Película de terror alérgica a la originalidad que presenta una entidad maligna relacionada con bebés, madres y gestaciones que transcurre en una casa lujosa. Un profesor de matemática llega al lugar con su mujer embarazada y aparece otro profesor de matemática, ciego y que tiene saberes paranormales. Se repite muchas veces la pregunta de si uno más uno es siempre dos, hay cierta sobriedad al no abusar de entrada de los recursos más toscos para asustar y se nota que El conjuro marcó un camino tentador para imitaciones parciales. Se termina el film y es evidente que nunca se armó una cohesión narrativa que ayudara a potenciar el interés por los sucesos o los destinos de los personajes.
Vincent Cassel es el comandante Visconti, uno de esos detectives sobre los que el policial negro ha vertido mucho alcohol. Visconti es dominado por el whisky, y su pelo y barba, por el descuido. El traje que usa el atribulado investigador es demasiado grande: Visconti ya no encaja en su ropa ni en sus relaciones. Cassel está en riesgo de intensidad todo el tiempo, pero la mayoría de las veces se queda del lado de la convicción -acaso conmovedora- y la confianza en las tradiciones del género, a modo de módico homenaje al Hank Quinlan de Orson Welles en Sed de mal. Tenemos la desaparición de un adolescente, un caso policial que suma sordidez y personajes a los que llamar disfuncionales sería usar un término de una distancia y una sobriedad que este thriller podrido consideraría inaceptables. El adolescente desapareció, su madre aparece devastada en el minuto cero del relato, su padre está de viaje, su hermana tiene severas discapacidades y su vecino profesor tiene pegados demasiados carteles de sospechoso. Y tenemos las vueltas. La del director Erick Zonca (el de la más fresca La vida soñada de los ángeles) al cine luego de 10 años, con un nivel de ambición notable y un manejo muy seductor de los climas iniciales. Y las vueltas del tercio final de la película, en la que para sorprender se distrae y hasta se puede llegar a soltar al espectador, que, con probable confianza en las promesas del género, venía sorteando paralelismos y torpezas evitables.
Estamos ante una explosión de narrativa, nada menos: cuando Spike Lee conecta con la historia que tiene para contar sus relatos se encienden, y de esto hay varias pruebas en una carrera de más de 30 años: Haz lo correcto, Summer of Sam, La hora 25, El plan perfecto. En cambio, la remake de Oldboy se sentía displicente, ajena, abandonada. Infiltrado del KKKlan es una de esas películas de Lee que canalizan bien las energías, que exhiben convicción, incluso en algunos pasajes hasta el exceso. La increíble -pero real- historia de Ron Stallworth en los años 70 es presentada en forma intensamente seductora: un detective negro -el primero de Colorado Springs- se hace pasar por blanco y racista en conversaciones telefónicas con un referente máximo del Ku Klux Klan, y para la investigación cara a cara su rol será jugado por un policía blanco judío. Doble disfraz, o disfraces cambiantes, para una película que sabe jugar esos juegos, que se permite el humor y la tensión sin un programa ideológico que la achate. Están claros los villanos y los héroes, no hay que argumentar de forma tosca. Y en ese sentido, Lee se permite la presentación de policías con limitaciones y buenas intenciones, personajes secundarios casi fordianos y no meramente encarnaciones de ideas prefijadas: Infiltrado del KKKlan es una película con humanos con defectos, brillos, revelaciones a veces tardías y no una exposición sobradora y demagoga de posiciones políticas. Este es un relato que -otra vez- viene a negar esa idea un tanto acomodaticia de que menos es más: aquí, con toda lógica, más es más. El humor se construye con decisión, en algunas breves ocasiones en modo de prueba y error (pero el humor y sus excesos deberían ser perdonados más que tantas represiones solemnes demasiado frecuentes); con tensión armada en función de una empatía evidente, con una banda sonora que define la época y la biografía de los personajes. Esos personajes no necesitan decir a cada rato que creen en las cosas que está bien creer: son algo así como profesionales hawksianos, convencidos de que van a cambiar el mundo mediante un trabajo osado, tan osado como el modo de Lee cuando está convencido: esta es una película que cree que seducir al espectador es la receta más noble, mucho más noble que exigirle esfuerzos inviables para adorar estilos o poses lánguidas sin sustento. A Spike Lee le sigue gustando el cine, y nos lo recuerda sin quietismos ni minimalismos. Más es más.
Esta es una esas películas que intentan imponer con premura un estilo de los denominados realistas: sabemos de entrada que la iluminación será naturalista, que la cámara estará más cerca que lejos de los personajes, y que no habrá música extradiegética (es decir, que no provenga de fuentes del relato). Esas decisiones de puesta en escena intentan sostener la historia de Anna, mujer sola con un hijo autista que sueña con irse a probar suerte a los Estados Unidos. Anna está asediada por decisiones equivocadas y, sobre todo, por una mala suerte en el borde de lo desopilante. Al final ya nada tiene la menor cohesión y se hace patente el programa cruel de este relato feo, fútil y falso.
Un inmigrante italiano muere en Suiza. Una empresa fúnebre se encarga de transportar su cuerpo hasta Calabria. Este documental, con recursos generalmente asociados a la ficción, se convertirá en una road movie un tanto encerrada: dos mil kilómetros de viaje comandados por un portugués y un serbocroata, con atuendos formales y una bonhomía que se transmite incluso en los momentos en los que Calabria bordea lo arenoso y empantanado en términos de narrativa. Sus conversaciones, reflexiones y sobre todo sus canciones son los pilares de este film que exhibe una modesta sabiduría para observar derroteros vitales y desarraigos y dotarlos, por momentos, de cierta plácida poesía.
Emociones bastante mal manejadas A veinte años de la ópera prima de Javier Fesser, El milagro de P. Tinto, todavía recordamos con algarabía algunas de sus frases, como "pedazo de invento la gaseosa, macho". Pasó el tiempo: Fesser luego se encargó de Mortadelo y Filemón y hoy está como director de este film, candidato español para los Oscar.
Una historia de amor trágica, asediada por el absurdo del mundo La semana pasada se estrenó Transit, de Christian Petzold, una película extraordinaria de uno de los grandes autores europeos en actividad. Esta semana llega Cold War, de Pawel Pawlikowski, otra película extraordinaria de otro de los grandes directores europeos en actividad. Una feliz coincidencia en la cartelera gracias a la osadía de distribuidores independientes que apuestan con una pasión merecedora de mayores consideraciones. Tanto Transit como Cold War son melodramas y, con sus diferencias de planteo, films "de época". En Cold War asistimos al encuentro, conexión, y amor evidente -y hasta justo- entre Zula y Wiktor a fines de los años 40, en la Polonia comunista: ella se presenta a un casting como cantante y bailarina folclórica y él es parte de los seleccionadores. La troupe que se arma sufrirá las crecientes presiones del comunismo para que, por ejemplo, le canten a Stalin. Wiktor no es tan sumiso. Y Cold War nos muestra a estos amantes en diversas ciudades, incluso en la Europa del otro lado de la cortina de hierro, alejados el uno del otro en parte porque el molesto mundo que los rodea está lejos de colaborar con la construcción de un proyecto tan turbulento como lógico: el amor innegable entre estos dos seres. Son separaciones, añoranzas, traiciones, acercamientos, reemplazos que no consiguen cortar un lazo ineludible, inevitable. Un melodrama conciso, con elipsis convencidas, filmado en blanco y negro y encuadrado con solvencia y singularidad y sin distracciones irrelevantes (como Ida, la película anterior de Pawlikowski, premiada con un Oscar), Cold War es cine del fuerte, del contundente, del que nos hace salir conmovidos y distintos de la sala. Una historia de amor trágica, asediada por el absurdo del mundo; una historia que tenía que perdurar pero se ve interrumpida por ruidos molestos y convicciones oportunistas. Un hombre y una mujer y un amor cuyas evidentes fortalezas resisten de la manera que pueden, en un relato que conmueve porque está absolutamente convencido de lo que nos expone. Y como si todo esto fuera poco, impone sin duda alguna la fotogenia fatal de la que probablemente sea la actriz más subyugante de la temporada: Joanna Kulig, comparada en algunas críticas con Jennifer Lawrence, más que nada porque hay escasez de referencias más atinadas. Kulig es tan fatal y voluble como Brigitte Bardot en El desprecio, y con el cambiante brillo de sus ojos puede construir o derrumbar todo lo que la rodea.
Marsella, ¿cuándo? El libro original sitúa la acción en la década del 40 y vienen los fascistas, hay que huir. Pero Christian Petzold no está interesado en recrear una época sino en hacer cine, en confiar en el movimiento, en las emociones, en apoyarse una vez más en las grandes pasiones que se originan de forma sigilosa y explotan luego con alcances tremendos. El amor como anhelo imposible, el doble y los fantasmas; Casablanca y Hitchcock, y también Truffaut y el melodrama clásico norteamericano, ese que algunos europeos ayudaron a hacer grande. Transit es una película osada que nos recuerda que hay que confiar en los relatos, que nos hace dudar del tiempo en que ocurren estos hechos atrapantes con un manejo magistral y estratégico de la cadencia narrativa, y que nos posiciona como espectadores inestables. No importa el referente real sino la verdad del cuento: estos personajes exiliados, sus móviles, su enamoramiento, cómo se miran, cuánto nos importan sus caminos. La Segunda Guerra Mundial opera como fondo fantasmático, sin su peso en las peripecias históricas sino en el tono, en el sentido agónico de cada decisión. Es una película para tener una vez más la certeza de que el alemán es uno de los autores contemporáneos insoslayables, que perfecciona las enseñanzas del cine clásico norteamericano para contar estas (otras) crisis europeas, tan lejanas y tan cercanas.
No estamos idealizando el pasado: hubo un tiempo en el que hubo más. Pero ahora hay escasez de comedias románticas, y aún menos con personajes inolvidables. Así las cosas, tal vez los méritos de Amor de vinilo se vean magnificados por este contexto desértico. Pero no: Amor de vinilo es de las buenas, de las que nos guían por mundos agradables y nos reconcilian con la narrativa más clásica y menos ostentosa: aquí hay una historia para contar, y proviene del libro de Nick Hornby. El título original es el de la novela: Juliet, Naked, que en su edición castellana fue Juliet, desnuda. Y en ese título había un problema, porque el nombre Juliet del original no hace referencia a una mujer sino a un álbum, un disco (que sí, refiere a una mujer), y entonces debió ser " Juliet, desnudo". Y entrar en este tipo de disquisiciones es justo con Hornby y sus personajes siempre atentos a los detalles. Lo que no es justo es el título Amor de vinilo: en todo caso, aquí importan más los CD y hasta los casetes. Un CD, ese disco "desnudo" del título, sin arreglos y con sus canciones en versiones tempranas, es lo que pone en marcha los motores del cambio. Annie, encargada del museo local en un pequeño pueblo inglés, tiene menor brillo en los ojos del que merece. Y está claro: quince años de convivencia con Duncan pueden ser aplastantes, porque él está más pendiente de los discos del rocker retirado y elusivo Tucker Crowe, y del blog en el que escribe y escribe y escribe sobre él. Duncan es un fan, pero no de Annie. Y aparece el disco en cuestión, y empieza a terminar una historia y empieza a comenzar otra. Y ahí es donde se nota especialmente que hay un libro de Hornby -claro, el mismo de Alta fidelidad y Un gran chico- como base muscular, y que el director Jesse Peretz y su equipo supieron ser breves sin apelar al "resumen del libro" sino que se dedicaron a exponer su espíritu, y entendieron que estaban haciendo una comedia romántica que les ofrecía especial fluidez si el montaje no incurría en la pereza. Y, además, si los personajes encontraban a los actores ideales para exhibir los peligros de tropezar con las piedras de siempre (las taras demasiado familiares), pero más aún para abrir la posibilidad de la felicidad sin negar las heridas ni el ideal cómico de reírse de sí mismos. Y Rose Byrne, Chris O'Dowd y Ethan Hawke hacen de sus interacciones una demostración refulgente de química carismática. O, en otras palabras: brillan, como las estrellas de antes.
A primera vista, entre Escalofríos y esta segunda entrega hubo un descenso de categoría de los nombres involucrados en la mayoría de los rubros de los créditos (y la estrella más cara, Jack Black, bajó su participación a pocos planos). Todo eso, sin embargo, no debería necesariamente representar una baja en la calidad. Por ejemplo, la repetición creativa de Danny Elfman podría haberse reemplazado con mayor frescura, y los exabruptos gestuales de Black interpretando al autor de sustos juveniles R.L. Stine podrían haberse pulido con mayor homogeneidad. Pero no: menos no siempre es más y a Escalofríos 2 se le nota la falta de nobleza de sus materiales. Mostrar algunas bicicletas y niños y adolescentes no nos lleva directamente a Los Goonies ni a la tradición de Spielberg. Las locaciones, la promesa de fantasía y algunos diálogos iniciales de comedia de buen timing no son suficientes para disimular un armado de capítulo televisivo (y no de La dimensión desconocida o Alfred Hitchcock presenta) en el que se explican con demasiada claridad los elementos de esta aventura de Halloween en el que cobran vida muchos monstruos y calaveras y en el que -error de errores- se detienen el suspenso y el apuro de los personajes para hacer una secuencia de montaje -para una pantalla muy chica- con unos disfraces. Si todo es tan mecánico se pierden la potencia del relato, la magia y también los escalofríos. Y el verdadero monstruo amenazante pasa a ser el tedio.