A pocos días de una nueva entrega de los premios Oscar, llega a las salas locales una de las últimas nominadas rezagadas que cuanta con seis nominaciones, incluyendo Mejor Película. Kenneth Lonergan (“You Can Count on Me”) está acostumbrado a los dramas familiares, intimistas y bastante austeros, y “Manchester Junto al Mar” (Manchester by the Sea, 2016) no es la excepción a esta regla. El director y guionista se despacha con la historia de Lee Chandler (Casey Affleck), un hombre solitario, dedicado a tareas de mantenimiento, que debe volver a su ciudad natal tras la muerte de su hermano (Kyle Chandler) para realizar los arreglos pertinentes y hacerse cargo de su sobrino Patrick (Lucas Hedges), un adolescente con todas las letras. La idea es que Lee se mude a Manchester y se convierta en tutor legal del jovencito, al menos, hasta que éste cumpla la mayoría de edad, una responsabilidad que no puede aceptar. A no malinterpretarlo, Chandler es una buena persona que quería mucho a su hermano y hará lo que sea por el bienestar de Patrick, pero hay un hecho que cambió para siempre su vida, lo obligó a distanciarse de todo (este pueblito costero, su familia, sus amigos) y recluirse, literal y emocionalmente. A medida que pasa sus días en Manchester, Lee va reconstruyendo sus recuerdos más dolorosos, al mismo tiempo que debe buscar un remplazo que pueda hacerse cargo de su sobrino. Esta es básicamente la historia que plantea Lonergan, un conjunto de relaciones humanas ligadas a la pérdida, la aceptación y la culpa. Affleck y Hedges son el alma de este relato sencillo, que no tiene mucho más para ofrecer más allá de esta interacción, aunque esto no es poca cosa. El director se concentra en el peso que carga su protagonista y cómo afecta a cada una de las personas que lo rodean. Estamos acostumbrados a ver grandes actuaciones oscarizadas donde el sufrido intérprete se desborda y estalla en una escena clave cargada de dolor e histrionismo, pero esto nunca sucede con Casey en “Manchester Junto al Mar”, tal vez, uno de los aciertos más grandes de la película. Lee es un personaje contenido que sufre en silencio y se autoflagela emocionalmente, incapaz de conectarse socialmente porque así lo decidió. Por su parte, Hedges interpreta a uno de los adolescentes más verosímiles de la pantalla, un chico normal, acostumbrado a los dramas familiares, que sólo pretende seguir adelante con su vida, rodeado de amigos, deportes, su banda de rock and roll y sus noviecitas. Patrick no quiere mudarse ni alterar su rutina y sólo espera llegar a la mayoría de edad para independizarse. La relación entre tío y sobrino es lo que más brilla dentro de una trama donde los demás personajes parecen meros adornos que sólo aportan un dato por aquí y por allá, sí, incluso las breves intervenciones de Michelle Williams, ex esposa de Lee. Lonergan no tiene necesidad de contar absolutamente todo y deja que el público vaya reconstruyendo el pasado (y futuro) de sus protagonistas. Justamente, lo implícito resulta lo más interesante de su relato y debe agradecerle a Casey por todo esto. El más jovencito (¿y talentoso?) de los Affleck se merece todos los premios a los que aspira, precisamente por esa contención y por no entregar la típica actuación “oscarizable”. Los austeros paisajes costeros de Manchester (Massachusetts), pueblito de clase media baja dedicado a la pesca, ayudan a crear este clima apacible (en apariencia), pero no definen la acción y a los personajes como otras historias marcadas por el contexto socioeconómico y cultural como “El Ganador” (The Fighter, 2010) o “Atracción Peligrosa” (The Town, 2010). Los escenarios terminan siendo un adorno más, un tanto desaprovechado, como la mayoría de los actores de reparto y una banda sonora bastante desencajada. Como otras nominadas de este año (léase “La La Land”), “Manchester Junto al Mar” se destaca en su conjunto (y más allá de algunos desaciertos) con un drama poderoso que emociona desde lo tácito y no tanto por sus golpes bajos. Acá, las lágrimas no son gratuitas y el peso de la culpa marca el ritmo a cada paso. Lo importante es cómo cada ser humano procesa el dolor y se para frente a la pérdida de un ser querido.
A casi quince años del estreno de “La Llamada” (The Ring, 2002), remake de la japonesa “Ringu” (1998) –curiosamente dirigida por Gore Verbinski, que esta semana estrena otro bodrio terrorífico-, nos llega una nueva entrega que trata de adaptarse a los tiempos modernos rompiendo un poco el esquema de las dos primeras películas y apartándose de la “mitología” que supo construir Samara y su VHS maldito. Nada de esto le ayuda a una trama repleta de lugares comunes, la estupidez de la mayoría de sus personajes y el hecho de que decide cambiar los orígenes de la nena de pelo larga y poderes mortíferos. Ya desde su primera secuencia, la muerte de un muchachito arriba de un avión que vio la famosa cinta y ya le llegó su hora, el director F. Javier Gutiérrez decide cambiar las reglas y ofrecer una apertura que no aporta nada a la trama más allá de la excusa de saber de dónde salió el casete del infierno. Dos años después, las pertenencias del difunto llegan a las manos de Gabriel (Johnny Galecki), un profesor universitario que arma todo un experimento social alrededor de las imágenes de Samara. Julia (Matilda Lutz) y Holt (Alex Roe) son una parejita súper enamorada que debe separase cuando él marcha rumbo a la universidad. A las pocas semanas, ella pierde todo contacto con su novio y, como este no le contesta las llamadas, decide armar un bolsito e ir a averiguar que anda pasando con el muchacho. La chica logra contactar con el profesor y descubre de qué la va esta leyenda de la cinta mortal. Cuando averigua que a Holt le queda poco tiempo de vida, decide sacrificarse y ver la película para darle una nueva chance a su enamorado. Pero hay algo diferente en el video. A Julia se le aparecen nuevas imágenes perturbadoras. La chica siente que Samara intenta decirle algo y, junto con Holt, enfilan hacia el pueblito donde el cuerpo de la nena fue finalmente enterrado. Ya, de entrada, molestan tantas decisiones apresuradas y arbitrarias. “La Llamada 3” (Rings, 2017) parece una película de los ochenta donde los personajes (bastante paparulos) hacen las cosas sin pensar en las consecuencias, con la única excusa de hacer avanzar una trama que se contradice con todo lo que vino anteriormente. Nos molesta y nos pone de mal humor que a esta altura sigan cada uno de los clichés del género al pie de la letra, eso sí, Samara aprendió a manejarse perfectamente con la tecnología moderna y ya no necesita teléfonos de disco y videocaseteras para causar terror. ¡Aguanten los plasmas, las notebooks y los smartphones asesinos! Lo más triste de todo esto es la participación de Vincent D'Onofrio, demostrando que Netflix no le pagó lo suficiente y necesita hacer estas changuitas para tener un buen pasar. Es la única manera de explicar por qué aparece en esta secuela tan innecesaria, que sólo sirve como excusa para reabrir una nueva saga de terror que no aporta absolutamente nada al género y, como si fuera poco, le toma el pelo al espectador.
Gore Verbinski nos regaló algunos films interesantes como “La Llamada” (The Ring, 2002), las primeras tres entregas de “Piratas del Caribe” (Pirates of the Caribbean) y “Rango” (2011), por la que ganó el Oscar a Mejor Película Animada. Es acertado decir que el realizador sabe moverse a través de diferentes géneros y salir bien parado, pero no es el caso de “La Cura Siniestra” (A Cure for Wellness, 2017) donde se excede (en tiempo, narrativa, vueltas de tuerca) y la historia se le escapa de las manos. A pesar de sus excesivos 146 minutos de duración, el realizador no logra atar todos sus cabos sueltos, dejando unos cuantos interrogantes y recalcando demasiadas obviedades de una trama que, tranquilamente, se podría haber resuelto en un tiempo más acotado. Lockhart (Dane DeHaan) es un joven ejecutivo en ascenso. La compañía en la que trabaja está a punto de fusionarse, pero necesitan la aprobación del director ejecutivo que decidió retirarse de los negocios repentinamente y pasar sus días en un spa, “curándose” de la avaricia y todos esos males modernos que afectan al mundo. Lockhart debe viajar hasta los Alpes Suizos y convencer al señor de que vuelva a la realidad, en parte, por su propio beneficio, pero lo que de entrada parece una tarea sencilla, pronto se convierte en una misión bastante peligrosa. El lugar, un idílico paraíso ensamblado en medio de las montañas, alejado de la sociedad y la dependencia tecnológica donde hombres y mujeres ya mayores y adinerados van en busca de esta cura, esconde unos cuantos misterios y un secreto demasiado truculento para ser verdad. El lugar, regenteado por el doctor Volmer (Jason Isaacs) es un viejo castillo que en sus entrañas esconde un estanque de aguas termales, clave para el tratamiento de los pacientes que, según el muchacho puede observar en las pocas horas que pasa allí, no parecen tan saludables como deberían. Lockhart intenta volver a casa, a pesar de no haber logrado su objetivo, pero un accidente en la ruta lo obliga a permanecer en el spa, recibiendo los cuidados que este ofrece. De a poco, el muchacho comienza a aislarse y a olvidar el mundo real que lo espera, pero las sospechas todavía lo mantienen inquieto. Mientras intenta develar los secretos que esconden esas paredes, su salud mental empieza a jugarle una mala pasada y, posiblemente, deba quedar internado hasta el resto de sus días. La primera media hora de “La Cura Siniestra” logra atraparnos y meternos de lleno en este universo de extraños acontecimientos, con una estética hermosa y truculenta al mismo tiempo. Después, todo se empieza a desbarrancar. La trama entra en una espiral de repeticiones, lugares demasiado comunes y obviedades, y ya no sabe como acabar. Es más, en su última hora, Verbinski amenaza con varios finales y, ni así, logra redondear una historia tediosa, desagradable y previsible, casi desde el comienzo. “La Cura Siniestra” toma como eje del mal al mentado “científico loco”, acá con varias reminiscencias a los nazis, aunque la trama se desvía y no va por ese lado. El director cree que puede confundirnos con cada giro de su relato, pero sólo logra estirar la agonía y una idea que, contada de otra manera, podría haber sido más interesante. Dane DeHaan hace lo que puede con un guión que se desborda y no llega a ninguna parte. El resto del elenco no aporta más que un poco de color al “decorado”, en definitiva, lo único bello de esta historia, gracias a una estética austera de colores lavados. “La Cura Siniestra” promete cosas que no logar cumplir y cómo bien dice el dicho, en este caso, es mucho mejor la enfermedad.
Tres años atrás, el departamento de animación de Warner Bros. se la jugó con el primer largometraje protagonizado por minifuguras de Lego, un formato que venía funcionando muy bien en videojuegos, series de TV y películas directas en formato hogareño. “La Gran Aventura Lego” (The Lego Movie, 2014) sorprendió desde su humor irreverente, su incorrección política y sus personajes, tanto originales como lo ya hartos conocidos por la cultura pop. El resultado fue un éxito inesperado que abrió la puerta para una secuela, una historia de Ninjago y “Lego Batman: La Película” (The LEGO Batman Movie, 2017). El Caballero Oscuro ya había robado cámara durante las aventuras de Emmet y compañía, era lógico que, tarde o temprano, se fuera a ganar su propia película en solitario porque, al fin y al cabo, es BATMAN. Phil Lord y Christopher Miller –responsables del primer film- se hicieron a un costado y dejaron que el Chris McKay, productor de “Robot Chicken”, entre otras cosas- se hiciera cargo de esta nueva versión del Hombre Murciélago, sin dejar de lado el universo que planteó “La Gran Aventura Lego”. Sí, aunque no lo parezca, “Lego Batman: La Película” se rige por las mismas reglas que su antecesora y, si bien ya no hace referencia “al más allá” y a los verdaderos responsables del juego, esa idea absurda sigue de algún modo latente en los habitantes de ciudad Gótica. Si la primera película basada en los encastres daneses apelaba al espíritu lúdico de grandes y chicos, a dejar volar la imaginación y a rebelarse contra las reglas; acá, esas normas ya están implícitas y la narración puede concentrarse en contarnos otra cosa. Curiosamente (o no), “Lego Batman: La Película” logra mostrarnos una de las mejores interpretaciones del encapotado. Entre mil chistes, referencias (a los cómics, las películas y otros tantos personajes), los gags y los subtextos, se esconde una de las historias más profundas y humanas del Caballero de la Noche. Chris McKay y los guionistas, entre ellos Seth Grahame-Smith, logran equilibrar la acción más desenfrenada, el humor sin respiro y varios conflictos que, desde hace 78 años, persiguen al personaje de Bob Kane y Bill Finger, sin la necesidad de esa solemnidad, la seriedad o la furia contenida de otras versiones de la pantalla grande. El Batman Lego no es la “versión definitiva”, pero con sus defectos y virtudes se acerca bastante a lo que más esperamos. Recién al terminar de ver la película nos damos cuenta de que acabamos de presenciar al mejor justiciero de todos los tiempos. No se puede decir mucho sin spoilear la mitad de las bromas, los chistes o los grandes cameos que tiene el film. La historia pasa por el mismísimo Bruce Wayne/Batman (voz de Will Arnett), demasiado acostumbrado a salvar el día por sí mismo y volver a su solitaria mansión a regodearse en sus logros. Su relación con el Joker, “su más grande enemigo”, no es tan exclusiva, lo que deprime al payaso del crimen quien, dolido por este desplante, decide entregarse a las autoridades junto al resto de los villanos, dejando al encapotado sin un propósito específico. Gotham está atravesando por varios cambios, incluyendo la llegada de una nueva comisionado de policía. Barbara Gordon (Rosario Dawson) viene a ocupar el lugar de papá Jim, y sus ideas sobre combatir el crimen son muy diferentes a las del justiciero. El planteo es simple y brutalmente honesto: si en todos estos años, con Batman a la cabeza, la delincuencia en Gotham no mermó ni un poquito, ¿por qué seguir a apañando a un vigilante que no logar que los criminales se queden mucho tiempo tras las rejas? Sin villanos que combatir, ni intenciones de trabajar en equipo junto a Barbara y el resto de la policía, Batman se refugia en su donde, de repente, debe intentar cambiar su estilo de vida y aceptar sus responsabilidades paternas, después de adoptar, sin querer queriendo, a un huerfanito hiperquinético llamado Dick Grayson (Michael Cera). El Batman de Lego es egoísta, arrogante, negador y bastante irresponsable cuando se trata de pequeñines, pero bajo toda esa ira acumulada y unos abdominales muy bien trabajados, hay un hombre que todavía necesita el amor de una familia, aunque se resista a aceptarlo. La construcción visual (¡je!) de la película es impecable. Un desparpajo de formas, colores, ladrillitos digitales y explosiones totalmente inocuas. El absurdo se da cita cada cinco minutos, pero nunca desentona dentro de este universo bizarro donde el Murciélago es un justiciero súper inteligente que gusta del rap metalero (¿?), Robin es un nene ingenuo que aprende rapidísimo y el Joker es un malvado cargado de sentimientos. Todo tiene sentido dentro de este hermoso sinsentido donde los efectos de sonido son tan “reales” como las emociones que destilan estos personajes plásticos. Hay acción, hay música y hay frases superadoras en medio de un festín de referencias que van a dejar a todos contentos: a grandes, a chicos, al fan de Batman y al hijo del vecino que nunca leyó un cómic en su vida, pero puede dejarse llevar por las locuras (y no tanto) que plantea esta historia 100% superheroica.
“Hemos decidido ir a la Luna. Elegimos ir a la Luna en esta década y hacer lo demás, no porque sean metas fáciles, sino porque son difíciles; porque ese desafío servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras energías y habilidades, porque ese desafío es un desafío que estamos dispuestos a aceptar, uno que no queremos posponer, y uno que intentaremos ganar, al igual que los otros”. Así se pronunciaba el presidente John F. Kennedy el 12 de septiembre de 1962 en la Universidad de Rice, dándole más impulso a la carrera espacial norteamericana que empezó a acelerarse después de que la Unión Soviética lograra lanzar con éxito el Sputnik 1 –primer satélite artificial de la historia- el 4 de octubre de 1957. Lo que para algunos había empezado como simple paranoia en plena Guerra Fría o como parte de una agenda política, para otros, alcanzar las estrellas era una meta (y un sueño) muy diferente. Hay infinidad de películas (“The Right Stuff”) y miniseries (“From the Earth to the Moon”) que retratan el tema desde un montón de ángulos diferentes, pero en ninguna de ellas se habla de las “computadoras”. No, no nos referimos a los aparatos que hoy se encuentran en cada una de nuestras casas, sino a un grupo excepcional de mujeres que colaboró (casi desde las sombras) para que el hombre pudiera poner sus piecitos en la Luna. Antes de que Neil Armstrong clavara la bandera yanqui en el satélite natural, otros hombres se sometieron a las pruebas más rigurosas para, siquiera, abandonar la atmósfera terrestre. Pero detrás de esos corajudos, había cientos de ingenieros, técnicos y matemáticos que ayudaron desde la base de la NASA en Virginia. Entre ellos se encuentran las “computadoras”, mujeres afroamericanas que realizan todo tipo de cálculos complicadísimos con la ayuda de sus neuronas y una simple calculadora mecánica. Acá no hablamos de sumar uno más uno, sino de problemas que sólo resuelven los genios, en una época anterior a que quedaran en manos de una IBM que ocupa una habitación entera. Claro que también estamos en épocas de segregación racial, de prohibiciones y esas mierdas que tuvieron que soportar los afroamericanos hasta mediados de la década del sesenta. Es 1961 y la matemática Katherine Goble (Taraji P. Henson), la aspirante a ingeniero Mary Jackson (Janelle Monáe) y la supervisora Dorothy Vaughan (Octavia Spencer) son tres de estas mujeres que trabajan en un sótano aislado del área de computadoras en Hampton, Virginia. Es hora de poner un hombre en órbita y los “señores” a cargo necesitan una ayudita extra. Claro que el color de su piel no es el único impedimento que deben afrontar. No olvidemos que son mujeres, súper inteligentes, dedicadas a sus carreras y no tanto al hogar, pero a pesar de ello sus cheques y oportunidades son inferiores, incluso a las de una secretaria que sólo sirve café. En un ambiente cargado de prejuicios, estas tres brillantes mujeres se abrieron camino. Existieron, y fueron reconocidas tardíamente, “Talentos Ocultos” (20126), seguramente “adorna” algunos de estos hechos, aunque todos sabemos que la realidad que les tocó vivir a los ciudadanos norteamericanos en aquellos tiempos, supera cualquier ficción. Henson, Spencer y Monáe se lucen con cada pequeña frase que los guionistas Theodore Melfi y Allison Schroeder –basados en “Hidden Figures” de Margot Lee Shetterly- ponen en sus bocas. Piensen que cualquier frase mal entendida podía mandar a estas señoras a la cárcel, pero cuando la gota rebalsa el vaso, no les queda otra que salir a pelear un poquito por lo que les corresponde. “Talentos Ocultos” es una gran anécdota histórica que, de paso, refleja varias realidades que podemos traer a nuestros días. La reconstrucción de época es impecable, como cada una de las actuaciones, incluyendo a Kevin Costner, Kirsten Dunst y Mahershala Ali (sí, este tipo está en todos lados). El director Theodore Melfi, responsable de “St. Vincent” (2014), no se esfuerza demasiado en materia técnica, aunque se apoya en su mejor elemento: el trío protagonista. “Talentos Ocultos” es básicamente una película de actores que van llevando adelante la narración, pero no aporta mucho desde la estética. En este caso, es lo que menos importa. Hacía falta conocer (y reconocer) este cachito de historia y a las mujeres extraordinarias que fueron parte de ella.
El director y guionista Barry Jenkins tenía un solo largometraje en su haber y muchos años de experiencia que le dieron forma a esta nueva historia basada en algunos aspectos de su propia vida, problemas y situaciones que tuvo que atravesar, tanto él como su coguionista Tarell McCraney, en los barrios menos privilegiados de Miami, donde se crió. Este es el mismo entorno con el que lidia Chiron (apodado “Little” por su contextura enclenque), un pequeñito afroamericano, habitante de los barrios más marginados de Florida, donde la criminalidad está a la orden del día. El director decide relatar tres etapas fundamentales de la vida de su personaje, desde la niñez hasta la adultez, tocando temas como el abandono, la falta de una figura paterna, el bullying, el despertar sexual, la amistad masculina y un montón de conflictos que le van dando forma al carácter de este jovencito que sólo intenta pasar desapercibido y sobrevivir en un mundo bastante desfavorable. “Luz de Luna” (Moonlight, 2016) viene pegando fuerte en los círculos festivaleros y se convirtió en una de las principales candidatas a llevarse algunas estatuillas doradas en la próxima entrega de los Oscar. Jenkins y McCraney optan por un relato crudo y directo, tal vez ajeno a nuestra cultura, pero del cual no podemos mantenernos ajenos, aunque queramos. La historia de Chiron parece demasiado pesimista, pero es una realidad para ciertos sectores de la sociedad norteamericana. El chico se pasea por las calles tratando de huir de una madre distante y un tanto abusiva cuando se encuentra bajo la influencia de las drogas (Naomie Harris); de las golpizas de sus compañeros de escuela, que perciben su fragilidad emocional, y encuentra un poco de consuelo en la figura de Juan (Mahershala Ali), el narcotraficante del barrio que, al menos, se preocupa de su seguridad y bienestar. Estos años marcarán el futuro del joven que debe encontrar su propia identidad. Como dicen: “Chiron puede abandonar el barrio, pero el barrio no puede abandonar a Chiron por más que se lo proponga. Tres son los actores que le dan vida al protagonista a medida que va creciendo, conformando así, un elenco sólido y contundente que conmueve con muy poco. “Luz de Luna” es una película de palabras escuetas, con una gran banda sonora y una fotografía impecable cortesía de James Laxton. Es la apuesta “independiente” de la temporada, y la mejor respuesta al #OscarSoWhite del año pasado. Aunque la historia de Jenkins tiene muchos méritos en sí misma, más allá de la “corrección política” que pueda vislumbrar la Academia. Tal vez, no es la obra más destacada dentro de las nueve nominadas, pero cada uno de sus candidaturas las tiene bien merecidas. “Moonlight” es una película sobre la búsqueda de la identidad, la exteriorización de los sentimientos y la aceptación, la propia y la de los demás. Todos podemos parecer iguales bajo la luz de la luna, pero hay pequeños matices que nos diferencian.
A diferencia de los adultos, los chicos tienen una forma muy particular de escaparse de sus problemas: sumergirse en la fantasía. “Un Monstruo Viene a Verme” (A Monster Calls, J.A. Bayona, 2016) no es muy diferente al “Laberinto del Fauno” (20006), aunque sus contextos no guarden ninguna semejanza. Conor (Lewis MacDougall) tiene apenas 12 años, se encarga de los quehaceres de la casa, de lidiar con su mamá enferma (Felicity Jones), las constantes peleas con su abuela (Sigourney Weaver) y, como si fuera poco, con los brabucones del colegio. Desde la ventana de su habitación vislumbra un cementerio lejano y un enorme árbol milenario que una noche decide cobrar vida y venir a visitarlo. Sin poder escapar de sus propias pesadillas, el nene acepta la propuesta de este monstruo (voz de Liam Neeson) que pretende contarle tres historias y espera que, al final, Conor le cuente la suya. La realidad es que su mamá se está muriendo, su papá (Toby Kebbell) vive en los Estados Unidos con una nueva familia y su abuela hace lo posible para que la transición sea lo menos dolorosa posible para todos. Pero Conor no tiene consuelo, ni lugar donde desahogarse, o al menos es lo que cree, hasta la llegada del gigante. Como bien arranca diciendo esta historia, el protagonista es demasiado chico para hacerle frente a los problemas de los adultos, y demasiado grande para seguir comportándose como un chico. Ahí, en medio, se encuentra Conor obligado a crecer antes de lo debido, a superar sus miedos y la terrible realidad que lo rodea. Basado en la novela homónima de Patrick Ness, el director español Juan Antonio Bayona –responsable de “El Orfanato” (2007) y “Lo Imposible” (2012)- nos aliviana la pena del pequeñín, mezclando drama y fantasía absoluta. Los cuentos de hadas y los sueños de Conor cobran viva y el despliegue visual es imponente, aunque nunca efectista, y cada imagen está puesta al servicio de entender que pasa por la cabeza y el corazón de este chico cargado de rabia, dolor y culpa. MacDougall es el alma de este relato y conmueve con muy poco, al fin y al cabo es un nene actuando y reaccionando como tal. Claro que ayuda tener a Neeson como guía y “maestro de ceremonias” de esta búsqueda de la verdad que debe afrontar el pequeñín. La historia es triste, y ya la vimos unas cuantas veces en la pantalla grande, pero la forma en que la presenta el realizador, su simpleza (no simplismo) -más allá de los efectos y unas bellísimas animaciones en acuarela- y su humanidad, nos salpica y nos conmueve hasta las lágrimas. “Un Monstruo Viene a Verme” es de llorar, pero nunca condescendiente. Bayona nos ofrece un relato contundente y oscuro, aunque cargado de ternura y fantasía, acá la única vía de escape que nos queda cuando la realidad nos agobia y golpea.
Desde su primera película, “Guy and Madeline on a Park Bench” (2009), el director y guionista Damien Chazelle supo combinar sus dos amores: el cine y la música. “Whiplash: Música y Obsesión” (Whiplash, 2014) lo puso en el candelero de Hollywood y con “La La Land” (2016) terminó ce conquistar a la crítica y el público. Chazelle es un músico de jazz frustrado, sin duda alguna y, aunque puede bucear en otros géneros y salir airoso como el guión de “Avenida Cloverfield 10” (10 Cloverfield Lane, 2016), son las historias musicales y cargadas de pasiones, las que mejor le sientan. Menos mal que no insistió con su carrera como baterista de jazz porque nos hubiéramos perdido de esta maravilla cinematográfica llamada “La La Land”. En esta dramedia romántica y musical, el realizador se concentra en homenajear al Hollywood más clásico, pero desde una perspectiva muy actual. Estamos en la “tierra de las oportunidades”, donde los soñadores llegan con poco y nada para cumplir sus fantasías de fama y estrellato. Entre ellos se encuentra Mia (Emma Stone), joven actriz que pasa sus días audicionando sin mucho éxito, mientras le sirve café a las estrellas. Por otro lado, está Sebastian (Ryan Gosling), un bohemio músico de jazz que reniega del modernismo y sueña con tener su propio establecimiento. El destino quiere que estos dos crucen sus caminos y se enamoren, a pesar de sus diferencias y sus maneras de ver el mundo. Desde el minuto cero, con una increíble apertura y un plano secuencia digno de los mejores (aplauso, medalla y beso para el director de fotografía Linus Sandgren), la película nos sumerge en el ritmo de sus canciones -cortesía de Justin Hurwitz y el mismísimo Chazelle-, sus colores y una puesta en escena que recuerda los mejores musicales de la Era Dorada hollywoodense. Entre numerito y numerito, hay drama, humor, romance y el encanto y la química que surgen entre Gosling y Stone. A él, la historia le queda pintada, y ella logar cautivar a pesar de sus ojos saltones. Ojo, “La La Land” no viene a cambiar la historia del séptimo arte, pero sí a fusionar lo viejo y lo nuevo con melancolía, un toque de fantasía y un regocijo que inunda el alma de hasta el más escéptico. Su argumento no deja de ser un tanto convencional, al fin y al cabo es una típica historia de amor en las calles de Los Ángeles, pero es una sentida y honesta carta de agradecimiento a la magia del cine y a sus elementos formales por igual. A menos que sean odiadores de los musicales -tengan en cuenta que los protagonistas se ponen a cantar de la nada como parte de la trama-, resulta imposible no amar cada una de las canciones y salir de la sala tarareando y silbando los acordes de “City of Stars”. Entre otras cosas, Chazelle toma prestada cierta iconografía de “Cantando Bajo la Lluvia”, “Sweet Charity”, “Sombrero de Copa” y otros tantos clásicos, para redefinirlos y aggiornarlos a los nuestros tiempos. Emma y Ryan son el centro de esta historia que también cuenta con J.K. Simmons, John Legend y Tom Everett Scott. Los ojos, y las luminarias, están puestos sobre ellos, sus sueños y deseos, aunque no siempre brillen fulgurantes. El realizador nos cuenta una historia de amor, pero no cae en convencionalismos, y ahí es donde “La La Land” deja de ser condescendiente y piensa más en las intrincadas relaciones del siglo XXI. Al fin y al cabo, la fantasía persiste porque Hollywood es la tierra de las oportunidades donde los sueños se hacen realidad y el sol sigue brillando a pesar de que las puertas se cierren.
Si arrancamos diciendo que Moana es la anti princesa de Disney, este es el mejor cumplido que se le puede hacer a una protagonista femenina que tiene sobre sus hombros el peso de una larga tradición de “monarcas” cantarinas, expectantes por la llegada de su príncipe azul. “Moana: Un Mar de Aventuras” (Ron Clements, John Musker, 2016) aprueba con honores el test de Bechdel y enamora desde los imponentes paisajes y texturas, la fantasía de la mitología polinesia, una increíble banda sonora y su joven heroína, que de princesa no tiene absolutamente nada. Ron Clements y John Musker, directores de clásicos animados como “La Sirenita” (The Little Mermaid, 1989) y “Aladdin” (1992), toman la estructura de musical animado del estudio del ratón y nos cuentan una historia milenaria, aunque bien ajustada a los tiempos que corren. Mil años atrás, un guerrero semidiós llamado Maui (voz de Dwayne Johnson) robó el corazón de la diosa Te Fiti con la intensión de regalárselo a los hombres. La piedra, creadora de vida, se perdió en el océano junto con el anzuelo mágico de Maui, quien quedó aislado y desprovisto de sus poderes. Por su parte, Moana, hija del jefe de la isla Motunui, está destinada a seguir los pasos de su padre y hacerse cargo del bienestar de su gente. La isla provee de todo lo necesario, así que no hay excusas para cruzar el mar, más allá del arrecife. Moana siempre sintió curiosidad por el océano y todas sus maravillas, y a medida que va creciendo no puede evitar su llamado. Pero Motunui está sufriendo la falta de comida, y la jovencita se debate entre lo correcto y tomar el riesgo de desafiar las órdenes de su padre para encontrar la solución más allá de la orilla. Gracias a su abuela descubre que, en realidad, su pueblo desciende de un larguísimo linaje de navegantes y exploradores. Moana se lanza al mar con la intención de encontrar a Maui y que este le devuelva el corazón a Te Fiti. Acá empieza la verdadera aventura de esta adolescente y su viaje (literal y metafórico) hacia la adultez. La chica necesita encontrar su verdadera identidad, su propósito, y en el camino se encuentra con un sinfín de obstáculos, criaturas marinas, logros y frustraciones. El guionista Jared Bush se atreve a romper esquemas y burlarse un poquito del pasado disneyniano. Introducir refinados chistes escatológicos, y hasta referencias cinéfilas, incluyendo a “Mad Max: Furia en el Camino” (Mad Mad: Fury Road, 2015). “Moana” mantiene las estructuras de la epopeya más clásica, pero logra contar una historia bien moderna. Nuestra joven protagonista está más cercana a “Hércules” (1997) que a una abnegada “Cenicienta” (1950), desde sus temas y ese humor que se ríe de sí mismo (Nota importante: el mejor chiste de Disney, en décadas, lo encuentran al final de los créditos). “Moana” está cargada de identidad y sentimientos (no sentimentalismos), y adorna todo con la fantasía más alocada que se puede desprender de la mitología polinesia y sus paisajes. Visualmente no sólo busca el realismo, sino la espectacularidad, necesarias para sus incontables numeritos musicales. Sí, a diferencia de “Zootopia” (2016), esta es una aventura 100% musical y es ahí donde la película triunfa, mezclando las típicas canciones de Disney con la música tribal. Desde el minuto cero, los sonidos locales nos invaden y es imposible no mover el cuerpo a su ritmo. Se nota la incorporación de Lin-Manuel Miranda, y se celebra; un estilo “rapero” que le sienta muy bien a Maui, por ejemplo. “Moana” se lee entre líneas y demuestra, una vez más, que Disney puede triunfar con una joven protagonista femenina sin necesidad de coronitas, héroes al rescate o vestidos suntuosos. Los tropos y los arquetipos no pueden evitarse, obviamente, pero acá lo inteligente es poder redefinirlos y que nuevas generaciones de niñitas prefieran salir al mar en busca de sus propias aventuras (y sus destinos), en vez de quedarse durmiendo durante años esperando el beso salvador de un príncipe.
La versión cinematográfica de “Assassin's Creed” venía con muchas ganas de salvar las adaptaciones fichineras. Les tengo malas noticias: eso no va a pasar, principalmente porque el director Justin Kurzel se concentra demasiado en la estética y se olvida de contarnos una historia con cierto grado de coherencia. Kurzel vuelve a hacer equipo con Michael Fassbender tras la buena acogida de “Macbeth” (2015) y se sumerge en sociedades secretas y mitos medievales que llegan hasta la actualidad. Arrancamos en la España del siglo XV, en plena Inquisición Española, donde Aguilar de Nerha (Fassbender) es introducido como nuevo miembro de la orden conocida como los Asesinos, comprometido a proteger al príncipe Ahmed de Granada y la Manzana o Fruto del Edén, artefacto que contiene el código genético del libre albedrio, también buscado por los Templarios con la única intención de subyugar a la humanidad. Hasta acá, todo bien, incluso nos creemos que Fassy domina el acento español. Saltamos a 1986, un pueblucho en medio del desierto norteamericano, donde el pequeño e intrépido Callum Lynch atestigua como, supuestamente, su papá asesina a su madre. Callum huye y comienza una vida de fechorías y ansías de venganza. Treinta años después, el camino llega a su fin, cuando es sentencia a muerte por matar a un proxeneta. A lo ojos del mundo, Lynch deja de existir, pero tiene una segunda oportunidad gracias a la gente de Abstergo, una compañía que, a través de una tecnología revolucionaria, intenta erradicar la violencia en el mundo. La cosa no es tan así, Abstergo es la fachada perfecta de los Templarios. Alan Rikkin (Jeremy Irons) y su hija Sophia (Marion Cotillard) dirigen el lugar con base en Madrid y, de la mano de Lynch (otra vez Fassbender) tienen su mejor oportunidad para hallar la Manzana. ¿Cómo? Callum descubre que desciende de Aguilar y, a través del Animus, puede experimentar las memorias del “asesino”, incluyendo la ubicación del Fruto del Edén. De repente, el condenado manifiesta habilidades que ni pensaba que tenía, pero debe haber cierto consentimiento de su parte para logar las metas de los Templarios. O sea, los malos quieren erradicar el libre albedrío, pero necesitan de este para logar sus objetivos. ¿Se entiende? Esta es una de las tantas inconsistencias de la película y, sobre todo, del personaje de Callum, que no tiene ni pies ni cabeza. Sus decisiones no están muy justificadas que digamos, y cambia de actitud más rápido de lo que Anakin se pasó al Lado Oscuro. “Assassin's Creed” (2016) es un mar de clichés narrativos que sólo zafa gracias a sus espectaculares escenas de acción muy bien coreografiadas, la puesta en escena medieval (aunque no se entiende porque España es tan “brumosa”) y todo el concepto del Animus. Hasta ahí, paremos de contar. “Assassin's Creed” se toma todo (y a sí misma) demasiado en serio y ni siquiera logra entregarnos dos horas de sano entretenimiento descerebrado sin aburrirnos en el proceso. Falta una historia de fondo, aunque sea un algo básico, en vez de tantos saltos por los techos y problemas filosóficos. Ubisoft, seguí participando.