EL CLUB DE LOS CINCO De poderes, zords y otras yerbas. Si mezclamos el “rescate emotivo” que está haciendo furor por nuestros días y el tremendo éxito del que goza el género superheroico, no podemos culpar a la gente de Saban Films por querer reflotar esta franquicia que tanto furor logró entre los pequeñitos (y no tanto) de la década del noventa. No es la primera vez que los Power Rangers llegan a la pantalla grande, pero esta vez lo hacen desde cero, con una historia que nos cuenta sus orígenes. Todo arranca en la Era Cenozoica, cuando Zordon (Bryan Cranston) decide sacrificarse para salvar a la Tierra de la traición y el ataque de Rita Repulsa (Elizabeth Banks), ex Ranger en busca del Cristal Zeo. Sesenta y cinco millones de años después, en la pequeña ciudad de Angel Grove, nos encontramos con Zack, chico popular y héroe deportivo de la escuela, aunque un adolescente bastante problemático. Una broma pesada y un accidente después, Zack queda imposibilitado de volver a los deportes, además de pasar el resto del año en castigo junto con otros marginados escolares. Ahí conoce a Billy, un chico inteligente con alma de científico pero con poca capacidad para relacionarse socialmente, y a Kimberly, adolescente popular con problemas de autoestima. El destino los cruza a los tres, junto a otros dos compañeros -Trini y Jason-, en la mina del pueblo donde descubren unas extrañas gemas. Las piedras les dan poder y los guían hasta una nave abandonada, donde descubren que su destino es convertirse en guardianes del universo. Una carga pesada para cualquier adolescente, pero estos cinco parias deberán aprender a lidiar con ello. Pronto descubren que una gran amenaza viene en camino. Bajo el mando de Zordon (que logró sobrevivir en alma, por así decirlo), y el simpático Alpha 5, los jovencitos entrenaran duro para enfrentar al ejército que se avecina -liderado por una Rita regenerada y Goldar, su gigante de dorado-, pero tendrán que ganarse la confianza (la propia y la de los otros) y el “título” de Power Rangers. Dean Israelite está acostumbrado a lidiar con adolescentes que no saben esquivar los quilombos. El director de “Project Almanac” (2015) se mete con la franquicia basada en “Super Sentai” y sale muchísimo mejor parado de lo que cualquiera podría imaginar. “Power Rangers” (2017) es una aventura superheroica entretenida, cargada de acción, repleta de referencias a la cultura pop, muchos guiños a los clásicos Power y una problemática juvenil que, resulta un tanto forzada, pero no está nada mal incluirla por nuestros días. Esta nueva entrega, la primera de una saga si la cosa tiene éxito, es una extraña mezcla entre “El Club de los Cinco” (The Breakfast Club, 1985) y “Poder Sin Límites” (Chronicle, 2012). Claro que no alcanza la calidad de las mismas, pero se esfuerza por darle un marco más “serio” y alejarse del producto “kitsch” creado por Haim Saban. Acá no hay trajes de poliéster ni monstruos de goma espuma, pero “Power Rangers” mantiene ese espíritu y lo aggiorna al siglo XXI, donde ya estamos más que acostumbrados a ver trajes, mechas y villanos en CGI. No puedo hablar con conocimiento de causa, y estoy segura de que se me escaparon un montón de referencias, pero “Power Rangers” funciona bien para el fan, para el público menudo que quiere ver una aventura superheroica y para los espectadores, en general, que disfrutan de estas historia y no le temen al absurdo. La película tiene sus fallas, sí, tal vez tarda demasiado en presentarnos a los héroes y se pierde en sus conflictos personales; pero tiene el carisma de sus protagonistas, un grupo variopinto de colores, razas y personalidades. “Power Rangers” se la juega (y exagera un poquito) con la diversidad y la inclusión, aunque se ríe de sí misma. La elección de personajes no está mal porque, al fin y al cabo, son adolescentes con sus mambos y, además, todos somos diferentes. Lo que más nos puede chocar, entre tanto “hiperrealismo”, es la presencia de Banks y su exageradísima Repulsa. Rita viene de otro tiempo y así se comporta, la típica villana con ganas de destruir todo lo que se le cruza por el camino. La historia, al igual que los efectos especiales, va de buena a mediocre, pero en el conjunto sale ganando porque ofrece, justamente, lo que promete: una película de acción protagonizada por un grupo de adolescentes aspirantes a héroes. ¿Qué les depara el futuro? Van a tener que quedarse hasta después de los créditos.
FÁBULA ANCESTRAL Un batacazo en la taquilla, pero no todo lo que brilla es oro. Tras el estreno (y exitazo) de “El Libro de la Selva” (The Jungle Book, 2016), Disney sigue insistiendo con adaptaciones live-action de sus clásicos animados. Esta vez le toca el turno a una de sus “princesas” más queridas: la rebelde e independiente Belle (Emma Watson), más interesada en los libros que en encontrar pareja. La historia ya la conocemos. Un príncipe (Dan Stevens) bastante vanidoso y egoísta es hechizado y convertido en una Bestia incapaz de encontrar el amor. Por diez largos años, él, su castillo y sus sirvientes (convertidos en objetos animados) han sido olvidados por el mundo, hasta que a sus puertas llega Maurice (Kevin Kline), el papá de Belle, en busca de refugio. La Bestia lo toma prisionero, pero al enterarse, la chica decide tomar su lugar con la esperanza de poder escapar en un futuro. Así comienza esta historia de amor, cuya moraleja habla de que no hay que juzgar a nadie por las apariencias. La Bestia no es un ser muy amable que digamos, pero su temple se va suavizando, poco a poco, a medida que interactúa con la joven, en un principio bastante asustada, aunque también va descubriendo que bajo ese aspecto feroz y tosco, se esconde un hombre tierno y culto, más afín a sus gustos. En la aldea no hay nada para la joven que anhela una vida menos provincial y es vista como un bicho raro, aunque sea la más linda del lugar. Su belleza (y su peculiaridad) llaman la atención de Gaston (Luke Evans), el macho heroico al que todos envidian, menos Belle, que tiene dos dedos de frente. Bill Condon y los guionistas no se alejan mucho de la historia del tío Walt. Agregan un poco de trasfondo para la historia del príncipe (no, nunca sabemos su verdadero nombre), y un pasado diferente para Belle que nunca conoció a su mamá. Por lo demás, la película se esfuerza por reproducir cada una de las escenas y los impactantes números musicales de la original, a veces con éxito (“Be Our Guest”) y otras no tanto (“Belle”), forzando un estilo que no termina de encajar. “La Bella y la Bestia” (Beauty and the Beast, 2017) es imponente desde lo visual, pero pierde un poco de fuerza debido a su estética teatral y tantas imágenes generadas por computadora. Lo que impacta en “El Libro de la Selva”, acá se desluce, aunque entendemos que no hay otra forma de convertir a Ewan McGregor, Ian McKellen y Emma Thompson en objetos parlanchines. Igual, estos personajes secundarios son lo más simpático de toda la película. La pareja protagonista nunca termina de enamorarnos, y en gran parte se debe a la falta de química entre ellos, y de encanto por parte de Watson, que cantará muy lindo, pero no logra ponerse en los zapatos de una de las princesas más amadas del estudio. No hay nada en su personalidad o interpretación que nos resulte interesante, esta es la gran decepción de una película que tiene menos alma que Voldemort. Todos los elementos están ahí, las canciones se cantan al unísono, pero el conjunto no logra conmover, la comparemos o no, con la original. “La Bella y la Bestia” es un espectáculo visual que apunta derechito al corazón del fan más nostálgico, pero se complica mantener el interés de los pequeñines por más de dos horas de película. Uno sabe que algo anda mal cuando el villano nos resulta lo más interesante. Evans se roba cada segundo que aparece en pantalla, lo mismo que su fiel compañero LeFou (Josh Gad), un personaje más interesante que el atolondrado compinche animado. Condon, un director con una filmografía demasiado variada y despareja (“Dioses y Monstruos”, “Dreamgirls”, “La Saga Crepúsculo: Amanecer”) matiza todo con un aire más dramático y le quita humor a una historia que lo necesita. Su Bella, tan natural, choca con la exageración del resto de los personajes y, aunque entendemos que esa es su intención, en la práctica no se ve tan bien como en teoría. “La Bella y la Bestia” es una película entretenida, aunque le sobran escenas y canciones agregadas. Es hermosa visualmente, aunque falla en ciertos momentos clave como el baile del salón, una escena que marcó un antes y después en el cine de animación; aunque su error más grave está en los personajes principales. No es fácil darle vida a una parejita dibujada tan reconocida pero, justamente, Emma y Dan no son los más indicados para protagonizar esta fábula ancestral que no logra conquistarnos como su antecesora.
DOS PÁJAROS A TIRO Hollywood sigue rompiendo todo en un intento por refritar una de sus series más emblemáticas. No es la primera vez que una serie clásica policial llega a la pantalla grande en tono más humorístico. Algunas adaptaciones tuvieron éxito como “Comando Especial” (21 Jump Street, 2012) y otras pasaron sin pena ni gloria como “Starsky & Hutch” (2004). Dax Shepard -ese actor medio gracioso que vieron mil veces y nunca se acuerdan del nombre, pero saben que está casado con Kristen Bell-, vuelve a probar suerte detrás de las cámaras con la que, seguramente, terminará siendo una de las peores películas del año. Sí, ya le vamos guardando un lugarcito es esa penosa lista. Shepard dirige, escribe y coprotagoniza “CHIPs: Patrulla Motorizada” (CHIPS, 2017), esta comedia de acción que, en pleno siglo XXI, se esfuerza demasiado por hacer chistes en base a culos, tetas y penes. Comedia, entre muchas comillas, ya que falla bastante en eso de hacernos reír y, al final, termina dando un poco de vergüenza ajena. Sepan disculpar tanta literalidad, pero cuesta disfrutar algo tan básico y mal hecho. La historia de Shepard está recargada de estereotipos y, aunque supongamos que lo hace a propósito, ésto tampoco funciona ya que se queda a mitad de camino. “CHIPs” no es lo suficientemente bizarra y extrema para ser una parodia de sí misma, entonces termina convertida en una mala comedia policial que no atrae ni desde sus temas, ni desde sus personajes mal llevados. Michael Peña es un agente del FBI que, bajo el pseudónimo de Frank Poncherello, debe infiltrarse en la patrulla motorizada de California para desbaratar una banda de policías corruptos dedicados al robo de camiones blindados. Su nuevo compañero es Jon Baker (Shepard), un novato ex motociclista que se convierte en agente para reconquistar a su esposa. La dupla, despareja por dónde se la mire, se meterá en todo tipo de problemas para desenmascarar a los culpables, mientras liman sus asperezas y aprenden a trabajar en equipo. Nada nuevo para un género que nos ha dado grandes historias, justamente, cuando sale de sus lugares comunes. No es el caso de “CHIPs” que desatiende por completo la trama criminal y se concentra en los chistes subidos de tono, acrobacias al estilo de los X-Games y muchas escenas sin sentido. Cuesta entender que Vincent D'Onofrio se preste para estas cosas, pero no es el único. El elenco está lleno de caras conocidas (Adam Brody, Maya Rudolph, Jane Kaczmarek), aunque ninguna logra hacer un aporte que nos arranque una sonrisa. “CHIPs” es una película que atrasa y que sigue arrastrando estereotipos del peor cine de los ochenta y, ya sea de forma irónica o no, acá no se puede notar la diferencia. No atrae desde sus actuaciones (lo de Peña como “adicto al sexo” molesta en todo sentido), ni sus escenas de acción, ni sus villanos que sólo apuntan a un tipo de público descerebrado y de risa muy, pero muy fácil; sin ofender a nadie, claro está. Cuesta encontrar algo positivo de una película cuya tercera imagen son unos senos femeninos. Un “recuso” que se repite a lo largo de toda la historia, a pesar de que estamos en presencia de una “buddy cop” movie basada en una de las series más clásicas (y naive) de los años setenta y principios de los ochenta. Creo que, a esta altura, prefiero una de Adam Sandler.
INSTINTOS BÁSICOS Llega una de las últimas rezagadas del Oscar, pero valió la pena esperarla. Paul Verhoeven nos tiene acostumbrados a otro tipo de películas. El realizador decidió darle un descanso a la ciencia ficción (“RoboCop”, “El Vengador del Futuro”, “Starship Troopers”) y, desde hace un tiempo que viene experimentando con otros géneros menos artificiosos. El año pasado sorprendió a todos con “Elle: Abuso y Seducción” (Elle, 2016), un thriller tan intenso que convierte a “Bajos Instintos” (Basic Instinct, 1992) en una película para chicos. El film y su protagonista principal, Isabelle Huppert, venían con todas las de ganar en la temporada de premios, pero sólo se tuvieron que conformar con algunos galardones de la crítica y una nominación al Oscar para la francesa, que se merecía todas las palmas por su interpretación de Michèle Leblanc, una exitosa empresaria a la cabeza de una compañía de videojuegos. Michèle maneja su vida con la misma actitud despiadada con que maneja su empresa, pero todo empieza a cambiar cuando es atacada y violada en su hogar por un hombre desconocido. Leblanc no piensa convertirse en víctima y oculta el hecho, al menos por un tiempo, aunque las sospechas se esparcen a su alrededor y decide tomar cartas en el asunto. La señora intenta rastrear a su agresor, suponiendo que forma parte de su círculo de conocidos, posiblemente, algún joven empleado de la compañía. Lo que encuentra a cambio es un juego bastante peligroso, que se puede salir de control en cualquier momento. Michèle es una señora madura, divorciada y madre de un hijo mayorcito e irresponsable. Tiene un ex marido, un amante y una vida sexual bastante activa, un pasado complicado y una madre que actúa como chiquilina. Mientras balancea todos estos aspectos, decide jugar al gato y al ratón con su propio agresor, un intercambio que la aterroriza, pero al mismo tiempo la mantiene intrigada y seducida. Verhoeven nos propone un juego bastante perverso, pero es “ella” (elle) quien toma la delantera. La historia gira en torno a esta mujer interesante y poderosa en muchos aspectos, quien intenta controlar cada parte de su existencia y, muchas veces, se le escapa de las manos. El realizador toma como punto de partida la novela “Oh...” de Philippe Djian y nos sumerge en una historia cargada de suspenso psicológico, algo de drama y un extraño sentido del humor. El resultado es inquietante, morboso y atrapante, principalmente por la actuación de Huppert, como un accidente fatal que no queremos, pero tampoco podemos dejar de ver. “Elle” puede resultar incómoda para algunos, más allá de la intriga y el drama familiar. Sus temas son más actuales que nunca, y se agradece que Verhoeven haya optado por una protagonista sexagenaria que parece estar en la plenitud de su vida sexual y profesional. Con su metro sesenta de altura, Michèle da la impresión de ser una mujer frágil y quebrantable, pero Huppert la empodera y nos regala un personaje que, en otras manos, podría haber resultado una caricatura, o aún peor, un mamarracho estereotipado.
PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE El terror surcoreano sigue haciendo de las suyas y ahora cambiamos zombies por espíritus malignos. Después del exitazo de “Invasión Zombie” (Busanhaeng, 2016), nos llega otra gran historia de terror surcoreano, esta vez de la mano del director Na Hong-jin, que la rompió toda en los últimos festivales de Cannes y Sitges con este thriller policíaco y sobrenatural donde se mezclan las creencias religiosas, las supersticiones y el folclore de la región. La apacible rutina de una comunidad rural se ve alterada súbitamente por una serie de horrendos asesinatos cometidos por sus habitantes más tranquilos. Sin motivos aparentes a la vista, y ante la perplejidad de la policía local, las sospechas empiezan a caer sobre la mala influencia de un anciano japonés que llegó al pueblo hace poco y ahora vive alejado en medio del bosque. El oficial Jong-goo empieza a investigar por su cuenta y pronto se convierte en el blanco de una maldición que afecta a su pequeña hija. Desesperado busca la colaboración de un sacerdote que lo ayude a encontrar explicaciones, además de contratar los servicios de un chamán que pueda liberar a la nena del espíritu maligno que la aterroriza. “En Presencia del Diablo” (Goksung, 2016) es todo lo opuesto a “Invasión Zombie”. Na Hong-jin se aleja del caos y el bullicio de la gran ciudad para contar una historia que remite a los clásicos más clásicos del terror occidental como “El Exorcista” (The Exorcist, 1973) y “La Profecía” (The Omen, 1976), pero impregnada con las costumbres y los mitos orientales. Hay muchos elementos de la tradición cristiana, que acá chocan con las supersticiones y los ritos locales, a los que los habitantes de estas comunidades más alejadas parecen más susceptibles. El director y guionista se toma su tiempo (más de dos horas y media) para desarrollar cada uno de sus personajes, sus situaciones y sus climas. El ritmo tan lento no siempre funciona, pero compensa con suspenso, dramatismo y mucho gore. Jong-goo termina siendo un protagonista demasiado torpe, por momentos, y esto dificulta una trama que nos mantiene, casi siempre, hipnotizados frente a la pantalla. “En Presencia del Diablo” es una película de terror hecha y derecha que juega con nuestros nervios y ese espíritu detectivesco de “descubrir al culpable”. Le juega a favor los escenarios rústicos y la idiosincrasia del lugar y su gente, en contraste con el “modernismo” de una metrópoli como Seúl; pero no logra mantener la atención y el ritmo a lo largo de toda la trama. Mientras que “Invasión Zombie” (perdón por la comparación constante, pero es el referente surcoreano más cercano que tenemos) es vertiginosa, sangrienta y trágica; la obra de Na Hong-jin explora el drama familiar y las diferentes creencias religiosas de sus protagonistas. Avisamos, no es para cualquiera que no esté acostumbrado al ritmo del cine oriental, pero sigue siendo un gran exponente del género de terror, sobre todo, por esa mezcla cultural tan extraña e intrigante.
Vuelve la octava maravilla, más grande y furiosa que nunca. A no confundirse, la verdadera estrella de esta película es Kong y todo lo demás está de adorno. El simio gigante es nuestro único héroe en este lío plagado de acción, explosiones y criaturas gigantes, donde los seres humanos son un conjunto de lugares comunes que aportan poco y nada a un universo cinematográfico donde reinan los monstruos. Dicho esto, “Kong: La Isla Calavera” (Kong: Skull Island, 2017) se disfruta con pochoclos y se aplaude cada vez que el mono se ensarta en una pelea. Al igual que “Godzilla” (2014) o “Titanes el Pacífico” (Pacific Rim, 2013) sabe muy bien donde plantarse y contar una historia que sólo gira en torno a la criatura. Jordan Vogt-Roberts no tiene mucha experiencia cinematográfica, pero entendió que la acción es la clave de todo. Así, se despega de la clásica historia del mono y la damisela, sin desprestigiar un mito que ya tiene casi 85 años y unas cuantas versiones encima. Estamos en 1973, recién terminada la guerra de Vietnam con todo lo que ello implica para los Estados Unidos. Bill Randa (John Goodman) necesita apoyo del gobierno yanqui para explorar la Isla Calavera, un archipiélago en medio del Océano Pacífico que podría guardar unas cuantas claves arqueológicas y de otra índole. Después del tire y afloje, consigue su cometido, pero además de los científicos que lo acompañan necesita la protección militar del coronel Preston Packard (Samuel L. Jackson), el cual precisa un poco más de conflicto bélico e incursiones por la jungla, no así el resto de sus hombres que no ven la hora de volver a casa para reencontrarse con sus familiar. Completan el grupo: James Conrad (Tom Hiddleston), ex militar experto en rastreo y Mason Weaver (Brie Larson), fotógrafa antibélica muy reconocida, que no quiere quedarse afuera de esta experiencia. La isla y sus “habitantes” son un mito en sí mismos, un lugar rodeado de tormentas que dificultan las comunicaciones, aunque de una belleza insólita. La fascinación inicial se acaba apenas los helicópteros lanzan la primera bomba sísmica –supuestamente para medir densidades en el suelo del lugar- y una enorme criatura salida de la nada empieza a atacar y destruir todo lo que se le cruza por el camino. Los sobrevivientes quedan desparramados por la isla, preguntándose si eso que vieron con sus ojos, y mató a la mitad de los hombres, era un simio de treinta metros de altura. Claro que sí, pero Kong es apenas la primera de muchas criaturas gigantes que pueblan el lugar, la gran mayoría, muy poco amigables. Así, a puro caos y destrucción, arranca esta película con todo el espíritu de los setenta (tal vez demasiado), y esa vibra de historia bélica vietnamita donde no pueden dejar de sonar los Rolling Stones de fondo. Kong aniquila sin piedad como cualquier animal que protege su territorio de los depredadores, y sólo pretende mantener el equilibrio natural que puede ser alterado por criaturas mucho más amenazadoras si no se las mantiene a raya. El resto es una odisea de supervivencia por la selva y sus peligros a contrarreloj (tienen 48 horas para llegar a un punto específico donde serán rescatados): por un lado los civiles descubriendo la verdadera historia del mono y la isla, y por el otro los militares, mejor dicho Packard, que sólo busca vengarse del simio. No hay un solo personaje que escape al cliché y el estereotipo, incluso Larson que, no será la damisela en peligro, pero poco y nada hace (y dice) a lo largo de dos horas de película. Sí, las dos mujeres que aparecen están pintadas, como el mismísimo Hiddleston y su cara bonita. Uno de los pocos protagonistas de “peso” resulta ser Jackson y su pseudo capitán Ahab, un personaje que ya lo vimos interpretar hasta el hartazgo y alguien debería avisarle que no lo haga nunca más. Pero saquemos a los seres humanos de esta ecuación y quedémonos con la acción, la sangre y los encontronazos entre bichos prehistóricos que se siguen sumando a este universo compartido que desató la remake de “Godzilla” (2014), todo conectado a través de Monarch, esa organización gubernamental a la que le gusta experimentar con monstruitos. Vogt-Roberts sabe lo que nos gusta y se esfuerza por mostrarlo en la pantalla. Nos sumerge dentro de los miedos y peligros de la jungla, y nos obliga (aunque no hace tanta falta) a que nos pongamos del lado de Kong hasta las últimas consecuencias. “Kong: La Isla Calavera” es pura parafernalia visual y eso no tiene nada de malo. Aprovecha a destilar un mensaje antibélico y algunas cuestiones políticas muy actuales, pero más interesante es cuando analiza esa mala costumbre del hombre de meterse dónde no lo llaman.
Natalie Portman se pone en la piel de una de las mujeres más influyentes de los Estados Unidos. El chileno Pablo Larraín (“Neruda”) irrumpe en Hollywood para contar una parte de la dolorosa historia norteamericana, esta vez, no desde el lado de la política o las conspiraciones, sino desde la perspectiva de la mujer que más sufrió el asesinato del presidente John F. Kennedy. Este es el gran acierto del director, y del guionista Noah Oppenheim, que nos ponen en los zapatos de Jackie (Natalie Portman), su consternación, su dolor y la incertidumbre que le depara el futuro fuera de la Casa Blanca y su querido “Camelot”, ese pequeño imperio cultural que logró construir a su alrededor y representa, a su entender, su único legado. El relato arranca una semana después de los terribles acontecimientos, con Jackie tratando de recopilar lo sucedido para un insistente periodista (Billy Crudup) desde su vivienda de Massachusetts. La viuda trata de mantener la compostura y las apariencias, pero a medida que avanza la entrevista no puede evitar exponer su lado más vulnerable. Larraín no se desvía de los hechos históricos que ya conocemos, y reconstruye la época hasta el más milimétrico detalle. Las imágenes que recorrieron el mundo, acá, vuelven a cobrar vida desde la ficción con el único propósito de mostrarnos que detrás de estas grandes personalidades hay seres humanos con virtudes y defectos. La narración va y vuelve en el tiempo, desde un opulento recorrido por los salones de la Casa Blanca, hasta las sangrientas calles de Dallas. Desde la angustia y el caos dentro del avión presidencial, hasta las avenidas de Washington DC donde se realiza la caravana previa al entierro. A Jackie no le queda mucho de dónde aferrarse y lucha por conservar, aunque más no sea, su fe y el legado histórico de los Kennedy, mientras se debate entre la figura pública y la madre que debe proteger a sus hijos. La idea es interesante, pero Portman no llega a conmover completamente con su actuación. Nadie duda del compromiso de la actriz para representar a Jacqueline en su esplendor, pero ni ese marcado acento impostado logra hacernos olvidar que tras los trajecitos Chanel y los peinados elaborados se asoma la intérprete de “Star Wars” o “El Cisne Negro” (Black Swan, 2010). Portan no llega a diluirse en su personaje y cuesta mucho separar a una mujer de la otra. “Jackie” no tiene mucho más para decir u ofrecer más allá de la anécdota y el recuento de un instante en la historia de los Estados Unidos, de esta mujer en particular, y de todos aquellos que la rodearon antes, durante y después de este momento. Imágenes bellas, un relato bien contado, una banda sonora que emociona, pero en general, una película que no logra conmover y ni sacudirnosa pesar de algunas de sus escenas. Hay demasiada pulcritud y, tanto la narración como la actuación de Portman terminan siendo tan frías como la Jackie que se presentó ante el mundo tras la trágica muerte de su esposo aquel 22 de noviembre de 1963.
“Trainspotting” (1996) dejó su huella en el cine post-moderno y la cultura pop con su contundente y controvertido relato de los excesos y la inconformidad de Mark Renton (Ewan McGregor) y su grupo de amigos que, en el desfavorable panorama socioeconómico de Edimburgo, eligen el escape de las drogas y el crimen, antes que la “vida” burguesa y rutinaria del trabajo y la familia tipo. Veinte años después, Danny Boyle retoma su historia más celebrada con la esperanza de rescatar estos temas y volver a impactar desde lo visual y lo narrativo. Renton regresa a Escocia tras dos décadas de ausencia viviendo en Amsterdam junto a su esposa. El barrio lo llama y, a pesar de las reticencias, decide reencontrarse con sus viejos camaradas, aunque estos no lo reciben, precisamente, con los brazos abiertos. No olvidemos que su último acto fue la traición y el robo de aquellas 16 mil libras que sólo benefició a Spud (Ewen Bremner) y mandó a la cárcel al violento de Begbie (Robert Carlyle). Mark se convirtió en todo aquello contra lo que luchaba: el trabajador aburguesado que paga cuentas, consume cuanto producto le ofrecen y vuelve a su hogar para jugar a la casita. Pero acá está de vuelta, en el único lugar que puede llamar hogar, tratando de recomponer su amistad con Sick Boy (Jonny Lee Miller), esperando no sufrir las represalias. Begbie sigue encerrado desde entonces; Spud volvió a los vicios, aunque intenta enderezar su camino para pasar más tiempo con su hijo, y Simon se dedica al chantaje y otros delitos, junto a Veronika, su joven novia de Bulgaria. Casi nada parece haber cambiado en todos estos años, excepto Mark; pero a medida que pasa el tiempo recorriendo las calles de Edimburgo descubre que se puede huir del vecindario, aunque este nunca te abandona. Al final, Renton decide quedarse y ayudar a Simon a recaudar el dinero necesario para transformar el bar que regentea en un burdel. Por su parte, Begbie logra escapar de la prisión y, al enterarse del regreso del traidor, enseguida lo pone en su mira. Boyle explota los mismos elementos que hicieron mella en la original, aunque con un poco menos de crudeza. La banda sonora, el montaje hiperquinético y sus carismáticos protagonistas lo son todo, pero el efecto ya no es el mismo. El director nos muestra que después de veinte años la gente, sinceramente, no cambia (por más que lo intente), un pensamiento bastante desolador como los escenarios de estos barrios en decadencia. Esos jóvenes rebeldes y adictos que mandaban al cuerno al sistema, ahora son hombres patéticos sin rumbo, que sólo conocen el camino del crimen. “T2: Trainspotting” (2017) hace gala de su humor y de una gran estética, pero a los personajes se los siente un poco fuera de lugar en un mundo tan cambiante. Claro que están adaptados a la tecnología y los chanchullos modernos, pero cuesta creer que en tanto tiempo no hayan avanzado para nada. Obviamente, esa es la intención de Boyle, pero ahí es donde el relato se nota un tanto repetitivo y, por supuesto más diluido, sin el sórdido impacto de la década del noventa. El director se contiene y ya no sumerge a sus personajes completamente en la miseria. Tal vez están destinados a repetir la historia, por el simple hecho de no poder escapar de ella.
La franquicia de los X-Men sufrió altos y bajos a lo largo de sus ocho películas y, justamente, las aventuras en solitario de Wolverine no son las que más se destacan. El mutante de las garras de adamantium tuvo que sobrellevar un par de bodrios antes de que James Mangold, director de “Wolverine Inmortal” (The Wolverine, 2013), lograra convencer a los ejecutivos de Fox que la mejor opción para este superhéroe era el camino de la violencia extrema y las historias oscuras no aptas para todo público. Mangold optó por un relato más maduro arraigado en los elementos más característicos del western, género que el realizador conoce bastante bien gracias a la remake de “El Tren de las 3:10 a Yuma” (3:10 to Yuma, 2007). Estamos en el año 2029 y ya no quedan muchos mutantes sobre la faz de la Tierra. Logan se dedica a un trabajo tan mundano como el de conducir una limosina y, al final del día, cruza la frontera mexicana de regreso a casa para ahogar sus penas en alcohol y cuidar de un deteriorado Charles Xavier (Patrick Stewart), al que todos dan por muerto, con la ayuda de Caliban (Stephen Merchant), mutante capaz de rastrear a otros de su especie que no puede exponerse a la luz del sol. Los X-Men son una leyenda del pasado y, por lo que sabemos, muchos de ellos murieron en un incidente provocado por los poderes fuera de control del profesor. Logan (Hugh Jackman) dejó su instinto superheroico tirado en un cajón y sólo busca pasar desapercibido, mientras afronta el deterioro de su cuerpo, que ya no se regenera como antes. En este desolado panorama, Wolverine es el cowboy borrachín que trata de evitar los conflictos, pero los problemas lo encuentran a él de la mano de Gabriela y su pequeña hija Laura (Dafne Keen), quien buscan sus servicios para huir rumbo a Dakota del Norte, a un lugar llamado “Eden”. Como la paga es generosa, Logan acepta el trabajo, pero Gabriela es asesinada y ahora la pequeña es el blanco principal de Donald Pierce (Boyd Holbrook) y los Reavers, matones al servicio del doctor Rice (Richard E. Grant), quien se especializa en “crear” nuevos mutantes. A Logan no le queda más opción que huir de la seguridad de su guarida, llevándose con él al Xavier y a esta pequeña de pocas palabras que esconde unos cuantos secretos. Así, “Logan” (2017) se convierte en un western hecho y derecho (con algún toquecito de road movie), donde nuestro protagonista buscará un poco de redención ayudando equilibrar la balanza. La película de Mangold es sucia, híper violenta y no se contiene ante nada. El humor es justo y escueto, como ya nos tiene bastante acostumbrados este mutante medio parco, y no necesita de efectos y artificios para enamorarnos con su estética visual. Jackman se luce tratando de encontrar una nueva beta sobreprotectora, aunque enseguida nos remite a su relación con Rogue (Anna Paquin), en la primera película. El director y los guionistas echan mano de algunas referencias y guiños simpáticos, pero no se detienen demasiado en el pasado, ni en explicar las conexiones con el resto de la franquicia. Esto podría llegar a molestar, pero “Logan” funciona demasiado bien como un capítulo aparte y como cierre de un ciclo que, de ahora en más, puede ramificarse para cualquier lado. Uno de los grandes aciertos de la película son sus villanos (potentes y mesurados), y acá no hablamos solamente de personajes. Logan y Xavier luchan contra la propia naturaleza y los problemas que pueden traer aparejados los años, así como sus propios fantasmas y culpas acumuladas. Stewart está mejor que nunca y la joven Keen es todo un hallazgo en este relato que va desplegándose capítulo a capítulo, sin complicar su narración, como si se tratara de las páginas de un cómic. “Logan” se encuentra en la vereda de enfrente de “Deadpool” (2016). Acá no hay chistes fuera de lugar, ni miraditas a cámara y la violencia (descontrolada) justifica cada gota de sangre y miembro derramado. Wolverine siempre fue ese animal un tanto descontrolado imposible domar. Mangold finalmente lo logra, le da un propósito, y la mejor entrega cinematográfica dentro de su trilogía y de casi todo el espectro comiquero.
Cuando M. Night Shyamalan quiere, puede. Después de una seguidilla de fracasos absolutos, el guionista y director decidió cambiar el rumbo y ambicionar historias más chiquitas e independientes, siempre ancladas en el terror, la fantasía y todos esos géneros que tanto le gustan. Esta nueva etapa de su carrera –auspiciada por Jason Bloom, capo de las franquicias de terror de bajo presupuesto- arrancó con la muy bien recibida “Los Huéspedes” (The Visit, 2015) y ahora suma “Fragmentado” (Split, 2017), un thriller de suspenso que tiene a James McAvoy en el centro de la escena, poniéndose en la piel de Kevin, un muchachito con desorden de personalidades múltiples que comparte su vida con 23 alter egos. Su personalidad más destacada, la que lleva las riendas de su vida “normal”, es Barry, un sensible diseñador de modas que trabaja sin molestar a nadie. Pero hay otras personalidades que quieren tomar el control, entre ellas Dennis (una de las más fuertes) y Patricia, una fanática religiosa. Estas dos figuras, junto con el pequeño Hedwig (un nene de nueve años), creen en algo más poderoso y deciden prepararse para su llegada. Así, Dennis secuestra a tres jovencitas y las encierra en un sótano aislado, supuestamente, para alimentar a “La Bestia”, una nueva personalidad que está por emerger poseedora, entre otras cosas, de fuerza sobrehumana. Casey (Anya Taylor-Joy), Marcia (Jessica Sula) y Claire (Haley Lu Richardson) no tienen la menor idea de con qué están lidiando, ni que les espera, y todo se complica un poco más cuando son separadas tras un fallido intento de fuga. Por su lado, Kevin sigue asistiendo con regularidad a las sesiones con la doctora Fletcher (Betty Buckley), psiquiatra que apoya firmemente la teoría del trastorno y trata de mantener a su paciente lo más cómodo y tranquilo posible. Las señales de los cambios de humor son bastante visibles y la terapeuta empezará a bucear en el pasado del chico para entender las razones de semejante comportamiento. Shyamalan esboza varias cosas interesantes. Por un lado, una historia llena de tensión, traumas y giros inesperados; y por el otro, un planteo bastante singular sobre las capacidades del cerebro y la evolución de los seres humanos. Como si se trataran de los mutantes de X-Men, el realizar se despacha con la hipótesis de que estos pacientes con múltiples personalidades son capaces de aprovechar regiones de la mente que, nosotros simples mortales, ni llegamos a comprender. Así, el trastorno disociativo se convierte en una gran excusa para explicar fenómenos sobrenaturales, un tema que ya se exploraba en las películas de terror de la década del setenta. Más allá de los tópicos psicológicos, que por momentos pueden ponerse un tanto densos, Shyamalan y su protagonista nos hacen dudar a cada segundo. McAvoy se carga la película al hombro y transita por la locura y las diferentes personalidades que se “apoderan” de su cuerpo. Taylor-Joy (la jovencita de “La Bruja”) y sus amigas terminan siendo una excusa para definir al protagonista/villano, pero al menos no se convierten en las típicas adolescentes molestas y inverosímiles que abundan en los films de terror. Casey es una muchachita bastante alienada con sus propios mambos, recuerdos dolorosos que vuelven a surgir durante su cautiverio y que, de alguna manera, la “conectan” con su captor. “Fragmentado” es un gran thriller de suspenso que triunfa, precisamente, por su falta de pretensiones, buenas actuaciones y una historia que da en el clavo. No es una película perfecta, pero (si s quedan hasta el final) puede ser el principio de algo mucho más interesante. El Shyamalan que pretendía ser el nuevo “Steven Spielberg” va encausando su camino. Por más ideas originales y menos cameos innecesarios, amigo.