ahora post mortem- a Stan Lee. Spider-Man: un nuevo universo es una de esas propuestas que dentro del formato cine están horadando de a poco su magia, uno de esos artefactos de diseño que, en formato prepotente, simulan contar mucho para narrar poco. Un nuevo humano arácnido se suma a otros, y hay un villano, y tediosas explicaciones y más guiños, con ese aparente cinismo pop que -a juzgar por las muchas sensiblerías- es solo un revestimiento anodino que no alcanza a ser pose ni disfraz, ni tampoco cinismo.
Ralph rompe En promedio, la crítica estadounidense ha valorado a la película animada Wifi Ralph bastante más que a La mula de Clint Eastwood, una película con ánima, con alma. Al menos por ahora es así, puede verse en Metacritic, y no hay indicios de que vaya a cambiar: la tendencia es clara y las principales críticas ya han sido publicadas, subidas, compartidas, etc. Sobre La mula escribí acá: link. Y ahora quiero escribir sobre Wifi Ralph. Wifi Ralph se titula aquí y en varios países latinoamericanos, en el original es Ralph Breaks the Internet, y en España y en otros países se tradujo el título de forma más fiel al original: Ralph rompe Internet (y en Brasil es Wifi y también rompe). Esa fidelidad al título original, sin embargo, no le hace mucha justicia a la película, ya veremos. Mientras tanto, apuntemos que Earl Stone (el personaje interpretado por Clint Eastwood en La mula) se la pasa mascullando diversas broncas contra Internet, los teléfonos, la gente con teléfonos, etcétera. Lejos está de mí sumarme a las poses hipsters de los bares hipsters con sus propuestas hipsters -y ahorrativas- de que “acá no hay internet”, pero lo cierto es que Ralph no solamente no rompe Internet sino que, por el contrario, Internet rompe a Ralph. O al menos termina con la gracia tosca y más genuina que ostentaba el personaje en Ralph, el demoledor. Wifi Ralph es un título que encaja mejor con este dispositivo disfrazado de película, con este signo de los tiempos dañado por los tiempos. Los tiempos narrativos de Wifi Ralph son puramente aditivos: pasa una cosa y se resuelve, y después se presenta otra, y otra, y así. No es tanto la lógica de un videojuego antiguo -en los que había alguna clase de crescendo- sino más bien la del salto de un video a otro en Youtube, o de un video viral a otro, o de un grupo de wasap a las historias de Instagram. Las conexiones son poco o nada causales, son más bien un amontonamiento que nunca da como resultado algo más que la suma de los elementos junto a un poco de dolor de cabeza y cierto embotamiento. Wifi Ralph podría durar bastante menos, bastante más… la cohesión le es ajena; es una de esas películas de las que creemos haber olvidado su centro pero la realidad es que nunca lo percibimos. Wifi Ralph también ostenta, o carga con, otros signos de los tiempos: como pasa en Internet, de una marca exitosa podemos pasar a otra, sobre todo si casi todas las marcas de consumo masivo exitosas -algunas con la nobleza de lo popular y con raigambre clásica- pertenecen a Disney, que produce y vende a Ralph. Las “princesas” y diversos personajes de Star Wars, entre otros, aparecen, tal vez con liviandad y jocosidad, tal vez con obscenidad y prepotencia, y también como anabólicos para sostener los factores de venta de Wifi Ralph. “Todo está en Internet” / “Todas las marcas conocidas en formato multitarget” / “Todo eso que tiene el cine gigante puede venir todo junto” / Y todo puede ser guiño, referencia, con riesgo de vacío y de olvido… se narra poco aunque se lo hace con mucho ruido. Por otro lado, Wifi Ralph comparte con Intensa-mente (aunque en un grado menor de infamia e inanidad) la idea de “entrar en la psicología de los personajes” (ay) y sumar obviedad a la obviedad y que nos quede bien claro que Ralph aprende algo y que esta es una película de maduración, de aceptar los signos del paso del tiempo. O no. Quizás sea solo de aceptar mansamente las prepotencias de los tiempos sin honrar los tiempos del cine, justamente lo contrario de lo que hace Eastwood en La mula.
Felicidades: seguimos siendo contemporáneos de Clint Eastwood. Con casi noventa años, en la última década, el máximo baluarte de la narrativa cinematográfica clásica se dio el lujo de hacer una trilogía testamentaria ( Invictus, Gran Torino, Más allá de la vida) y otra sobre el pasado de su país ( J. Edgar, Jersey Boys, Francotirador). Y ahora con La mula podríamos incluso entender que, luego de Sully y 15:17 Tren a París, ha completado algo así como una trilogía sobre el heroísmo. Cineasta de tremenda sabiduría que vuelve a protagonizar uno de sus relatos luego de diez años sin hacerlo, sabe ser fluido y claro, y sabe también que la claridad no necesariamente significa obviedad. El heroísmo de Earl Stone (Eastwood) en La mula es construido de manera sigilosa, convocando nuestra atención sobre las peripecias, sobre las acciones -tanto las excepcionales como las rutinarias-, mientras su visión acerca del mundo queda plasmada no como una mera suma de opiniones, sino como una forma singular de pensar y pensarse. El floricultor Earl Stone estuvo mucho tiempo en crisis con su familia y ahora también con su trabajo; en realidad, con los resultados de su trabajo, porque en la era del reparto por internet ya no rinde como antes. La economía autárquica y libertaria de Stone no encaja bien en este mundo, o en lógicas organizacionales en las cuales la presencia y el trato interpersonal importan cada vez menos. El viejo Earl terminará transportando kilos y cada vez más kilos de cocaína. ¿Es La mula una película sobre narcos?, ¿sobre drogas?, ¿sobre dilemas morales alrededor de las actividades asociadas al tráfico? Eastwood sabe que el mundo y las vidas que transcurren en él no son material para juicios sumarios ni siquiera en forma cinematográfica. En un relato en el que los kilos de sustancias ilegales se cuentan por centenares, Eastwood no traza líneas maniqueas según la ocupación, los orígenes, las orientaciones sexuales o el color de piel. La mula es una película singular, la creación de un individuo que es un autor de cine y quiere decirnos que las maneras civilizadas son lo primordial y que la corrección política debe subordinarse a ellas. Mediante una excepcional carga humorística, más su habitual economía de la fluidez con sus planos y sus diálogos y sus gestos que dicen mucho sin aturdir jamás, Eastwood ofrece, a los espectadores de su arte indeleble, las emociones del cine con forma de cine. Una vez más.
Cuarto film de Panahi desde su condena (arresto domiciliario de seis años, prohibición de hacer películas, de salir del país y de dar entrevistas por dos décadas), 3 rostros es una puesta en abismo de parte del cine del propio Panahi y también del de Abbas Kiarostami (notoriamente El sabor de la cereza e Y la vida continúa). En este caso, como en tantos otros de la nueva ola iraní de la que Panahi es ejemplo primordial, la idea de puesta en abismo narrativa o de metanarración no está reñida con un fuerte compromiso narrativo. Para Panahi es posible -y también deseable, y trabaja para ello con tesón y talento- contar con fluidez y a la vez plantear una reflexión sobre estatutos como la verdad de lo relatado y la importancia -o la irrelevancia- de tal preocupación. Aquí partimos de un video que da a entender el suicidio de una joven actriz, en el que se involucra de alguna manera a una actriz famosa. Y así se pone en marcha una búsqueda, una pesquisa, en forma de road movie soleada y comandada por la actriz famosa (Behnaz Jafari) y por el propio Panahi. ¿Jafari y Panahi hacen de sí mismos? La respuesta es que hacen de personajes que llevan sus nombres. Afirmar que hacen de sí mismos es perder de vista lo que plantea esta película de gracia ligera, de una tersura que no intenta eliminar ninguna aspereza, y que sabe mantener diversos misterios en torno a las mujeres, a las actrices y al cine, ese arte de mostrar y también de no hacerlo.
Gus van Sant es un director extraño, de filmografía disímil y despareja y sobre la que hay pocos acuerdos. ¿Hay un verdadero Van Sant? ¿Es el de Mi mundo privado y otros personajes frágiles de los noventa? ¿Es el de "dispositivos" como el de Elephant y Gerry? ¿Es el más mainstream sin demasiadas sofisticaciones de En busca del destino? ¿Es el del brillo corrosivo de Todo por un sueño? Director de varios rostros o más bien amante de vestirse de modos diversos, también ha hecho películas en las cuales los ropajes cambiantes se vislumbran como disfraces groseros. Le pasó en Milk, película biográfica con "mensaje" reforzado y con una actuación descontrolada y payasesca de Sean Penn. Y le vuelve a pasar en No te preocupes, no irá lejos, otra película biográfica con "mensaje" reforzado, con varios actores que parecen desfilar con raros peinados viejos para hacer sus shows. Este es el relato groseramente ejemplificador de parte de la vida de John Callahan, alcohólico que queda cuadripléjico por un accidente y que luego se vuelve humorista gráfico. Los problemas de la película van más allá de la peluca naranja de Joaquin Phoenix y de que jamás parezca de veintipico de años, de otra performance solipsista de Jack Black y de Jonah Hill absurdamente parecido al Jesús de South Park. Acumula repeticiones conceptuales simplistas, otras burdamente emocionales, música indignamente conductista y unas sobreimpresiones que, otra vez, nos hacen dudar acerca de quién es el verdadero Van Sant.
Terror irrelevante El terror sigue siendo el género más estrenado e impulsa producciones en muchos países. Esta película de director venezolano está hablada en castellano y presenta algunos ramalazos telúricos. En un ambiente rural tenemos maldiciones al nacer, rituales poco recomendables y sed de venganza. Hay explicaciones de una voz narradora escasa y que no termina de hacer sistema, algo de calma prolijidad en los encuadres y, principalmente, una narración que no logra adquirir vida, sobre todo porque los sustos escasean, y porque cuando pretenden impactar lo hacen con las herramientas más básicas, las fórmulas de la lengua franca global más industrial, menos sofisticada y en la que cualquier identidad local se diluye en la irrelevancia.
El director Travis Z hizo hace un par de años una muy olvidable remake de Cabin Fever y también esta otra remake de una película de terror irlandesa. Su Demonio de medianoche empieza con algo así como ímpetu, una pequeña carga de fuerza y velocidad para narrar que se pierden en poquísimos minutos. Y enseguida nos damos cuenta de que el terror fantástico suele necesitar de reglas más consistentes que las que propone este cuco que revienta gente con saña y música fuerte. Están por ahí Robert Englund y Lin Shaye en modo extra intenso y hay mucha sangre derramada, negociada y salpicada que no logra en ningún momento levantar la anemia de esta narración tediosa por arbitraria e irrelevante.