Como otros autores cinematográficos -es decir, artistas que no solo filman sus películas, sino que además las firman-, Pedro Almodóvar ha trabajado en su carrera con muchos elementos autobiográficos. Y en Dolor y gloria, además, como lo hicieron antes François Truffaut en La noche americana, Federico Fellini en Fellini 8½, Woody Allen en Recuerdos y el propio Almodóvar en La ley del deseo y La mala educación, pone como protagonista del relato a un director de cine de nombre Salvador Mallo, interpretado por Antonio Banderas, que recibió el premio al mejor actor en la reciente edición del Festival de Cannes. Se hizo justicia con Banderas, porque aquí logra algo tremendamente difícil: trabajar como un equilibrista en un acto de extrema dificultad y, gracias a su prestancia (algo así como una respiración exacta y un temple carismático), logra que esa necesidad de balancearse no se note jamás. El equilibrio de Banderas es crucial para "hacer de Almodóvar" -con todas las aclaraciones de ficcionalización, etcétera, que también hacía Truffaut-, un Almodóvar, claro, mucho más lindo, como también hacía Fellini con sus alter ego. Dolor y gloria tiene algo así como una construcción genial, equilibrada (también Almodóvar sabe caminar por la soga) y abreva de formas diversas en la ya enorme filmografía anterior del director. Esta es una película autoral desde tantos ángulos -no faltan los colores alejados de las sutilezas, los decorados, las mujeres fuertes- que podría haberse convertido en un film paquidérmico. Pero la astucia de Almodóvar está en las dosis (y eso quizá se espeje en la forma de presentar, otra vez, la heroína, "la droga de la movida") de cada elemento: el dolor ante los achaques, el ego, las dificultades creativas, el pasado (o, mejor, los pasados), el lugar del arte, el deseo y el amor. Almodóvar exhibe pleno control de sus facultades como creador, y demuestra que puede aprovechar el potencial de su obra pasada con una madurez notable, con una visión de notable eficacia. Dolor y gloria es una película admirable, una futura referencia ineludible para estudiar el cine de Almodóvar. Pero madurez, control, astucia y eficacia no eran las características destacables de películas como Átame y Matador: pasionales, sanguíneas, inolvidables y contundentes aún con su falta de equilibrio (o justamente debido a ella), esas que supimos amar con menor admiración por la genialidad y con mayor deseo.
Afortunadamente, durante buena parte de sus 99 minutos (¡al fin una película de Hollywood que dura menos de dos horas!), Ma es un thriller extraño, que se rarifica a partir de lo más codificado. Estamos otra vez en el mundo de la "preparatoria" (como se insiste obcecadamente en subtitular) con chica "recién mudada": lo de siempre, realmente, e incluso exagerado, tanto que Ma se pasa de vueltas para llevarnos a otro nivel, el de la autoconciencia que se convierte en incertidumbre y diversión. Ma construye su tensión de forma progresiva, incluso con recursos elegantes y sorprendentes -la devolución del dinero con sorpresa pero sin música, la situación del arma inicial-, y revela los móviles de la protagonista en dosis crecientes, y ahí, en esos flashbacks, es donde pierde elegancia al apostar a algunas contundencias que terminan contagiando también al presente del relato, para llegar a un cierre más pedestre. Pero antes, durante casi una hora, tenemos ante nosotros la promesa de violencia por estallar (cuando lo haga será bestial y gráfica) y un retorcimiento de los lugares comunes más necios de las películas de secundario, con dardos burlones a esos puritanismos etílicos y sexuales que funcionan con una tenacidad digna de otras causas. En esa línea, tal vez, las molestas y absurdas represiones visuales, neuronales y vitales del tramo final sean chistes autoconscientes. O, quizá, simplemente más señales de las limitaciones creativas del presente.
La Unión Soviética, que no existe más. Leningrado, que no existe más con ese nombre. Verano de 1981, los momentos iniciales de la década del ochenta del siglo pasado, que no existen más. El rock como aglutinante, contraseña, energía compartida, ¿eso sigue existiendo? La película del ruso Kirill Serebrennikov el del notable melodrama Yuris Day y el mismo que estuvo preso hasta hace muy poco luego de esas circunstancias que se repiten en la actual Rusia de Putin no intenta hacerse esa pregunta, sino que quiere llevarnos a un pasado que ilumine el presente. Esa iluminación no es solo una aproximación en términos de conocimiento o revelación, sino más bien un intento de aportar vitalidad, calidez, resplandores. En realidad, más que un intento, Leto es una aseveración amable, con una mueca triste en una sonrisa tenue pero convencida, una de esas películas que ofrecen refugio de colores en la grisalla, y cobijo emocional sin volverse extraintensas. La historia parte del joven Viktor Tsoi, músico con influencias inglesas, y su encuentro con su venerado y mítico Mike y su esposa, la bella Natacha. Pero Leto, más que sobre personas y sus memorias basadas en hechos o recuerdos reales o casi, es una película sobre esos intersticios en los que la opresión obtusa era combatida con algo así como sueños, sonidos y fugas estéticas, que la película reproduce con raptos visuales y musicales cargados de osadía y encanto.
Y llegó la secuela del perro que habla en off -es decir, solo escuchamos sus pensamientos los espectadores, no los personajes humanos ni los otros personajes perros- y que eventualmente muere y reencarna en otro perro, o perra (aunque la voz siempre sea masculina). En esta ocasión, Dennis Quaid -que recién aparecía en el tramo final de la primera entrega- está sobre todo presente al comienzo, pero la protagonista es la bebé-niña-adolescente-joven CJ. Y, claro, los perros -el perro- que son claves en su vida. Al igual que en la primera entrega de 2017, estamos ante un cine de tosquedad emocional artera, de recursos que de tan directos -casi que se ven las indicaciones orquestales al grito de "¡hagan llorar ahora!" o "¡hagan llorar más rápido!"- pasan a aniquilar cualquier posibilidad de empatía, y de un diseño de personajes tan pero tan básico que incluso hasta el casi siempre digno Quaid parece tirar la toalla al final y se pone a payasear mal maquillado como anciano (entre el recurrente cielo canino, el tiempo que propone es difícil de asimilar, pero tampoco importa demasiado). Esta segunda parte -con un director con mucha menos trayectoria que el sueco Lasse Hallström- es de alguna manera más bestialmente directa, lo que funciona para bien con algunos momentos de humor más despreocupados, y para mal con algunos "temas actuales" puestos de manera ultrademagógica, casi insultante.
En un momento en el que hay mucho cine que por apuntar a tantos públicos a la vez termina licuando cualquier interés, gracia y cohesión - Pikachu detective y demasiadas otras películas por el estilo-, un artefacto como El sol también es una estrella, de escasa sofisticación pero de narrativa asertiva y encuadrada en un plan de mayor concentración genérica, termina, al menos, recordando esa virtud cada vez más escasa: la capacidad de ser convincente. El sol también es una estrella es una película romántica, que no quiere agregar mucho más al planteo de chico conoce chica, las señales del destino -a favor y en contra- y las decisiones y las dificultades y el enamoramiento. Hay personajes con encanto, no hay maldad, hay idealización de la ciudad de Nueva York, no hay cinismo, hay ideas dichas con candidez, no hay burlas al género ni al tono elegido. Y hay gente convencida de contar, iluminar, musicalizar y actuar una de esas películas en las que no hay pretensión ni estafa alguna. Una historia de amor de una chica jamaiquina y un chico de origen coreano: cine simple pero orgulloso de su simplicidad; cine definible mediante su fidelidad al género. Un poco soso y hasta atolondrado por momentos, es cierto; pero en un contexto de estrenos cuyas formas tienden a lo teratológico un film modesto puede volverse atractivo y hasta carismático, incluso portador de cierto resplandor fugaz.
A fines de la década del 80, Canal 9 ofrecía un ciclo de cine denominado La película de la semana. En realidad, más que de cine, era de ese mestizaje conocido como "películas para televisión", en este caso unas ficciones de duración más o menos como las de las películas promedio, con iluminación estandarizada, musicalización y montaje adocenados, ausencia de grandes estrellas y temas-problema como eje. La película de la semana, como Regreso a casa, podía centrarse, por ejemplo, sobre "adicción a las drogas". En Regreso a casa tenemos a Ben ( Ben is Back es el título original), uno de los hijos de Holly Burns (Julia Roberts), que vuelve inesperadamente -desde un centro de rehabilitación- a la casa familiar para Navidad. Tensiones diversas y poco elaboradas en formato de drama doméstico, y la madre preocupada a cada paso por Ben; es lógico, Ben tiene un pasado muy tremendo. Luego, el perro de la familia desaparece y habrá entonces que transitar un poco los infiernos -en tosca presentación- del mundo de la droga en formato de tímido thriller. Un poco de enseñanzas, un poco de evangelización sobre la unión y los lazos familiares y muchos recursos tan adocenados como los de las "películas de la semana" salvo, claro, la iluminación, pensada para resaltar una actuación especialmente intensa de Julia Roberts, que ha sido muy elogiada en muchas críticas norteamericanas.
En consonancia con la realidad aumentada del juego para celulares Pokémon Go, en esta película, los pokémones "están entre nosotros". En realidad, entre los habitantes de Ciudad Ryme, donde los combates entre los bichos -eje fundamental de los videojuegos y series y películas animadas de la franquicia- ya no están bien vistos. La convivencia (en términos de impacto visual) entre los pokémones y los humanos es un prodigio y una de las dos mayores fortalezas de esta película. La otra son los diálogos de Pikachu, su contenido a veces humorístico, y el timing y la dicción que les imprime Ryan Reynolds desde su voz (en la versión original). Lo que se vislumbra alrededor de los grandes logros visuales y del personaje de Pikachu son actuaciones con forma humana no muy convencidas y por eso poco convincentes; decorados que por momentos apuntan al policial negro, pero después se disuelven; una base argumental con evidentes puntos de contacto con Zootopia; usos y abusos de explicaciones para intentar encauzar inconsistencias; falta de brío para la acción; falta de tensión y de inteligibilidad para los enfrentamientos, y falta de integración y de pertinencia de los chistes-guiño "para los adultos". Y, sobre todo, el aplastamiento del interés y la casi milagrosa carencia de gracia que el director Rob Letterman ya había exhibido en Los viajes de Gulliver y El espantatiburones.
"Creo que la Segunda Guerra Mundial es mi guerra favorita". Eso se decía -con no poca gracia- en Pequeños guerreros, de Joe Dante, y esa segunda también ha sido la favorita del cine en general. Pero también la Gran Guerra ha tenido sus películas fundamentales, como por ejemplo La gran ilusión, de Jean Renoir. Y ahora -en realidad, en 2018, al cumplirse un siglo desde su finalización- se ha sumado este osado documental del neozelandés Peter Jackson acerca de soldados británicos que participaron de la Primera Guerra. Este es un film de archivo, con una selección de audios de la BBC y de imágenes que son parte de las colecciones del Museo Imperial de Guerra británico. Desde una primera unión más tradicional, esta película emprende un camino que va desde la yuxtaposición hasta la amalgama, la puesta en color, la ampliación del campo de batalla en términos técnicos y de encuadre, y literales. La Primera Guerra Mundial, la primera con cámaras en las trincheras, es aquí objeto de un inusual acercamiento fílmico, que es a la vez un estudio de la época y sus costumbres (sobre todo al principio, antes de los horrores y penurias), una recuperación de las experiencias de algunos de sus protagonistas y un prodigio de la preservación y de la manipulación de lo preservado. Jamás llegarán a viejos es una película que cree en la historia y a la vez confía en las formas y posibilidades del cine del presente. El resultado es un cine bélico anómalo, enjundioso, específico y singular.
Luego de Acné, La vida útil y El apóstata, el título de la cuarta película del uruguayo Federico Veiroj continúa algo así como un proceso de individualización: Belmonte se centra en Javier Belmonte, un pintor en un buen momento profesional, un padre atribulado, un hijo que se preocupa por sus padres y un exmarido que no puede aceptarse como tal, más allá del tiempo y las evidencias. Este retrato panorámico podría parecer trillado, pero las películas -una vez más- no se definen por su argumento. Y, como ocurría en El apóstata, Veiroj demuestra que su cine tiene personalidad, nada menos: seguridad y aplomo estilísticos para evidenciar dudas, fluidez narrativa para desarrollar personajes en medio de trabas e imposibilidades. Y prueba una vez más que puede caminar las sendas más difíciles en cuanto a influencias y salir más que airoso. Los españoles Luis Buñuel y Francisco Regueiro no son referencias sencillas, y no son arbitrarias: Veiroj puede incluir amargura irredenta, momentos de calidez que irrumpen de forma imprevista, un manejo deslumbrante de cada elemento del cine -los usos de la luz y de la música son especialmente notables- y esa visión que no reniega del absurdo, pero no para poner distancia y frialdad sino para volver a apostar por mundos y vidas imposibles pero probables, reconocibles.
Un relato alrededor de un gran golpe criminal ocurrido en 2015 en Londres: una banda de ladrones veteranos que robaron cajas de seguridad. En 2017 ya hubo una película sobre el hecho, The Hatton Garden Job, con menos estrellas y menos producción que Rey de ladrones. Aquí tenemos algo así como la primera línea de actores británicos de más de 60 años: Michael Caine, Tom Courtenay, Ray Winstone y Jim Broadbent. Y también al irlandés Michael Gambon. Esta película de James Marsh -ganador del Oscar al mejor documental con Man on a Wire- puede desorientar a quienes esperen la típica película de "gran golpe" (heist o caper movie), como por ejemplo la ya clásica Faena a la italiana ( The Italian Job, 1969), con el propio Michael Caine y aquí citada, junto con otras películas de los protagonistas, en el momento más imaginativo del film. Rey de ladrones tiene al robo no como punto de llegada, sino como punto de quiebre; su tono dominante no es el cómico (aunque a veces dude), y la liviandad y la velocidad le son mayormente ajenas. Esta película es un drama policial acerca de unos señores mayores preparando un plan, ejecutándolo y teniendo que lidiar con las consecuencias. En cada escena, tenga el tono que tenga, incluso en los momentos menos ajustados del relato, Michael Caine está exacto, preciso, convencido y convincente, siempre mejor que la película, como le pasó tantas otras veces en su carrera.